José María y Corina lo habían conversado en alguna de sus tardes de té y facturas: toda muerte engendra ausencias y cada ausencia es un pedazo de muerte que se adhiere para siempre a nuestra piel de solos.
(De El perpetuo exiliado, 2016).
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lunes, octubre 28, 2024

La poesía de Jorge Martillo Monserrate: del infierno amoroso, ebrio y vital, y la confrontación con la muerte

(Foto: R. Vallejo, 2024)

Aviso a los navegantes (1987), el primer poemario de Jorge Martillo Monserrate (Guayaquil, 1957), Premio Nacional Eugenio Espejo 2024, tiene un verso que anuncia uno de los motivos poéticos de su obra, que es la ebriedad como un estado personal de la experiencia estética en medio de la tentativa amorosa y, que, al mismo tiempo es una loa bellísima a la cerveza: «Entre salir a emborracharme / cerveza tras cerveza / (oro líquido que no pudieron inventar los alquimistas) / y la música ayuda / usted persiste / da vueltas a mis ansias de embriagarme»[1]. En la poesía inicial de Martillo, la cerveza es celebración de la vida, es complicidad en el amor, es refugio ante el desasosiego, es compañía para el infierno, es el oro líquido que calma la sed de vida. En El amor es una cursilería que mata (2009), uno de sus últimos poemarios, la cerveza es testigo silencioso y frío de la soledad del poeta: «Tengo tres cervezas / Y una tristeza / Las botellas están acostadas en el congelador / La pena me muerde el pecho hasta hundirme»[2].

            La cerveza —veces, el vino— es el símbolo de una ebriedad que, además de procurar la experiencia estética, es también una manera de andar sin ataduras por la vida. En un desdoblamiento literario, Martillo, a través del personaje del Conde de sus crónicas, se ve a sí mismo: «Cuando lo encontré dijo que solo le interesaba: Beber, leer, escribir y matarse […] Es un pésimo escritor pero un excelente amigo»[3], dice en un texto poético que tiene una versión similar como crónica en Guayaquil de mis desvaríos. Crónicas urbanas (2013). Líneas más adelante, en la crónica, modifica la última frase: «Es un pésimo escritor pero un excelente borracho»[4]. El sitio para beber cervezas es el célebre Montreal, espacio donde nos reuníamos los escritores de Sicoseo que, Martillo y Velasco Mackenzie transformaron en un mítico lugar literario.

            Para el poeta, la ebriedad es un estado vivencial que nos confronta con la muerte. En Fragmentarium (1992), el hablante lírico cuya voz se prolonga en una intensa confesión, dice: «Beber, forma de conocimiento / Liquidez que ata y desata a la Muerte […] Vi, oh dios, a la Muerte. / Las voces se apagan. Los rostros desaparecen»[5]. La confrontación con la Muerte es un motivo temático recurrente de la poesía de Martillo desde el comienzo de su obra. Así, en el poema «hic novae vitae porta est», que es la inscripción que consta en el frontis del arco del portón de la entrada número tres del Cementerio General de Guayaquil, la visita al cementerio le permite contemplar desde el cerro las dos ciudades, la de los vivos y la de los muertos y, en medio de la contemplación, tomar consciencia de su rebeldía frente a la muerte: «he visitado esos cerros enrojecidos y me sé cautivo / ni mi cuerpo ni mi espíritu surcarán el portón / y la leyenda en latín dará cuenta de mi eternidad»[6].

            El hablante lírico invoca la muerte como una manera de espantarla. En Vida póstuma (1997) asistimos a una confesión estremecedora del poeta, construida como un testamento al borde de la insania mental y la constatación de la condición solitaria del ser humano. «Que nadie recuerdo el día de mi nacimiento» dice la voz poética y recuerda las vicisitudes de aquel momento para concluir, con la certeza del que ya nada teme, menos a la muerte: «La muerte es más atractiva que el acto de nacer»[7].

            El poeta no elude su confrontación con la muerte. Se introduce en la muerte y su gata Perla lo arranca de ella a zarpazos. Juega con la muerte mientras bebe lentamente su cerveza espumosa en el bar Montreal. La percibe cercana, se siente un corazón podrido, una botella vacía y vuelve a ofrecer, hacia lo que considera el final de sus días, un último aviso a los navegantes. Esta presencia de la muerte como una constante de la vida está íntimamente ligada a esa simbólica ebriedad celebratoria en medio de una locura que el poeta intenta eludir:

 

Podrían ser mejores las cervezas de la otra orilla

—inyectadas como un soplo de morfina en mi cuerpo—

Pero estas cervezas calientes dicen presente

Les doy la bienvenida

Hay que rendirle culto

A toda expresión de vida y muerte.[8]

           

            Pero esa cercanía con la muerte tiene su precio: lo que se paga es ese vaciarse de la vida, esa vida que se consume en lo inútil; ese asumir la soledad en lo cotidiano, esa soledad dominical que apesta. Es la muerte que transcurre en una tradición poética engarzada con el Modernismo, pero sin las adjetivaciones exóticas: en la poesía de Martillo estamos ante la muerte desnuda, como en Edgar Lee Master y sus muertos de Spoon River; una poesía sustantiva, convertida en lo que se teme y, al mismo tiempo, se anhela: «Lo mejor de la vida ha sido morirse»[9]. El poeta se vacía de cosas y de afectos; se abandona a la felicidad de 17 cervezas bien frías en coloquio cifrado con las 17 puñaladas de un poeta de célebre ebriedad como Pedro Gil. El poeta, como un muerto a la deriva, anda en búsqueda del arte poética de la muerte, que, a fin de cuentas, es el acabamiento del mundo:

 

Digo que cuando venga la muerte

Los versos que escribí

Desaparecerán de la memoria

Y los libros

Como un acto de magia

De mi último aliento.[10]

 

En medio del desvarío de la ebriedad y la invocación a la muerte, el hablante lírico asume el amor como la realización celebratoria del deseo y su evocación permanente; asume la condición de lo efímero porque el ser amado es un cuerpo en fuga, una ausencia que se llena con otros cuerpos que también serán ausencia. Hay en ese vacío el imperativo de la maldad, antes que la ternura, como si el hablante lírico quisiera destruir el espacio del amor y convertirlo en espacio de la nostalgia sin redención posible. El poeta reniega del amor entendido como los lugares comunes de una felicidad de postal:

 

El amor es una cursilería que mata

Te impulsa a prometer el cielo desde el infierno mismo

Vender cuotas de amor eterno aunque luego se pudra en una botella

Jurar amar hasta la muerte cuando el olvido está en la esquina

Este sentimiento te lleva a tatuar corazones

En muros y paredes / hojas de cuaderno y correos electrónicos

Corazones que laten gritando que estás vivo

El amor es una cursilería que mata[11]

 

En la tradición de Medardo Ángel Silva, también poeta y cronista de Guayaquil, Martillo es un heredero de los poetas malditos en este trópico de violencia caliente. Por su poesía, navega el barco ebrio de Rimbaud y la ciudad nocturna y pecadora de Baudelaire. El infierno es un lugar que el poeta evoca atravesado por sus tribulaciones y a donde nos convoca para compartir la agonía de la existencia, en la medida en que se enfrenta un dios ruin. El hablante lírico de Fragmentarium se identifica como pecador y se confiesa; el poeta, transido por la culpa judeo-cristiana, se vuelve blasfemo para liberar ese estremecimiento que provoca la existencia y convivir con lo que se teme: «Dice el poeta a sus poemas en llamas: / La poesía es ambigüedad erigida en sistema, / su destino es emparejarse con el horror»[12]. El poeta nos lleva a un descenso a los infiernos para alcanzar una plenitud que está oculta y comparte con nosotros la libertad que procura el descubrimiento de la belleza sin moral: «Oí: / no ensucies el aire, empuerca tu vida. / Lo prohibido no existe, las fronteras son abismos para los estúpidos. / Acude a la expresión auténtica, no huyas del rebelde, ni del orate. / La belleza del infierno existe, pero no es un hecho público»[13].

A lo largo de su obra, un/una poeta va construyendo su arte poética. En ella, quien escribe poesía se erige como un ser que ha recibido sus dones de las divinidades o alguien que trabaja y se desvela para suplir la ausencia del favoritismo de las deidades. En Jorge Martillo el don de la verdad poética fluye trepidante en sus versos. Una recopilación de sus libros, publicada en 2016, se titula Aquí yace la poesía. Yacer, en sus varios sentidos: el del reposo, el del texto ya domado por la escritura y sereno para ser leído; el de cópula de los amantes, el del texto erotizado, el del ars amatoria, el del amor ausente; el de la muerte, el del texto en el sepulcro contenido por el féretro en forma de libro. Lo cotidiano, el amor erótico, la muerte: ese infierno tan temido que el poeta comparte con nosotros: «Desde hace tiempo pregunto: / Por qué mi poesía es una larga conversación conmigo mismo / Será el lenguaje capaz de devorar como el fuego / Deseo convertirme en ceniza / Y desaparecer»[14].

Su verdad poética se nutre de una ciudad a la que ama de infinitas maneras y que está siempre presente en lo cotidiano de su poesía y, por supuesto, en el protagonismo de sus crónicas. La voz del poeta joven la recorre como un escenario popular para la experiencia amorosa y literaria, en sus primeros textos: «recuerdas aquellas cervezas en la oscuridad del melba / esas lenguas enroscándose como serpientes en el barrio las peñas […] el chillar de felinos alunados al llegar a la fortificada ciudad del amor»[15]; y la voz del poeta ya mayor, que se define decadente, la maldice en sus poemarios de madurez como un prisionero condenado a vivirla: «Maldita ciudad / Antro de locos / He bebido de tu veneno / He mordido tu carnada que trastoca los sentidos / Que me mantiene cautivo»[16].

Su verdad poética está embebida de cerveza, ese oro líquido que le da brillo a la oscuridad del solo: «Este domingo es como una droga / Ese soy yo / El pobre infeliz que es feliz con 17 cervezas bien frías […] Ese soy yo / El que se cree libre porque camina descalzo / Por calles sembradas de vidrios»[17]. La soledad es un abismo que atrae y que engulle, un monstruo que devora al solo, a ese que llega a donde nadie lo espera. La cerveza es el espejo del hablante lírico que le permite mirarse a sí mismo en su infinita tristeza y su contacto más cercano con la muerte.

Su verdad poética está atravesada por el amor erótico que es realización plena del deseo, imposibilidad de permanencia y ausencia dolorosa de la mujer amada. Así, el hablante lírico, atragantado de muerte, se resiste a la felicidad ilusoria del amor y prefiere la tristeza de la pérdida y el mal amor: «Celebrarán mi fin / Las mujeres que recuerden / Que más fue la maldad que la ternura»[18]. Este dolor provocado por la celebración erótica se encubre con malditismo. El hablante lírico de Maremagnum no quiere saber de compasión y, de alguna manera, se solaza en la maldad del amante amoral: «Fui un hijo de puta […] Tuve dos y tres amantes a la vez / confundí sus nombres / Bebí de sus tetas / Dibujé con saliva obscenas formas de amar»[19]. En el infierno vital, tantas veces evocado, todo asomo de romanticismo está condenado al fracaso. En la poética de Martillo, «si el amor no es maldito, es una forma de piedad»[20]. Y, como toda piedad es una forma de impostura, de felicidad inauténtica, el poeta no tiene piedad ni consigo mismo y, en una conmovedora metáfora, da cuenta de la dolorosa condición de su caída: «Me siento como el trapo para limpiar mesas de cantina»[21].

Su verdad poética, la autenticidad de su caída en el abismo de la soledad, lo lleva enemistarse con la propia poesía de tal forma que, en sus textos de madurez, le toca convivir con la ausencia de aquella. Esta declaratoria es estremecedora y contradictoria al mismo tiempo: «La poesía me abandonó / Tal como las mujeres / Que dejo escapar en simulada libertad / La poesía me abandonó / Daría lo que me resta de existencia / Por un solo verso»[22]. Estremecedora porque el abandono no es solo de la poesía, sino de la vida misma. Sin embargo, en medio de la ausencia y el abandono, la poesía persiste como persiste la vida:

 

Cómo se escribe poesía

Era la pregunta estúpida

Ahora descubro que la poesía siempre está

Como tras esa mirada tuya tan velada y dormida

Ahora descubro que la poesía siempre está

Intentando ocultar para confesar tanto.[23]

 

            Martillo ha construido una poética confesional en la que el hablante lírico se va despojando de sí mismo, en una ceremonia de ebriedades y dolorosa, en un tránsito por el infierno de la soledad y las ausencias, en una confrontación descarnada con la muerte, para vaciarse en la poesía, entendida como una exploración continua de las posibilidades del lenguaje cotidiano. Así, la voz poética define su oficio:

 

Escribo para despojarme de mis despojos

Para desalojar los fantasmas que me habitan

Para excluir los demonios que me incitan

Escribo para reflejarme en el espejo que no miente

Para treparme en la cresta de la ola y reventar.[24]

 

Jorge Martillo Monserrate ha vertido en su poesía la turbulenta experiencia de la existencia cercenada de ilusiones y de amores abandonados, con ausencias y caídas, desnuda ante la muerte, persistente en la vida.



[1] Jorge Martillo Monserrate, Aviso a los navegantes (Quito: Casa de la Cultura Ecuatoriana Benjamín Carrión, 1987), 17. Énfasis añadido.

[2] Jorge Martillo Monserrate, «El amor es una cursilería que mata. Catálogo de ayuda, autoayuda y destrucción (2009)», en Aquí yace la poesía (Quito: Casa de la Cultura Ecuatoriana Benjamín Carrión, 2016), 214.

[3] Martillo, «El amor es una cursilería que mata…», 206.

[4] Jorge Martillo Monserrate, Guayaquil de mis desvaríos. Crónicas urbanas (Guayaquil: Editorial El Conde, 2013),

[5] Jorge Martillo Monserrate, Fragmentarium (Quito: Ediciones de la Pontificia Universidad Católica del Ecuador, 1992), 83. Este libro ganó el Premio Nacional de Literatura Aurelio Espinosa Pólit 1991.

[6] Martillo, Aviso…, 69.

[7] Jorge Martillo Monserrate, Vida póstuma (Guayaquil: Manglar Editores, 1997), 23. La foto de portada y contraportada de esta edición es de Liliana Miraglia, una de las tres personas a las que está dedicado Fragmentarium; las otras dos son Eduardo López y Ricardo Maruri.

[8] Martillo, «Maremagnum. 1995-1998», en Aquí yace la poesía, 119.

[9] Martillo, «Maremagnum. 1995-1998», 138.

[10] Martillo, «Prendas interiores», en Aquí yace la poesía, 192.

[11] Martillo, «El amor es una cursilería que mata», 200.

[12] Martillo, Fragmentarium, 71.

[13] Martillo, Fragmentarium, 63.

[14] Jorge Martillo Monserrate, «Prendas interiores», 189.

[15] Martillo, Aviso…, 55.

[16] Jorge Martillo Monserrate, «Últimos versos de un poeta decadente (1993-2003)», en Aquí yace la poesía, 156.  

[17] Martillo, Vida póstuma, 63 y 64.

[18] Martillo, Vida póstuma, 52.

[19] Martillo, «Maremagnum», 145.

[20] Martillo, Fragamentarium, 43.

[21] Martillo, «Maremagnum», 146.

[22] Martillo, «Últimos versos de un poeta decadente», 158.

[23] Martillo, «El amor es una cursilería que mata», 230.

[24] Martillo, «Maremagnum», 148.