|
Jorge Aguilar Mora (Chihuahua, 9 de enero de 1946 - Bethesda, MD, 5 de enero de 2024). (Foto: Tyrone Maridueña, Guayaquil, 2018).
|
En la nota «Al lector» de Sueños
de la razón 1799 y 1800. Umbrales del siglo XIX, Jorge Aguilar Mora, JAM, explica
el ambicioso proyecto intelectual en el que se propuso una reflexión de la
cultura del siglo XIX, año por año, a través de un testigo anónimo cuyo punto
de vista narrativo tenía un límite: «puede dar testimonio de lo que ha ocurrido
ese año y relacionarlo con cualquier hecho o suceso del pasado; pero carece del
poder de narrar el futuro». En este y los otros
libros de su proyecto existe una mirada lúcida sobre los protagonistas que construyen
el espíritu romántico; al exponer las ideas que alumbrarán los tiempos por
venir, con la creatividad narrativa de un novelista, JAM presenta el saber de
una época como una narración en la que los personajes y sus ideas —Goethe,
Humboldt o Madame de Staël— configuran un mapa del saber que nos permite seguir
las huellas de su espíritu. Jorge Aguilar Mora (1946-2024) fue un maestro
generoso, un ensayista deslumbrante y un creador que no hacía concesiones a sus
lectores. La dedicatoria de este libro no es un dato menor porque la intención
primigenia del autor era escribirlo como si se lo estuviera contando a su hijo:
«Este proyecto nació cuando nació mi hijo Diego, en 1992. El libro es suyo».
En el año lectivo 2006-2007, JAM obtuvo
el reconocimiento Distinguished Scholar and Teacher, que otorga la
Universidad de Maryland. Como maestro, JAM demostró en cada una de sus clases
no solo su amplio y profundo dominio de la materia que enseñaba sino también
una habilidad extraordinaria para conseguir que sus estudiantes nos
apasionáramos por los temas que trataba. Sus clases eran charlas magistrales
durante las cuales el saber fluía como si se tratase de lo que actualmente es un
podcast. Además, siempre estuvo presto al trabajo de tutor en generosos
horarios adicionales a los ofrecidos normalmente. Él, puntual en sus horarios,
en la guía y corrección de trabajos, hizo de cada sesión un espacio esperado por
sus estudiantes, dado los desafíos intelectuales que su cátedra planteaba en
todo momento. En una carta de julio de 2009, dirigida a sus colegas y
estudiantes del Departamento de Español y Portugués
de la Universidad de Maryland, cuando se jubiló, dijo sobre su docencia:
Y para mí,
enseñar significa simplemente dar señas, señalar, dar signos. No es decir “Miren
lo que sé y miren lo que tienen que saber”, sino “Miren los caminos que existen
y de los cuales conozco muy pocos, miren cómo yo he recorrido esos caminos y en
algunos me he perdido, en otros no sé dónde estoy y otros me han llevado a la
felicidad de conocer obras que me acompañarán toda la vida, que son vida y son
mi vida. Y no soy, ni me he visto nunca como ejemplo de nada, ni de nadie: soy
simplemente un caso, alguien que en soledad, forzosa, se enfrenta a lo que
tienen de vital las obras de arte”. Nunca me ha interesado manifestar lo que
sé, me ha apasionado siempre mostrar cómo viven las ideas. Como enseñar a
volar: no decir cómo mover las alas, sino intentar descubrir los secretos del
aire.
El
segundo libro sobre el siglo XIX es
Fantasmas de la luz y el caos 1801 y
1802 y en él la historia se mueve hacia nuestra América. El libro se abre
con un Goethe enfermo que, «en la madrugada del 5 de enero, comenzó a toser
violentamente y a desvariar: hablaba con amigos ya muertos y con Jesucristo»
. A través de sus páginas,
asistimos a la estrategia conspirativa de Thomas Jefferson para anexar la
Luisiana a los Estados Unidos, al viaje de Humboldt y Bonpland de Cartagena a Lima,
pasando por Popayán y Quito, con la frustrada asistencia de Francisco José Caldas
y la participación apasionada de Carlos Montúfar y todo lo que aquello significó
para el estudio de la naturaleza andina. La mirada perspicaz de JAM lo lleva a
una reflexión sobre la participación de aquellos que han quedado al margen de
la historia a partir del relato de Caldas cuando a punto de perder la vida en
el cráter del volcán Imbabura es rescatado por su guía, el indio Salvador Chuquín,
sobre quien dice Caldas «es justo nombrarle»:
Era justo nombrarlo, no solo por el
mismo Salvador Chuquín, sino por todos los indios que han acompañado a todos
estos exploradores y han quedado en la sombra, en el simple y banal olvido o,
en raras ocasiones, solo mencionados para burlarse de sus supersticiones y de
sus miedos […] No sabemos nada más de Salvador Chuquín; quizás después de
salvarle la vida a Francisco José Caldas siguió ganándose la vida recogiendo
hielo del volcán para venderlo en las casas de los criollos nobles de la ciudad.
Quizás, como muchos otros, un día resbaló en la nieve y cayó a su muerte.
JAM dejó inédito un tercer volumen
titulado El verbo del deseo 1804-1804. Junto a los dos anteriores, este libro también es una precisa
reconstrucción del mundo intelectual de comienzos de ese siglo diecinueve con
una meticulosa puesta en escena de las ideas que han marcado el pensamiento de
hoy, imbuida en una narración novelesca que da cuenta de las vicisitudes de sus
brillantes protagonistas (Humboldt, Caldas, Goethe, Hölderlin, Madame de Staël,
Napoleón, Beethoven, etc.) en el entretejido de sus relaciones personales y el
desarrollo de sus ideas frente al surgimiento de una nueva sensibilidad en el
mundo. La lectura de los tres libros es uno de esos placeres que se encuentra
en el discurso crítico porque su palabra tiene la concentración de la sapiencia
de los libros contada con la fluidez de la oralidad de los abuelos; esos
abuelos que, en las comunidades rurales, son los que albergan y transmiten el
saber y la tradición. Los tres libros son la crónica reflexiva de las ideas que
nos han cobijado, a partir de su emergencia en el siglo diecinueve, para marcar
su impronta en la sensibilidad contemporánea. Estos
libros son un deleite intelectual
de la lectura y una lectura para el deleite del intelecto.
Una pérdida atravesaba el espíritu
de JAM, un muerto cargaba en su peregrinaje vital e intelectual: ese muerto era
su hermano David. «A David Aguilar Mora lo capturó la guardia judicial [de
Guatemala] a mediados de diciembre de 1965. No sé la fecha exacta de muerte,
pero lo fusilaron en el interior de la base de Zacapa, y sus verdugos fueron el
subteniente Carlos Cruz y Cruz, “El serrucho”, y los G2 César Guerra Morales y
Rigoberto García, “El gato”»
. En
Cadáver
lleno de mundo, una novela experimental, introspectiva, situacional, con un
narrador que entra y sale del texto en el acto mismo de la escritura, la
presencia de David es un fantasma que recorre toda la novela. Hacia el final,
en una suerte de nota al pie de página que es parte de la estructura narrativa,
aparecen las preguntas que acompañarán a JAM durante su vida: «¿Por qué ese afán
de ocultar una muerte? ¿Por qué rechazar la petición de esa misma muerte y
tergiversarla? […] ¿No era cierto que David sería una presencia obsesionante
con solo mencionar su nombre? ¿No, que David era imposible de resucitar,
precisamente por su muerte tan rotunda?»
.
En Los secretos de la aurora,
Aguilar Mora construye una ciudad de cuyos dramas quienes leemos nos sentimos
partícipes porque la atmósfera del lenguaje que la envuelve nos acerca a la
intimidad de los personajes que habitan dicha ciudad. Una intimidad cargada de
secretos que se van develando a medida que los personajes se apropian de la
ciudad y de su propia historia. La novela deviene paradigma de lo que es la
autonomía del texto literario y la creación de mundos de ficción que funcionan
en el territorio de la escritura. Un lenguaje de tesitura barroca, con la
persistencia de la música en el acontecer de los personajes y un erotismo reflexivo,
como cuando Ana y Santiago hacen el amor con la mirada: «El deseo de sus
miradas apenas les tocaba la piel con sus dedos de humo […] se olvidaban de sus
nombres, se olvidaban de lo que eran y se volvían —como una madeja sin hilo—
placer como objeto y acto al mismo tiempo, y se dejaban infinitamente mirar para
volverse mirada».
La gente que protagonizó la gesta de
la Revolución mexicana fue también una obsesión de JAM. En
Una muerte
sencilla, justa, eterna, Aguilar Mora indaga el proceso revolucionario desde
una voz que es autobiográfica al tiempo que desentraña el proceso de investigación
y escritura, e ilumina con la profundidad reflexiva de su prosa cargada de poesía
el sentido de los acontecimientos históricos. En este libro, el tema de la
muerte es el
leit motiv de una
cultura en pleno fervor revolucionario: a partir de la narración de los dramas individuales
de sus protagonistas se busca el sentido de la historia general, lo que hace
del libro un texto con una mirada tan honda como piadosa sobre las vicisitudes
del ser humano en medio de sucesos históricos que superan la voluntad de las personas.
Esa manera de convertir la historia en narración y reflexionar a partir de ella
la encontramos, por ejemplo, en este pasaje:
¿Seguimos esperando con el
lenguaje? ¿Esperamos el hecho? El lenguaje estuvo antes, y estará después. Mas
he aquí el hecho.
A Santiago Ramírez lo
fusilaron en Saltillo. Lo fusilaron en Saltillo. Y cuando le ofrecieron un
licorcito, cuando le ofrecieron un cognac, cuando le obsequiaron su última
voluntad, muy generosos los verdugos, Ramírez replicó: “No quiero licor, me
hace daño al hígado”. Era la naturalidad, era la perfecta naturaleza.
Y luego, cuando ya era
inminente el fogonazo, cuando ya lo requería el paredón, se volvió a una
señorita de Saltillo que hasta allí lo había acompañado: “No muero como un reo,
muero traicionado”, le dijo. Y así murió.
[…]
Para mí, Santiago Ramírez
fue el último fusilado.
Es ya un clásico su
ensayo La divina pareja. Historia y mito en Octavio Paz, un libro que
deconstruye las ideas de Paz sobre la poesía, la historia y la cultura mexicana
y desmitifica su apoliticismo. La crítica de JAM reconoce en toda su extensión la
valía de la obra de Paz, pero no deja de señalar con dureza sus contradicciones,
lo que da cuenta de su espíritu libre en un mundo intelectual lleno de
aduladores. Esa dureza se sintetiza en su conclusión: «En el caso de Paz, no
hay ningún sistema construido, no hay ninguna elaboración: hay la negación de
la historia, hay intentos de gramaticalizarla, hay descripciones constantes de
la otredad, del mito, de la analogía, porque en el fondo siempre ha creído que
no es necesario demostrar nada». Ese libro se complementa
con su ensayo «La fuga de la identidad. Tres estaciones de Octavio Paz», en el
que, décadas después, JAM analiza la ambición secreta del premio Nobel que era,
según él, «que el joven Octavio Paz tuviera la lucidez del Octavio Paz maduro,
y que este tuviera la frescura de aquel». La visión de JAM sobre Paz es
un ejercicio del criterio desde la admiración a su poesía y sus ideas sobre la
poesía, pero desdeñando la adulación hacia el poder intelectual del propio Paz.
En el libro en donde
aparece el ensayo sobre Paz, JAM publicó también un texto sobre Rulfo: «Yo
también soy hijo de Pedro Páramo». Es un ensayo sobre la muerte y la ubicuidad
del muerto, sobre la orfandad y la asunción de la paternidad, sobre Pedro Páramo
y sus hijos y sobre Jorge Aguilar Mora y su hijo Diego y la manera como se
entrecruzan los afectos filiales. En la escritura de este ensayo dirigido al
debate académico aparece otra escritura que está dirigida a su hijo, que es una
manera de entender su propia condición de padre de Diego y de hijo de Pedro Páramo:
«Querido Diego, si hay algo en lo que Pedro Páramo es un texto para más vivir
y para dejar de sobrevivir, ese algo es su prodigiosa singularidad para hacer,
en cada lectura, que el encuentro de la literalidad de la vida y de la opacidad
del mundo nos permita acceder, en cuerpo y alma, a una realidad de
acontecimientos puros y de actos de lenguaje».
No quiero terminar
esta celebración de la vida creativa de Jorge Aguilar Mora sin referirme, de
manera breve, a dos de sus poemarios. Con el uno compartimos nuestra afición
por la música sacra. En
Stabat Mater, la figura de la madre doliente
frente al hijo – hijo de Dios reivindica todo el sentido terrenal del ser
humano frente a la muerte y la imposibilidad del reino de lo eterno. Se trata
de un poema extenso que sostiene una plegaria de la humanidad huérfana de la
presencia divina, abatida frente a la redención imposible. Ese dolor que no
tiene nombre, ese dolor de la madre que pierde a su hijo me duele en estos
versos: «Y, al pie de la cruz, estaba la madre. / Estaba la muerte al pie de la
huida. / Ese río de lobos era maldiciones, / y alguien de su mano recogió alegría,
/ recogió la hora, al pie de la muerte»
.
La bella molinera, que entabla un diálogo
intertextual con el ciclo de canciones de Schubert de título homónimo, es un poemario
que conjuga las tristezas del amor romántico en la posmodernidad que ha matado
la ilusión romántica, con la esperanza en la poesía —embebida de racionalidad—.
En el poemario, la poesía es entendida como el espacio de realización del amor contradictorio
del molinero y su amada, aceptando los devaneos de la bella molinera con el
caminante, con todos los caminantes que le ofrecen una libertad que se atreve a
tomar. Este es un poemario que canta a la imposibilidad del amor romántico, al
anhelo de libertad, a la sabiduría del sufrimiento y el miedo a ser libre: «Como
si tú fueras los frutos y el deseo, / Y yo cantara baladas que nadie escucha /
Porque solo la bella molinera sabe que existen», canta el caminante
desdeñado.
|
Jorge Aguilar Mora., en Guayaquil, durante su participación en el III Encuentro de Investigación en Artes, organizado por la Universidad de las Artes, en julio de 2018. (Foto: Tyrone Maridueña)
|
El martes 9 de enero
de 2024, Jorge Aguilar Mora habría cumplido 78 años. Nos lo arrancó de la vida la
ruptura de un aneurisma aórtico abdominal el aciago viernes 5, pero no podrá la
muerte arrebatarlo de la memoria de quienes lo queremos y hemos aprendido de su
magisterio. Cuando Saúl Sosnowski me dio la noticia, a las 13h20 de aquel día, reventé
en llanto. Ya calmado, me acordé de la felicidad que tenía la voz de Jorge cuando
me contó, a fines de junio de 2022, que en julio se iría a Los Ángeles, para asistir
a un concierto de Kraftwerk, invitado por Diego, que se convirtió en el
destinatario de una larga carta para el hijo en la que Jorge quiso que se transformara
su escritura. Mientras escribo, escucho el disco The Man-Machine y releo
un párrafo de la carta de 2009 ya citada:
No
nací para escritor. Nací para ser compositor musical y las circunstancias de la
vida me lo impidieron. Me convertí en escritor porque fue la única manera que
encontré de sustituir la melodía, la armonía y el ritmo de la música. En cierto
sentido, fue un fracaso anunciado porque quise dominar primero las palabras
antes de conocer sin miedo a los seres humanos, antes de aceptarlos con sus
complejidades, con sus oscuridades, con sus iluminaciones.
Él
era un melómano y su afición fue también un saber que compartía con el entusiasmo
creativo del que habló Madame de Staël. Y si la vida es un texto que cada uno
escribe, quiero imaginar que, en el inconsciente de Jorge, en aquella habitación
de hospital en donde agonizaba, sus propias palabras habrían resonado como un eco
luminoso, musical y eterno: «Oíamos unos estudios de Liszt y nada nos trascendía.
Todo estaba encerrado en ese cuarto y estaba también más lejos. El cielo estaba
amorosamente apocalíptico y al fin este texto terminaba». Son sus palabras que se
convierten en nuestras palabras y que, mientras aprendemos a volar con ellas, nos
acompañan en el descubrimiento de los secretos del aire.
Jorge Aguilar Mora, Los secretos de la aurora (México D.F.: Ediciones
Era, 2002), 377. Está inédita su novela Puentes, de la que su autor, en una
suerte de introducción, señala: «El nombre completo
de esto que quiere apenas ser un horizonte (abriéndose siempre) es Puentes
que atraviesan los peregrinos que se pierden… Son los puentes de una ciudad
ocupada por caminantes extraviados; habitantes que abren las puertas, sin
saberlo, a todo lo inverosímil, lo absurdo y lo común que define su horizonte. Ellos
la hacen, la soportan, la mantienen, la destruyen, la olvidan y la transforman.
También la quieren, con una pasión que, como dice el poeta, cuando no se cumple,
se vuelve alucinación. La ciudad entonces es la que tolera a sus ocupantes, les
cuida sus caprichos, y hasta se los procura. Ellos siguen cruzando los puentes,
los numerosos puentes, sin estar nunca seguros de que podrán llegar a la otra
orilla. Ni siquiera los puentes estén seguros de que hay otra orilla».