José María y Corina lo habían conversado en alguna de sus tardes de té y facturas: toda muerte engendra ausencias y cada ausencia es un pedazo de muerte que se adhiere para siempre a nuestra piel de solos.
(De El perpetuo exiliado, 2016).
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martes, marzo 08, 2022

Plus-forma añade peso a tu cuerpo

Mi ñaño Tito, yo, mi ñaña Zita y mi mamá Aida (Foto Mendoza, agosto de 1962)

¿Podía Antígona darse muerte, ella que no había dispuesto nunca de su vida? 

María Zambrano, «Prólogo», La tumba de Antígona.

 

         Mi ñaña Zita era de fuego en un cabello de ángel; trigueña y dulce como el azúcar moreno; sus ojos, faroles de pechiche en el barrio de febrero y lluvias. No esperaba a ningún príncipe encantado; en las noches musicadas por lagarteros, solo aparecían desocupados y borrachines perfumados de azufre, según mi abuela María.

         Ella era la poesía y el baile irónico de los románticos.

         Que no le dijeran flaca, que ya tenía la bebida mágica, pócima de los cuentos de hadas: era la emulsión Plus-forma, que genera carnes en las siluetas delgadas. Sus huesos de pocas carnes trabajaban duro, sin vanidades, para el pan de nuestra mesa. Vino del Evangelio que siempre llenó las copas de agua con agua, abrevando la sed de justicia de los Vallejo.

         Ella era la poesía de los adjetivos que matan.

         Antes que el Arcipreste de Hita, mi ñaña me enseñó el arte del amor bueno; fue la consejera de mis desvelos y la sabia curandera de las dulces heridas de adolescente enamorado. Mi ñaña Zita era de mil parpadeos en un cabello de ángel, trigueña y dulce melaza de la oficina; ñaña, luminaria, dedos ligeros para la máquina de escribir; ñaña, hormiguita de archivadores.

         Ella era la poesía de oficina y calle de todos los días.

         Mi ñaña emigró a Nueva York, sin sueño americano, apostando a encontrar en otro migrante, habitante del vecindario, el galán que Plus-forma le prometió en cada diaria cucharada. Perdió la apuesta de la felicidad: su casa se llenó de cervezas vacías y un marido, sin trabajo, echado en el sofá del lamento, dispuesto para la atávica violencia de los hombres.

         Ella era la poesía de un full de reinas y Valium 10.

         Mujer de un tiempo de mujeres rotas, mi ñaña Zita vivió en el anhelo de días mejores sin perder la seducción de su sonrisa, su rebeldía de ola, ni la delgadez de su perfil en el crepúsculo. Una tarde de limpieza de casa se desmayó. Premonición de aquellas células enloquecidas que le invadieron el cerebro. Esa metástasis implacable que, derrotando al Plus-forma, le hurtó todo el peso de la vida.

         Ella es la poesía que salva mi verso desangelado.

 

Mi ñaña Zita y yo. (Junio de 1960)

domingo, marzo 08, 2020

Zenobia Camprubí en motocicleta

Estatua de Zenobia Camprubí en la Plaza del Marqués, en Moguer. (Foto del autor, noviembre de 2019).

Cabalgo motorizada
sobre mi Velocette LE 1952,
sin veleidades literarias;
pero mi cáncer se desvanece
y renace feroz,
y los rayos X no me alcanzan
para destruirlo,
mas, me hieren;
y Juan Ramón cae
mientras arranca
una rosa sin tocarla
y me arrastra consigo
hacia la sima irredenta
de su animal de fondo.

No tiene términos medios,
o está bien o está muy mal.
Y yo, carcomida
por un animal
deforme, implacable,
en el fondo de mi matriz,
mantengo la casa,
las cuentas en orden
y quiero una habitación
con ventana al mar
para que la luz
de mi noche quieta
me bañe con su vaivén
de sal y espuma.

Juan Ramón se consume
en su propio fuego,
y soy, tan solo,
una brasa que acude a él
con el bálsamo del refugio
para las llagas
de su deseante dios,
único y suyo.
El cáncer nos matará a los dos;
pero primero a mis huesos
y lo que duela de mi carne; a él,
su imposibilidad de ser en el mundo
sin su Zenobia:
yo, motorista, única y mía.

Este poema pertenece a la sección "Baladas para Aldonza", de mi poemario inédito Autorretrato, modelo 1959. Apareció en el número 295, de la revista Casa, de la Casa de las Américas, Cuba.

domingo, marzo 08, 2015

Elogio de la belleza de la mujer colombiana



Desnudo femenino sobre la hierba, de Fernando Botero



Me pregunta un amigo de Quito,
si es guapa la mujer colombiana.
Yo le respondo que, como Florentino Ariza,
llevo una herida de amor no correspondido
por causa de Margarita Rosa de Francisco.

Él sonríe y dice que eso ya lo sabía.
Le cuento, entonces, de las muchachas
que andan con un libro por la Séptima
que toman sol en Bocagrande
que bailan y trabajan duro en Quibdó
que pescan pirañas en el Amazonas
que celebran la desmesura del carnaval de Barranquilla
que cantan las tonadas tristonas de los Andes
que platican con sabiduría en Pereira; de las que sufren
más con la mala racha del América antes que por amores.
Le hablo de la querencia de las paisas de palabra cantarina,
de la fuerza comunera de las bumanguesas, del vendaval
en su paso transfronterizo de las cucuteñas, de las que protegen
a sus hijos en los territorios del conflicto armado.
Todas ellas, ojos de perro azul, herederas
del coraje y la patria de Policarpa Salavarrieta.

Pregunta mi amigo Ramiro, si son guapas las colombianas.
Aquí, le digo,
alucino con los volúmenes desnudos de Botero
son guapas hasta las feas.