José María y Corina lo habían conversado en alguna de sus tardes de té y facturas: toda muerte engendra ausencias y cada ausencia es un pedazo de muerte que se adhiere para siempre a nuestra piel de solos.
(De El perpetuo exiliado, 2016).
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lunes, septiembre 12, 2022

Románticos del siglo XIX

Escritorio para escribir de pie, de Juan León Mera. Fnca museo de Atocha, Ambato. (Foto: Raúl Vallejo, 2009).

Cumandá, bajo el cielo nublado, pletórico de presagios, siente que su seno se agita como la corriente impetuosa del Pastaza mientras contempla a Carlos junto a las canoas. Su padre, el cacique Tongana, censura la entrega de su corazón al hombre blanco pero ella se consume en llamas de pasión igual que las palmeras fueron consumidas por llamas premonitorias. ¡Esas palmeras junto a las que se encontraron por primera vez y en las que Carlos, el poeta por quien Cumandá daría la vida, había grabado estrofas de amor! La proximidad de la fuga con su amante la abrasa igual que las lenguas de fuego que escupe el padre Tungurahua. Mientras desamarran las canoas para huir en una de ellas y dejar que a las otras se las lleve el río para evitar la persecución, ella, repentinamente, lo abraza y lo besa con el ímpetu que arde en su pecho. Carlos le responde con la timidez propia de todo hijo de cura y ella le reprocha que los cristianos no conocen la fuerza del amor que vive impregnado en el corazón de una salvaje. Los reclamos y las caricias de Cumandá despiertan el mundo interior del poeta y encienden su piel anhelante. Sobre la frescura de la hierba erizada, Cumandá recibe el furor penetrante de Carlos que, por vez primera en su existencia de poeta espiritual, se deja encender por la llamarada exultante de los sentidos. Él recorre el cuerpo de la salvaje con sus labios sedientos y ella susurra extasiada en la lengua de su pueblo. Cumandá es una flor exótica que se abre bañada por la voluptuosidad de la selva y Carlos sucumbe a esa carne impregnada con la humedad de la tierra. En la entrega de los cuerpos se funden las almas de Cumandá y Carlos con la inocencia febril que provoca el amor.

 

            Juan León Mera, junto al mueble que le sirve para escribir de pie revisa lo escrito. Camina hacia la ventana del cuarto y contempla el río Ambato, que besa la parte baja de su finca en Atocha y avanza tumultuoso hacia la ciudad. Mueve la cabeza de un lado a otro y sonríe nostálgico; regresa al mueble, coge la hoja y, como si se tratase de un pasquín que mancilla la memoria del difunto García Moreno, la esconde en el anaquel derecho de la repisa que se levanta sobre el borde del escritorio que ya no usa debido a sus dolores de espalda. Consigna la fecha de hoy: 28 de junio de 1876. Es el día de su cumpleaños. Rosario, su mujer, lo espera en la alcoba con los ojos cargados de esa inocencia febril que provoca el amor.

 

De Pubis equinoccial (Bogotá: Mondadori, 2013), 147-148.