Estremecedor.
¿Sirven las palabras de la crítica literaria para abordar un libro vital,
atravesado por la verdad definitiva de la muerte? Un testimonio que conmueve y
por el que vale la pena llorar. ¿Qué palabras deben ser usadas para comentar el
texto que permite llevar el duelo de una madre ante la muerte voluntaria de su
hijo? Un amor desgarrado por la pérdida. ¿Cómo escribir sobre lo que es
imposible de ser nominado sin caer en expresiones que resulten superficiales
frente a lo irreversible? Finalmente, el único acto de la vida sin atenuantes
es el suicidio.
En el
“Envío” de la última página del libro, Piedad Bonnett escribe como si en ese mensaje
a su hijo Daniel, que ya no es pero permanece, viajara un postrero aliento de
vida: “Yo he vuelto a parirte con el mismo dolor, para que vivas un poco más,
para que no desaparezcas de la memoria. Y lo he hecho con palabras, porque
ellas, que son móviles, que hablan siempre de manera distinta, no petrifican,
no hacen las veces de tumba. Son la poca sangre que puedo darte, que puedo
darme.” (p. 131)
Es como si
a través de la escritura, la poeta se desprendiera del cuerpo sufriente de su
hijo y, al mismo tiempo, lo convirtiese en una memoria a la que ya no puede
alcanzar el tormento indecible de la esquizofrenia. La decisión de donar el
cuerpo del hijo, horas después de la muerte de Daniel, resulta un acto
racionalmente solidario en medio de ese instante de duelo solitario que es la
confrontación contra lo irreversible. Responder a las preguntas administrativas
de quien lleva a cabo la tarea de solicitar el cuerpo de quien fue, termina
siendo la dación de la última posibilidad de vida: “Y Daniel, mi hijo
entrañable, el muchacho de labios carnosos y piel bronceada, se fue deshaciendo
con cada palabra mía.” (p. 24)
Este libro
tiene la dureza, alivianada por el amor, del enfrentamiento a lo que no puede
ser aplacado con las “mistificaciones literarias”. Y lo más terrible es la
manera cómo nos enteramos del sufrimiento familiar que acarrea una enfermedad
mental que carece de cura. La poeta va desgranando la complejidad de la vida de
su hijo, con su hijo. Algunos episodios significativos de esa vida son contados
con la firmeza de lenguaje de quien se enfrenta a la única posibilidad de
encender una palabra que desvanezca la oscurana del olvido. Pero la poeta no se
da tregua porque la muerte no es la paz: “Daniel no descansa porque no es. Lo
que hacíamos corresponder con ese nombre se ha disuelto, ya no puede
experimentar nada.” (p. 28)
De la exposición Embozalados y autorretratos, de Daniel Segura Bonnett. Sala Débora Arango, CCGM, Bogotá. |
Y, el hijo
que ya no es, fue un artista que dejó una incipiente obra de dibujos y
pinturas, en estos tiempos signados por la novelería efímera del espectáculo,
en que los profesores de arte se empeñan en predicar que “la pintura ha muerto”.
La tarde del sábado 18 de enero de este año, visité la exposición Embozalados
y autorretratos, de Daniel Segura Bonnett, en la sala Débora Arango del
Centro Cultural García Márquez, en Bogotá. Fue una visita en solitario que me
permitió contemplar en aquellas obras el espíritu atormentado, no por la
enfermedad, sino por la búsqueda expresiva de todo creador: es la obra de un autor
en ciernes, lúcido y dueño de ese indescriptible don que poseen los artistas
auténticos. Los perros rottweiler de la serie embozalados parecen
atragantados por un silencio cargado de historias que el espectador debe
imaginar: la fuerza expresiva de la pintura es similar a la fuerza misma de los
rottweiler. Los autorretratos, asimismo, sobrellevan el silencio de unos labios
sin la mínima indicación de que pudiesen pronunciar palabra alguna y una mirada
que parece esconder la tristeza más profunda del mundo. El silencio perfecto
del ruido que bulle en el interior del artista: la pintura vive. Pero, como
reflexiona su madre: “¿Quién puede detener a un hombre, de cualquier edad
cuando ha decidido terminar con su vida?” (p. 89)
La poeta
Bonnett no deja de hacerse algunas de las preguntas que atormentan a quienes
sobreviven al suicida: “¿De qué tamaño es el dolor de quien se despide de sí
mismo?”. Es como hurgar en una herida
con instrumentos esterilizados. Después de todo, el hijo fue un joven que amó
su cuerpo. “¿Sintió dolor al saber que lo abandonaba, que se abandonaba para
siempre?”. Y es también como si en la escritura fuese comprobada la frustración
del hijo ante la presencia de una enfermedad que lo sumía en la imposibilidad
de dominar ese cuerpo, “que lo traicionaba, que lo agredía, que lo exponía al
miedo, a la confusión, al delirio…” (p. 117)
Daniel
Segura Bonnett se suicidó en Nueva York, el 14 de mayo de 2011, lanzándose
desde la terraza del edificio de cinco pisos en donde vivía: “En estos casos,
trágicos y sorpresivos, el lenguaje nos remite a una realidad que la mente no
puede comprender.” (p. 18) La poeta Piedad Bonnett, su madre, expone su
espíritu doliente con el pudor de la confesión en Lo que no tiene nombre
(Alfaguara, 2013), testimonio de un duelo, escrito con el estremecimiento de
una palabra honda, auténtica y trágicamente bella. La escritura es también otra
manera de sobrellevar una pérdida.