José María y Corina lo habían conversado en alguna de sus tardes de té y facturas: toda muerte engendra ausencias y cada ausencia es un pedazo de muerte que se adhiere para siempre a nuestra piel de solos.
(De El perpetuo exiliado, 2016).

lunes, septiembre 16, 2024

Amistades atravesadas por la literatura

           

«De viaje a Chojampe», septiembre de 1931. En primer plano, de izquierda a derecha: Alba Calderón y Leonor Vera. En segundo plano: Enrique Gil Gilbert, Pedro Jorge Vera, Joaquín Gallegos Lara, Rodrigo Seminario y Baltita Arrata. En tercer plano: Teodoro Seminario, Walter Calderón y Jorge Mancero. Archivo Martínez-Meriguet. La foto ilustra un artículo de Yanna Haddaty Mora sobre Relatos de Emmanuel, de Gil Gilbert, en el sitio web de la Casa Carrión.


Si bien la literatura es un trabajo solitario en el momento de la escritura, no es menos cierto que quien escribe está inmerso en una comunidad escrituraria y lectora. En esa comunidad se cuecen rencillas y complicidades, animadversiones y amistades. La amistad, por su propia definición, implica compartir la cotidianidad y los ámbitos vitales, y, en el caso de las amistades atravesadas por la literatura, algunas coincidencias estéticas y éticas. Pero, como en muchos aspectos de las relaciones humanas, es difícil formular recetas sin el riesgo de caer en simplismos. La amistad, en medio de la creación literaria, se expresa mediante las cofradías y también en relaciones personales no exentas de conflictos.

            Ernest Hemingway (1899-1961), en París era una fiesta (1964, póstumo), retrata el ascenso y caída de su amistad con Gertrude Stein (1874-1946), aquella que aglutinó a su alrededor a escritores, a los que bautizó como la generación perdida: «Nada más fácil de adquirir que el hábito de pasar por el 27 de la rue de Fleurus al caer la tarde, por amor a la lumbre y los cuadros magníficos y la conversación. Muchas veces yo era el único visitante, y Miss Stein estuvo siempre muy amable y por un tiempo estuvo cariñosa»[1]. La relación entre ellos era la de una maestra y su discípulo. Hemingway tenía acceso libre a la casa de Miss Stein y ella le recomendaba lecturas, compartía con él sus juicios literarios, comentaban sus textos y le dio los consejos que, con el tiempo, él aplicaría en su estilo: hay que evitar descripciones porque sí, hay que deshacerse de los adornos, hay que comprimir la narración. En el capítulo 13 del mismo libro, Hemingway cuenta que se separó de ella cuando escuchó, de casualidad, una pelea humillante de Stein con su pareja y no pudo soportarlo. Al final, «ella se peleó con todos los que la queríamos excepto con Juan Gris, y con este no pudo pelearse porque se había muerto» (111).

 

Adolfo Bioy Casares y Silvina Ocampo el día de su boda en Las Flores, provincia de Buenos Aires (1940). De pie: Óscar Pardo, Enrique L. Drago Mitre y Jorge Luis Borges (testigos del enlace). La foto proviene del Album personal de Adolfo Bioy Casares en el sitio web de la Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes.


          
En los pagos del sur, es conocida la amistad de Jorge Luis Borges (1899-1986) y Adolfo Bioy Casares (1914-1999), quienes fueron amigos durante toda la vida pese a la diferencia de edad —Borges era quince años mayor—, de origen social —Borges era clase media y Bioy, de familia ganadera— y hasta en su relación con las mujeres —Borges era tímido y Bioy un don Juan—. Borges fue uno de los testigos de matrimonio de Bioy y Silvina Ocampo (1903-1993), en 1940. Juntos escribieron ficción bajo el seudónimo de H. Bustos Domecq (Seis problemas para Isidro Parodi, 1942) y B. Suárez Lynch (Un modelo para la muerte, 1946), así como guiones cinematográficos y otros textos literarios. Compartían lecturas, la vida cotidiana de los amigos y chismes del medio. Cuando Borges se enamoró de María Kodama (1937-2023), el afecto entre Bioy y Borges continuó de manera intermitente, porque Bioy y Kodama nunca congeniaron. Un mes después de una llamada telefónica desde Ginebra, en la que Borges, llorando, les dice a Bioy y a Silvina que nunca más volvería a Buenos Aires, Bioy pasa por un quiosco y un joven desconocido le da la noticia de que Borges ha muerto. En la entrada de su diario, del 14 de junio de 1986, Bioy escribió:

 

Pasé por el quiosco. Fui a otro de Callao y Quintana, sintiendo que eran mis primeros pasos en un mundo sin Borges. Que a pesar de verlo tan poco últimamente yo no había perdido la costumbre de pensar: “Tengo que contarle esto. Esto le va a gustar. Esto le va a parecer una estupidez.” Pensé: “Nuestra vida transcurre por corredores entre biombos. Estamos cerca unos de otros, pero incomunicados. Cuando Borges me dijo por teléfono desde Ginebra que no iba a volver y se le quebró la voz y cortó, ¿cómo no entendí que estaba pensando en su muerte?”[2]

 

            En la literatura estadounidense, la de Sylvia Plath (1932-1963) y Anne Sexton (1928-1974) fue una relación de amistad, corta e intensa, que estuvo acompañada por la presencia latente de la depresión y el suicidio. Se conocieron en la primavera de 1959, cuando ambas asistieron a un taller de escritura dirigido por el poeta Robert Lowell (1917-1977) en la Universidad de Boston. Ambas consideraban, al igual que Lowell, que el lenguaje poético surgía de lo más íntimo de la experiencia personal y escribieron lo que se conoce como poesía confesional, un antecedente de la auto-ficción de hoy. La amistad surgió de manera inmediata entre estas dos poetas excepcionales que compartían un intenso sufrimiento existencial que se expresó en periodos de crisis depresivas y sus suicidios.

 


Sylvia y Anne, junto con George Starbuck, otro poeta del taller, solían ir, luego de las clases, al bar del hotel Ritz donde se bebían algunos Dry Martini, el más clásico de los clásicos de la coctelería y del que se ha dicho uno está bien, dos son demasiados y tres no son suficientes.[3] Ahí conversaban de literatura, sus depresiones y, abiertamente, sobre el suicidio como una opción para terminar con sus estados depresivos. Para 1959, tanto Plath como Sexton ya habían intentado suicidarse. Sylvia Plath lo intentó mientras estudiaba en Smith College, a comienzos de los cincuenta, por lo que recibió tratamiento de electroshocks, que habrían de afectarla para siempre. Anne Sexton había sufrido una depresión posparto luego del nacimiento de su primera hija Linda, en 1954, por la que fue internada y, en 1955, luego del nacimiento de su segunda hija, Joyce, sufrió otra crisis e intentó suicidarse el 9 de noviembre, día de su cumpleaños.

Plath escribió en su famoso poema «Lady Lázaro»: «Morir / Es un arte, como todo. / Yo lo hago extraordinariamente bien. / Tan bien que me parece el infierno. / Tan bien que me parece real. / Lo mío, supongo, es como un llamado»[4]. Luego de que Sylvia se suicidara, el 11 de febrero de 1963, Anne Sexton escribió «La muerte de Sylvia», una elegía que parece continuar las conversaciones en el Ritz:

 

¡Ladrona!
¿Cómo te arrastraste,

 

te arrastraste sola,
dentro de la muerte que tanto he deseado siempre,

 

la muerte que ambas dijimos haber superado,
la que portábamos en nuestros pechos demacrados,

 

de la que tanto hablábamos cada vez
que nos bebíamos tres martinis extra secos en Boston,

 

la muerte que hablaba de psicoanalistas y curas,
la muerte que hablaba como novias con nichos,

 

la muerte por la que brindábamos,
los motivos y luego el discreto acto?[5]

 

            El 4 de octubre de 1974, Anne Sexton, que tenía trastorno bipolar y era alcohólica, se tomó varias copas de vodka y con una más en la mano fue hasta el garaje de su casa, se ubicó en el asiento del conductor de su Cougar rojo, encendió el motor y se quedó dormida mientras respiraba el dióxido de carbono que salía del tubo de escape. Finalmente, al décimo intento, logró suicidarse. En su poema «Querer morirse» escribió sobre aquello que había llenado las conversaciones con Sylvia Plath: «Pero los suicidas tienen un idioma propio. / Como los carpinteros, quieren saber con qué herramientas. / Nunca preguntan por qué construir».[6]

Finalmente, veamos una amistad literaria y política en nuestro paisito. Joaquín Gallegos Lara (1909-1947) falleció el domingo 16 de noviembre de 1947 y sus restos fueron velados esa noche en la Sociedad de Carpinteros, en Guayaquil. Al día siguiente, en la capilla ardiente levantada en la Casa de la Cultura, Enrique Gil Gilbert (1912-1973), al intervenir en representación del Partido Comunista, definió al Grupo de Guayaquil: «Éramos cinco como un puño». La conciencia grupal se debía a que tenían similares puntos de vista sobre la función de la literatura realista en la sociedad, pero de los cinco, solo Gallegos Lara y Gil Gilbert compartían, además, la militancia política. Los otros tres eran José de la Cuadra, Demetrio Aguilera Malta y Alfredo Pareja Diezcanseco. Seguir algunas huellas de la amistad de Gallegos Lara y Gil Gilbert es posible por testimonios de terceros.

 

«Éramos cinco como un puño». El Grupo de Guayaquil, de izquierda a derecha: Joaquín Gallegos Lara, Enrique Gil Gilbert, Alfredo Pareja Diezcanseco, Demetrio Aguilera Malta y José de la Cuadra. Los dibujos son de Carlos Rodríguez y fueron hechos para la primera edición de El nuevo relato ecuatoriano (1951), de Benjamín Carrión. (El dato me lo dio mi tocayo Raúl Serrano Sánchez, que tiene la modesta sabiduría del asiduo de bibliotecas).

             

Rodolfo Pérez Pimentel, en su Diccionario biográfico cuenta que Demetrio Aguilera Malta (1909-1981) fue quien llevó a Gil Gilbert, por primera vez, a la buhardilla en donde vivía Gallegos Lara. Los tres anduvieron juntos por muchos años y Gil Gilbert, antes que el latacungueño Juan Falcón, conocido como Falcón de Aláquez, fue quien cargó sobre sus hombros a Gallegos Lara. Jorge Enrique Adoum (1926-2009) escribió en De cerca y de memoria que fue Gil Gilbert el que lo presentó a Gallegos Lara en aquella buhardilla de la calle Manabí 308, en Guayaquil: «[…] —había siete escalones hasta el descanso, desde donde Enrique anunciaba silbando nuestra llegada, y de allí trece hasta su piso—. Joaco era ya lo que iba a ser desde los cuentos de Los que se van, y yo apenas comenzaba a ser lo que no he sido, pero nunca me lo hizo sentir»[7].

            Hacia 1934, Gallegos Lara, casado con Nela Martínez (1912-2004), y Gil Gilbert, con Alba Calderón (1908-1992), se mudaron, por invitación de su dueño, a la casa del crítico español Francisco Ferrándiz Alborz (Feafa) (1899-1961), en la calle Clemente Ballén y Boyacá, en Guayaquil. Ferrandis había celebrado con gozo la aparición de Los que se van. Allí vivieron por algunos años hasta que, siempre según Pérez Pimentel, Alba descubrió a Nela coqueteando con Enrique. Los amigos se separaron, aunque al poco tiempo, olvidado lo que consideraron un incidente, continuaron frecuentándose.

            En el sitio web de la Casa Carrión existen sendas cartas de Gallegos Lara y Gil Gilbert a Benjamín Carrión (1897-1979) en las que ambos se mencionan con familiaridad. En la carta de Gallegos Lara, de 5 de septiembre de 1931, este le refiere a Carrión que se va a Chojampe, un recinto cerca del cantón Ventanas, en la provincia de Los Ríos, para escribir en un ambiente tranquilo y menciona con humor a su amigo Gil Gilbert:

 

Me voy a Chojampe, Chojampe feudo, latifundio, cálida tierra montuvia de llanadas cubiertas de ganado vacuno, caballar y huma­no. Tierra deliciosa en verano, colinas suaves, aire puro, cielo azul y perla, cocos y mangle. Está cerca de la desembocadura del Guayas. Pertenece a la familia Gilbert y por ende un poquito también a Enrique Gil Gilbert. Un poquito, lo suficiente para que Enrique se sienta comunista frente a su casta gamonal. Allá me voy con un haz de cuartillas, la semana que viene, a aislarme con mi libro. Cuestión de veinte días y lo tendré terminado.

 

            Por su parte, Gil Gilbert, en una carta del 1 de febrero de 1932, al mismo Carrión, le dice que tal vez por Gallegos Lara, Carrión se había enterado de que preparaba el libro que, finalmente, se llamó Yunga. Más adelante, comenta sobre la novela La bruja de Gallegos Lara que quedó inconclusa: «¿Leyó la novela de Gallegos? A mí me parece muy buena. Me gus­ta y creo que será una gran obra ecuatoriana. Sobre todo, me gusta la orien­tación modernísima de él. Abandona el arte deshumanizado para encarrilar­se dentro de una vía humana».

Gallegos Lara fue, lo que hoy llamaríamos, el editor de Los que se van que reunió ocho cuentos de cada uno de sus autores, Enrique Gil Gilbert y Demetrio Aguilera Malta. Él escribió la presentación que habla de la amistad y la literatura: «Este libro no es un haz de egoísmos. Tiene tres autores; no tiene tres partes. Es una sola cosa. Pretende que unida sea la obra como unido el ensueño que lo creó. Ha nacido de la marcha fraterna de nuestros tres espíritus. Nada más». Cuenta Adoum que Gil Gilbert dijo de su amigo: «Era poeta, pero tropezó con la tierra que siempre es más áspera que la poesía» (50)

            Las cofradías de todos los tiempos, las revistas literarias, los talleres de escritura o el ámbito académico de las universidades son los espacios en donde se cuecen las amistades que genera la literatura. No obstante, siempre he considerado que la escritura y la lectura son manías de solitarios, pero son manías que se socializan en una comunidad en la que las relaciones están atravesadas por el intercambio intelectual de los procesos creativos que provocan aquellas manías. Tal vez lo hemos olvidado, pero la amistad intelectual que genera la literatura se consolida con algo menos espectacular, fundamental, que es compartir los afectos de la vivencia cotidiana y asumir la responsabilidad del cuidado de la persona amiga.



[1] Ernest Hemingway, París era una fiesta (Barcelona: Seix Barral, 2003), 35.

[2] El diario de Adolfo Bioy Casares se puede consultar en el sitio web Come en casa Borges, que es la frase con la que inicia algunas entradas del diario. Hay una muy buena reseña de Edwin Williamson en Letras Libres, del 30 de junio de 2008, Borges y Bioy: una amistad entre biombos.

[3] «One martini is all right. Two are too many, and three is not enough». James Thurber (1894-1961), escritor y humorista gráfico estadounidense.

[4] Sylvia Plath, Dime mi nombre. Poesía completa 1956-1963, traducción Xoán Abeleira (Barcelona: Navona, 2023), 407-408.

[5] Seis poemas de Anne Sexton, la poeta que conoció el lado oscuro. Versión original de «Sylvia’s Death».

[6] «Wanting to Die». Traducción de Sandra Toro: «Querer morirse».

[7] Jorque Enrique Adoum, De cerca y de memoria (Quito: Editorial Archipiélago, 2003), 49.


lunes, septiembre 09, 2024

¡En pie! ¡Los condenados de la tierra!

De mi archivo: En 2022 apareció mi texto transgenérico Poéticas de Guayasamín, en coedición del Fondo de Cultura Económica y UArtes Ediciones. El espíritu neocolonial continúa deshumanizando al Otro y lo ha convertido en un bárbaro monstruoso al que hay que temer. He intentado una lectura del pensamiento anticolonial y emancipador de Frantz Fanon en diálogo con la obra de Guayasamín.  

 

Los condenados de la tierra, 1967-1968, óleo sobre tela, 122 x 122 cm (# 1, 3, 5 y 9), y 122 x 244 cm (# 2, 4, 6 y 8), de La edad de la ira, en La Capilla del Hombre. (Foto Jorge Medina)


¿En qué rincones del mundo cantan L’Internationale, de letra escrita, en 1871, por Eugène Pottier, aquel obrero textil que combatiera en las barracas de la Comuna de París? ¿En dónde suena aquella música compuesta, en 1888, por Pierre Degeyter, que, a los siete años, ya era obrero de una fábrica de mecánica y estudiaba en la escuela nocturna para trabajadores?

El 6 de diciembre de 1961, en el hospital de Bethesda, en Maryland, Frantz Fanon, que había ingresado en octubre de aquel año bajo el nombre de Ibrahim, moría de leucemia a los treinta y seis años. François Maspero, su editor, alcanzó a enseñarle un ejemplar impreso de Les damnés de la terre, pero Fanon no alcanzó a ver la independencia de Argelia, por la que luchó en su calidad de militante del Frente de Liberación Nacional.

¿En dónde repican aún las campanas de la lucha descolonizadora? ¿Por qué la violencia estructural de los opresores se disfraza de paz social y es celebrada como el lugar del fin de la historia? ¿Por qué la violencia liberadora de los oprimidos es sancionada moralmente por los biempensantes del poder establecido? ¿Qué parte de nuestra alma está colonizada por la negación del otro?

Frantz Fanon —negro, siquiatra, filósofo, escritor, militante independentista— escribe: «Esta opulencia europea es literalmente escandalosa porque ha sido construida sobre las espaldas de los esclavos, se ha alimentado de la sangre de los esclavos, viene directamente del suelo y del subsuelo de ese mundo subdesarrollado. El bienestar y el progreso de Europa han sido construidos con el sudor y los cadáveres de los negros, los árabes, los indios y los amarillos. Hemos decidido no olvidarlo».

Los condenados de la tierra llevan en sí la negación de su ser por parte de quienes han asumido, como un destino manifiesto, la opresión de los otros, de aquellos que habitan la tierra de la barbarie. El aparato colonial niega la condición humana del Otro: se la niega al negro, al árabe, al indio, al amarillo. El Otro, el que por lo general también es pobre, es la barbarie que amenaza y a la que hay que domesticar y someter. Es la barbarie a la que hay que civilizar para ponerla al servicio del capital, siempre blanco, siempre patriarcal. Las palabras finales de Fanon son un desafío permanente a nuestra conciencia: «…hay que cambiar de piel, desarrollar un pensamiento nuevo, tratar de crea un hombre nuevo».

Guayasamín convierte en imágenes estremecedoras los rostros y los cuerpos de aquellos condenados de la tierra. No son los obreros de los desfiles soviéticos: son los marginados de todos los pueblos; las masas de parias; aquella legión que, verdaderamente, no tienen nada que perder sino sus cadenas. Esos rostros y esos cuerpos, de humanidad negada por sus opresores, quieren gritar, y habrán de rebelarse con la ira acumulada en siglos de cruel sometimiento.

La violencia de los condenados de la tierra, inesperada erupción de un volcán dormido, es el síntoma de la injusticia que se ha incubado en la violencia institucionalizada del capital.

El cuerpo, en posición cadavérica; los rostros, ojos desesperados hasta que desaparece la mirada y tan solo queda la boca al borde del grito. Los ojos en guerra con el mundo. Las figuras, en negro, insolentemente cubiertas de sudarios blancos, yacen, se incorporan, se apoyan en los codos; quieren levantarse. Al final, el otro desconocido, ya sin ojos, el rostro del grito de la ira.

Según palabras de Sartre, Fanon «está extirpando, en una sangrienta operación, al colono que vive en cada uno de nosotros». Al igual que Fanon, Guayasamín, a través de su arte, nos confronta con la violencia establecida del paraíso burgués que nos hemos fabricado y nos arroja, desnudamente agazapados, al mundo de los condenados, cobijados por nuestra propia soledad.


lunes, septiembre 02, 2024

Stephen King: más allá del terror, la literatura

Stephen King (Porland, Maine, 21 de septiembre de 1947), foto de la portada de la edición por el vigésimo aniversario de On Writing. A Memoir of the Craft (2000).

            En 2003, King recibió la Medalla de la Fundación Nacional del Libro a la Contribución Distinguida a las Letras Estadounidenses. El crítico Harold Bloom condenó dicha decisión con su ya conocida indignación frente a la escritura que no cabe en lo que él ha definido como el canon occidental. En un furibundo artículo titulado “Embruteciendo a los lectores americanos”, que apareció en The Boston Globe, Bloom calificó la concesión del premio a Stephen King como «otro punto bajo en el impactante proceso de embrutecimiento de nuestra vida cultural». En 2007, Bloom editó una antología de ensayos sobre la obra de King y estableció en su introducción que, más que como escritor, «King será recordado como un fenómeno sociológico, una imagen de la muerte del Lector Alfabetizado». King, efectivamente, es un fenómeno sociológico que tiene a su haber más de 400 millones de copias vendidas en todo el mundo y que ha escrito 66 novelas, más de 200 relatos y cinco libros de no ficción, además de innumerables artículos para diarios y revistas. Pero, King, es también un fenómeno literario que reflexiona, en tono conversacional, sobre su proceso de escritura y tiene una capacidad singular para escribir en diversos géneros y mantener una visión crítica de la sociedad norteamericana en todas sus obras. En Danza macabra (Danse Macabre, 1981), King expone su concepción del género del terror en la literatura y el cine, analizando los arquetipos del vampiro, el hombre lobo, el fantasma y la cosa innominada; además, King señala lo fundamental de su narrativa: «Mi propio convencimiento acerca de la ficción, firme y largamente mantenido, es que la historia debe estar por encima de cualquier otra consideración; que la historia define la ficción y que cualquier otra consideración —tema, atmósfera, tono, símbolo, estilo, incluso personajes— puede ser prescindible». En Mientras escribo (On Writing, 2000), King expone, mediante un ensayo autobiográfico, su experiencia literaria a través de momentos claves de su vida y también, en la segunda sección del libro, su cocina literaria. Asimismo, en su cuentario El bazar de los malos sueños (The Baazar of the Bad Dreams, 2015), King desarrolla, antes de cada relato, una suerte de ars narrandi en la que incluye no solo la anécdota extraliteraria de la escritura del relato, sino una teoría sobre la narración corta, más allá de que el libro es un muestrario de cuentos de terror, fantasía, ciencia ficción, realismo psicológico o de tono apocalíptico. No soy un especialista en la obra de King, pero, aparte de sus clásicos de terror, he leído con placer esa ucronía extraordinaria titulada 22/11/63 (11/22/63, 2011) que combina la fantasía y la especulación filosófica y política sobre la reelaboración del pasado y su imposibilidad, a partir de la intención que tiene un personaje capaz de atravesar el tiempo hacia el pasado que pretende evitar el asesinato de John F. Kennedy. Asimismo, tenemos una novela serial como La milla verde (The Green Mile, 1996), que es una honda introspección acerca de la culpa, el perdón, el poder de la sanación y el espíritu que genera la convivencia de los carceleros y los condenados. La novela está ambientada en los años de la Gran depresión y cuenta la historia de John Coffey, un negro con poderes sobrenaturales de sanación que está acusado de haber violado y asesinado a dos niñas blancas y que ha sido condenado a muerte por ello. Junto a esta, la novela corta Rita Hayworth y la redención de Shawshank (Rita Hayworth and Shawshank Redemption, 1982)[1], es una crítica social al sistema carcelario y a la contradicción que a veces existe entre el sentido de la justicia y la literalidad de la ley. Además, la literatura de King está cargada de una crítica demoledora, a partir de la construcción de sus personajes, contra la violencia estructural de la sociedad norteamericana que está retratada en todas sus contradicciones Margaret Atwood que contradice el desprecio de Bloom por la literatura de Kigd, ya lo anotó en la introducción a la edición conmemorativa del cincuentario de Carrie[2], por lo que la cito in extenso: «Pero debajo del “terror”, en King, siempre está el verdadero horror: la pobreza, la negligencia, el hambre y el abuso que existen en América hoy. “Fui a la escuela con niños que llevaban la misma porquería en el cuello durante meses, niños cuya piel supuraba con llagas y sarpullidos, niños con las inquietantes caras de muñeca de manzana seca que resultan de quemaduras sin tratar, niños que eran enviados a la escuela con piedras en sus cubetas de comida y nada más que aire en sus termos”, dice King en Mientras escribo. El horror máximo, para él como lo fue para Dickens, es la crueldad humana, y especialmente la crueldad hacia los niños. Es esto lo que distorsiona la “caridad”, el lado mejor de nuestra naturaleza, el lado que nos impulsa a cuidar de los demás».[3] Tal vez, la síntesis de la poética de Stephen King se puede encontrar en la dedicatoria de Eso, (It, 1985)[4]: «Niños, la ficción es la verdad dentro de la mentira, y la verdad de esta ficción es bastante simple: la magia existe». Más allá del terror, la magia de la literatura.



[1] Esta novela corta es parte de un conjunto de cuatro publicadas bajo el título de Las cuatro estaciones (Different Seasons, 1982).


jueves, agosto 29, 2024

«París 5», de Liliana Miraglia: el viaje interior de una analizante

           

«París es la ciudad donde los sueños se hacen realidad, pero para mí es la ciudad donde voy a contar los sueños en el diván»[1], confiesa la narradora protagonista de la novelina, una analizante viajera que vuela periódicamente de Guayaquil a París para psicoanalizarse en maratónicas jornadas: «Llego a tiempo. Las sesiones de hoy tienen lugar a las 08h00, 09h15, 10h45, 11h15, 12h45. Mi mañana transcurre entrando y saliendo de las sesiones, y entrando y saliendo de los cafés para usar el baño» (16). Lo que ocurre afuera del consultorio —el discurso no dicho en el diván, o, al menos, que no sabemos si ha sido dicho en aquel espacio—, es, paradójicamente, la materia de la narrativa de la protagonista-paciente que contempla la cotidianidad que la rodea como una forma de mirarse a sí misma. París 5, de Liliana Miraglia, es una novelina construida con los apuntes y reflexiones que surgen, aleatoriamente, de la experiencia de un desplazamiento vital, que es también un viaje simbólico imbricado en la repetición de un viaje real, carente de puerto de llegada en la medida en que el viaje es una travesía inconclusa, que va dejando pistas por doquier sobre su itinerario.

El libro tiene siete estancias, más bien breves, y una extensa, que es el que le da el título, y que ocupa casi el 60 % del libro. Con esta estructura, tenemos una novelina armada con una colección de relatos, con cierta autonomía semántica, que dialogan entre sí, como si se tratara de un conjunto de relatos orgánicos. En la medida en que la historia que se cuenta, en términos de conflicto y peripecia, es mínima, asistimos al viaje interior de una analizante que no nos dice nada sobre la materia de su análisis, motivo de sus viajes. Únicamente nos cuenta aquello que, desde su ensimismamiento, le permite hablar sobre el mundo que está afuera, tanto de la consulta como de ella misma, y que se convierte en un discurso que, más que decir, le permite ocultar el motivo de su viaje a París: ¿Qué es lo que la perturba en tanto sujeto analizante? ¿Por qué escoger una ciudad en otro continente para el psicoanalizarse? ¿Para qué someterse a las inciertas traslaciones de la lengua en la relación entre la analizante y su analista? Es el instante de la mirada: hay que leer el texto.

La primera sesión parecería una cita fallida frente a las expectativas de quien atraviesa el océano para asistir a ella. La preparación del viaje, la imagen que se hace del analista, las instrucciones que recibe para llegar al consultorio, el sentido del sueño que parece soñado ad hoc y que no se cuenta en detalle dan paso, mediante una elipsis, a la cita. Ese primer encuentro con el psicoanalista está atravesado por el desconcierto de la confrontación de lo imaginado con lo real: la analizante se topa con un hombre al que había imaginado híbrido, pero que constata inequívocamente masculino, terrenal, intimidante. Es el orden de las palabras lo que genera la confusión, según la reflexión de la protagonista: «Al examinar las palabras con las que está formada la descripción, noto que coinciden todas, pero el orden en el que están ubicadas las palabras hace que se altere toda la frase» (13). La protagonista, algo confusa, recita lo que había preparado: «El psicoanalista me escuchó sin decir nada. A los pocos minutos dio por terminada la sesión y me dio la hora para la siguiente». (14) La analizante ha volado de un continente a otro para una primera sesión que dura unos pocos minutos. Escribe Lucia D’Angelo sobre la sesión corta, llamada sesión – escansión:

 

El término ha sido adoptado por los psicoanalistas lacanianos, que lo utilizamos principalmente, tomando en cuenta, una de las acepciones del término, aquella que atañe a la “métrica” del discurso: “separar”, “subrayar”, “puntuar”, “cortar”.

En la práctica de las sesiones de duración variable, es un recurso de la acción analítica que permite designar el momento de la interrupción o de la suspensión de la sesión misma. Es decir, producir una escansión, para segmentar en el tiempo y en el espacio, la amplitud del discurso del analizante.[2]

 

            La narración de la protagonista parecería escandir el mundo de afuera: medir el tiempo a través de los sucesos sin continuidad en la historia, contar los hechos que se suceden como parte del día en diversos lugares que hablan de su desplazamiento. «En la escritura no hay casualidades. Tampoco en el psicoanálisis» (19) No es casual que la terminal a la que llegan los vuelos de Ámsterdam a París sea la 2F, que el asiento 2F de la nave PH-KCE, Audrey Hepburn, en la que vuela la narradora, tuviera torcido el apoyapié, y que en la sala VIP de esa terminal 2F, del Charles De Gaulle, por única vez, la narradora se ponga a llorar. ¿Por qué llora? La protagonista cuenta que en una tienda de la rue de Coquillière había comprado veinticuatro moldes individuales para hacer babá, con una receta familiar que el tío Gaetano, que era pastelero, le había dado a la mamá de la narradora: «Al regresar a Guayaquil, no alcancé a mostrárselos a mi mamá, porque ella tuvo una caída y a los pocos días murió» (94).

Pero la muerte de la madre, como todo en la novelina, también es un suceso que se cuenta de manera breve, como si la narradora tuviese vergüenza de excederse en su dolor o temor de mostrarse frágil, como si el pudor de exponerse fuese el límite del tiempo del llanto. El duelo de la narradora-personaje se manifiesta en el llanto, que se produce luego de la elaboración de la muerte de la madre en la consulta; y una carga de melancolía, que se expresa en cierto descontento con el propio yo, la acompañará, en su escansión del mundo de afuera.[3] Párrafos más adelante, la narradora cita a Jean Allouch (1939-2023), psicoanalista francés: «Des-componer es analizar» y yo vuelvo a la consulta cuando ella le cuenta sobre la muerte de su madre. El psicoanalista solo le pregunta ¿cuándo? No sabemos más sobre el duelo de la narradora y nos queda lo dicho por Allouch: «El due­lo no es solamente perder a al­guien (un “objeto” dice un tanto intempestivamente el psicoanáli­sis) es perder a alguien perdiendo un trozo de sí». ¿Qué es lo que pierde la narradora con la muerte de la madre? En la expresión minimalista de la novelina, la protagonista nos dice lo que pasó luego de la muerte de su madre: «Después ya no quise ver los moldes de babá, ni tampoco he vuelto a hacer el dulce ni he ido a la rue Coquillière [y, para no excederse en su duelo, acota:] Tampoco es usual que vaya».

            La novelina es una escritura que oculta deliberadamente lo fundamental del viaje a París, que es lo que sucede en el diván del psicoanalista, y, sin embargo, habla de las cosas nimias que suceden en la cotidianidad exterior, como si esa realidad exterior fuese una prolongación de las sesiones. ¿Ha llegado el tiempo para comprender (lo leído)? El incidente de la llave es un episodio que parecería haber salido de una de las sesiones: la narradora llega tarde a la casa en donde está alojada y lleva consigo una bolsa de nueces y no puede abrir la puerta con la llave que ha utilizado todos los días. Una explicación racional es que la amiga cambió la cerradura, pero surge la duda de si la cambió porque se dañó o porque ya no quiere que ella viva en la casa. Otra explicación, aunque suene extraño, es que la protagonista equivoca reiteradamente, como en un acto fallido, la manera de operar la llave. Toda puerta es un paso hacia alguna parte y si tras la puerta hay un lugar en donde ya se ha estado la imposibilidad de atravesar la puerta puede concordar con el deseo de auto expulsión de dicho sitio. Al final, la amiga le abre, pero la narradora ha arrojado las nueces —«pequeños cerebros animados» (23)— que compró en la mañana por el ducto de la basura. En todo caso, ella no vuelve a esa casa. La estancia «Hacia la medianoche en París» está construido como si fuera un día en la vida de una analizante: hay una historia mínima, una aventura de lo intrascendente meticulosamente descrita. Es en la descripción de esos pequeños actos cotidianos, es decir en su escritura, que los convierte en historia, reside la trascendencia del personaje ensimismado que prolonga su condición de analizante en el tiempo de su personal existencia. En ese ensimismamiento se oculta la soledad esencial de la protagonista, de tal forma que, luego de comer sola, proyecta como real la compañía virtual de dos amigas suyas que son enemigas entre sí, manipuladas por ella con inocencia perversa. Así, condensa la experiencia de lo imaginario y lo simbólico en un golpe de lo real:

 

[…] alguien que pasa a nuestro lado en dirección contraria me impulsa a hacerme un lado para que no me pase tan cerca. Esto me produce la sensación de que algo que he venido sosteniendo se me acaba de soltar. Pienso que, de no haber sido por eso, todavía hubiera podido continuar con ellas hasta al menos la próxima cuadra, o tal vez un poco más, antes de darme cuenta de estar caminando sola y que la conversación ya había terminado. (28)

 

París es una ciudad en donde quienes la caminan se detienen en cafeterías para ver y ser visto. Es una ciudad para ver a quien pasa y lo que sucede, para ver el paisaje urbano y la presencia de la historia en sus edificios, callejuelas y monumentos; para ser visto por los otros que nos ven en el acto de mirar. Pero la narradora de esta novelina no es una flâneur, no al menos en el sentido de una paseante que camina sin rumbo observando el mundo mientras permanece oculta, como lo describió Baudelaire en El pintor de la vida moderna (1863): «La multitud es su ámbito […] El paseante perfecto, el observador apasionado, halla un goce inmenso en lo numeroso, en lo ondulante, en el movimiento, en lo fugitivo y en lo infinito. Estar fuera de casa y, no obstante, sentirse en casa en todas partes; ver el mundo, ser el centro del mundo y permanecer oculto al mundo […]». La observación de la narradora no se dirige a la multitud ni al paisaje infinito, ni al mundo en el movimiento y en lo fugitivo: y si bien la narradora es el centro de todo lo que existe, en su condición de ensimismamiento, el mundo que ve es el mundo de lo quieto, lo que permanece, lo finito: esa realidad de cosas que están una tras otra, como si fueran arte de la narración aleatoria del mundo; su andar tiene un propósito práctico: «Salgo a caminar para hacer ejercicio y no desvelarme después, porque es domingo de noche y dicen que la mayoría de los desvelos ocurren en la noche de este día, pero también porque es recién ahora que puedo salir» (47). Sus disquisiciones apuntan a pensar en la nieve, el bombardeo sufrido por la rue Claude Bernard, la transformación de París a cargo de Haussmann, pero luego se le mojan los pies y decide regresar al hotel y nos cuenta que con Iliar, recepcionista del hotel, habla en italiano, recuerdos de infancia, ganas de ir al baño. París no existe para alguien que camina centrado en sí mismo.

La última estancia, que tiene el mismo título que la novelina, se separa de los siete anteriores y su escritura está hecha de anotaciones, reflexiones, menciones de personajes que no intervienen en la trama, copia de datos de Wikipedia, citas de textos de psicoanalistas, con pinceladas de ironía y humor. Escritura fragmentaria en las dos acepciones que define el diccionario de la RAE: escritura de fragmentos, escritura inacabada. Temática aleatoria, una fanesca de observaciones: la historia narrada se convierte en un cadáver exquisito que se levanta del texto y anda. La narradora protagonista ha estado en seminarios de psicoanálisis en Montevideo, Rosario, México; también en esos lugares, al parecer, ha acudido a la consulta con su analista. En esta estancia, al igual que en la segunda «Hacia la medianoche en París», la escritura se expresa en párrafos cortos, con espacios en blanco entre ellos: silencio, pausa, transición.

La escritura misma es un ejercicio de escansión, en este caso, de los párrafos. En la narración, están separados los párrafos como cuando se escanda las palabras en el verso para contar las sílabas métricas; así, la expresión es cortada, pausada y los asuntos tratados son diversos y aleatorios y toda esta acumulación se centra en la constatación de la narradora: «En el colegio yo era la solitaria del recreo […] Ahora soy la solitaria de París» (99). La divagación de la narradora, como en un flujo de consciencia, va de un tópico a otro sin que exista más hilo conductor que la perturbación de la analizante que se agudiza con el cierre de los aeropuertos, lo que la lleva a citar el problema de la virtualidad de las sesiones de psicoanálisis y a hablar de aviones hasta el final del texto y el relato se deslíe como la nieve parisina que le mojó los pies. Liliana Miraglia sabe sugerir mucho contando poco.

El Boeing 777 realizó su primer vuelo el 12 de junio de 1994.

El McDonnell Douglas MD-11 realzó su vuelo el 10 de enero de 1990.

El Lockheed Super Constellation realizó su primer vuelo el 14 de julio de 1951.

 

El psicoanalista, cuando finaliza de dictar su seminario, dice voilà. (109)

 

No hay final abierto, sino suspensión del monólogo. La analizante da por terminado su relato y la escritora su novelina. La lectura se segmenta en el tiempo y en el espacio.

La experiencia vanguardista revisitada. A mis sesenta y cinco años descubro a Hope Mirrlees y su París: un poema, publicado por primera vez en 1919 por Hogarth Press, la editorial de Leonard & Virginia Woolf:

 

Veo el Arc de Triomphe,

Rectangular y sombrío como los sueños de Julio César:

Desprecio las leyes de sólida geometría,

Paso firme hacia la sala Caillebotte

 

Y más adelante...

 

Odio L’Étoile

El Bois me aburre

 

Baudelaire atento:

«¡París cambia! Mas nada en mi melancolía / ha cambiado […]».[4]

La escritura interrumpida.

We’ll always have Paris.

Este es el momento de concluir.

Sanseacabó.



[1] Liliana Miraglia, París 5 (Guayaquil: b@aez.editor.es, 2024), 78. Los números entre paréntesis indican la página de la cita en esta edición. La fotografía del libro que ilustra esta entrada es mía.

[2] Lucía D’Angelo, «La sesión - escansión», Virtualia. Revista digital de la EOL, marzo 2004, año III, # 9, acceso 23 de agosto de 2024, https://www.revistavirtualia.com/articulos/656/la-sesion-corta/la-sesion-escansion

[3] Sigmund Freud, «Duelo y melancolía» [1915], en Obras completas, tomo II (Madrid: Editorial Biblioteca Nueva, 1981), 2091-2100. «La melancolía se caracteriza psíquicamente por un estado de ánimo profundamente doloroso, una cesación del interés por el mundo exterior, la pérdida de la capacidad de amar, la inhibición de todas las funciones y la disminución del amor propio» (2091). En este caso, el mundo exterior es nominado por la protagonista sin que ello implique que se involucra afectivamente en él.

[4] Charles Baudelaire, «El cisne», en Las flores del mal, traducción de Luis Guarner (Barcelona: Editorial Bruguera S. A., 1975), 158.