El 23 de octubre de 2020, para la inauguración de la Maestría en Escritura Creativa de la Universidad de las Artes, de Guayaquil, dicté la lección inaugural de dicho programa. En el número 167, de marzo de 2021, Agulha. Revista de Cultura ha publicado la lección íntegra. Aquí están los párrafos introductorios de la lección. Al final, ustedes pueden acceder al enlace donde se ofrece la publicación en su totalidad.
Imaginemos que somos transeúntes de
la única calle del barrio de Las Peñas, en Guayaquil; ese empedrado ancestral que
recorre las faldas del cerro Santa Ana, aquel cerro cabeza de iguana que se
zambulle en las aguas mansas de la ría. Imaginemos que, de adentro de una colorida
casa de artista, emerge el runrún de una bohemia que es todas las bohemias como
si entre las piedras del piso del recibidor de aquella, y no en la vieja casa
de la calle Garay de Buenos Aires, se encontrara el verdadero Aleph, a despecho
de Carlos Argentino Daneri: «¿Existe ese Aleph en lo íntimo de una piedra? ¿Lo
he visto cuando vi todas las cosas y lo he olvidado?». Imaginemos que estamos en
la entrada del barrio, frente al mosaico de azulejos con el retrato del poeta
que da nombre a la calle, y leemos:
Homenaje
de la Junta Cívica de Guayaquil
NUMA
POMPILIO LLONA
Nació
marzo 5 1832 Guayaquil
Murió
abril 4 1907 Guayaquil
Patriota e
inspirado poeta. Escribió y publicó en español y francés, dramas, cuentos y
novelas. Nos representó con singular lucimiento en el Exterior. Obtuvo en París
su título de médico, pero su vida Fue por otros caminos, como la Diplomacia y
las Letras. Personaje lleno de nobleza y simpatía, su muerte fue muy sentida.
Ahora, imaginemos que es octubre de
1905: estamos leyendo La Mujer. Revista Mensual de Literatura y Variedades
y, gracias al artículo «Homenaje y protesta» nos enteramos de que el Congreso
acaba de otorgar una pensión vitalicia a la poeta Dolores Sucre y al poeta Numa
Pompilio Llona. En dicho artículo se recuerda que, en julio de 1903, ya se
pidió el otorgamiento de la pensión para este último: «Escritores ecuatorianos,
hagamos una liga de confraternidad literaria y pidamos en coro á los
legisladores de 1903 la jubilación de Llona, el decano de nuestros literatos».
También se reclama por la suspensión del homenaje a Dolores Sucre, que debía
dársele ese octubre en Guayaquil. La autora del artículo, Zoila Ugarte de
Landívar, reflexiona: «La vida de estos dos grandes poetas ha sido llena de
amarguras; soñadores sempiternos de lo bello, siguiendo la senda luminosa,
áspera y difícil de la literatura; inquebrantables en su empeño, llegaron al
fin á la cumbre de la gloria, rodeados del prestigio del genio».
Más de cien años después, en esa
senda luminosa, áspera y difícil continuamos caminando quienes nos
dedicamos al oficio de escribir: todavía se mezquina desde las diversas
instancias del Estado, a nivel nacional o local, el reconocimiento en términos
económicos, no solo al oficio de escribir sino también a la profesión
literaria. Y, más que nunca, existe la urgencia de formular e institucionalizar
una política pública dirigida a fortalecer la producción editorial y la
creación de públicos, a reconocer profesionalmente el trabajo de quienes
escriben y, en general, a crear mejores condiciones para el desarrollo de la
creación literaria y, por ende, de la industria del libro.
Las pobrezas y dificultades de los
oficiantes de la palabra son de vieja data, si no que lo diga don Miguel de
Cervantes, quien, diecinueve días antes de morir, ingresó a la Venerable Orden
Tercera de San Francisco, con lo que ahorró a los suyos los gastos de su
entierro. El licenciado Márquez Torres, en el texto de aprobación de la segunda
parte del Quijote, cuenta que el embajador de Francia y su séquito
visitaron al obispo de Toledo y luego de alabar la obra literaria de Cervantes preguntaron
por este: «Halleme obligado a decir que era viejo, soldado, hidalgo y pobre, a
que uno respondió estas formales palabras: “¿Pues a tal hombre no le tiene
España muy rico y sustentado del erario público?”».
Y tanto España no lo tenía ni rico ni
sustentado del erario que, en la dedicatoria de Los trabajos de Persiles y
Sigismunda, firmada el 19 de abril de 1616, «puesto ya el pie en el estribo,
/ con las ansias de la muerte, / gran señor, esta te escribo», todavía
agradecía a don Pedro Fernández de Castro, conde de Lemos, por la generosidad
de su mecenazgo: «Ayer me dieron la Estremaunción y hoy escribo esta. El tiempo
es breve, las ansias crecen, las esperanzas menguan y, con todo esto, llevo la
vida sobre el deseo que tengo de vivir […] Pero si está decretado que la haya
de perder, cúmplase la voluntad de los cielos». El 23 de abril, al día
siguiente de su muerte por diabetes e hidropesía, fue enterrado vestido con el
tosco sayal de la orden en el convento de las Trinitarias Descalzas ubicado en la
que hoy, por ironía municipal, se llama calle de Lope de Vega. Solo
cuatrocientos años después, desde abril de 2016, la gente puede visitar la
tumba de Cervantes que, luego del descubrimiento, en 2015, de los que se
suponen son sus restos, ha sido instalada en la iglesia de San Ildefonso del
convento.
¿Qué nos queda pensar del oficio de
escribir si del más grande de sus oficiantes en lengua castellana apenas si
sabemos dónde fue enterrado y, a pesar de las investigaciones de la tecnología
contemporánea, no estamos seguros de que los restos que los turistas visitan
sean en realidad sus verdaderos restos? Nos queda, claro está, la lectura del Quijote,
el libro central de nuestro canon; nos queda el personaje vivo, a pesar de su
muerte, que es el Quijote y también Sancho Panza, su escudero, ansioso de vida
pastoril como un pretexto para derrotar a la muerte inevitable de su amo; nos
queda reconocer en la imaginación, los desvaríos y la filosofía del Quijote la
existencia de un lenguaje literario que nos legó las claves para la escritura de
la novela contemporánea imbricada en la tradición de la lengua española. Nos
queda, más allá de los huesos de Cervantes y la memoria de su pobreza, la gran
aventura de la lengua literaria que es el Quijote.
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