José María y Corina lo habían conversado en alguna de su tardes de té y facturas: toda muerte engendra ausencias y cada ausencia es un pedazo de muerte que se adhiere para siempre a nuestra piel de solos.
(De El perpetuo exiliado, 2016).

domingo, mayo 13, 2018

Tula, la romántica abolicionista que no sabía cocinar


           
Retrato de Tula, de Antonio María Esquivel, 1840
En 1836, deja su tierra y escribe «Al partir»: «¡Perla del mar! ¡Estrella de Occidente! / ¡Hermosa Cuba! Tu brillante cielo / la noche cubre con su opaco velo, / como cubre el dolor mi triste frente». A los veinticinco años, ya instalada en Sevilla y romántica, plasma en su diario: «A veces me abruma esta plenitud de vida y quisiera descargarme de su peso». Está trabajando en Sab (1841), la novela antiesclavista que publicará once años antes que La cabaña del tío Tom, de Harriet Beecher Stowe. Los parientes de su padrastro, la apodan la doctora, y la tildan de atea, porque leía a Rousseau y «la habían visto comer con manteca un viernes».
En Sab, Gertrudis Gómez de Avellaneda (1814 – 1873), Tula, subvierte los valores ideológicos de la sociedad esclavista que, pese a los tratados entre España e Inglaterra para prohibir el tráfico de esclavos y las ideas reformistas de Domingo del Monte, subsiste como modelo económico de los terratenientes cubanos. Sab es, ante todo, una historia de amor imposible: Bernabé, esclavo mulato conocido como Sab, está enamorado de Carlota, su dueña, un espíritu sentimental que, en cambio, ama al comerciante Enrique Otway. Este no le corresponde a Carlota con igual intensidad y considera al matrimonio como otro negocio del que hay que lucrar.

Sab, el esclavo, erotiza a Carlota —su ama blanca, que, por enredos de la intriga, resulta su prima hermana—, al hacerla su objeto amoroso. Y es Teresa, una prima pobre de Carlota, quien, al convertirse en confidente del esclavo y el amor por su ama, reconoce la valía moral de Sab. Una escena decidora, al comienzo de la novela, es cuando Carlota recibe un beso agradecido de parte de Sab, por ella haberle concedido la libertad: «Pero la mano huyó al momento y Carlota sintió un ligero estremecimiento: porque los labios del esclavo habían caído en su mano como una ascua de fuego». Al final, Carlota, ya casada y conocedora por confesión de Teresa del amor del esclavo, visita todas las noches, durante tres meses, la tumba de Sab. La autora, que envía a su personaje a vivir en Londres con su marido, se hace la pregunta con que cierra la novela: «¿habrá podido olvidar la hija de los trópicos, al esclavo que descansa en una humilde sepultura bajo aquel hermoso cielo?».
Ese amor está adherido a la vida de Carlota, cuyo destino es comparado con la esclavitud del propio Sab. En una larga carta que el mulato escribe a Teresa, mientras agoniza, dice: «¡Oh las mujeres! ¡pobres y ciegas víctimas! Como los esclavos, ellas arrastran pacientemente su cadena […] sin otra guía que su corazón ignorante y crédulo eligen un dueño para toda la vida.» La novelista pone esta descarnada reflexión en boca de Sab, que también alega que el esclavo puede comprar su libertad, pero la mujer no puede hacerlo; Tula, la que se burla de quienes la señalan porque «no sabía planchar, ni cocinar, ni calcetear y no lavaba los cristales, ni hacía las camas, ni barría». Corrigiendo a Bretón de Herreros: ¡Mucha mujer, esta mujer!

 Publicado en Cartón Piedra, revista cultural de El Telégrafo, el 11.05.18

No hay comentarios:

Publicar un comentario