Manifestante frente a la Escuela Superior de Policía muestra la foto de la abogada María Belén Bernal, desaparecida, y su esposo el teniente Germán Cáceres, prófugo. (Foto de Heraldo News) |
La abogada María Belén Bernal, de 34 años, ingresó a la Escuela Superior de Policía, ESP, ubicada en Pusuquí, al norte de Quito, el domingo 11 de septiembre de 2022, a las 00h45, argumentando que llevaba comida a su esposo, el teniente Germán Cáceres. Al parecer, la abogada Bernal sorprendió a su marido, en medio de una fiesta prohibida, con la cadete Joselyn S. P., con la que este mantenía una relación adúltera. Según declaraciones de varios cadetes a la Fiscalía, luego de que Bernal discutiera con su esposo al descubrir la infidelidad, se escuchó que la abogada gritaba «auxilio, me matan», desde el cuarto del teniente. Nadie intervino; nadie. Otros testimoniaron que vieron al teniente que subía un bulto al auto de Bernal. En la bitácora de la ESP no hay registro de la salida de la abogada. El caso de la desaparición de María Belén Bernal en la Escuela Superior de Policía pone al descubierto las miserias de la institución autoritaria que despoja a sus miembros de discernimiento moral, los convierte en cómplices mediante pactos de silencio y obliga a quienes administran el poder a preservar a la institución por sobre las personas y la verdad.
Foucault, en Vigilar y castigar (1975), analizó el carácter represivo de la institución disciplinaria respecto del dominio que ejerce sobre el cuerpo y el alma de los individuos, de tal forma que los convierte en sujetos dóciles. En la institución autoritaria existe un despojo de la moral del individuo en beneficio del culto a la jerarquía sin ningún tipo de cuestionamiento: el ser obediente y no deliberante no solo es un principio sino una virtud. Paulo Freire, en Hacia una pedagogía de la pregunta. Conversaciones con Antonio Faúndez (1985), plantea que, en un ambiente autoritario, toda pregunta, que por sí misma cuestiona, tiende a ser considerada una provocación a la autoridad. De ahí que, en la ESP se acepte una fiesta donde se ingiere licor, aunque esté prohibido, y también, sin preguntarse si está bien o mal, que un instructor, desde su posición de poder, tenga una relación de pareja con una alumna. En la práctica, las arbitrariedades del jefe son asumidas como la norma vigente; es decir, que la norma se acomoda al arbitrio de quien ejerce el poder y los cuerpos dóciles la obedecen ya que, siguiendo a Freire, el autoritarismo inhibe la capacidad de preguntar y preguntarse.
La docilidad del cuerpo del inferior en una institución autoritaria se expresa en el miedo a confrontar al superior jerárquico, aunque se intuya que este se encuentra cometiendo un crimen. De ahí que, en la ESP nadie acudiera en defensa de una víctima que gritaba pidiendo auxilio. El así llamado espíritu de cuerpo se expresa como un tácito pacto de silencio en el que los individuos, despojados de su sentido moral, están dispuestos a callarse mientras puedan. De ahí que, en la ESP, cadetes e instructores solo hubiesen hablado cuando se vieron compelidos por un poder estatal mayor que el de la jerarquía institucional, a pesar de que en las redes sociales el caso de la desaparición de la abogada Bernal estaba ampliamente difundido. El pacto de silencio está extendido entre instructores y cadetes que participaron de la fiesta y vieron o escucharon la riña de la pareja; entre los guardias que permitieron la salida del teniente Cáceres sin exigir la presencia de la esposa en el vehículo; entre quienes escucharon que el teniente arrastraba un bulto que, cada dos pasos, golpeaba sobre las gradas. Todos son cuerpos dóciles, desprovistos de moral, que se han convertido en cómplices de un crimen.
La institución autoritaria demanda que la defiendan quienes ejercen la administración del poder para que a nadie se le ocurra cuestionar su existencia. Es decir, para que nadie pregunte ni se pregunte si el problema es la conducta inadecuada de un individuo o si el problema reside en la estructura misma de la institución autoritaria. De ahí que, en el caso de la ESP las autoridades salieron a defender la institucionalidad, tratando de minimizar las complicidades de toda la estructura en la permisividad de los hechos y el pacto de silencio sobre los mismos, atribuyéndolos a errores humanos. Esos voceros clamaron por preservar la institucionalidad. Nadie, desde el gobierno, se atreve a cuestionar la estructura misma de la institución autoritaria que es la que posibilita el abuso de poder, la pérdida del alma tras la docilidad de la obediencia y el pacto de silencio frente a un crimen. Sucede en todas las instituciones autoritarias: por ejemplo, la jerarquía católica que ha encubierto por décadas a los curas pedófilos para salvaguardar el prestigio de la Iglesia; o los dirigentes políticos que solapan los actos de corrupción y defienden a sus coidearios en función de preservar el poder del partido.
En La ciudad y los perros (1962), de Mario Vargas Llosa, el cadete Ricardo Arana, apodado el Esclavo, es asesinado de un disparo en la cabeza durante una práctica en el Colegio Militar Leoncio Prado, de Lima. La investigación se cierra proclamando que lo sucedido fue un lamentable accidente a causa de una bala perdida. No obstante, al final de la novela, el cadete apodado el Jaguar le confiesa al teniente Gamboa que él fue quien mató al Esclavo. «El caso Arana está liquidado —dijo Gamboa—. El Ejército no quiere saber una palabra más del asunto. Nada puede hacerlo cambiar de opinión. Más fácil sería resucitar al cadete Arana que convencer al Ejército de que ha cometido un error»[1]. Hasta este momento, la abogada María Belén Bernal continúa desparecida y el teniente Germán Cáceres sigue prófugo. De ella solo han quedado su cartera y una sandalia que aparecieron en la ESP. La miseria intrínseca de la institución autoritaria radica en su incapacidad autocrítica.
[1] Mario Vargas Llosa, La ciudad y los perros, Edición conmemorativa del cincuentenario, (Italia: Real Academia Española / Alfaguara, 2012), 445-446.