José María y Corina lo habían conversado en alguna de sus tardes de té y facturas: toda muerte engendra ausencias y cada ausencia es un pedazo de muerte que se adhiere para siempre a nuestra piel de solos.
(De El perpetuo exiliado, 2016).

domingo, mayo 05, 2019

Vicente Huidobro, con la poesía siempre a su lado

Casa Museo de Vicente Huidobro en Cartagena, Valparaíso, Chile.
A cinco meses de su muerte, el 2 de junio de 1948, apareció Últimos poemas, libro póstumo del chileno Vicente Huidobro. Fue Manuela Huidobro de Yrarrázabal, hija y albacea de la obra del poeta quien recopiló textos inéditos y otros dispersos para el libro. Ella concluye su nota con este envío: «A la memoria de mi padre adorado dedico este trabajo, hecho con inmensa ternura y veneración».
            El “Arte poética” de Huidobro, en El espejo de agua (1916), indicará, desde un comienzo, el rumbo no solo de su escritura sino de su actitud estética frente a ella: «Por qué cantáis la rosa, ¡oh poetas! / hacedla florecer en el poema. // […] // El poeta es un pequeño Dios». Este es el meollo de la estética de la vanguardia frente al proceso creativo y al sentido de la poesía.
En 1931 aparece Altazor, «con un retrato del autor por Pablo Picasso», según se indica en la portada. Este poema extenso, concebido desde 1919, ha pasado a la historia literaria como la obra más divulgada y estudiada de Huidobro. En cambio, el poemario Últimos poemas es quizás el menos conocido. Este libro ha sido editado en Ecuador, por primera vez, gracias a una alianza de la Editorial de la Universidad de las Artes y El Ángel Editor. La cesión de derechos se debe a la generosidad de Vicente García Huidobro, nieto y presidente de la fundación que lleva el nombre del poeta.
            La recopilación de los textos de Últimos poemas da cuenta de un verso deslumbrante, por la profundidad de su materia; limpio, por la manera diáfana como fluye la cascada de imágenes y de conceptos; estremecedor, por el tratamiento que la voz poética da al viaje del sujeto, a la experiencia vital, a la presencia inherente de la muerte, o al acompañamiento permanente de la poesía en todo momento de la existencia. En Últimos poemas, el poeta ha dejado de ser ese pequeño Dios del Creacionismo para convertirse en un transeúnte de la vida con la poesía, inseparable compañía, a cuestas: «Así es el viaje al fin del mundo / Y ésta es la corona de sangre de la gran experiencia / La corona regalo de mi estrella / ¿En dónde estuve en dónde estoy?».
            La condición de transeúnte atraviesa el libro. Si en Altazor el viaje en paracaídas implica una descomposición del lenguaje para el nacimiento y creación de un lenguaje nuevo, en “El pasajero de su destino”, por ejemplo, el viaje tiene un sentido humano diferente: se trata del tránsito vital del hablante lírico que entiende el devenir de los seres humanos como una tradición de la vida: «Es así como somos / Y como nos paseamos hoy sobre la tierra / Precedidos por los ruidos de nuestros antepasados / y seguidos por el dolor de nuestros hijos».
El tema de la muerte también es una constante en estos poemas. En “Coronación de la muerte” la voz poética hace un llamado explícito: «Yo quiero hablaros de los ojos de la muerte Del suspiro postrero / De las maneras de morir tan distintas como los andares». El poema final, “La muerte que alguien espera”, nos entrega una letanía —aquella cascada de imágenes que caracteriza la poesía de Huidobro— que habla de la presencia irremediable de la muerte a lo largo de nuestra vida. En una maniobra inesperada, la voz poética sitúa a la muerte en dependencia de la existencia humana: «La muerte que no puede vivir sin nosotros», para reafirmar su fe en el hombre y paso vital, ya señalado en “Voz de esperanza”: «Es el hombre / El hombre de pie sobre sus sueños».
En las proximidades de la que fue su casa, en el balneario de Cartagena, región de Valparaíso, está la tumba de este “pequeño Dios”. Su epitafio reza: «Aquí yace el poeta Vicente Huidobro. Abrid la tumba; al fondo de esta tumba se ve el mar». Esa tumba estuvo prefigurada en el bellísimo “Monumento al mar”: «He ahí el mar / De una ola a la otra hay el tiempo de la vida / De sus olas a mis ojos hay la distancia de la muerte».
En el poema que abre el libro, de hondas y luminosas resonancias sobre el tránsito vital como una experiencia única e intensa, y el tránsito a la muerte, como un destino inevitable y el final de todo, Huidobro nos lega su testamento poético: «He vivido una vida que no puede vivirse / Pero tú, Poesía, no me has abandonado un solo instante». La poesía del pequeño Dios en cuya forma la vida es iluminada por la palabra.

Vicente García Huidobro, nieto del poeta, y el poeta Mario Meléndez, ambos de la Fundación Vicente Huidobro, durante la presentación del libro el pasado 10 de abril en la Biblioteca de las Artes, en la Universidad de las Artes, en Guayaquil.


Publicado en Cartón Piedra, revista cultural de El Telégrafo, el 26.04.19

lunes, abril 15, 2019

La imposibilidad del silencio reflexivo en tuiter

Fotografía: Marcela Sánchez (Mara) 2015.

«No hay más que un problema filosófico verdaderamente serio: el suicidio. Juzgar si la vida vale o no vale la pena de vivirla es responder a la pregunta fundamental de la filosofía», plantea Albert Camus al inicio de El mito de Sísifo. Existen muchas teorías acerca del suicido: desde la sociológica de Durkheim (1897), las sicoanalíticas de Freud (1910), Jung (1959), o Menninger (1972); y las biológico-genéticas que lo asocian con la depresión. Así que, juzgar el suicidio de una persona, bajo los efectos de la exaltación fundamentalista de tuiter, no solo es irresponsable, sino que denota falta de empatía y carencia de sentido autocrítico.
            Hace un par de semanas se desató una violenta discusión en tuiter: un músico mexicano de más de sesenta años se suicidó luego de ser acusado, en esta red social, por una mujer no identificada, de haber abusado sexualmente de ella cuando era menor de edad. La cuenta desde donde nació la acusación dice en su descripción: «Manda un DM con tu denuncia anónima y publicamos el nombre del agresor». Según esta cuenta, el anuncio del músico acerca de su suicidio «fue chantaje mediático».
Una tuitera comentó: «No estoy defendiendo a nadie, sólo me pregunto si el músico era inocente... ¿Por qué se suicidó, en un lugar de demostrar su inocencia?» Tal vez, por razones que tienen que ver con los abusos y la violencia de los hombres en sociedades patriarcales, hemos llegado al absurdo, no solo jurídico sino filosófico, de que los acusados «demuestren su inocencia», y hemos olvidado el principio de que «la carga de la prueba», es decir, de la demostración, es de quien acusa. Además, estamos pretendiendo que toda mujer que acusa a un hombre de abuso dice la verdad por el solo hecho de ser mujer y que el hombre es culpable por el solo hecho de ser hombre.
Por otra parte, hay quienes sostienen que «si la denuncia es anónima es porque las mujeres tenemos miedo de que el agresor tome represalias», así como el hecho de que los procesos judiciales, en estos casos, vuelven a victimizar a la víctima. Por lo general, los oficiales de la policía y el sistema judicial suelen buscar la culpabilidad del abuso y la violencia en las actitudes de la propia víctima: Qué hizo para provocar el ataque, cómo andaba vestida, por qué estaba en el lugar de los hechos, etc. Y —es sustancia para la reflexión—, existen muchos casos en los que la víctima termina suicidándose porque no encuentra quien le haga justicia o, al menos, quien le crea.
La pena de muerte está reservada para delitos atroces y su sentencia implica un proceso en el que el acusado tiene garantías y, salvo confesión, la presunción de inocencia. Una lapidación virtual conduce a una muerte civil mediante un proceso expedito en el que el acusado queda en indefensión. Elena Poniatowska lanzó un trino llamando a la reflexión: «La acusación de acoso sexual a tontas y a locas puede lastimar el buen nombre de un hombre perfectamente honesto», pero el silencio reflexivo parece un imposible en tuiter.

Publicado en Cartón Piedra, revista cultural de El Telégrafo, 12.04.19

sábado, marzo 30, 2019

Nuevas formas para viejas inquisiciones

"Ventana de la denuncia" en el Palacio de la Inquisición, de Cartagena de Indias. Nunca un acusado fue declarado inocente.
En Cartagena de Indias, frente a la plaza Bolívar, queda el Palacio de la Inquisición, que hoy es un museo del horror. En la fachada lateral se encuentra la «Ventana de la denuncia». Cualquier persona se acercaba a ella y denunciaba, a un vecino o vecina, de prácticas judaizantes, blasfemia, o brujería. No había necesidad de presentar ninguna prueba. Bastaba la acusación. La persona denunciada era, contra la lógica del debido proceso, quien tenía que demostrar su inocencia. Según datos de los archivos de la Inquisición, nunca se declaró inocente a nadie y más de 800 personas fueron torturadas y ejecutadas.
            La «Ventana de la denuncia» de hoy es una ventana virtual que existe en las redes sociales. Cualquier persona, con nombre propio o con un alias, escribe lo que quiere sobre un vecino o vecina, y acusa a una persona de corrupta, acosadora sexual, maltratadora, etc. Las personas fanáticas de las ejecuciones sumarias activan, entonces, sus propias opiniones que se resumen en la reproducción acrítica de los mensajes acusadores, llevadas únicamente por sus antipatías o definiciones ideológicas personales. Al final, contrariamente a lo sucedido en el desafío evangélico de la primera piedra, todas aquellas personas, por el contrario, se han disputado el privilegio de arrojar con rabia la primera piedra. Y se sienten orgullosas de actuar como jueces prevaricadores: «Yo le creo a quien piensa como yo».
            Por supuesto que causan indignación las personas abusadoras, maltratadoras, corruptas, etc., en definitiva, las personas que cometen crímenes horrendos. No obstante nos dejamos llevar por un sentido de justicia más parecido a la Ley del Talión antes que al de la presunción de la inocencia. En las redes sociales se acusa sin pruebas, se procesa sin derecho a la defensa, se lincha virtualmente a las personas acusadas y se condena de antemano: exactamente como en los tiempos de la Inquisición. Es más, ni siquiera se tiene en cuenta que, como pasa en muchos países, no existe la pena de muerte: eso no importa, los internautas han inventado la peor de las condenas: la muerte civil de cualquiera que haya sido acusado a través de la posmoderna «Ventana de la denuncia».
            En el campo artístico y literario nos estamos volviendo extremadamente moralistas; pero resulta que artistas y escritores no son santos sino seres humanos con luces y sombras en sus vidas personales. Pretender que las miserias de las personas las inhabilita para ejercer con maestría la medicina, la ingeniería, o el arte, es, por el ejemplo, reducir el canon literario a las meditaciones de los seres santificados. Ciertamente, cada uno es libre de elegir los artistas que admira por su arte y su ética, así como de poner el límite de lo que le perturba, pero resulta inquisitorial el pretender reducir el arte a las miserias morales de la vida del artista.
            Es muy grave que un ser humano quede en indefensión jurídica. Y, sin embargo, los herederos de Torquemada se sienten satisfechos con cada reenvío y, en las redes sociales, encienden las hogueras con gusto.

                  Publicado en Cartón Piedra, revista cultural de El Telégrafo, 29.03.19