«París es la ciudad donde los sueños
se hacen realidad, pero para mí es la ciudad donde voy a contar los sueños en
el diván»
, confiesa la narradora
protagonista de la novelina, una
analizante viajera que vuela
periódicamente de Guayaquil a París para psicoanalizarse en maratónicas jornadas:
«Llego a tiempo. Las sesiones de hoy tienen lugar a las 08h00, 09h15, 10h45,
11h15, 12h45. Mi mañana transcurre entrando y saliendo de las sesiones, y
entrando y saliendo de los cafés para usar el baño» (16). Lo que ocurre afuera
del consultorio —el discurso no dicho en el diván, o, al menos, que no sabemos
si ha sido dicho en aquel espacio—, es, paradójicamente, la materia de la narrativa
de la protagonista-paciente
que contempla la cotidianidad que la rodea como una
forma de mirarse a sí misma.
París 5, de Liliana Miraglia, es una
novelina construida con los apuntes y reflexiones que surgen, aleatoriamente,
de la experiencia de un desplazamiento vital, que es también un viaje simbólico
imbricado en la repetición de un viaje real, carente de puerto de llegada en la
medida en que el viaje es una travesía inconclusa, que va dejando pistas por
doquier sobre su itinerario.
El libro tiene siete estancias, más bien breves, y una
extensa, que es el que le da el título, y que ocupa casi el 60 % del libro. Con
esta estructura, tenemos una novelina armada con una colección de relatos, con
cierta autonomía semántica, que dialogan entre sí, como si se tratara de un
conjunto de relatos orgánicos. En la medida en que la historia que se cuenta,
en términos de conflicto y peripecia, es mínima, asistimos al viaje interior de
una analizante que no nos dice nada sobre la materia de su análisis,
motivo de sus viajes. Únicamente nos cuenta aquello que, desde su
ensimismamiento, le permite hablar sobre el mundo que está afuera, tanto de la
consulta como de ella misma, y que se convierte en un discurso que, más que
decir, le permite ocultar el motivo de su viaje a París: ¿Qué es lo que la
perturba en tanto sujeto analizante? ¿Por qué escoger una ciudad en otro
continente para el psicoanalizarse? ¿Para qué someterse a las inciertas
traslaciones de la lengua en la relación entre la analizante y su
analista? Es el instante de la mirada: hay que leer el texto.
La primera sesión parecería una cita fallida frente a
las expectativas de quien atraviesa el océano para asistir a ella. La
preparación del viaje, la imagen que se hace del analista, las instrucciones que
recibe para llegar al consultorio, el sentido del sueño que parece soñado ad
hoc y que no se cuenta en detalle dan paso, mediante una elipsis, a la
cita. Ese primer encuentro con el psicoanalista está atravesado por el
desconcierto de la confrontación de lo imaginado con lo real: la analizante se
topa con un hombre al que había imaginado híbrido, pero que constata
inequívocamente masculino, terrenal, intimidante. Es el orden de las palabras
lo que genera la confusión, según la reflexión de la protagonista: «Al examinar
las palabras con las que está formada la descripción, noto que coinciden todas,
pero el orden en el que están ubicadas las palabras hace que se altere toda la
frase» (13). La protagonista, algo confusa, recita lo que había preparado: «El
psicoanalista me escuchó sin decir nada. A los pocos minutos dio por terminada
la sesión y me dio la hora para la siguiente». (14) La analizante ha volado de
un continente a otro para una primera sesión que dura unos pocos minutos.
Escribe Lucia D’Angelo sobre la sesión corta, llamada sesión – escansión:
El término ha sido adoptado por los
psicoanalistas lacanianos, que lo utilizamos principalmente, tomando en cuenta,
una de las acepciones del término, aquella que atañe a la “métrica” del
discurso: “separar”, “subrayar”, “puntuar”, “cortar”.
En la práctica de las sesiones de
duración variable, es un recurso de la acción analítica que permite designar el
momento de la interrupción o de la suspensión de la sesión misma. Es decir,
producir una escansión, para segmentar en el tiempo y en el espacio, la
amplitud del discurso del analizante.
La narración de la protagonista
parecería escandir el mundo de afuera: medir el tiempo a través de los sucesos
sin continuidad en la historia, contar los hechos que se suceden como parte del
día en diversos lugares que hablan de su desplazamiento. «En la escritura no
hay casualidades. Tampoco en el psicoanálisis» (19) No es casual que la
terminal a la que llegan los vuelos de Ámsterdam a París sea la 2F, que el
asiento 2F de la nave PH-KCE, Audrey Hepburn, en la que vuela la narradora,
tuviera torcido el apoyapié, y que en la sala VIP de esa terminal 2F, del
Charles De Gaulle, por única vez, la narradora se ponga a llorar. ¿Por qué
llora? La protagonista cuenta que en una tienda de la rue de Coquillière había
comprado veinticuatro moldes individuales para hacer babá, con una
receta familiar que el tío Gaetano, que era pastelero, le había dado a la mamá
de la narradora: «Al regresar a Guayaquil, no alcancé a mostrárselos a mi mamá,
porque ella tuvo una caída y a los pocos días murió» (94).
Pero la muerte de la madre, como todo en la novelina,
también es un suceso que se cuenta de manera breve, como si la narradora
tuviese vergüenza de excederse en su dolor o temor de mostrarse frágil, como si
el pudor de exponerse fuese el límite del tiempo del llanto. El duelo de la
narradora-personaje se manifiesta en el llanto, que se produce luego de la
elaboración de la muerte de la madre en la consulta; y una carga de melancolía,
que se expresa en cierto descontento con el propio yo, la acompañará, en su escansión
del mundo de afuera. Párrafos más adelante, la
narradora cita a Jean Allouch (1939-2023), psicoanalista francés: «Des-componer
es analizar» y yo vuelvo a la consulta cuando ella le cuenta sobre la muerte de
su madre. El psicoanalista solo le pregunta ¿cuándo? No sabemos más sobre el
duelo de la narradora y nos queda lo dicho por Allouch: «El duelo no es
solamente perder a alguien (un “objeto” dice un tanto intempestivamente el
psicoanálisis) es perder a alguien perdiendo un trozo de sí». ¿Qué es lo que
pierde la narradora con la muerte de la madre? En la expresión minimalista de
la novelina, la protagonista nos dice lo que pasó luego de la muerte de su
madre: «Después ya no quise ver los moldes de babá, ni tampoco he vuelto
a hacer el dulce ni he ido a la rue Coquillière [y, para no excederse en su
duelo, acota:] Tampoco es usual que vaya».
La novelina es una escritura que
oculta deliberadamente lo fundamental del viaje a París, que es lo que sucede
en el diván del psicoanalista, y, sin embargo, habla de las cosas nimias que
suceden en la cotidianidad exterior, como si esa realidad exterior fuese una prolongación
de las sesiones. ¿Ha llegado el tiempo para comprender
(lo leído)? El incidente de la llave es un episodio que parecería haber salido
de una de las sesiones: la narradora llega tarde a la casa en donde está
alojada y lleva consigo una bolsa de nueces y no puede abrir la puerta con la
llave que ha utilizado todos los días. Una explicación racional es que la amiga
cambió la cerradura, pero surge la duda de si la cambió porque se dañó o porque
ya no quiere que ella viva en la casa. Otra explicación, aunque suene extraño,
es que la protagonista equivoca reiteradamente, como en un acto fallido, la
manera de operar la llave. Toda puerta es un paso hacia alguna parte y si tras
la puerta hay un lugar en donde ya se ha estado la imposibilidad de atravesar
la puerta puede concordar con el deseo de auto expulsión de dicho sitio. Al
final, la amiga le abre, pero la narradora ha arrojado las nueces —«pequeños
cerebros animados» (23)— que compró en la mañana por el ducto de la basura. En
todo caso, ella no vuelve a esa casa. La estancia «Hacia la medianoche en
París» está construido como si fuera un día en la vida de una analizante:
hay una historia mínima, una aventura de lo intrascendente meticulosamente
descrita. Es en la descripción de esos pequeños actos cotidianos, es decir en
su escritura, que los convierte en historia, reside la trascendencia del
personaje ensimismado que prolonga su condición de analizante en el tiempo de
su personal existencia. En ese ensimismamiento se oculta la soledad esencial de
la protagonista, de tal forma que, luego de comer sola, proyecta como real la
compañía virtual de dos amigas suyas que son enemigas entre sí, manipuladas por
ella con inocencia perversa. Así, condensa la experiencia de lo imaginario y lo
simbólico en un golpe de lo real:
[…] alguien que pasa a nuestro lado
en dirección contraria me impulsa a hacerme un lado para que no me pase tan
cerca. Esto me produce la sensación de que algo que he venido sosteniendo se me
acaba de soltar. Pienso que, de no haber sido por eso, todavía hubiera podido
continuar con ellas hasta al menos la próxima cuadra, o tal vez un poco más,
antes de darme cuenta de estar caminando sola y que la conversación ya había
terminado. (28)
París es una ciudad en donde quienes la caminan se
detienen en cafeterías para ver y ser visto. Es una ciudad para ver a quien
pasa y lo que sucede, para ver el paisaje urbano y la presencia de la historia
en sus edificios, callejuelas y monumentos; para ser visto por los otros que
nos ven en el acto de mirar. Pero la narradora de esta novelina no es una flâneur,
no al menos en el sentido de una paseante que camina sin rumbo observando el
mundo mientras permanece oculta, como lo describió Baudelaire en El pintor
de la vida moderna (1863): «La multitud es su ámbito […] El paseante
perfecto, el observador apasionado, halla un goce inmenso en lo numeroso, en lo
ondulante, en el movimiento, en lo fugitivo y en lo infinito. Estar fuera de
casa y, no obstante, sentirse en casa en todas partes; ver el mundo, ser el
centro del mundo y permanecer oculto al mundo […]». La observación de la
narradora no se dirige a la multitud ni al paisaje infinito, ni al mundo en el
movimiento y en lo fugitivo: y si bien la narradora es el centro de todo lo que
existe, en su condición de ensimismamiento, el mundo que ve es el mundo de lo
quieto, lo que permanece, lo finito: esa realidad de cosas que están una tras
otra, como si fueran arte de la narración aleatoria del mundo; su andar
tiene un propósito práctico: «Salgo a caminar para hacer ejercicio y no
desvelarme después, porque es domingo de noche y dicen que la mayoría de los
desvelos ocurren en la noche de este día, pero también porque es recién ahora
que puedo salir» (47). Sus disquisiciones apuntan a pensar en la nieve, el
bombardeo sufrido por la rue Claude Bernard, la transformación de París a cargo
de Haussmann, pero luego se le mojan los pies y decide regresar al hotel y nos
cuenta que con Iliar, recepcionista del hotel, habla en italiano, recuerdos de infancia,
ganas de ir al baño. París no existe para alguien que camina centrado en sí
mismo.
La última estancia, que tiene el mismo título que la
novelina, se separa de los siete anteriores y su escritura está hecha de
anotaciones, reflexiones, menciones de personajes que no intervienen en la
trama, copia de datos de Wikipedia, citas de textos de psicoanalistas, con pinceladas
de ironía y humor. Escritura fragmentaria en las dos acepciones que define el
diccionario de la RAE: escritura de fragmentos, escritura inacabada. Temática aleatoria,
una fanesca de observaciones: la historia narrada se convierte en un cadáver
exquisito que se levanta del texto y anda. La narradora protagonista ha estado
en seminarios de psicoanálisis en Montevideo, Rosario, México; también en esos
lugares, al parecer, ha acudido a la consulta con su analista. En esta estancia,
al igual que en la segunda «Hacia la medianoche en París», la escritura se
expresa en párrafos cortos, con espacios en blanco entre ellos: silencio,
pausa, transición.
La escritura misma es un ejercicio de escansión, en
este caso, de los párrafos. En la narración, están separados los párrafos como
cuando se escanda las palabras en el verso para contar las sílabas métricas;
así, la expresión es cortada, pausada y los asuntos tratados son diversos y aleatorios
y toda esta acumulación se centra en la constatación de la narradora: «En el
colegio yo era la solitaria del recreo […] Ahora soy la solitaria de París»
(99). La divagación de la narradora, como en un flujo de consciencia, va de un
tópico a otro sin que exista más hilo conductor que la perturbación de la analizante
que se agudiza con el cierre de los aeropuertos, lo que la lleva a citar el
problema de la virtualidad de las sesiones de psicoanálisis y a hablar de aviones
hasta el final del texto y el relato se deslíe como la nieve parisina que le
mojó los pies. Liliana Miraglia sabe sugerir mucho contando poco.
El Boeing 777 realizó su primer
vuelo el 12 de junio de 1994.
El McDonnell Douglas MD-11 realzó
su vuelo el 10 de enero de 1990.
El Lockheed Super Constellation
realizó su primer vuelo el 14 de julio de 1951.
El psicoanalista, cuando finaliza
de dictar su seminario, dice voilà. (109)
No hay final abierto, sino suspensión del monólogo. La
analizante da por terminado su relato y la escritora su novelina. La
lectura se segmenta en el tiempo y en el espacio.
La experiencia vanguardista revisitada. A mis sesenta
y cinco años descubro a Hope Mirrlees y su París: un poema, publicado
por primera vez en 1919 por Hogarth Press, la editorial de Leonard & Virginia
Woolf:
Veo el Arc
de Triomphe,
Rectangular
y sombrío como los sueños de Julio César:
Desprecio
las leyes de sólida geometría,
Paso firme
hacia la sala Caillebotte
Y más
adelante...
Odio
L’Étoile
El Bois me
aburre
Baudelaire atento:
«¡París cambia! Mas nada en mi
melancolía / ha cambiado […]».
La escritura interrumpida.
We’ll always have Paris.
Este es el momento de concluir.
Sanseacabó.