José María y Corina lo habían conversado en alguna de sus tardes de té y facturas: toda muerte engendra ausencias y cada ausencia es un pedazo de muerte que se adhiere para siempre a nuestra piel de solos.
(De El perpetuo exiliado, 2016).

lunes, agosto 22, 2022

La novela de la diversidad textual

           

Primera edición, 2014
El grupo de los Tzántzicos, en el Ecuador de los años 60, fue un movimiento literario insurgente que hizo del parricidio una actitud intelectual y se definió a sí mismo como una alternativa estética, ética y política frente a la cultura oficial. En su «Primer manifiesto», bajo la consigna de transformar el mundo, expusieron parte de su ideario: «Hemos sentido la necesidad de reducir muchas cabezas, (la única manera de quitar la podredumbre). Cabezas y cabezas caerán y con ellas himnos a la virgen, panfletos y gritos fascistas, sonetos a la amada que se fue, cuadros pintados con escuadra y vacíos de contenido, twists USA, etc., etc.»[1].

            Como la casi totalidad de los cenáculos intelectuales de aquella época, en el grupo de los Tzánticos no hubo mujeres. Apenas cuatro poemas y un cuento escritos por mujeres aparecieron en las páginas de Pucuna, la revista del grupo.[2] De esta falencia, que es estructural a la sociedad en la que se produce la irrupción del tzantzismo, se vale Mónica Ojeda (Guayaquil, 1988), en La desfiguración Silva, para presentarnos un personaje, llamado Gianella Silva, que habría integrado dicho grupo como cineasta de cortometrajes, y a quien, según la novela, los tzántzicos deben su nombre:

 

Se sabe también que, durante una de esas reuniones de crítica cultural, en casa de dos pintores amigos de Ulises, surgió el Movimiento Tzántzico; que la idea fue de Gianella, quien propuso el nombre a partir del ritual indígena de los Shuar. También se sabe que dijo algo parecido a esto: «Hay que reducir las cabezas de los intelectualoides quiteños y encogerlas hasta que adquieran el tamaño real de sus ideas».

            Se dice que todos la aplaudieron.[3]

 

            La desfiguración Silva, de Mónica Ojeda, es una deslumbrante novela cuya estrategia narrativa, como en un collage, transforma una variada gama de géneros discursivos en un lenguaje literario que se alimenta de la diversidad textual y se deconstruye a sí mismo. En una cascada lúdica, a través de un trío de personajes, la autora inventa el personaje de una artista, supuestamente desconocida hasta hoy, que habría integrado el movimiento Tzántzico de los sesenta en Ecuador. Y, con la invención de Gianella Silva, desde la crítica feminista, la autora llama la atención acerca de la ausencia de la mujer en el panorama de nuestras letras, en similar actitud crítica que la utilizada por Sonia Manzano en la novela ya comentada.

            La vida de Gianella Silva (1940-1988) está narrada desde un inteligente juego de la metaficción: estamos ante un personaje creado en la misma historia novelesca por otros personajes de la propia novela: los hermanos Irene, Emilio y Cecilia Terán, construidos en la tradición de los brillantes y singulares hermanos Glass, de J. D. Salinger. Pero el juego es más profundo aún: en la novela existe otro personaje llamado Gianella Silva, que es una fotógrafa de veinte años, amiga de los hermanos Terán. Ambos personajes se disputan su existencia en la realidad de la ficción novelesca: Gianella Silva, la fotógrafa, siente que debe defender su condición de persona real, antes de que se descubriera la superchería de los hermanos Terán, frente a la existencia del personaje de la cineasta tzántzica Gianella Silva que ya está muerta, pero que le ha arrebatado su nombre. «La verdad, la única en este desierto de repeticiones, es que mi nombre no es Gianella Silva: es Gianella Silva»[4]. La Gianella Silva, fotógrafa, se reconoce en su nombre, pero no en el nombre de la cineasta tzántzica.[5] En su «Cuaderno de rodaje», el personaje de la novela de Ojeda, enfrentado al personaje del guion de los hermanos Terán, se percibe como un ente que pierde su configuración y que se diluye en la invención de la otra; y a partir del juego de la transmutación de lo real en ficticio y viceversa, arribamos, desde la diégesis, al título de la novela:

 

A Gianella Silva (la otra Gianella Silva), la percibo como un parásito (quizás eso es lo único que tenemos en común); se alimenta de mí a través de los Terán y, en el proceso, se convierte en un ser real y yo en un personaje. Poco a poco (lo sé; lo siento) me voy transformando en su desfiguración, en la representación imperfecta y fragmentada de su imagen.

            Los Terán juegan a hacerme desaparecer detrás de una ficción.

            Título: «La desfiguración Silva»[6].

 

            Los personajes de la novela viven en el mundo del arte: estudian y enseñan teatro, cine y literatura. Esta situación le permite a la autora desarrollar una serie de debates sobre el arte conceptual y su validez, la relación entre la escritura cinematográfica y la literatura, la moralidad del arte y los mecanismos de la violencia sobre los cuerpos, el funcionamiento del mecanismo de las influencias, etc., con las consiguientes referencias y juegos intertextuales de los que está poblada la novela. Al mismo tiempo, esta variedad temática se expresa en una variedad de géneros discursivos: entrevistas (retocadas y no), testimonios, cuaderno de apuntes, el guion de un cortometraje titulado Amazona jadeando en la gran garganta oscura, —que es un verso del poema «Formas», de Alejandra Pizarnik—[7], fotografías, poemas, un ensayo académico publicado en una revista cultural cuyo nombre es un guiño a Guaraguao, revista de cultura latinoamericana.   

            La invención de Gianella Silva, la cineasta tzántzica, se presenta como el elemento lúdico central de esta novela. El capítulo «Papeles encontrados. Breve biografía de Gianella Silva (1940-1988)»[8] es un texto de ficción dentro de la ficción. Los hermanos Terán, Irene, Emilio y María Cecilia, que se mueven como un trío indisoluble de estetas amorales, que siempre anda tramando algo y utilizando a los demás para sus propios fines, son los creadores de Gianella Silva. El trío la dota de una biografía, personal y artística, a la que le falta la riqueza política del momento histórico en que surgió el tzantzismo, de tal manera que los hermanos nos entregan una historia novelesca, destinada a engañar al mundo ficticio, dentro de la ficción novelesca de la que ellos también son personajes.

            Al mismo tiempo, los cinéfilos hermanos Terán se convierten en autores de la filmografía de Gianella Silva y de su recepción crítica: inventan las sinopsis de los supuestos cortometrajes de Silva al tiempo que inventan los comentarios que los tzántzicos escriben acerca de la obra de aquella. De esta forma, los personajes de la novela fabrican algunos elementos paratextuales y metatextuales de la novela. Luego, convencerán a Michel Duboc para que escriba un artículo académico sobre esta cineasta cuya obra se ha perdido. Y, no obstante que los hermanos Terán se presentan como los autores del cortometraje Amazona jadeando en la gran garganta oscura, dedicado a la memoria de Silva, lo incluyen en la filmografía de esta última. Gianella Silva, la fotógrafa, comentará lo que le dice Cecilia Terán, en términos de lo que para ella significa la disolución de su propia identidad en el juego de espejos que representan Gianella fotógrafa / Gianella cineasta tzántzica: «“De Amazona jadeando en la gran garganta oscura se podría decir: este es el corto de Gianella Silva, el personaje que lo ha escrito en los autores”, me dijo y, aunque parezca imposible, yo no supe si hablaba de mí o de la otra»[9].

            Daniel, el profesor al que los hermanos Terán tienden una trampa con el hallazgo de un guion, supuestamente escrito por Gianella Silva, condena la falsificación de los ejemplares de Pucuna, que llevan a cabo los hermanos. En cambio, el brasileño Duboc, amigo de Daniel, que también es utilizado por los Terán e inducido por estos a escribir el ya mencionado artículo académico sobre Gianella Silva, justifica a los hermanos pues considera que lo hecho por ellos es un trabajo de arte conceptual digno de admiración. Los Terán parecen sentirse como huérfanos que necesitan matar a su padre muerto.

 

—La historia empieza con la escritura —me dijo Duboc por teléfono—. Tienes que entenderlo o estás jodido: lo que ellos querían era cambiar una parte de la historia, agregar una mujer a los tzántzicos, una cineasta brillante en donde no hubo cineastas brillantes; una mujer en donde solo hubo hombres y también inventar a la mejor creadora que haya existido jamás en ese país de mierda. Son jóvenes que se avergüenzan de no tener tradición, de no tener padres ni un pasado, o sí: de ser hijos de una tradición que los caga en su puta madre.[10]

 

            La cuestión en disputa tiene que ver con el tema recurrente de la verdad y la mentira en la obra de arte, y, además, con la construcción de una tradición en el marco de una historiografía artística y literaria que, para las demandas de las generaciones presentes, carece de elementos significativos. Volvemos al planteamiento parricida de los tzántzicos que estaban dispuestos a reducir la cabeza de todos sus antecesores para destruir un pasado colonial. Sin embargo, para los hermanos Terán, en distanciamiento ideológico de los planteamientos de los tzántzicos, la invención de una tradición es solo un juego esteticista sin historia, es decir, vaciado de la acción y militancia políticas que cohesionaba al tzantzismo.

           

Cadáver Exquisito Ediciones, 2017

Un tipo de novela contemporánea es similar a una colcha de retazos que se arma con fragmentos de diversa procedencia. La novela de Mónica Ojeda está armada de aquella manera. Al interior de la novela, «El cuaderno de rodaje, por Gianella Silva»[11] aparece como un capítulo, armado también como una colcha de retazos, que incursiona en los debates contemporáneos sobre el lenguaje del cine y la literatura y, al mismo tiempo, sobre la escritura como artificio representacional del mundo, tal como lo plantearan Shklovski y Jakobson: «Escribir no es natural. Escribir es ir contra la naturaleza inane de la lengua»[12]. Gianella Silva se ejercita en el mecanismo borgeano de crear una bibliografía, es decir títulos sin obra como en el caso de Pierre Mernard, y, además, reinterpreta a su modo al emblemático escritor del siglo veinte del Quijote, cargándolo de una lectura contemporánea signada por la novedad:

 

Pierre Menard no es un escritor, es un artista conceptual. Lo imagino en un museo de arte contemporáneo exponiendo una página arrancada de Don Quijote de la Mancha y firmándola con su nombre. Imagino a varios curadores discutiendo el genial concepto de la literatura como un organismo pluricelular en el que sus células (obras) interactúan necesariamente con otras, y por lo tanto, ninguna lectura o escritura existe de forma independiente.

Pero Pierre Menard no es un escritor, es un artista conceptual. Y eso hay que recordarlo.[13]

 

            La diversidad textual e invención de la cineasta tzántzica Gianella Silva se conjugan con una multiplicidad de referencias artísticas, literarias y cinematográficas que hacen de la novela un desafiante juego intelectual. En este sentido, Marcelo Báez, que también ha escrito la bioficción de un personaje inventado, señaló que la novela de Ojeda «es un texto que no solo contiene teoría, sino que también genera teoría. En ese sentido, la obra funciona como una teoría de la novela o una teoría de la representación El texto en sí mismo contiene todas las coartadas teóricas sobre cualquier tema que se le quiera cuestionar»[14]. La desfiguración Silva, de Mónica Ojeda, es una novela de escritura impecable e implacable que convierte al texto en un espacio que involucra a sus lectores en un deslumbrante juego textual.

 

PS: Este texto es parte de mi discurso de incorporación como Miembro de Número de la Academia Ecuatoriana de la Lengua, el 25 de marzo de 2021. El discurso completo aquí: La novela como juego hipertextual 



[1] «Primer manifiesto», Pucuna, No.1 (1962), contratapa, en Revista Pucuna. Tzántzicos, Facsímil 1962-1968 (Quito: Consejo Nacional de Cultura, 2010).

[2] Los poemas son de Arabella Salaverry, Margaret Randall, Raquel Jodorowsky y Sonia Romo; el cuento, de Regina Katz. También fue publicado un dibujo de Lia Kaufman. Tanto Margaret Randall como Sonia Romo acompañaron a los tzántzicos en algunos de sus recitales, pero nunca fueron consideradas miembros del grupo.

[3] Mónica Ojeda, La desfiguración Silva (La Habana: Editorial Arte y Literatura, 2014), 128. Esta novela ganó el V Premio Latinoamericano de Novela «Alba Narrativa 2014», para escritores menores de cuarenta años, convocado por la Alianza Bolivariana para los Pueblos de Nuestra América (ALBA), a través del Proyecto Grannacional ALBA Cultural y del Centro Cultural Dulce María Loynaz de La Habana, Cuba.

[4] Ojeda, La desfiguración…, 7.

[5] Aunque sea un dato extraliterario, el juego de la disputa de identidades entre persona y personaje podría ampliarse si se introduce la variable de que existe una Gianella Silva que fue compañera de colegio de Mónica Ojeda, con características similares al del personaje que es fotógrafa en la novela. Pero este juego de fundir / cofundir / confundir el nombre de la persona y el nombre del personaje, similar al que desarrollo en mi cuento «Los viudos de Gloria Vidal» (2000), texto en el que Gloria Vidal es, a la vez, el personaje del cuento y, al mismo tiempo, quien fuera mi compañera de estudios en la universidad, ya sería objeto de otro trabajo: en algún momento escribiré una reflexión en la que dialoguen Gloria Vidal y Gianella Silva, los personajes que se apropian de un nombre, invocando la ficción, y convierten los nombres de sus verdaderas dueñas, las personas reales, en nominaciones de los personajes literarios que son la única realidad para quienes leen un texto.

[6] Ojeda, La desfiguración…, 102.

[7] Copio el poema: «no sé si pájaro o jaula / mano asesina / o joven muerta entre cirios / o amazona jadeando en la gran garganta oscura / o silenciosa / pero tal vez oral como una fuente / tal vez juglar / o primera en la torre más alta», en Alejandra Pizarnik, Poesía completa (Barcelona: Editorial Lumen, 2001), 199.

[8] Ojeda, La desfiguración…, 118-135.

[9] Ojeda, La desfiguración…, 98.

[10] Ojeda, La desfiguración…, 64.

[11] Ojeda, La desfiguración…, 94-112. El capítulo «Ensayo de Michel Duboc publicado en la revista Guaraguao» también está armado con cinco fragmentos seleccionados, supuestamente, del ensayo total.

[12] Ojeda, La desfiguración…, 102.

[13] Ojeda, La desfiguración…, 103-104.

[14] Marcelo Báez Meza, “La desfiguración Silva”, reseña, en Kipus. Revista Andina de Letras, No. 39 (2016): 182-183.


lunes, agosto 15, 2022

Estancias, de Alicia Ortega: meditaciones sobre el tránsito vital en tiempos de duelo y de fiesta


            ¿De qué manera la escritura contribuye a que tomemos conciencia de nuestra fragilidad en medio de una pandemia? ¿Cómo, en medio de un confinamiento, sobrellevamos el duelo llevándolo en la palabra? ¿Qué tiene la escritura que hurga en el dolor que provoca la separación de quienes se aman como una manera de sanar heridas? ¿Cuál es el proceso textual mediante el cual se transforma la experiencia personal en un motivo de meditación junto al prójimo? ¿Cuánta experiencia vital necesitamos para escribir sobre la vida y la manera como hemos habitado sus distintas estancias? Confrontamos al yo que vemos en la proyección de nosotros mismos, desde el yo que somos al momento de la escritura y lo volvemos en la palabra un nosotros comunitario. Estancias, de Alicia Ortega, es una estremecedora experiencia de escritura andrógina que, en la complicidad que generan sus lecturas, nos permite transitar, desde la cotidianidad de la autora y su yo, en nuestra propia experiencia de vida.

            La autora enmarca la escritura de la vivencia en la estancia del confinamiento y una ruptura amorosa: «Esta es una escritura de duelo. De duelo vivido en confinamiento obligado. La experiencia de duelo acarrea consigo la inacabable sensación de pérdida. Y esa sensación se hace tangible en la experiencia de abandonar la estancia compartida con la amada»[1]. El libro será una muestra de cómo nos vamos quedando en cada estancia, de qué manera vamos dejando la piel y el alma; y, sin embargo, es también un testimonio de cómo nos rehacemos, nos reconstruimos. Alicia Ortega (Guayaquil, 1964) escribe sus meditaciones iluminando lo que ha vivido y las convierte en filosofía de lo cotidiano y sus gestos. Así, ella medita: «Porque la escritura no es sino siempre un acto de apropiación y reescritura, una provocación, una ofrenda, un encuentro con la palabra ajena, un divertimiento, una forma de la felicidad, un cobijo para la lengua que susurra sus secretos a una oreja».[2]

            Estancias tiene una escritura que propone una estética de la palabra finamente enhebrada; palabra destinada a conmover, a estremecer, a comunicarse con quienes leen desde los afectos y en ello reside su belleza: la experiencia personal de la autora se convierte en la referencia para meditar sobre la vida y esa meditación nos alcanza a quienes leemos. Alicia Ortega teje, desde lo anecdótico, relaciones de mujeres cercanas a sus afectos: su madre, su hija, su amada. Ella parte de un rosal, como símbolo de la partida y la vuelta y en este proceso una caída en el pozo de la muerte y un renacimiento en la palabra vital, una reconstrucción de sí misma en el texto de la vida: «A los pocos días, pude distinguir los círculos interiores que formaron sus pétalos. Círculos que se abrían de adentro hacia fuera, apuntando al sol. La fuerza de esa sola rosa pobló de hojas sus ramas cada vez menos desguarnecidas. Fue ella quien supo contagiarme de su rojo mirar»[3]. En este sentido, la narración anecdótica se convierte en una enseñanza de vida, pero no en el sentido de consejo moral sino en el de una lección de aprendizaje compartido entre quien ha vivido la experiencia y la escribe y quien la equipara a una propia y la disfruta en la lectura.

             Escritura del yo, pero no desde el narcisismo sino desde la mirada cómplice de la sororidad, que transita en los espacios del duelo y la fiesta. Escritura andrógina que se sitúa entre el testimonio autobiográfico y el ensayo, entre la auto ficción y la filosofía, entre el diario de viaje y la cartografía personal. Así, cuando habla de la afición de la madre a la colección de fotografías, nos entrega esta profunda y hermosa meditación sobre el tiempo:

 

Me descoloca el paso del tiempo cuando se vuelve tangible. Cuando el tiempo transcurrido me incumbe. Cuando el tiempo es el mío. El de los míos. El tiempo ajeno es tiempo detenido. Es historia. Es tiempo acontecido. Puedo hacer una pausa y mirarlo. Puedo mirarlo y admirarlo. El tiempo propio transcurre, está en movimiento, es una cosa y otra a la vez. Es tiempo vivido. Es tiempo del acontecer. Y el horizonte de todo tiempo en devenir es la muerte, la ausencia, la pérdida, el vacío.[4]

 

Estamos ante un texto que, escrito en el tiempo del confinamiento, reflexiona sobre las travesías vitales y reconstruye la memoria de los trayectos espirituales de la autora. «No hay ficción. Hay escritura. Es literatura. Quiere ser leído como un libro andrógino»[5]. Estancias, de Alicia Ortega, es un libro de escritura andrógina en cuya palabra fluyen la vida y sus verdades, el amor y sus vicisitudes, el duelo y sus dolores, la felicidad y sus instantes; una bella y deslumbrante escritura por su calidad literaria, su meditación filosófica sobre lo cotidiano de la existencia y por su conmovedora fuerza vital.



[1] Alicia Ortega, Estancias (Quito: Severo Editorial, 2022), 17.

[2] Ortega, Estancias…, 84.

[3] Ortega, Estancias…, 67.

[4] Ortega, Estancias…, 188.

[5] Ortega, Estancias…, 18.


lunes, agosto 08, 2022

Cuando la poesía se embellece de comunidad

La clausura del XXXII Festival Internacional de Poesía de Medellín, el 30 de julio de 2022, en el teatro al aire libre Carlos Vieco en el Cerro Nutibara. Un jardín florecido para la palabra poética.

        
¿Qué es la poesía sino la experiencia espiritual de la comunidad en la palabra del poeta? La tradición de los juglares se nutrió de la escucha de la gente y le devolvió sus afectos en la palabra del poema. Por siglos, se ha compartido la poesía como se comparte el pan y el vino de la mesa y la amistad. En el XXXII Festival Internacional de Poesía de Medellín, del 9 al 30 de julio, he vuelto a ser parte de un rito de tradición milenaria que convoca a poetas de todas partes del planeta. La fiesta de la poesía embellecida de comunidad llevó la palabra a los corregimientos, la esparció por las comunas, mezcló voces y lenguas, convivió y abrevó en un público conectado espiritualmente con la palabra poética.

            En la Casa de la Cultura del corregimiento de Altavista, el lunes 25 de julio, una asistente nos habló de su vida y sus duelos, del hijo desaparecido, del desplazamiento sufrido por causa de la violencia y de cómo la poesía le ha permitido vivir su duelo. Ella, con su testimonio, nos enseñó la vida en estado crudo y le dio un sentido a la poesía: la oportunidad para sanar de las heridas de una ausencia irremplazable. Herederos de los juglares, la movilización de poetas hacia los corregimientos, en las afueras de Medellín, es, como todo recital, una liberación de la poesía del claustro del libro hacia el espacio de la escucha viva. Así también, la visita a los corregimientos de San Antonio de Prado y de San Cristóbal fue un aprendizaje sobre la necesidad de compartir la palabra de la poesía y alimentarla con la palabra de la comunidad. En medio de este aprendizaje, la paisa Sara Isabel Gallego compartió con la gente una visión del paraíso en medio de la fragilidad de los cuerpos: «Si existe un cielo, el cielo serás tú, / tú, territorio cuya piel transito / mientras la muerte gira alrededor».

            El festival también es una experiencia que permite el diálogo de la diversidad de voces. En lo personal, escuchar la lectura en el portugués de Vera Duarte, de Cabo Verde, «No morí joven ni poeta / pero no quiero que mi sonrisa se desvanezca / y mi corazón deje de latir», o en el finlandés de Olli Heikkonen, «No menciones mi nombre en vano / para que acuda a tu llamado», fue sentir que en el sonido de lenguas que no conozco habita la poesía con la musicalidad pura de las palabras. Eugenia Brito, de Chile, nos conmovió evocando el asesinato del líder mapuche Camilo Castrillanca: «Los canelos y su piel verde fueron deshojados / Pero nadie advirtió la señal a pesar de que la machi / dijo que ese día había que cuidarse, que el cuerpo era un hilo delgado, sostenido por un poco de noche». El poeta catalán Jordi Virallonga nos habló de las posiblidades de ser Ulises: «Quien tira de un cuerpo hacia otros cuerpos, / a ser posible jóvenes, no es un poema, / es un enjambre con la miel justa / para cubrir la terminal de los deseos». La colombiana Lucía Estrada se apropió de la voz de la música Alma Mahler: «La clave / blanca y negra / de todo cuanto existe / se advierte / en su sinfonía de agujas». El mexicano Luis Aguilar insertó en sus versos otra pandemia, otro miedo a morir: «dos sílabas brevísimas: / si – da / qué palabra tan honda / que encoge el corazón / y nos lo aprieta». Y así, entre decenas de poetas, la poesía fue una cascada de voces diversas y estremecimientos siempre verdaderos.

 

¡Y qué maravilloso fue el espectáculo de la clausura! El teatro al aire libre Carlos Vieco, en el cerro Nutibara, se convirtió en un ágora conmovida por la poesía. El público que acudió escuchó a una treintenta de poetas de diversas latitudes, se involucró emocionalmente en los versos, celebró a las poetas, vitoreó a los poetas: toda una fiesta de la palabra. Se escucharon los versos de la barranquillera Angélica Hoyos Guzmán: «He nacido a destiempo, / dejo mi nombre en la fila de mármol / bañada por el rocío y los claveles de la mañana». De Kayo Chingonyi, desde Zambia: «Hermanito, quienes respiramos hemos convertido / la negación en arte, mira cómo hacen un tambor / con el corazón de un hombre que sigue latiendo / y cómo una mirada fija es un arma cargada». O la poesía sabia del maestro nadaísta Jotamario Arbeláez que sabe dar la mano: «Una mano agitada por el viento de la despedida / Una mano quemada al calor del afecto / Una mano acariciando unas piernas inválidas // Esas tres manos hacen de mí / El mejor de los hombres posibles». ¡Y, así, de tantos más!

            Asimismo, en este festival tuve la inmensa alegría de descubrir a la cantautora Tamya Sisa Morán, de Cotacachi, cuya voz musical, tejida en versos íntimos, encantó al público: «Niña bonita, hija del sol, / niña chiquita, tu piel color de Tierra // Manos que cuidan, las mismas que siembran / Manos que labran, manos que aman». Y me estremecí, además, con los versos de la chilena Amanda Durán: «Me advirtieron / que a las mujeres que buscan se les descose el rostro / que andan por ahí / chorreando esa herida horrenda / que están solas / tan solas / que se les calca una foto en blanco y negro / y un adónde / y ellos dicen: / no hay nadie». El XXXII Festival Internacional de Poesía de Medellín fue para su ciudad el anticipo de las fiestas de las flores: un jardin florecido por la palabra poética. Y yo escribo emocionado por lo que significa compartir la palabra con una diversidad de poetas del mundo en medio de una comunidad habitada por la poesía y la esperanza.

 

PS: Muestra poética de participantes en el XXXII Festival: Revista Prometeo 117-118 Año 40


lunes, agosto 01, 2022

Cambiar el modelo económico para proteger la naturaleza, la vida y la paz

           

Juan León Mera, Paisaje, c. 1870.
En las estribaciones de la enverdecida montaña, arropada por una colcha de nubes, se levanta un palafito de caña guadua con techo de bijao, junto a un arroyuelo naciente, rodeado de vegetación exuberante. Este paisaje al óleo, pintado por un romántico del siglo XIX de nuestra América[1], nos habla de ese encuentro fluido entre la naturaleza y el ser humano. En ese momento, la naturaleza todavía se contempla en su magnificencia y complementariedad con el ser humano que la habita y, al mismo tiempo, aquel ser humano aún se siente parte del paisaje natural. En un brevísimo lapso del tiempo, el capitalismo triunfante de la Revolución industrial reducirá la naturaleza a meros recursos naturales y, renovable o no, la concebirá como materia prima inagotable de las industrias nacientes.  

            Desde entonces, la naturaleza ya no existe para sí misma sino para ser objeto de explotación en beneficio del capital, la mayoría de las veces sin respetar sus ciclos vitales ni la convivencia ancestral del ser humano en y con ella. La tradición ecológica de las comunidades fue aniquilada en nombre del progreso. El ser humano fue separado de la naturaleza y transformado en simple fuerza de trabajo. Así, la naturaleza y el ser humano se convirtieron en elementos de un proceso de producción que pretende acumular y reproducir el capital para la fabriación de mercancías sin límite en un planeta limitado en sus posibilidades de expansión. Continentes enteros se convirtieron en proveedores de materia prima y mano de obra barata al servicio del capitalismo de los países desarrollados.

            Desde su nacimiento, el capitalismo impuso la creencia, elevada a dogma de fe por el neoliberalismo, de que la llamada mano invisible del mercado es la solución para todos los problemas que el propio capitalismo genera en la naturaleza y en los seres humanos. Como todo dogma, la fe en la mano invisible tiene inquisiciones y brazos ejecutores. «Si un ángel bajara del cielo y me garantizase que mi muerte fortalecería nuestra lucha, sería un trato justo», dijo Chico Mendes, asesinado en Brasil el 22 de diciembre de 1988 por causa de su lucha contra la tala indiscriminada de los bosques amazónicos, los incendios provocados y el desplazamiento de las comunidades. Ese año, se registraron 104 asesinatos por conflictos en el campo[2]. Años más tarde, el grupo mexicano Maná rindió homenaje a su lucha y sacrificio: «A Chico Mendes lo mataron / era un defensor y un ángel / de toda la Amazonia […] Cuando los ángeles lloran / es por cada árbol que muere». Lo más triste es que el crimen contra los defensores de la naturaleza tiene altas dosis de impunidad y complicidad: nunca tanto, como en estos casos, el Estado es utilizado por los gobernantes como un guardián de los intereses de los capitalistas que ellos mismos representan:

 

Hasta 65 ambientalistas fueron asesinados [en Colombia] durante 2020, un año que estuvo marcado por la pandemia. La violencia contra los defensores de la tierra se cobró la vida de 227 personas en todo el mundo, por encima de los 212 de 2019. México y Filipinas encabezan, después de Colombia, la lista negra que elabora cada año la organización ecologista Global Witness.[3]

 

            Hay algunas preguntas que están en el centro del debate y que los propulsores de los modelos de desarrollo capitalista prefieren silenciar. ¿Es realmente una alternativa el desarrollo sostenible? ¿Puede el capitalismo extractivista evitar y remediar los daños infringidos a la naturaleza en nombre del progreso? ¿Es posible vivir, en las actuales condiciones de desarrollo tecnológico y de consumo, sin la explotación de la naturaleza? ¿Cómo lograr, en términos legales y prácticos, que las empresas respeten y reparen los daños causados al ecosistema?

            La pregunta crucial, sin embargo, tiene que ver con el respeto a la vida en armonía con la naturaleza de las comunidades y la búsqueda de la paz. ¿Cómo terminar con los asesinatos de líderes ambientalistas y castigar a sus asesinos? La ecologista colombiana Francia Márquez -hoy vicepresidenta electa de Colombia-, que ha sufrido varios atentados a su vida, ha denunciado: «Hay un vínculo entre la violencia armada y el modelo de desarrollo económico, eso hace que Colombia sea el país con más líderes ambientales asesinados. No hay posibilidades de acceder a la justicia y cuando lo logramos es lenta e ineficaz»[4].

            La Constitución del Ecuador, en su capítulo séptimo, titulado «Derechos de la Naturaleza», define: «Art. 71.- La naturaleza o Pacha Mama, donde se reproduce y realiza la vida, tiene derecho a que se respete integralmente su existencia y el mantenimiento y regeneración de sus ciclos vitales, estructura, funciones y procesos evolutivos...». El artículo 72 establece el derecho a la restauración; el 73, señala la aplicabilidad de las medidas de restricción y protección; y, el 74, protege los derechos de las comunidades a beneficiarse de la naturaleza en función del buen vivir.

            Es decir, existen instrumentos legales para la protección de la naturaleza; existen comunidades dispuestas a defender el equilibrio ecológico y a relacionarse sanamente con aquella; y también existen alternativas de desarrollo económico que buscan proteger al ser humano por sobre el capital. Hay una conciencia creciente en el mundo de que al proteger a la naturaleza estamos protegiendo la vida y los seres humanos, pero mientras no cambiemos radicalmente el modelo del capitalismo extractivista no habrá protección de la naturaleza ni de la vida y la paz será una paloma extraviada entre los árboles caídos de una paisaje devastado.

 

Ponencia presentada en el 32do. Festival Internacional de Poesía de Medellín, 27 de julio de 2022.



[1] Juan León Mera, Paisaje, c. 1870, óleo sobre tela, 62 x 42 cm, Banco del Pacífico, Guayaquil.

[2] Daniele Belmiro, «Los herederos de Chico Mendes», El País, 14 de noviembre de 2014, acceso el 25 de febrero de 2022, https://elpais.com/internacional/2014/11/14/actualidad/1415989498_987988.html 

[3] Inés Santaeulalia, «Colombia vuelve a ser en 2020 el país más peligroso para los ecologistas», El País, 13 de septiembre de 2021, acceso el 15 de febrero de 2022, https://elpais.com/internacional/2021-09-13/colombia-vuelve-a-ser-en-2020-el-pais-mas-peligroso-para-los-ecologistas.html

[4] Sally Palomino, «Francia Márquez: “Colombia es un país que discrimina y condena a quienes piensan diferente”», El País, 08 de febrero de 2021, acceso el 08 de febrero de 2022, https://elpais.com/internacional/2021-02-08/francia-marquez-la-impunidad-frente-a-los-asesinatos-de-lideres-en-colombia-es-un-premio-a-sus-victimarios.html