José María y Corina lo habían conversado en alguna de sus tardes de té y facturas: toda muerte engendra ausencias y cada ausencia es un pedazo de muerte que se adhiere para siempre a nuestra piel de solos.
(De El perpetuo exiliado, 2016).
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lunes, junio 03, 2024

La ‘posverdad’ o el sobrenombre marqueteado de la mentira

           

Asalto al Capitolio de EE.UU por las huestes de Trump. (Imagen creada por Craiyon)

            En 2016, el diccionario Oxford declaró a posverdad como ‘la palabra del año’ y la definió como un adjetivo «[…] que denota circunstancias en las que los hechos objetivos son menos influyentes en la formación de la opinión pública que las apelaciones a las emociones y las creencias personales»[1]. En una entrevista reciente dije que la justificación de la posverdad como estrategia política y la proliferación de las noticias falsas y mensajes violentos a través de troles u operadores ideológicos que fungen de periodistas —y que son, en realidad, administradores de la verdad—, están destruyendo el contrato social de la democracia burguesa. Kellyanne Conway, jefa de campaña de Donald Trump, justificó que Sean Spicer, vocero de la Casa Blanca, mintiera sobre el número de asistentes a la ceremonia de posesión de Trump, y, quitándole importancia a la mentira, justificó que Spicer le ofreciera a la audiencia «datos alternativos». La estrategia de la posverdad consiste en posicionar una mentira y relativizar los hechos y datos mostrando, sin vergüenza, datos y hechos falsos: es decir, se siembra dudas sobre lo verdadero y se construye una narrativa, más o menos coherente, para que la mentira del momento corra —a sabiendas de que la mentira tiene patas cortas— hasta el próximo suceso donde otra mentira empuñará el testigo, como si se tratase de una carrera de postas sin fin. Total, la llamada ciudadanía de a pie no tiene tiempo de corroborar los datos exhibidos ni contrastar los relatos construidos con la manipulación de aquellos datos. Además, las redes sociales, RS, no han democratizado el acceso al saber y al pensamiento crítico, sino a la desfachatez de la estulticia. El caso de Trump y su difusión de bulos es un ejemplo que nos debería horrorizar pues la repetición en RS de su mentira sobre un inexistente fraude electoral creó las condiciones para el asalto al Capitolio por una turba de sus fanáticos. Justamente, por el uso de la estrategia política de la posverdad, hoy, en EE. UU. todavía existe gente que siguen creyendo que el resultado de las elecciones de 2020 fue fraudulento. La receta de poner en duda el proceso electoral, que al neofascismo trumpista le pareció exitosa, fue repetida por las huestes de Bolsonaro, en Brasil, que, bajo la consigna de fraude y pidiendo a los militares que den un golpe de Estado, atacaron la sede del Congreso, del Supremo y la Presidencia para evitar la posesión de Lula da Silva. La semana pasada, luego de ser encontrado culpable de haber comprado, a través de su exabogado, quien cumplió cárcel por ello, el silencio de una actriz porno, con la que mantuvo relaciones sexuales, Trump quiere, sin que le importe el daño a la institucionalidad, instalar en las emociones del electorado otra mentira: el presidente Biden ha manipulado un sistema de justicia que, según Trump, es corrupto. Y, si bien X-Twitter ha posibilitado una ampliación de las demandas ciudadanas y una exigencia de rendición de cuentas a todo poder gubernamental, también ha transformado el diálogo democrático en una diatriba constante —cada vez más violenta y cargada de fórmulas de odio—, que se escuda en el anonimato y la desvergüenza. El anonimato virtual es una patente de corso: así, entre menos identificable es el tuitero, más violento y mentiroso es su mensaje. Y son esos tuiteros los que, como miembros del ejército de mercenarios digitales, posicionan en las RS la mentira. No es que la democracia burguesa esté en tela de juicio; lo que sucede es que el neofascismo pretende destruir los cimientos de esa misma democracia mediante el fraude democrático que es el resultado del uso de la estrategia de la posverdad. Para que la mentira triunfe, maquillada bajo el alias de posverdad, se requiere de la alcahuetería de las corporaciones mediáticas que son instrumentos de propaganda ideológica cuya misión es posicionar la narrativa basada en los datos alternativos y poner en duda los datos verdaderos que no apuntalan aquella narrativa, así como de los portales digitales sensacionalistas dedicados a difundir bulos. Existen otros elementos que contribuyen al éxito de la posverdad: el invento de un enemigo interno, el fomento del gusto por las teorías de la conspiración, el troleo permanente posteando insultos y estupideces para desvirtuar y enlodar una información seria, etc. El uso desvergonzado de la posverdad en la arena política mundial transformó la palabra en sustantivo y resaltó su esencia perversa. El diccionario de la RAE la define con una precisión mayor que el de Oxford: «Distorsión deliberada de una realidad, que manipula creencias y emociones con el fin de influir en la opinión pública y en actitudes sociales. Los demagogos son maestros de la posverdad». En los hechos, la posverdad es el sobrenombre marqueteado de la mentira.



[1] «Post-truth is an adjective defined as “relating to or denoting circumstances in which objective facts are less influential in shaping public opinion than appeals to emotion and personal belief”», «Word of the Year 2016», Oxford Languages, https://languages.oup.com/word-of-the-year/2016/


lunes, septiembre 05, 2022

Los discursos de odio son la semilla de los asesinatos políticos

           

El jueves 1 de septiembre, Fernando Andre Sabag Montiel intentó asesinar a la vicepresidenta de Argentina, Cristina Fernández de Kircher. (Foto del periódico Página 12)

            Yo no sé si Cristina Fernández de Kirchner sea culpable de aquello que la acusan. La justicia argentina, libre de presiones mediáticas y políticas, deberá determinarlo más allá de toda duda que pueda ser calificada de lawfare. Lo que sí sé es que deshumanizar al rival político, es decir, reducirlo a la condición más execrable posible mediante un discurso de odio, es convertirlo en blanco favorito de fanáticos. El intento de magnicidio perpetrado sobre la vicepresidenta de Argentina, Cristina Fernández de Kirchner, debería generar una reflexión ciudadana sobre las prácticas políticas de hoy porque un atentado de esta naturaleza socava la democracia, se inscribe en los efectos de la criminalización del opositor político y es un signo preocupante del ascenso sostenido del neofascismo.

            En primer lugar, debemos entender que la democracia burguesa, con sus limitaciones intrínsecas, se sostiene en la convivencia pacífica de los distintos actores políticos, en la tolerancia de las diversas ideas y en la alternabilidad en el ejercicio de gobierno. Cuando se impide el debate de ideas y se lo reemplaza por el lenguaje violento del insulto, las acusaciones infundadas y la descalificación moral del adversario, se está exacerbando las contradicciones, la intolerancia y las agresiones físicas. Como nunca faltan mentes afiebradas y fanáticas, se genera la idea de la eliminación física del adversario político con lo cual hemos retrocedido varios siglos en la construcción de sociedades de paz y se pone a un país al borde de la guerra civil. Y no estoy hablando de la intriga de una novela distópica: el irrespeto a las normas de la convivencia democrática es un atentando que socava la misma democracia y que, por lo tanto, exacerba la violencia social y política.    

Con el debilitamiento de la democracia, la presunción de inocencia muere. Ahora las personas están en la obligación de demostrar su inocencia y la carga de la prueba, en el campo minado de las redes sociales, ya no recae en quien acusa sino en quien se defiende de una acusación. Criminalizar al opositor político se ha vuelto una práctica sin escrúpulos: se repite hasta la saciedad una acusación: se la simplifica y exagera, se mezclan elementos ciertos y falsedades, y, a través de los troles de las redes sociales, se hace creer que todo el mundo coincide con aquella. Y, si existe alguna persona de una tienda política involucrada en una acción delictiva suficientemente probada, se generaliza la conducta delincuencial sobre todos quienes participan de dicha opción política. La criminalización, además, va de la mano del discurso de eliminar de la historia del país a ese otro a quien se la ha quitado no solo la presunción de inocencia sino el derecho de participación en la vida pública.

Fácilmente, el discurso moralista sobre la honestidad se convierte en discurso de odio e incita, incluso más allá de la voluntad de quienes lo sostienen, a la violencia política. Personajillos revestidos de moralina e ideas ramplonas se dedican a denostar contra sus adversarios políticos y, escudándose tras la consigna de que la libertad de expresión lo aguanta todo, se dedican a predicar contra la existencia misma del adversario político. El discurso de odio se instala como si fuera una virtud. Ciertos medios de comunicación se han convertido en actores políticos y sus periodistas en activistas que toman partido por los intereses que el dueño del medio representa; en la práctica, estos no son periodistas sino mercenarios de la palabra que insultan y sentencian desde la agenda particular de aquellos a quienes sirven. Todo esto contribuye al ascenso sostenido de un neofascismo que cierra los espacios de participación en la vida de civil de aquellos a quienes pretende proscribir de la vida pública. Sabemos que el fascismo es esencialmente violento y que un periódico enseñe cómo debió ser manejada el arma del atentado para que este hubiera sido efectivo solo contribuye a que crezca aún más ese neofascismo en ascenso.

El intento de magnicidio contra Cristina Fernández de Kirchner es un hecho criminal que, más allá de las simpatías o antipatías hacia ella y su movimiento político, debería ser no solo motivo de preocupación sino también motivo de rechazo por todos quienes creemos en la convivencia democrática. El fanático negará la realidad y tranquilizará su conciencia hablando de autoatentado; pretenderá sembrar dudas sobre este y hasta dirá que la pistola era una pistola de agua; o, lo que es peor, se quedará en silencio porque, en el fondo secreto de su odio, lamenta que no se haya concretado el magnicidio. Ojalá entendamos que los discursos de odio que alimenta el neofascismo son las semillas de los asesinatos políticos, tanto de los simbólicos como de los perpetrados en la humanidad del enemigo.