José María y Corina lo habían conversado en alguna de sus tardes de té y facturas: toda muerte engendra ausencias y cada ausencia es un pedazo de muerte que se adhiere para siempre a nuestra piel de solos.
(De El perpetuo exiliado, 2016).
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domingo, septiembre 02, 2018

Mi voz, haciendo la segunda de Medardo Ángel Silva, en El alma en los labios


           
Ilustración de la portada de la primera edición de El alma en los labios (Planeta / Seix Barral, 2003), de la artista Lola Solís.
En 1977 conocí a Rosa Amada Villegas. Yo era entonces un estudiante de literatura que ansiaba escribir una novela sobre Medardo Ángel Silva y su amada, pero aún me faltaba no solo escritura sino haber leído mucha poesía y, sobre todo, mayor experiencia en el amor. Durante las tantas tardes en que hablamos, ella me mostró papeles de enamorado, pequeñas medallas, una cajita de música, poemas manuscritos, fotos y otras chucherías que Medardo le había obsequiado. Rosa Amada, después de contarme el episodio del suicidio del poeta en su delante, dijo: «A mí me marcaron como la mujer por la que se mató el poeta».
      Me convertí en usuario de la hemeroteca de la Biblioteca Municipal de Guayaquil. Con otro poco de imaginación terminé un libro de cuentos que titulé con un verso de Fernández Retamar: Toda temblor, toda ilusión. El libro ganó el premio de relatos José De la Cuadra de 1978, pero no lo publiqué por consejo de Miguel Donoso Pareja, quien me señaló las deudas del texto. En 2003, logré transformar aquel libro en mi novela El alma en los labios y, en ella consigné que aquel intento de abordar a Silva, «tenía datos inexactos, anacronismos, y desbordaba un barroquismo cuyo mérito fue testimoniar mis infinitas ganas de escribir».
      He dicho que todo lo que escribo es mentirosamente autobiográfico. También he dicho que El alma en los labios es mi libro más autobiográfico. No es un juego de palabras, sino una descripción del espíritu de la novela. Reconstruir la voz de un poeta, en este caso, de Medardo Ángel Silva, implicó adentrarme en su poesía, en sus crónicas, en el ambiente cultural en el que vivió; y, además, sentirme como si fuera un poeta heredero del espíritu romántico de Bécquer, de la modernidad de entre siglos, y de cierto decadentismo rubendariano. Tuve que sentir en mí, ese amor signado por una permanente melancolía, de cercanía de muerte:

          Dulzura de los éxtasis del amor bajo la luna:
          aromas embriagantes aspirados por una
          lúgubre y perfumada cabellera moruna…
 
      También realicé una investigación académica sobre las crónicas firmadas como Jean d’Agreve, que aparecieron en El Telégrafo. Este personaje le permitió al poeta recorrer, descubrir y describir la Guayaquil nocturna de comienzos del siglo veinte; esa ciudad de los fumaderos de opio en la Quinta Pareja y de los burdeles tristes, que, según sus crónicas, duerme luego del trajín del día, pero en la que «…bajo la complicidad de los techos y tras la hipocresía de las ventanas, arden las llamas de la concupiscencia, cuyo incendio sensual aviva el hálito de N. S. El Diablo».
Recuperar para la literatura la voz del poeta fue, en realidad, hacer la segunda de un dúo: construir la armonía de un canto con la mayor discreción. Medardo Ángel Silva es quien habla, desde sí y también desde Jean d’Agreve, que, por necesidades de la ficción, se convirtió, desdoblado de su poeta, en el narrador de la novela. Rosa Amada es una memoria que, para mí, perdura en «El alma en los labios», y en la escritura.


Publicado en Cartón Piedra, revista cultural de El Telégrafo, 31.08.18