José María y Corina lo habían conversado en alguna de sus tardes de té y facturas: toda muerte engendra ausencias y cada ausencia es un pedazo de muerte que se adhiere para siempre a nuestra piel de solos.
(De El perpetuo exiliado, 2016).
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lunes, abril 24, 2023

Los monos enloquecidos: Cuestión de principios (como buenos días)

De mi archivo: De diciembre de 1990 a junio de 1991 escribí, en diario Hoy, la columna Los monos enloquecidos. Yo había llegado en julio de 1988 a Quito y, de alguna manera, todavía era «un mono simpático recién llegado a la capital» en medio de un ambiente cultural que, como lo definió Miguel Donoso Pareja, en muchos aspectos, era marcadamente quiteño-centrista. La columna se concentró, sobre todo al comienzo, en comentar libros y eventos culturales de Guayaquil como una manera de visibilizar una producción artística y literaria que le era fantasmal para el público quiteño. Este primer artículo pretendía plantear el problema y justificar el sentido de la columna, cuyo nombre era un homenaje a la novela inconclusa de José de la Cuadra. En esta sección de mi blog, que aparece el último lunes de cada mes, reproduciré, en próximas entregas, algunos de los artículos de aquella columna.  

 

Columna Los monos enloquecidos, diario Hoy, 03 de diciembre de 1990.

            Ni ciegos imitadores de circo, ni festivos tropicales. Ni atolondrados hacedores de un arte y una literatura chéveres y del yatuvé, pero poco profundos; ni solo estridentes exhibicionistas del mundo lumpen, caótico y violento de una ciudad (mi/nuestra ciudad) enferma de populismo y demagogia oligárquica.

            Así nos querrían reducidos aquellos que han hecho del centralismo cultural una forma más de ejercicio del poder y de la burocracia un medio de vida. (Monos, no más; simpáticos, tropicales; como para disfrutar un poco, no más y todo ese etcétera de modos verbales con el que, frecuentemente, nos perdonan la vida y justifican el no tomarnos en cuenta, el silenciarnos). Así, los que han hecho del regionalismo su negocio (los de allá y los de aquí).

            La producción de arte y literatura en una ciudad hiperbólica tiene sus características y sus problemas propios (esto es obvio, pero cuando reina el complejo de ombligo del mundo las obviedades son necesarias para entender que una expresión artística y/o literaria asume múltiples formas de simbolización/representación de la realidad de donde proviene).

            Del paréntesis se concluye —en primera instancia— que el arte y la literatura producida por artistas y escritores de Guayaquil no son solamente esa expresión en clave de jerga que asombra por inédita, ese humor ampliamente alabado por quienes contemplan el espectáculo como turistas frente a un hecho folclórico —típico de la monería—, esa manera despreocupada de asumir la formalidad.

 


            Los monos enloquecidos somos eso (válido de todas maneras —¡no faltaba más!— como una tendencia expresiva/simbólica/representativa de nuestra realidad histórica, social y cotidiana), pero no nos agotamos en esa forma. Y somos también —y sobre todo somos esto— un conjunto de productores de arte y literatura en plena ebullición, trabajando en un medio tipificado como hostil a las manifestaciones del espíritu —aunque esto sea verdadero solo en cierta medida— y permanentemente silenciados por quienes manejan los mecanismos que centralizan el desarrollo artístico y literario en la capital.


lunes, abril 10, 2023

«Las cruces sobre el agua» y los 100 años del 15 de Noviembre de 1922

Oswaldo Terreros Herrera, Movimiento GRSB, Papelógrafo 15 de noviembre de 1922, marcador sobre papel plano, 113 x 70 cm, 2022.

La violencia de la represión estalló al sur de Guayaquil, en las calles Coronel entre Febres Cordero y Capitán Nájera, donde continuaba trabajando la panadería «Norte América», que proveía a un cercano cuartel de la Policía. Una comisión del gremio de Panaderos fue a hablar con los trabajadores para que plegaran al paro resuelto la noche anterior. El propietario, J. C. Chambers, notificó al jefe del cuartel que envió un piquete de policía al mando del oficial Maridueña. «Allí, en la primera represión brutal, murió el obrero Alfredo Baldeón, apodado “el Rana”, dos panaderos fueron heridos y seis fueron detenidos y llevados al Cuartel»[1]. La literatura concebida como un testimonio de la vida: Joaquín Gallegos Lara convirtió el nombre de un obrero, víctima de la represión, en el nombre del personaje central de su novela, que está dedicada a la Sociedad de Panaderos de Guayaquil. La edición de Las cruces sobre el agua, publicada por el Fondo de Cultura Económica y UArtes Ediciones, en conmemoración del centenario del 15 de Noviembre de 1922, es una contribución a la memoria de la patria, propone una relectura artística múltiple de la novela y ratifica el valor estético de un clásico de nuestra tradición literaria.[2]

            Desde siempre, la oligarquía ha defendido sus intereses a través del poder político y ha reprimido y criminalizado la lucha obrera y popular cuando la crisis social escapa a su control. Desde 1914, la emisión inorgánica del Banco Comercial y Agrícola, BCA, se había disparado con el consiguiente impacto inflacionario y, para 1922, la emisión monetaria sin respaldo del BCA superaba el 27 % del total del medio circulante el país. La banca privada utilizó al Estado, que era su deudor, a través de un representante suyo en el gobierno, desde 1920: «el Dr. José Luis Tamayo, liberal fervientemente antialfarista, y, precisamente, Apoderado Jurídico del Banco Comercial y Agrícola desde hacía más de una década»[3]. Una muestra más de que ese maridaje perverso del poder económico y poder político es una tradición de las clases dominantes.

Ante esta crisis económica del capital, la protesta popular, que culminó con la marcha del miércoles 15 de noviembre de 1922, fue brutal y criminalmente reprimida luego de un combate callejero desigual, pues los obreros tuvieron que saquear los almacenes de armas cuando el ejército y la policía comenzaron a disparar al bulto. El gobierno plutocrático de Tamayo se preparó para la represión: 2.200 hombres en armas estuvieron listos en la madrugada del 15. El jefe de Zona Militar, general Enrique Barriga, en un parte del 5 de diciembre, dirigido al jefe de Estado Mayor, en Quito, reconoce que «los muertos y heridos pueden llegar a doscientos. Nosotros tenemos un oficial herido y de tropa veintiún muertos, incluyendo los de la policía»[4]. El Fígaro, medio año después, indica que «hasta el día domingo 19, las organizaciones populares habían identificado ya 472 compañeros muertos y más de 650 desparecidos, mutilados y heridos de consideración»[5]. En la novela, cuando el narrador describe la matanza, habla de trescientos, «quién sabe cuántos muertos y heridos, cuyos andrajos ensangrentados parecían humear en el aire pesado»[6].

 

Las fotos del obrero: Avenida Olmedo y Chimborazo
            El poder oligárquico, comenzando por el mensaje del presidente Tamayo, montaron la narrativa de “los horrores de la anarquía”, de “multitudes enloquecidas por el influjo de bajas pasiones”, e “incontenible desenfreno”. El 18 de noviembre, Tamayo felicitó al ejército y a la policía: «Os habéis hecho acreedores, una vez más, a la gratitud nacional. Estrecho con efusión vuestras manos que tan bizarra y noblemente manejan las armas que os entregó la Nación para su defensa»[7]. Y, como era de esperarse, vino el juicio penal contra los obreros y sus dirigentes acusados de actos vandálicos y saqueos a locales comerciales, aunque no se sabe que hubiese alguna investigación sobre los responsables de los batallones Cazadores de los Ríos y Marañón y del cuerpo de Policía que ejecutaron la matanza[8].

El capítulo X «Fuego contra el pueblo» es el que, a través de imágenes, en el lenguaje del documental cinematográfico, describe la matanza. Al final del capítulo, una escena que sintetiza el nivel de crueldad de la represión es la muerte de Tubo Bajo. Malherido, Tubo Bajo está tirado en una carreta donde se amontonan muertos y moribundos. La carreta ha sido llevaba a orillas del malecón para arrojar los cadáveres a la ría, luego de abrirles la barriga para que no refloten. Tubo Bajo, consciente de lo que estaba sucediendo, pero ya sin fuerzas, gritó que aún estaba vivo: «Seguramente ahora tampoco sonaba su voz. Luceros lívidos le estallaron en la vista. La cabeza se le desvanecía. El hielo de la punta del yatagán le penetró el bajovientre, cerca del ombligo y, desgarrando, corrió hacia el estómago, hacia el pecho. El dolor dividió su ser entero en un hachazo de negrura final»[9].

La edición conmemorativa de Las cruces sobre el agua, que estoy reseñando, desarrolla un proyecto editorial centrado en la memoria. Comencemos por la imagen de la portada del artista guayaquileño Oswaldo Terreros Herrera (1983). Un sugerente trabajo que recrea los símbolos del movimiento obrero: la estrella de cinco puntas, emblema del comunismo; la rueda dentada, icono del trabajo y del progreso; las multitudes y sus banderas, retrato de la lucha obrera; una torre de transmisión que termina en un puño, representación de los trabajadores de la empresa Luz y Fuerza Eléctrica quienes, junto a los trabajadores de la empresa de Carros Urbanos Eléctricos, de Gas y del Ferrocarril, constituían la vanguardia obrera; y, como un punto que conjuga la tradición y la ruptura, dos conceptos disímiles como progresar e implosionar están marcados en dicotomía de modernidad y posmodernidad: la idea positivista de progreso y el vacío de significado que implica la implosión en el sentido que le da Baudrillard.

 

Las fotos del obrero: Sociedad de Carpinteros, Seis de Marzo y Bolivia
            Un elemento novedoso de esta edición es la inclusión del proyecto «Las fotos del obrero», dirigido por el cineasta Mario Rodríguez Dávila. El proyecto tuvo, finalmente, cuatro pliegues[10]: cinematográfico, fotográfico, performativo e instalativo-sonoro. El proyecto, que trabaja un archivo ficcional o falso documental, se presentó el martes 15 de noviembre de 2022, en la Casa de la Cultura Ecuatoriana, núcleo del Guayas y uno de sus objetivos fue la reparación simbólica a los obreros asesinos, mediante «un proceso de reconstrucción de la memoria histórica guayaquileña, a través de la producción de imágenes de archivo ficcional, del hecho ocurrido el 15 de noviembre de 1922»[11]. Las fotos del archivo ficcional, además de reconstruir la época, tienen una enorme carga simbólica en función de la lucha popular por reivindicaciones básicas como la jornada de ocho horas o «moralizar el vocabulario soez y grosero que los señores Inspectores usan con los empleados subalternos»[12].

Otro aporte de esta edición de Las cruces sobre el agua es la «Línea de tiempo de la masacre obrera del 15 de noviembre de 1922 en Guayaquil», que da cuenta de las peticiones de los trabajadores ferroviarios, en Durán, de The Guayaquil and Quito Railways Co.: «…que se cumplan los horarios dispuestos desde 1920 (seis días a la semana, ocho horas diarias), prestaciones médicas, despidos anticipados con 30 días, eliminación del impuesto a obreros para los hospitales y el alza salarial. Solicitan el nombramiento de un médico para el hospital que tiene la Compañía del Ferrocarril en Huigra»[13]. Se cita el telegrama del presidente José Luis Tamayo al general Enrique Barriga, jefe de Zona, el día 14 de noviembre: «Le pide que le responda al día siguiente a las 18:00, informando que la tranquilidad ha vuelto a Guayaquil. “Cueste lo que cueste, para lo cual queda ud. autorizado”, culmina el mensaje»[14].

 

Las fotos del obrero: «Las del Rosa Luxemburgo hacían colectas para las familias de los huelguistas, cosían banderas rojas, acudían a las asambleas y desfilaban en las manifestaciones, cantando el himno Hijos del Pueblo» (Las cruces..., 231)

Esta edición de Las cruces sobre el agua también tiene dos prólogos. El uno es «Las cruces sobre el agua: memoria y esperanza de la lucha en el Ecuador», de Andrés Landázuri. En este prólogo, Landázuri, que ubica a la novela en la cumbre del realismo social y como un texto clave para entender la narrativa ecuatoriana del siglo veinte, plantea que «lo que hace Gallegos Lara es materializar una memoria social y dotarla de unos símbolos —visibles a través de un argumento, unos personajes, unos hechos, unas ideas— que resultan poderosos y significativos»[15], en el marco de su militancia comunista. Esos mismos símbolos que son capaces de transcender en la historia como una referencia necesaria frente al borramiento o domesticación de las luchas populares por parte de las clases dominantes.

El otro prólogo, «Cinco razones para releer Las cruces sobre el agua», de Fernando Montenegro, es no solo una invitación a la relectura de la novela, sino, al mismo tiempo, una relectura de nuevas líneas de significación del texto. Para Montenegro, Las cruces sobre el agua es la novela de la migración y de la transformación urbana de Guayaquil, que da testimonio de la violencia de género y la resistencia feminista, en medio de la explotación laboral, la represión y la resistencia social, y que, de alguna manera, marca una línea de la tradición literaria que persiste hasta hoy. Para. Montenegro, «lo que le interesa a Gallegos Lara es el valor político de la literatura en un sentido amplio por un lado y, por otro, cómo la literatura tiene un papel crucial en la construcción de la sociedad ecuatoriana».

            La primera edición de Las cruces sobre el agua (1946) fue publicada por Vera & Cía., editorial y librería de Alfredo Vera Vera y Pedro Jorge Vera, ubicada en Pedro Carbo, entre Nueve de Octubre y P. Icaza, en Guayaquil. La portada tenía un dibujo del artista Alfredo Palacio Moreno y, en el interior, había siete grabados de Eduardo Borja Illescas. En la solapa de la primera edición, se dice que la novela «es casi la biografía del héroe popular Alfredo Baldeón, quien cayó en las barricadas del 15 de noviembre de 1922, y cuyo nombre lo lleva actualmente un Comité de Obreros del Pan»[16]. La novela apareció cuando Velasco Ibarra ya había traicionado los postulados democráticos de La Gloriosa (28 de mayo de 1944) y desconocido la Constitución de 1944 y, además, había alejado de su gobierno a los comunistas que lo llevaron al poder. La más reciente edición de la novela —en la que extraño la presencia de voces críticas femeninas contribuye a la memoria histórica del 15 de noviembre de 1922 en su centenario. Su relectura constituye un recordatorio urgente de la declaración de Alfonso Cortés que nos remueve la consciencia desde un imperativo ético radical: «¿Cómo pretender ser felices en un mundo en que reinan el hambre y la muerte? En nuestro infeliz país, toda alegría se la robamos a alguien. ¡Aquí no podemos ser dichosos sin ser canallas!»[17].

En síntesis, una relectura de Las cruces sobre el agua, de Joaquín Gallegos Lara, nos muestra una novela de impecable estructura y caracterización maestra de sus personajes, así como de un lenguaje cuyo tono se ajusta a cada situación de la historia, que contribuye a la memoria de la patria para que, al menos en la consciencia histórica del pueblo, los crímenes de la oligarquía plutocrática no queden impunes. Como ha definido Alicia Ortega: «Las cruces tiene un aliento épico: la multitud en las calles —en marcha, luego en fuga y finalmente acorralada—, los cadáveres arrojados a la ría, el símbolo de las cruces como expresión de una memoria colectiva viva, hace posible la formulación de un imaginario optimista y esperanzador, quizá erigido sobre el sacrificio del pueblo»[18]. Así, los postulados sartreanos de compromiso, responsabilidad intelectual y de la literatura como un agente de cambio social siguen vigentes como vigente continúa el sentido memorioso, ético y estético de las cruces sobre el agua del río Guayas, con cuya visión se cierra la novela: «Las ligeras ondas hacían cabecear bajo la lluvia, las cruces negras, destacándose contra la lejanía plomiza del puerto. Alfonso pensó que, como el cargador decía, alguien se acordaba. Quizás esas cruces eran la última esperanza del pueblo ecuatoriano»[19].  



[1] Patricio Martínez Jaime, Guayaquil, Noviembre de 1922. Política oligárquica e insurrección popular (Guayaquil: Centro de Estudios y Difusión Social, CEDIS, 1988), 101-102. Martínez cita el diario El Guante, del 17 de noviembre de 1922. En el prólogo de Las cruces sobre el agua, Andrés Landázuri cita a Alejandro Guerra Cáceres, quien, a su vez, toma la información del semanario El Pueblo, del Partido Comunista Ecuatoriano, del 25 de noviembre de 1972. Las circunstancias de la muerte de Baldeón difieren del sitio en los relatos citados. El hallazgo de la tumba de Alfredo Baldeón Silva (1900-1922), en Cementerio General de Guayaquil (puerta 3, en el cerro, en la parte conocida como el cementerio de los pobres), fue objeto de un reportaje con motivo del centenario del 15 de Noviembre de 1922: Ricardo Zambrano, «Una bayoneta atravesó la boca de Alfredo Baldeón. ¿Su pecado? Ser obrero y protestar por los sueldos de hambre», El Universo, 15 de noviembre de 2022, acceso 08 de abril de 2023, https://www.eluniverso.com/noticias/ecuador/cien-anos-de-la-masacre-obrera-una-bayoneta-atraveso-la-boca-de-alfredo-baldeon-su-pecado-ser-obrero-y-protestar-por-los-sueldos-de-hambre-nota/

[2] Joaquín Gallegos Lara, Las cruces sobre el agua, prólogos de Andrés Landázuri y Fernando Montenegro (Quito: Fondo de Cultura Económica / UArtes Ediciones, 2022).

[3] Martínez, Guayaquil, Noviembre de 1922…, 22. En esta página está inserto el cuadro estadístico, año tras año (1914-1922), que compara la emisión inorgánica del BCA con la deuda del gobierno central. El proceso inflacionario de los artículos importados de consumo popular (en ese entonces 66,4 % del total de las importaciones nacionales) acusó un alza aproximada del 300 % (1920-1922), según Martínez (21-24).

[4] Martínez, Guayaquil, Noviembre de 1922…, 105.

[5] Citado por Martínez, Guayaquil, Noviembre 1922…, 127.

[6] Gallegos Lara, Las cruces…, 241.

[7] «Manifiesto del Señor Presidente de la República», del 18 de noviembre de 1922, citado por Martínez, Guayaquil, Noviembre de 1922…, 128-129.

[8] El Archivo Histórico del Guayas publicó como «Documento del mes», el 10 de noviembre de 2020, el Juicio Penal contra los trabajadores del 15 de noviembre de 1922, que puede ser consultado en: https://archivohistoricodelguayas.culturaypatrimonio.gob.ec/AHG/?p=386

[9] Gallegos Lars, Las cruces…, 247.

[10] En el anexo de la edición de la novela se habla de tres pliegues. En cambio, en el sitio web de la Universidad de las Artes se ha añadido el elemento performativo. Para mayor información sobre el proyecto, consultar: https://www.uartes.edu.ec/sitio/blog/2022/11/10/las-fotos-del-obrero-se-presenta-este-15-de-noviembre-en-el-mismo-dia-de-la-masacre-obrera-de-hace-100-anos/

[11] «Las fotos del obrero», en Gallegos Lara, Las cruces…, 279.

[12] «Pliego de peticiones de los empleados, motoristas y conductores de la Empresa de Carros Urbanos de Guayaquil», en Martínez, Guayaquil, Noviembre 1922…, 62-63.

[13] «Línea de tiempo de la masacre obrera del 15 de noviembre de 1922 en Guayaquil», en Gallegos Lara, Las cruces…, 45.

[14] «Línea de tiempo de la masacre…», 51.

[15] Andrés Landázuri, «Las cruces sobre el agua: memoria y esperanza de la lucha en el Ecuador», en Gallegos Lara, Las cruces…, 22.

[16] Joaquín Gallegos Lara, Las cruces sobre el agua (Guayaquil: Vera & Cía. Editores, 1946).

[17] Gallegos Lara, Las cruces…, 271.

[18] Alicia Ortega Caicedo, Fuga hacia dentro. La novela ecuatoriana en el siglo XX (Quito / Buenos Aires: UASB / Ediciones Corregidor, 2017), 225.

[19] Gallegos Lara, Las cruces…, 275.


lunes, marzo 20, 2023

Siete fragmentos alrededor del neo-romanticismo ecléctico

Constance Mayer (1775-1821), El sueño de la felicidad (1819). Museo de Louvre.

1

Dijeron que la vida personal y la cotidianidad del autor no le interesaba al arte literario. Dijeron que el nuevo escenario tenía que ser urbano. Dijeron que la heroicidad de ahora es opaca y carece de pasión. Dijeron que había llegado el fin de la historia. Pero, contra la hegemonía del pensamiento único, estamos en un tiempo de diversidad de saberes y de un canon que se construye desde tradiciones propias; un momento de reivindicaciones políticas inéditas que implican la convivencia con la otredad; una ruptura con la modernidad cartesiana que nos lleva a la superación de la dicotomía entre cultura y naturaleza. También estamos en el tiempo de autorretratos, de las selfies que se multiplican en las redes sociales, de las confesiones reprimidas por las convenciones sociales que afloran como salidas de un baúl que se abre ya sin miedo; del reconocimiento de la naturaleza como un ente vivo y con derechos; de la emergencia de los feminismos y de los derechos de la población LGBTI; del protagonismo de personas que sobreviven a la violencia y el ascenso del neofascismo. Vivimos la continuidad de la historia desde la construcción de un nuevo yo y la lucha por nuevas libertades.

2

Nos enseñaron que no había que confundir al Narrador con el Autor; que lo único que debía considerar la crítica era el texto; y, sin embargo, hoy vemos de cuántas diversas maneras se funden la voz autoral con la voz narrativa y las formas confesionales de una voz que, siendo narrativa y autoral a la vez, las ha convertido en escritura para darnos ese objeto del deseo llamado texto. El enunciado Rousseau en Las confesiones podría ser la poética de una literatura confesional que da cuenta del yo en la complejidad de su situación espiritual e histórica: «Emprendo una obra de la que no hay ejemplo y que no tendrá imitadores. Quiero mostrar a mis semejantes un hombre en toda la verdad de la Naturaleza y es hombre seré yo. Solo yo. Conozco mis sentimientos y conozco a los hombres […] Si no soy mejor, a lo menos soy distinto de ellos»[1]. No toda experiencia de vida puede convertirse en literatura; finalmente, la cotidianidad anodina de la especie humana carece de intriga y sucesos capaces de desautomatizar la visión cotidiana del mundo. Pero sí, toda experiencia de vida puede ser literatura, no por las anécdotas sobre su existencia sino por la contemplación de los intersticios del alma de aquella vida en la materialización que conlleva la escritura destinada a entusiasmo estético, la escritura capaz de convertir la experiencia de un alma en la conmoción espiritual del ser humano.

3

El mundo agitado por las antiguas tormenta y pasión está testimoniado en dos libros de una narrativa cargada de poesía. El uno es Nuestra piel muerta, de Natalia García Freire: novela en la que la escena del mundo rural andino reemplaza a la campiña del gótico de finales del siglo XVIII y comienzos del XIX; el castillo de Otranto da paso a la casa solitaria, de resonancias lúgubres y el fanatismo religioso, tanto el ancestral como el sincrético, se ha instalado como un ente sobrenatural en los corazones de los personajes. Desde similar orilla, el cuentario Las voladoras, de Mónica Ojeda, recupera la tradición oral popular de la ruralidad andina mediante la reelaboración poética de los mitos, en el marco del sincretismo religioso y cultural del mundo indígena y mestizo. Estos cuentos de Ojeda se inscriben en esa tradición de voces rumorosas que entretejen los sentidos de la vida y de la muerte, que descubren el horror y lo místico; la tradición oral popular y los saberes ancestrales y la crueldad del mundo: todo aquellos a lo quienes leemos nos asomamos desde el sublime terror de vernos confrontados con la muerte. Las historias y los personajes de ambos libros habitan el universo de un neogótico incrustado en los Andes.

4

La preeminencia del Yo, herencia romántica por excelencia, es una característica de Los cielos de marzo, de Andrea Crespo Granda, una novela de prosa lírica que estremece, y que, desde el tono confesional, abraza un neo-romanticismo, formalmente ecléctico, que narra una conmovedora historia de amor contrariado resuelta con la inmolación de la heroína. La novela es una desgarradora novela lírica que está estructurada con formas libres; su protagonista es una memorable heroína romántica, y su escritura, envuelta en el sentido irónico del arte y en una conmovedora expresión poética, recupera el paisaje de la naturaleza en función del espíritu. Asimismo, en el registro del Yo confesional, Estancias, de Alicia Ortega (Guayaquil, 1964), es una estremecedora práctica de escritura andrógina que nos permite transitar, desde la cotidianidad de la autora, en nuestra propia experiencia de vida. Alicia Ortega escribe sus meditaciones iluminando lo que ha vivido y las convierte en filosofía de lo cotidiano y sus gestos. Este texto andrógino es escritura del Yo, pero no desde el narcisismo sino desde la mirada cómplice de la sororidad, que transita en los espacios del duelo y la fiesta. Escritura andrógina que se sitúa entre el testimonio autobiográfico y el ensayo, entre la auto ficción y la filosofía, entre el diario de viaje y la cartografía personal. Tanto la novela de Crespo como la auto ficción andrógina de Ortega son textos que se inscriben en la estética del Yo neo-romántico libre, confesional, experimental, que deviene en el tiempo del Yo confesional que se autorretrata en la escritura, ya sea a través del personaje o de la propia autora.

5

Dos cuentarios escritos en clave opuesta se inscriben en el terror de lo real y en la presencia inquietante de lo fantástico en la realidad. En De un mundo raro, Solange Rodríguez Pappe construye sus relatos extraordinarios —en el tono del horror fantástico de la tradición de Poe— a partir de la libertad de la imaginación, como otra aproximación que tiene el conocimiento para desentrañar los niveles ocultos de lo real en una atmósfera gótica del trópico: el mundo de ultratumba es parte del mundo de los vivos y las premoniciones apocalípticas son reelaboraciones de la destrucción a la que el mal somete al mundo. Este es un cuentario que, a partir de la ironía y el humor para enfrentar la muerte y los miedos a lo sobrenatural, destruye la dicotomía racional entre lo real y lo fantástico construyendo un mundo que los contiene a ambos en lo cotidiano sin solución de continuidad entre sus bordes; un libro en el que algunas de sus historias suceden en tiempos apocalípticos y mundos distópicos como para decirnos que vivimos la era de un apocalipsis permanente; un libro que incorpora la oralidad del folklore en el rito solitario que integra la escritura y la lectura. En el otro extremo, en un tono hiperrealista, el cuentario Sacrificios humanos, de María Fernanda Ampuero, desarrolla el horror de lo abyecto del ser humano en cada cuento y asistimos al espectáculo de una galería asfixiante de monstruos sin posibilidad de redención a partir de una imaginación libérrima. Son historias que, en la tradición de Mary Shelley, E.T.A. Hoffman y Horacio Quiroga, incorporan los elementos que se desprenden del gótico del romanticismo del siglo XIX en historias y escenarios contemporáneos: la casa tenebrosa acompañada de la violencia intrafamiliar; la recuperación de la oralidad popular para potenciar el terror y lo sobrenatural; la presencia de seres de ultratumba en combinación con seres violentos en el mundo patriarcal de los vivos; todo ello, en medio de personajes que luchan dentro de sí mismos contra sentimientos depresivos, angustiantes, morbosos. En ambos cuentarios, la heroína rebelde se enfrenta a la violencia del patriarcado, lucha contra de las convenciones y disfruta de su sexualidad libre.

6

Desde la confrontación del Yo con la muerte y la redención de ese mismo yo a partir de una heroicidad cotidiana estos dos poemarios están envueltos por la atmósfera del neo-romanticismo ecléctico. Labor de duelo, de María Paulina Briones, poemario de verso deslumbrante, está alimentado de lo onírico y la terrorífica cotidianidad de la muerte. En él, la poeta medita sobre la vida atravesada por el duelo y, en su verso, recupera el sentido del dolor para continuar la vida con la sabiduría del ser que ha purgado la pérdida. El poema, en este sentido, ha transgredido el terreno sonámbulo de la muerte. Victoria Vaccaro García, en Breve mitología del cuerpo original, convierte en poesía la transición de un cuerpo, que nace varón, y la génesis de la mujer que lo habita; su escritura evoca a la naturaleza para volverla compañera de los diversos estadios del espíritu. El poemario se construye desde la textualidad ceremonial de un tránsito que es, al mismo tiempo, corporal y del espíritu.

 

y 7

François Gerard, Madame de Staël (c. 1817), Coppet Castle.


El neo-romanticismo ecléctico es una escritura que puede observarse en la literatura ecuatoriana de comienzos del siglo XXI y que, con amplia libertad de formas y preocupaciones temáticas, reelabora ciertos conceptos del romanticismo decimonónico a partir de un yo con identidad de género, la construcción de nuevas formas de relación con la naturaleza, la asimilación de variadas estéticas de la escritura, una visión crítica del mundo marcada por la diversidad sexual y étnica y el rechazo al canon patriarcal dominante. Vivimos un tiempo en el que recobra vigencia, desde perspectivas contemporáneas, el entusiasmo enfrentado al fanatismo. Ya lo señaló Madame de Staël: «El fanatismo es una pasión exclusiva, cuyo objeto es una opinión; el entusiasmo se repliega a la armonía universal: es el amor de lo bello, la elevación del alma, la alegría del sacrificio, reunidos en un mismo sentimiento lleno de grandeza y de serenidad»[2]. La amplitud que ha ganado para el arte y la literatura la definición de lo bello, el entendimiento del alma en unidad indisoluble del cuerpo ya que toda persona es un cuerpo con historia, el entendimiento del yo como un yo escindido y diverso, las nuevas libertades por las cuales se lucha, el acercamiento a la naturaleza y la relación de respeto que se establece entre el ser humano y la vida son características de un nuevo entusiasmo. La ironía del distanciamiento que se establece entre quien escribe y la escritura; el entendimiento de la literatura como un artificio ecléctico y un espacio para la problematización de la rebeldía son los cimientos de un neo-romanticismo que deconstruye las convenciones patriarcales, supera las ilusiones del liberalismo económico y concentra la mirada en el ser humano por sobre el capital. Finalmente, desde la experiencia de formas experimentales, envuelta la literatura en nuevas prácticas signadas por la vieja formulación de tormenta e ímpetu, esta tendencia neo-romántica ejerce, desde el eclecticismo textual, el sentido liberador de la escritura.



[1] Jean-Jacques Rousseau, Las confesiones [1782] (México: W.M. Jackson, Inc., 1973), 1.

[2] Madame de Staël, Alemania [1810] (Madrid: Espasa-Calpe, Colección Austral # 184, 1991), 187.

lunes, diciembre 12, 2022

«Las voladoras», de Mónica Ojeda: voces rumorosas del horror

Mónica Ojeda Franco (Guayaquil, 1988). (Foto de Lisbeth Salas)

El cuentario Las voladoras, de Mónica Ojeda, recupera la tradición oral popular de la ruralidad andina mediante la reelaboración poética de los mitos, desde el sincretismo religioso y cultural del mundo indígena y mestizo. Así, en el cuento que da nombre al libro, la leyenda de las voladoras que llevan y traen noticias, que practican hechizos de alcahuetas, que utilizan ayahuasca y otros bebedizos para sus viajes espirituales, se reproduce en una historia de incesto naturalizado en una casa que adquiere características tenebrosas por causa de su aislamiento: «Todavía duermo con la voladora y, a veces, papá mira igual que un caballo en delirio la línea irregular de la valla que separa nuestra casa del promontorio […] El misterio es un rezo que se impone»[1].

Ese mundo que emerge de los relatos de Ojeda es un territorio donde tienen cabida lo siniestro y lo abyecto del tránsito entre la vida y la muerte. Así lo vemos en el cuento «Sangre coagulada»: a través del saber sobre el aborto de la abuela heredado por la nieta, que está mediado por el símbolo de la sangre: «La muerte también nace»[2], la abuela y la nieta, que aceptan su condición de brujas, según las denomina la gente, son el refugio último al que acuden las chicas del pueblo para su propia liberación. Ojeda expone el horror y la violencia del mundo con crudeza, sin dar respiro a quien lee, y sus personajes transgreden las fronteras de lo sobrenatural. Esa virtud que tiene este cuentario para resaltar el horror expandido del mundo es, al mismo tiempo, su límite narrativo y argumental, pues lo repetitivo se agota como estética y se convierte en una fórmula predecible como toda fórmula.

Las voladoras es un cuentario de personajes que avanzan de manera inexorable hacia su propia muerte. Son personajes que, al unísono con quien lee, van preguntándose si es posible vivir después de contemplar la muerte abyecta como sucede en «Cabeza voladora»; o conviven mezclando los niveles de consciencia entre la atmósfera de pesadilla y la violencia real que se da en «Caninos». Los ya nombrados son personajes que cuya existencia se da en el ámbito de lo siniestro y lo perverso, como sucede con la mutilación que un par de hermanas persigue desde una búsqueda de estética que carece de remordimientos y frenos morales, tal como es contada en «Slasher», generando una apología de la perversión polimorfa: «El sonido del dolor es muy parecido al del deleite»[3].

            Ojeda cierra su libro con la brillantez neogótica de «El mundo de arriba y el mundo de abajo», un cuento sobre el duelo de aquello que no tiene nombre. En el relato se conjuga la desesperada peregrinación de un padre que busca resucitar a su hija muerta y la mitología ancestral incaica mediante un estremecedor lenguaje poético, que consigue ese distanciamiento irónico concebido por los románticos: «Solo hay una verdad manando de las grietas: escribir es estar cerca de Dios, pero también de lo que se hunde. Solo hay una verdad brotando desde el fondo del hielo: la escritura y lo sagrado se encuentra en la sed»[4].

El mundo agitado por las antiguas tormenta y pasión del neo-romanticismo ecléctico de estos tiempos también es el mundo de Las voladoras, de Mónica Ojeda. Un cuentario que se inscribe en ese fluir narrativo de voces rumorosas que entretejen los sentidos de la vida y de la muerte; voces que descubren el horror y lo místico. Un cuentario que se alimenta y reelabora la tradición oral popular y los saberes ancestrales y la crueldad del mundo: todo aquello a lo quienes leemos nos asomamos desde el sublime terror que nos provoca contemplar el abismo de la muerte.



[1] Mónica Ojeda, «Las voladoras», en Las voladoras (Madrid: Páginas de Espuma, 2020), 15.

[2] Ojeda, «Sangre coagulada» …, 22.

[3] Ojeda, «Slasher» …, 71.

[4] Ojeda, «El mundo de arriba y el mundo de abajo» …, 115-116.


lunes, agosto 15, 2022

Estancias, de Alicia Ortega: meditaciones sobre el tránsito vital en tiempos de duelo y de fiesta


            ¿De qué manera la escritura contribuye a que tomemos conciencia de nuestra fragilidad en medio de una pandemia? ¿Cómo, en medio de un confinamiento, sobrellevamos el duelo llevándolo en la palabra? ¿Qué tiene la escritura que hurga en el dolor que provoca la separación de quienes se aman como una manera de sanar heridas? ¿Cuál es el proceso textual mediante el cual se transforma la experiencia personal en un motivo de meditación junto al prójimo? ¿Cuánta experiencia vital necesitamos para escribir sobre la vida y la manera como hemos habitado sus distintas estancias? Confrontamos al yo que vemos en la proyección de nosotros mismos, desde el yo que somos al momento de la escritura y lo volvemos en la palabra un nosotros comunitario. Estancias, de Alicia Ortega, es una estremecedora experiencia de escritura andrógina que, en la complicidad que generan sus lecturas, nos permite transitar, desde la cotidianidad de la autora y su yo, en nuestra propia experiencia de vida.

            La autora enmarca la escritura de la vivencia en la estancia del confinamiento y una ruptura amorosa: «Esta es una escritura de duelo. De duelo vivido en confinamiento obligado. La experiencia de duelo acarrea consigo la inacabable sensación de pérdida. Y esa sensación se hace tangible en la experiencia de abandonar la estancia compartida con la amada»[1]. El libro será una muestra de cómo nos vamos quedando en cada estancia, de qué manera vamos dejando la piel y el alma; y, sin embargo, es también un testimonio de cómo nos rehacemos, nos reconstruimos. Alicia Ortega (Guayaquil, 1964) escribe sus meditaciones iluminando lo que ha vivido y las convierte en filosofía de lo cotidiano y sus gestos. Así, ella medita: «Porque la escritura no es sino siempre un acto de apropiación y reescritura, una provocación, una ofrenda, un encuentro con la palabra ajena, un divertimiento, una forma de la felicidad, un cobijo para la lengua que susurra sus secretos a una oreja».[2]

            Estancias tiene una escritura que propone una estética de la palabra finamente enhebrada; palabra destinada a conmover, a estremecer, a comunicarse con quienes leen desde los afectos y en ello reside su belleza: la experiencia personal de la autora se convierte en la referencia para meditar sobre la vida y esa meditación nos alcanza a quienes leemos. Alicia Ortega teje, desde lo anecdótico, relaciones de mujeres cercanas a sus afectos: su madre, su hija, su amada. Ella parte de un rosal, como símbolo de la partida y la vuelta y en este proceso una caída en el pozo de la muerte y un renacimiento en la palabra vital, una reconstrucción de sí misma en el texto de la vida: «A los pocos días, pude distinguir los círculos interiores que formaron sus pétalos. Círculos que se abrían de adentro hacia fuera, apuntando al sol. La fuerza de esa sola rosa pobló de hojas sus ramas cada vez menos desguarnecidas. Fue ella quien supo contagiarme de su rojo mirar»[3]. En este sentido, la narración anecdótica se convierte en una enseñanza de vida, pero no en el sentido de consejo moral sino en el de una lección de aprendizaje compartido entre quien ha vivido la experiencia y la escribe y quien la equipara a una propia y la disfruta en la lectura.

             Escritura del yo, pero no desde el narcisismo sino desde la mirada cómplice de la sororidad, que transita en los espacios del duelo y la fiesta. Escritura andrógina que se sitúa entre el testimonio autobiográfico y el ensayo, entre la auto ficción y la filosofía, entre el diario de viaje y la cartografía personal. Así, cuando habla de la afición de la madre a la colección de fotografías, nos entrega esta profunda y hermosa meditación sobre el tiempo:

 

Me descoloca el paso del tiempo cuando se vuelve tangible. Cuando el tiempo transcurrido me incumbe. Cuando el tiempo es el mío. El de los míos. El tiempo ajeno es tiempo detenido. Es historia. Es tiempo acontecido. Puedo hacer una pausa y mirarlo. Puedo mirarlo y admirarlo. El tiempo propio transcurre, está en movimiento, es una cosa y otra a la vez. Es tiempo vivido. Es tiempo del acontecer. Y el horizonte de todo tiempo en devenir es la muerte, la ausencia, la pérdida, el vacío.[4]

 

Estamos ante un texto que, escrito en el tiempo del confinamiento, reflexiona sobre las travesías vitales y reconstruye la memoria de los trayectos espirituales de la autora. «No hay ficción. Hay escritura. Es literatura. Quiere ser leído como un libro andrógino»[5]. Estancias, de Alicia Ortega, es un libro de escritura andrógina en cuya palabra fluyen la vida y sus verdades, el amor y sus vicisitudes, el duelo y sus dolores, la felicidad y sus instantes; una bella y deslumbrante escritura por su calidad literaria, su meditación filosófica sobre lo cotidiano de la existencia y por su conmovedora fuerza vital.



[1] Alicia Ortega, Estancias (Quito: Severo Editorial, 2022), 17.

[2] Ortega, Estancias…, 84.

[3] Ortega, Estancias…, 67.

[4] Ortega, Estancias…, 188.

[5] Ortega, Estancias…, 18.