Ilustración de la portada de la primera edición de El alma en los labios (Planeta / Seix Barral, 2003), de la artista Lola Solís. |
Me
convertí en usuario de la hemeroteca de la Biblioteca Municipal de Guayaquil. Con
otro poco de imaginación terminé un libro de cuentos que titulé con un verso de
Fernández Retamar: Toda temblor, toda
ilusión. El libro ganó el premio de relatos José De la Cuadra de 1978, pero
no lo publiqué por consejo de Miguel Donoso Pareja, quien me señaló las deudas
del texto. En 2003, logré transformar aquel libro en mi novela El alma en los labios y, en ella consigné
que aquel intento de abordar a Silva, «tenía datos inexactos, anacronismos, y
desbordaba un barroquismo cuyo mérito fue testimoniar mis infinitas ganas de
escribir».
He
dicho que todo lo que escribo es mentirosamente
autobiográfico. También he dicho que El
alma en los labios es mi libro más autobiográfico. No es un juego de
palabras, sino una descripción del espíritu de la novela. Reconstruir la voz de
un poeta, en este caso, de Medardo Ángel Silva, implicó adentrarme en su
poesía, en sus crónicas, en el ambiente cultural en el que vivió; y, además,
sentirme como si fuera un poeta heredero del espíritu romántico de Bécquer, de
la modernidad de entre siglos, y de cierto decadentismo rubendariano. Tuve que
sentir en mí, ese amor signado por una permanente melancolía, de cercanía de
muerte:
Dulzura de los éxtasis del amor bajo la luna:
aromas embriagantes
aspirados por una
lúgubre y perfumada cabellera moruna…
También realicé una
investigación académica sobre las crónicas firmadas como Jean d’Agreve, que
aparecieron en El Telégrafo. Este
personaje le permitió al poeta recorrer, descubrir y describir la Guayaquil
nocturna de comienzos del siglo veinte; esa ciudad de los fumaderos de opio en
la Quinta Pareja y de los burdeles tristes, que, según sus crónicas, duerme
luego del trajín del día, pero en la que «…bajo la complicidad de los techos y
tras la hipocresía de las ventanas, arden las llamas de la concupiscencia, cuyo
incendio sensual aviva el hálito de N. S. El Diablo».
Recuperar para la
literatura la voz del poeta fue, en realidad, hacer la segunda de un dúo:
construir la armonía de un canto con la mayor discreción. Medardo Ángel Silva
es quien habla, desde sí y también desde Jean d’Agreve, que, por necesidades de
la ficción, se convirtió, desdoblado de su poeta, en el narrador de la novela.
Rosa Amada es una memoria que, para mí, perdura en «El alma en los labios», y
en la escritura.
Publicado en Cartón Piedra,
revista cultural de El Telégrafo,
31.08.18