José María y Corina lo habían conversado en alguna de sus tardes de té y facturas: toda muerte engendra ausencias y cada ausencia es un pedazo de muerte que se adhiere para siempre a nuestra piel de solos.
(De El perpetuo exiliado, 2016).

domingo, diciembre 09, 2018

La procacidad y la violencia del lenguaje en tuiter


           
Detalle de "El jardín de las delicias" (1500 - 1505), El Bosco
Una escritora, para comentar una noticia —de una homofobia asquerosa—, no ha tenido mejor expresión de desagrado que escribir W(hat) T(he) F(uck), así, en inglés, porque me imagino que le suena cool. Un abogado, que suele dictar cátedra de derecho y todología moralista, no duda en empezar una frase sentenciosa con la muletilla: «En este país de mierda…». Una educadora, inteligente y sensata, simplifica la filosofía de la vida con ese viejo lugar común de los borrachitos de barrio: «no hay que joder, ni dejarse joder». Alguien reflexiona, indignado contra el machismo, utilizando la misma simbología machista del «pipí que se achica». Y, como si estuviésemos en un capítulo de Black Mirror, todos ellos obtienen centenares de likes y retuits.
La llamada mala palabra en la literatura cumple la función de un detonante que, dependiendo del contexto, deviene una subversión del bien decir, que, las más de las veces, encubre las variadas formas de la opresión política y social, como en el caso de los cuentos del cholo y el montuvio en Los que se van, clásico de la literatura ecuatoriana. Asimismo, permite al autor arribar a un clímax expresivo y liberar vitalmente a un personaje como sucede en el Quijote (I, 52), cuando el cabrero se burla del Caballero de la triste figura y le dice que tiene «vacíos los aposentos de la cabeza». A esta ofensa, don Quijote responde: «Sois un grandísimo bellaco, y vos sois el vacío y el menguado, que yo estoy más lleno que jamás lo estuvo la muy hideputa puta que os parió». Como el diálogo era frente a frente y no por tuiter, el cabrero entabló tal pendencia con don Quijote que «del rostro del pobre caballero llovía tanta sangre como del suyo».
El insulto directo o la mala palabra gratuita son gérmenes del lenguaje violento y, cuando se dicen en las redes sociales, son la antesala de la escalada de agresividad entre internautas. Estos últimos tienen una identidad cotidiana; con aquella, a muchos les costaría decir, frente a frente, aquel «MVV» que escriben sin más, en el mundo virtual. No me refiero a la manada de troles, que existen para boicotear cualquier postura de un “enemigo” en cualquier campo (político, religioso, deportivo, sexual, etc.). Me refiero al común de la gente que se siente autorizada para utilizar un lenguaje soez por el solo hecho de navegar en la red, como si la realidad fuera únicamente su ser y el teléfono móvil. ¿Si figuras públicas, destacadas, utilizan la violencia verbal para definir sus posiciones, por qué las personas comunes no pueden expresarse de igual manera?
Vivimos un continuo intento de escandalizar al buen burgués, en la búsqueda de likes, y, así, pervertimos la calidad artística de la mala palabra. Don Quijote le comenta al Caballero del Verde Gabán (II, 16), mientras reflexiona sobre poesía y poetas: «…la pluma es la lengua del alma: cuales fueran los conceptos que en ella se engendraren, tales serán sus escritos…». ¡Cuánto revelamos acerca de nuestra alma en cada tuit que publicamos!

Publicado en Cartón Piedra, revista cultural de El Telégrafo, 07.12.18

domingo, noviembre 25, 2018

Los fantasmas cotidianos que vemos en la lectura

Solange Rodríguez Pappe ha publicado entre ocho libros de cuentos: Levitaciones (2017), La bondad de los extraños (2016), y Tinta sangre, (su primer libro, 2000). Foto de Tyrone Maridueña.
             Días atrás, leí que Akihito Kondo, japonés de 35 años, se había casado con el holograma de Hatsune Miku, la cantante virtual. Según AFP, Gatebox, compañía que creó el holograma, le entregó a Kondo uno de los 3.700 certificados de matrimonio que lleva extendidos. Que un personaje literario se case con un árbol vendría a ser, entonces, una propuesta casi realista, pero no lo es. Ni siquiera porque el actor peruano Richard Torres, un militante de la poligamia vegetal, ande casándose con árboles por todo el mundo. Que el pos-capitalismo haya convertido al mundo en una distopía en ciernes, no quiere decir que el asombro haya terminado.
En el cuento «Un hombre en mi cama», una mujer se casa con un acacia macho, su hermana disfruta contemplando hombres dormidos —versión de perspectiva feminista de la novela de Kawabata—, y el mundo carece de condiciones adecuadas para la vida al aire libre. Solange Rodríguez ha logrado la poderosa creación de una «realidad otra», atravesada por la soledad, y poblada de fantasmas y monstruos que responden a las proyecciones de nuestros anhelos, búsquedas, frustraciones y miedos, en su cuentario La primera vez que vi un fantasma.
            El cuento que da nombre al libro es una joya hecha de sutileza narrativa, de impecable composición, y de honda repercusión afectiva. Todos los elementos trabajan para que la aparición del fantasma sea tomada como un hecho natural. El escenario de un pueblo cercano a Las Vegas, el escape a una vida sin ilusiones, la inclusión de la historia de Bonnie y Clyde, la detención de la rueda de fortuna en una carta del Tarot, y hasta la interpretación de la empleada de limpieza: «Si una deja que le decidan la vida, una se llena de odios, de fantasmas». El tono del libro transita alrededor de la propuesta estética de este relato.

            Las narraciones se mueven con facilidad, y sin que el lector perciba en qué momento cambió de esfera, del nivel de lo cotidiano al de lo fantástico. «A tiempo para desayunar» y «Paladar» son ejemplares en este sentido. «Matadora» es un caso aparte: tres asuntos son tejidos con maestría, mezclan lo cotidiano y lo político, para confluir en un final de sorprendentes resonancias éticas. Rodríguez también es una cultora del micro relato, y así lo demuestra en «Pistola cargada», una sugerente poética del cuento; «Un paseo de domingo», del amor filial envuelto en necrofilia; y «Cuento antes de ir a la cama», sobre la venganza del desamor. Todos ellos, micro cuentos en lo que la autora maneja la intensidad y el factor sorpresa con solvencia.
            La primera vez que vi un fantasma, de Solange Rodríguez Pappe (Guayaquil, 1976), publicado por la editorial catalana Candaya, es un libro de cuentos en el que la mirada de la autora consigue hurgar más allá de la realidad que todos vemos, para materializar no solo los fantasmas y monstruos que la habitan, sino también para construir renovados puntos de vista sobre lo real y lo fantástico, y un discurso político feminista que fluye natural en sus relatos.

Publicado en Cartón Piedra, revista cultural de El Telégrafo, el 23 de noviembre de 2018.

domingo, noviembre 11, 2018

La novela ecuatoriana en el siglo XX, revisitada por la crítica Alicia Ortega Caicedo


           
Alicia Ortega Caicedo, autora de una obra monumental: Fuga hacia adentro. La novela ecuatoriana en el siglo XX. (Foto de Carina Acosta, El Telégrafo)
En 1948, Ángel Felicísimo Rojas publicó La novela ecuatoriana, un ensayo que marcó no solo la visión de la literatura producida hasta entonces, sino también el camino de la crítica sociológica. Sus juicios, inscritos en la disputa entre una visión liberal y otra conservadora, atravesados por militancia socialista del propio Rojas, fueron referentes obligados para el estudio de nuestra novelística.
En 2018, Alicia Ortega Caicedo ha publicado Fuga hacia dentro. La novela ecuatoriana en el siglo XX. En su libro, Ortega se interesa por la compleja relación entre literatura y crítica: «Lo que está en juego es una forma de comprender la construcción del sujeto en el lenguaje: el sujeto que lo enuncia y el sujeto referido en él. Lo que está en juego es el lugar del sujeto en el mundo que ese lenguaje construye en el relato, así como el lugar del sujeto en el mundo que hace posible ese lenguaje».
Ortega evita la visión panorámica y, desde una posición arriesgada pero necesaria, selecciona textos que, a su criterio, marcaron hitos en el devenir de nuestra novelística. Dicha selección es una decisión crítica que, sin proponérselo, construye un canon literario que posibilita nuevas lecturas. Al mismo tiempo, ella implementa un discurso que dialoga con otros ensayistas que, a lo largo del siglo veinte, han sido parte de nuestra tradición crítica.
            El segmento final «¿Desde dónde nos leemos?» es una lúcida revisión de lo que significa leer nuestra literatura como un proceso que se inserta en una tradición. Ella señala que esta construcción se ha dado con debates intensos, como el de Gallegos Lara y Palacio en referencia a las tareas políticas del escritor y la noción de literatura, concluyendo que «la mirada de ambos corresponde a la del ‘expositor’, para quien la realidad es ‘repelente’».
            Ortega ajusta cuentas con aquella tendencia crítica de los noventa que se pretende “extraterritorial”, incrustada en las “ilusiones de la globalización”. Dicha tendencia se ancla en un discurso excluyente en el que lo local y la tradición son categorías vistas como negativas mientras que lo cosmopolita y la modernidad es lo deseado. Ortega desnuda el sentido maniqueo de tal planteamiento: «Asimila toda referencialidad al país como una tarea de instrumentalización de la literatura, así como toda perspectiva subjetiva es leída como ‘voluntad estilística’ y ‘acabamiento formal’». Además, demuestra que los postulados de dicha tendencia se anclan en los treinta como si nada más hubiese ocurrido en nuestra literatura durante el siglo.
            Fuga hacia adentro. La novela ecuatoriana en el siglo XX, de Alicia Ortega, es una obra monumental que reflexiona y pasa revista a la producción novelística del Ecuador durante el siglo pasado. El ensayo de Ortega, por la seriedad de su investigación, por la fuerza de sus argumentos, y por su escritura diáfana y fluida, está llamado a convertirse en la continuidad y superación de la obra de Rojas, para entender la novela del siglo veinte en Ecuador.