|
(Foto: R. Vallejo, 2024)
|
Aviso
a los navegantes (1987), el primer poemario de Jorge Martillo Monserrate (Guayaquil,
1957), Premio Nacional Eugenio Espejo 2024, tiene un verso que anuncia uno de
los motivos poéticos de su obra, que es la ebriedad como un estado personal de
la experiencia estética en medio de la tentativa amorosa y, que, al mismo
tiempo es una loa bellísima a la cerveza: «Entre salir a emborracharme / cerveza
tras cerveza /
(oro líquido que no pudieron inventar los alquimistas) /
y la música ayuda / usted persiste / da vueltas a mis ansias de embriagarme»
. En la poesía inicial de Martillo,
la cerveza es celebración de la vida, es complicidad en el amor, es refugio
ante el desasosiego, es compañía para el infierno, es el oro líquido que calma la
sed de vida. En
El amor es una cursilería que mata (2009), uno de sus últimos
poemarios, la cerveza es testigo silencioso y frío de la soledad del poeta: «Tengo
tres cervezas / Y una tristeza / Las botellas están acostadas en el congelador
/ La pena me muerde el pecho hasta hundirme»
.
La
cerveza —veces, el vino— es el símbolo de una ebriedad que, además de procurar la
experiencia estética, es también una manera de andar sin ataduras por la vida.
En un desdoblamiento literario, Martillo, a través del personaje del Conde de
sus crónicas, se ve a sí mismo: «Cuando lo encontré dijo que solo le
interesaba: Beber, leer, escribir y matarse […] Es un pésimo escritor pero un
excelente amigo»,
dice en un texto poético que tiene una versión similar como crónica en Guayaquil
de mis desvaríos. Crónicas urbanas (2013). Líneas más adelante, en la crónica,
modifica la última frase: «Es un pésimo escritor pero un excelente borracho». El sitio para beber cervezas
es el célebre Montreal, espacio donde nos reuníamos los escritores de Sicoseo
que, Martillo y Velasco Mackenzie transformaron en un mítico lugar literario.
Para el
poeta, la ebriedad es un estado vivencial que nos confronta con la muerte. En Fragmentarium
(1992), el hablante lírico cuya voz se prolonga en una intensa confesión,
dice: «Beber, forma de conocimiento / Liquidez que ata y desata a la Muerte […]
Vi, oh dios, a la Muerte. / Las voces se apagan. Los rostros desaparecen». La confrontación con la Muerte
es un motivo temático recurrente de la poesía de Martillo desde el comienzo de
su obra. Así, en el poema «hic novae vitae porta est», que es la
inscripción que consta en el frontis del arco del portón de la entrada número
tres del Cementerio General de Guayaquil, la visita al cementerio le permite
contemplar desde el cerro las dos ciudades, la de los vivos y la de los muertos
y, en medio de la contemplación, tomar consciencia de su rebeldía frente a la
muerte: «he visitado esos cerros enrojecidos y me sé cautivo / ni mi cuerpo ni
mi espíritu surcarán el portón / y la leyenda en latín dará cuenta de mi eternidad».
El
hablante lírico invoca la muerte como una manera de espantarla. En Vida póstuma
(1997) asistimos a una confesión estremecedora del poeta, construida como
un testamento al borde de la insania mental y la constatación de la condición
solitaria del ser humano. «Que nadie recuerdo el día de mi nacimiento» dice la
voz poética y recuerda las vicisitudes de aquel momento para concluir, con la
certeza del que ya nada teme, menos a la muerte: «La muerte es más atractiva
que el acto de nacer».
El poeta
no elude su confrontación con la muerte. Se introduce en la muerte y su gata
Perla lo arranca de ella a zarpazos. Juega con la muerte mientras bebe
lentamente su cerveza espumosa en el bar Montreal. La percibe cercana, se
siente un corazón podrido, una botella vacía y vuelve a ofrecer, hacia lo que
considera el final de sus días, un último aviso a los navegantes. Esta
presencia de la muerte como una constante de la vida está íntimamente ligada a esa
simbólica ebriedad celebratoria en medio de una locura que el poeta intenta
eludir:
Podrían ser
mejores las cervezas de la otra orilla
—inyectadas como
un soplo de morfina en mi cuerpo—
Pero estas
cervezas calientes dicen presente
Les doy la
bienvenida
Hay que rendirle
culto
A toda expresión
de vida y muerte.
Pero esa
cercanía con la muerte tiene su precio: lo que se paga es ese vaciarse de la
vida, esa vida que se consume en lo inútil; ese asumir la soledad en lo
cotidiano, esa soledad dominical que apesta. Es la muerte que transcurre en una
tradición poética engarzada con el Modernismo, pero sin las adjetivaciones exóticas:
en la poesía de Martillo estamos ante la muerte desnuda, como en Edgar Lee
Master y sus muertos de Spoon River; una poesía sustantiva, convertida en lo
que se teme y, al mismo tiempo, se anhela: «Lo mejor de la vida ha sido morirse». El poeta se vacía de
cosas y de afectos; se abandona a la felicidad de 17 cervezas bien frías en coloquio
cifrado con las 17 puñaladas de un poeta de célebre ebriedad como Pedro Gil. El
poeta, como un muerto a la deriva, anda en búsqueda del arte poética de la
muerte, que, a fin de cuentas, es el acabamiento del mundo:
Digo que
cuando venga la muerte
Los versos que
escribí
Desaparecerán de
la memoria
Y los libros
Como un acto
de magia
De mi último
aliento.
En medio del desvarío de la
ebriedad y la invocación a la muerte, el hablante lírico asume el amor como la
realización celebratoria del deseo y su evocación permanente; asume la condición
de lo efímero porque el ser amado es un cuerpo en fuga, una ausencia que se llena
con otros cuerpos que también serán ausencia. Hay en ese vacío el imperativo de
la maldad, antes que la ternura, como si el hablante lírico quisiera destruir
el espacio del amor y convertirlo en espacio de la nostalgia sin redención
posible. El poeta reniega del amor entendido como los lugares comunes de una felicidad
de postal:
El amor es una
cursilería que mata
Te impulsa a prometer
el cielo desde el infierno mismo
Vender cuotas
de amor eterno aunque luego se pudra en una botella
Jurar amar
hasta la muerte cuando el olvido está en la esquina
Este
sentimiento te lleva a tatuar corazones
En muros y
paredes / hojas de cuaderno y correos electrónicos
Corazones que
laten gritando que estás vivo
El amor es una
cursilería que mata
En la tradición de Medardo Ángel
Silva, también poeta y cronista de Guayaquil, Martillo es un heredero de los
poetas malditos en este trópico de violencia caliente. Por su poesía, navega el
barco ebrio de Rimbaud y la ciudad nocturna y pecadora de Baudelaire. El
infierno es un lugar que el poeta evoca atravesado por sus tribulaciones y a
donde nos convoca para compartir la agonía de la existencia, en la medida en
que se enfrenta un dios ruin. El hablante lírico de Fragmentarium se identifica
como pecador y se confiesa; el poeta, transido por la culpa judeo-cristiana, se
vuelve blasfemo para liberar ese estremecimiento que provoca la existencia y convivir
con lo que se teme: «Dice el poeta a sus poemas en llamas: / La poesía es ambigüedad
erigida en sistema, / su destino es emparejarse con el horror». El poeta nos lleva a un
descenso a los infiernos para alcanzar una plenitud que está oculta y comparte
con nosotros la libertad que procura el descubrimiento de la belleza sin moral:
«Oí: / no ensucies el aire, empuerca tu vida. / Lo prohibido no existe, las
fronteras son abismos para los estúpidos. / Acude a la expresión auténtica, no
huyas del rebelde, ni del orate. / La belleza del infierno existe, pero no es
un hecho público».
A lo largo de su obra, un/una
poeta va construyendo su arte poética. En ella, quien escribe poesía se erige
como un ser que ha recibido sus dones de las divinidades o alguien que trabaja y
se desvela para suplir la ausencia del favoritismo de las deidades. En Jorge
Martillo el don de la verdad poética fluye trepidante en sus versos. Una recopilación
de sus libros, publicada en 2016, se titula Aquí yace la poesía. Yacer,
en sus varios sentidos: el del reposo, el del texto ya domado por la escritura
y sereno para ser leído; el de cópula de los amantes, el del texto erotizado,
el del ars amatoria, el del amor ausente; el de la muerte, el del texto
en el sepulcro contenido por el féretro en forma de libro. Lo cotidiano, el amor
erótico, la muerte: ese infierno tan temido que el poeta comparte con
nosotros: «Desde hace tiempo pregunto: / Por qué mi poesía es una larga
conversación conmigo mismo / Será el lenguaje capaz de devorar como el fuego /
Deseo convertirme en ceniza / Y desaparecer».
Su verdad poética se nutre de una
ciudad a la que ama de infinitas maneras y que está siempre presente en lo
cotidiano de su poesía y, por supuesto, en el protagonismo de sus crónicas. La
voz del poeta joven la recorre como un escenario popular para la experiencia
amorosa y literaria, en sus primeros textos: «recuerdas aquellas cervezas en la
oscuridad del melba / esas lenguas enroscándose como serpientes en el barrio
las peñas […] el chillar de felinos alunados al llegar a la fortificada ciudad
del amor»; y
la voz del poeta ya mayor, que se define decadente, la maldice en sus poemarios
de madurez como un prisionero condenado a vivirla: «Maldita ciudad / Antro de
locos / He bebido de tu veneno / He mordido tu carnada que trastoca los sentidos
/ Que me mantiene cautivo».
Su verdad poética está embebida
de cerveza, ese oro líquido que le da brillo a la oscuridad del solo: «Este
domingo es como una droga / Ese soy yo / El pobre infeliz que es feliz con 17
cervezas bien frías […] Ese soy yo / El que se cree libre porque camina
descalzo / Por calles sembradas de vidrios». La soledad es un abismo
que atrae y que engulle, un monstruo que devora al solo, a ese que llega a donde
nadie lo espera. La cerveza es el espejo del hablante lírico que le permite
mirarse a sí mismo en su infinita tristeza y su contacto más cercano con la
muerte.
Su verdad poética está atravesada
por el amor erótico que es realización plena del deseo, imposibilidad de
permanencia y ausencia dolorosa de la mujer amada. Así, el hablante lírico,
atragantado de muerte, se resiste a la felicidad ilusoria del amor y prefiere
la tristeza de la pérdida y el mal amor: «Celebrarán mi fin / Las
mujeres que recuerden / Que más fue la maldad que la ternura». Este dolor provocado por
la celebración erótica se encubre con malditismo. El hablante lírico de Maremagnum
no quiere saber de compasión y, de alguna manera, se solaza en la maldad del
amante amoral: «Fui un hijo de puta […] Tuve dos y tres amantes a la vez / confundí
sus nombres / Bebí de sus tetas / Dibujé con saliva obscenas formas de amar». En el infierno vital,
tantas veces evocado, todo asomo de romanticismo está condenado al fracaso. En
la poética de Martillo, «si el amor no es maldito, es una forma de piedad». Y, como toda piedad es una
forma de impostura, de felicidad inauténtica, el poeta no tiene piedad ni
consigo mismo y, en una conmovedora metáfora, da cuenta de la dolorosa condición
de su caída: «Me siento como el trapo para limpiar mesas de cantina».
Su verdad poética, la
autenticidad de su caída en el abismo de la soledad, lo lleva enemistarse con
la propia poesía de tal forma que, en sus textos de madurez, le toca convivir
con la ausencia de aquella. Esta declaratoria es estremecedora y contradictoria
al mismo tiempo: «La poesía me abandonó / Tal como las mujeres / Que dejo
escapar en simulada libertad / La poesía me abandonó / Daría lo que me resta de
existencia / Por un solo verso». Estremecedora porque el
abandono no es solo de la poesía, sino de la vida misma. Sin embargo, en medio
de la ausencia y el abandono, la poesía persiste como persiste la vida:
Cómo se
escribe poesía
Era la
pregunta estúpida
Ahora descubro
que la poesía siempre está
Como tras esa
mirada tuya tan velada y dormida
Ahora descubro
que la poesía siempre está
Intentando ocultar
para confesar tanto.
Martillo
ha construido una poética confesional en la que el hablante lírico se va
despojando de sí mismo, en una ceremonia de ebriedades y dolorosa, en un tránsito
por el infierno de la soledad y las ausencias, en una confrontación descarnada
con la muerte, para vaciarse en la poesía, entendida como una exploración
continua de las posibilidades del lenguaje cotidiano. Así, la voz poética
define su oficio:
Escribo para
despojarme de mis despojos
Para desalojar
los fantasmas que me habitan
Para excluir
los demonios que me incitan
Escribo para
reflejarme en el espejo que no miente
Para treparme
en la cresta de la ola y reventar.
Jorge Martillo Monserrate ha vertido
en su poesía la turbulenta experiencia de la existencia cercenada de ilusiones
y de amores abandonados, con ausencias y caídas, desnuda ante la muerte,
persistente en la vida.