José María y Corina lo habían conversado en alguna de sus tardes de té y facturas: toda muerte engendra ausencias y cada ausencia es un pedazo de muerte que se adhiere para siempre a nuestra piel de solos.
(De El perpetuo exiliado, 2016).

lunes, septiembre 30, 2024

Aquiles critica a Homero: las cartas de Bolívar y Olmedo sobre «La victoria de Junín»

De mi archivo: En la entrada del pasado 16 de septiembre escribí sobre la amistades atravesadas por la literatura. Como una prolongación de tal asunto, les ofrezco este texto que da cuenta de la relación de Olmedo y Bolívar, que tuvo las cercanías y alejamientos de los avatares políticos, en el tiempo en que Olmedo escribía La victoria de Junín. Canto a Bolívar.


Etna Velarde Perales (Lima, 1940-2014). Batalla de Junín, 1974. Museo del Ejército Fortaleza Real Felipe, ubicado en la Plaza Independencia, Callao, Perú.

Bolívar y Olmedo, el guerrero y el poeta, fueron legisladores y hombres de Estado. Los dos, protagonistas de un momento épico de la patria naciente: el uno como adalid de la guerra de independencia transformado en héroe de un poema, el otro como poeta de esa lucha que hizo del guerrero el héroe mítico del canto que celebra dicha gesta. Pero, además, con la particularísima condición de actores de la inédita situación, vital y literaria, de ser el poeta y el héroe del poema que discuten entre sí acerca del plan de la obra lírica, de la presencia del héroe frente al resto de personajes, y de los logros y fallos de la expresión poética.

En carta del 31 de enero de 1825, Olmedo le revela a Bolívar su proyecto literario: «Vino Junín, y empecé mi canto. Digo mal; empecé a formar planes y jardines; pero nada adelanté en un mes […] Vino Ayacucho, y desperté lanzando un trueno. Pero yo mismo me aturdí con él, y avanzado poco. Necesitaba de necesidad 15 días de campo, y no puede ser por ahora […] Apenas tengo compuestos 50 versos: el plan es magnífico».[1]

A fines de abril del mismo año, Olmedo le envía una copia manuscrita por él mismo de La victoria de Junín. Canto a Bolívar. La respuesta de Bolívar a Olmedo es la de un hombre culto, de sólida formación clásica, que se manifiesta maravillado luego de la primera lectura de un poema. Según se desprende de su carta fechada en Cusco, el 27 de junio de 1825, Bolívar recibe con pudor su conversión en héroe literario, aunque todavía no sabía que el poema ya había sido publicado días antes: «Vd., pues, nos ha sublimado tanto, que nos ha precipitado al abismo de la nada, cubriendo con una inmensidad de luces el pálido resplandor de nuestras opacas virtudes»[2].

Consciente de la importancia relativa del individuo en las gestas históricas, Bolívar parece curarse en salud al momento de valorar en menos su propia actuación heroica al compararla con la memoria literaria que nos ha quedado de la guerra de Troya: «Si yo no fuera tan bueno y Vd. no fuese tan poeta, me avanzaría a creer que Vd. había querido hacer una parodia de la Ilíada con los héroes de nuestra pobre farsa»[3]. No lo dice pero lo vive en su condición de persona: la caída en el abismo de la nada se debe a la fuerza de la poesía.

En la carta del 15 de mayo de 1825, Olmedo le describe con largueza el plan del poema, «grande y bello (aunque sea mío)». La minuciosa descripción del plan por parte de su autor se ha convertido en un documento sustancial tanto para la historia de la escritura del Canto, cuanto para la crítica del mismo. En dicha carta quedan establecidos el problema básico de composición que enfrentó el poeta y la meditada solución que le encontró, el programa político que formularía en el Canto, la épica que pretendía construir, y la narrativa que desarrollaría en él.

La aparición del Inca, su presencia prolongada en el poema y, sobre todo, el contenido político de su discurso son las objeciones frecuentes que se han hecho al Canto. Bolívar fue el primero: «El plan del poema, aunque en realidad es bueno, tiene un defecto capital en su diseño». Tal parece que la queja del Libertador es una queja argumentada como interpretación política y, sin embargo, develada como reclamo del héroe al sentir su protagonismo disminuido:

 

El Inca Huaina-Cápac parece que es el asunto del poema: él es el genio, él la sabiduría, él es el héroe en fin. Por otra parte no parece propio que alabe indirectamente a la religión que le destruyó; y menos parece propio aún, que no quiera el restablecimiento de su trono, para dar preferencia a extranjeros intrusos, que aunque vengadores de su sangre, siempre son descendientes de los que aniquilaron su imperio: este desprendimiento no se lo pasa a Vd. nadie. La naturaleza debe presidir a todas las reglas, y esto no está en la naturaleza. También me permitirá Vd. que le observe que ese genio Inca, que debía ser más leve que el éter, pues que viene del cielo se muestra un poco hablador y embrollón...[4]

 

Bolívar, además, realiza en su carta algunas observaciones menores al poema —observaciones que, en su mayoría, sirvieron para que Olmedo corrigiera la piel del texto en la edición que publicó en Londres en 1826— mas, en lo sustancial, el Libertador es tremendamente elogioso acerca del poema y no se limita a realizar una alabanza genérica sino que va señalando la parte que corresponde al juicio celebratorio. No obstante las críticas de sobre la presencia del Inca, el entusiasmo de Bolívar por el poema es indiscutible y lo expresa sin melindres:

 

Confieso a Vd. humildemente que la versificación de su poema me parece sublime: un genio lo arrebató a Vd. a los cielos. Vd. conserva en la mayor parte del canto un calor vivificante y continuo: algunas de las inspiraciones son originales; los pensamientos nobles y hermosos: el rayo que el héroe de Vd. presta a Sucre es superior a la cesión de las armas que hizo Aquiles a Patroclo. La estrofa 130 es bellísima: oigo rodar los torbellinos y veo arder los ejes: aquello es griego, es homérico. En la presentación de Bolívar en Junín, se ve, aunque de perfil, el momento antes de acometerse Turno y Eneas. La parte que Vd. da a Sucre es guerrera y grande.[5]

 

Bolívar y Olmedo, dada su cercanía y confianza, solían utilizar un tono de chanza en su correspondencia. En la carta del 27 de junio ya citada, en párrafo posterior, el Libertador menciona que para la misión diplomática que le ha encomendado en Inglaterra ha unido a ella al señor José Ignacio Paredes, un matemático, «porque no fuese que llevado Vd. de la verdad poética, creyese que dos y dos formaban cuatro mil; pero nuestro Euclides ha ido a abrirle los ojos a nuestro Homero, para que no vea con su imaginación sino con sus miembros, y para que no le permita que lo encanten con armonías y metros, y abra los oídos solamente a la prosa tosca, dura y despellejada de los políticos y de los publicanos»[6].

De hecho, ese tono informal también lo usaba Olmedo con el Libertador en los términos en que una relación de amistad así lo permite. Cuando el poema todavía estaba en la etapa de su nacimiento, en la carta ya citada del 31 de enero de 1825, el poeta que, al parecer, había recibido alguna recomendación por parte de Bolívar para que la presencia del Libertador dentro del poema no sea lo protagónica que terminó siendo, le responde:

 

Usted me prohíbe expresamente mentar su nombre en mi poema. ¿Qué, le ha parecido a usted que, porque ha sido dictador dos o tres veces de los pueblos, puede igualmente dictar le­yes a las Musas? No, señor. Las Musas son unas mozas voluntariosas, desobedientes, rebeldes, despóticas (como buenas hembras), libres hasta ser licenciosas, indepen­dientes hasta ser sediciosas. […] Si a usted no le gusta que le alaben, ¿por qué no se ha estado durmiendo, como yo, cuarenta años?[7]

 

Al final de cuentas, lo que nos queda es el testimonio de la amistad de Bolívar y Olmedo, condicionada por la política y en medio de la literatura. Esta relación nos ha permitido conocer las opiniones primeras de Bolívar acerca del Canto que constituyen un testimonio especial y único que parece extraído de la metaliteratura cervantina: un personaje histórico con consciencia de ser un personaje de la ficción literaria que se ve a sí mismo en un libro ofrecido al público en una librería. La mirada del guerrero Aquiles confrontada con la ceguera visionaria del poeta Homero, la atronadora confusión de la guerra con la silenciosa iluminación de la poesía.



[1] Esta entrada del blog es un extracto del apartado «Aquiles critica a Homero: las cartas de Bolívar», del capítulo «José Joaquín Olmedo: cantautor de la Independencia», de mi libro Patriotas y amantes. Románticos del siglo XIX en nuestra América (Bogotá: Lumen, 2017), 190-202.

[2] La carta está reproducida por Manuel Cañete en su estudio sobre Olmedo, aparecido en R. Blanco Fombona, compilador, Autores americanos juzgados por españoles, (París: Casa Editorial Hispano-Americana, 1902), 128-129.

[3] Ibidem, 129.

[4] Autores americanos juzgados por españoles, 131.

[5] Ibidem, 132-133.

[6] J.J. Olmedo, La Victoria de Junín. Canto a Bolívar, edición facsimilar de la edición londinense de 1826, comentada por Rafael Bernal Medina, (Bogotá: Academia Colombiana de Historia, 1974), 96.

[7] Epistolario, 246.


lunes, septiembre 23, 2024

«El demonio de la escritura»: imaginación libérrima y arte de narrar


Para Solange Rodríguez Pappe (Guayaquil, 1976), la escritura es una forma de perder el alma; quien escribe, de alguna manera, es protagonista de una catábasis, o como lo dice la narradora de su cuento «Innovación»: «el camino al infierno que todo escritor debe cruzar en el descenso hasta su identidad propia, donde descubre que hace sombras en la pared, lanzando ganchos contra su propio ego» (142-143).[1] En ese proceso de pérdida de su alma, quien escribe se convierte en un ser que invoca al Diablo, pero este siempre será selectivo, como lo es con la muchacha que lo busca en la noche de Año Nuevo. A ella, el Diablo interpela con estas palabras: «Aún no sé si eres digna de participar de mis misterios. Como debes imaginarte, no es cuestión de aparecer y pedir; eso lo hacen todo… Lo más importante: ¿estás interesada en llevarle horror al mundo?» (15). El horror que quien escribe lleva al mundo se funde con el horror del mundo y en esa mezcla del bien y del mal es en donde los seres humanos exorcizamos nuestros propios demonios. El demonio de la escritura, de Solange Rodríguez, es un libro de cuentos deslumbrante por el tratamiento que hace de lo fantástico, por la visión cultural de lo demoníaco y lo apocalíptico, y por el arte de contar historias. La escritora nos envuelve en el horror y con ella descendemos al infierno de unos personajes que invocan sus propios demonios.

            Rodríguez nos aproxima a lo fantástico sin forzar la historia: nos introduce en el mundo fantástico desde lo cotidiano: en un momento dado, sin que nos demos cuenta, ya estamos adentro de una dimensión de la realidad que no sabíamos que existía. Y es que, para la narrativa de Rodríguez, lo fantástico es un espacio que existe en el espacio de lo cotidiano. En un cuento esplendente como «Hija del alba», una muchacha, que en una crisis ha saltado por una de las ventanas de la casa, quiere conocer al Diablo, luego de entablar una extraña relación con Miguel, que resulta un discípulo de aquel. Miguel la lleva al piso 13 de un edificio donde el Diablo da una fiesta de Año Nuevo. Ahí, ella se topará con el pasado y la tradición del pacto con el Diablo. El cuento siembra la idea de que la locura es una caída libre de quien logra sostenerse en el aire.

            En «Supay», lo demoníaco se expresa culturalmente mediante lo carnavalesco. Es la celebración de la fiesta popular de la diablada el escenario para una historia homo-erótica que implica la liberación del deseo y el encuentro de lo diverso. Dice una danzante de la diablada: «El bien y el mal van a enfrentarse esta noche, ángeles contra demonios por el alma de los hombres» (46). Leonidas, turista español de 62 años, disfruta del sexo pagado con Jahir, mulato de Iquitos, en simbólico romance del mestizaje cultural. El espacio del cuento es una representación de la hibridez cultural que genera el turismo y, al mismo tiempo, una manifestación de la cultura popular literaturizada más allá de la simple representación folclórica, es decir, reelaborada con maestría narrativa. Al final, con el humor sarcástico que está esparcido en los cuentos del libro, dos demonios que contemplan el baile en la calle de la pareja comentan lo que observan: «Es un pobre diablo blanco —concluyó el preceptor—. Todavía sigue bailando enamorado» (53).

            También tenemos la presencia del espíritu de Lilith, considerada la primera esposa de Adán, que está dotada de atributos demoníacos, según la tradición de los cabalistas medievales. En la Biblia de Jerusalén, se la menciona en Isaías 34:14: «Los gatos salvajes se juntarán con hienas y un sátiro llamará al otro; también allí reposará Lilit y en él encontrará descanso». En el cuento «El Edén de Lilith» se desarrolla una historia con el tema de la vida eterna como resultado de una intervención demoníaca. La madre anciana y la casa en estado de destrucción se transforman en una madre rejuvenecida y una casa cuyo jardín reverdecido son los signos de una vida que no acaba. Rodríguez sabe darle el giro preciso al cuento para que, lo que se nos presenta como una historia de cuidado afectuoso se convierta, en un sutil pestañeo, en una historia fantástica de rituales satánicos.

            Los cuentos de tesitura apocalíptica y distópica del libro son relatos que se expresan en un lenguaje de tono bíblico. Así tenemos, la parábola de la casa enferma y monstruosa y la moraleja que encierra: «Toda civilización que invade necesita fundarse en una historia de miedo para construir su reino» (83). También, la permanencia de la diosa-mujer convertida en una narradora que mantiene la memoria de la diosa a través de la oralidad de quien, por unas monedas, mantiene la memoria de una historia ancestral, en «Rassa o el sueño de dios». Cuando la narradora, en un distópico lugar habitado por un Patriarca y sus mujeres, conoce a la mujer que lo domina todo desde su cama deja establecido el sentido mítico de la historia: «Vi a Rassa y vi a Dios. Solo así podría explicarlo. Llenaba la cama transversalmente, desnuda y abandonada al sueño, completamente obscena» (131). Y, además, la cercanía amorosa a Rassa y la posterior transfiguración de la narradora están cargadas de una enorme sensualidad que perdura más allá de la destrucción de aquel extraño lugar.

            Los textos de este libro recuperan la vivaz narrativa de los cuentos populares y, así, lo fantástico emerge, si se puede decir, de manera natural. «El lecho del mar» es un cuento que nos hipnotiza debido a su sabiduría narrativa: la voz que narra se mueve sutilmente entre el mundo de lo real, el de los sueños, el de la agonía y el de la muerte. La narración va y viene, entre la vida y la muerte, igual que Dinora, el personaje que entra y sale del lago helado. Pero, en el relato, hay más: existe la Poeta, la anciana del asilo que se siente próxima a morir; esta anciana es la llamada de la muerte para Dinora: «Solo le quedaron los ojos desesperados, sus ojos de doncella sacrificada clamando a la luna que se desvanecía tras la coronación de un sol emergente» (68).

El fino sarcasmo sobre el mundo literario es tratado con la alevosía del humor en tres cuentos que nos hablan de la dureza, traiciones, vanidades y pérdida del alma de quienes están inmersos en la literatura. En «El taller de escritura», la autora desarrolla una alegoría fantástica sobre el recambio generacional y esa pérdida del alma en la escritura de la que hablemos al comienzo: los chicos del taller «confían en que conseguirán suspenderse por encima de la realidad para observarla mejor» (71) y se mantienen volando, aunque algunos caen: «Se desploman por inseguros, por incapaces, porque la vida es impiadosa con los artistas sentimentales». El cuentario se cierra con «La cornisa», un cuento cargado de humor negro, en clave de farsa fantástica, que caricaturiza la vanidad de los escritores varones. Lo que nos cautiva del texto es el viaje fantástico, a partir de la cornisa, de la narradora que cuenta una historia con una mujer demonio, un crimen y la apropiación de la ficción por parte de alguien que se define a sí misma, en relación con el mundillo literario, como seglar. El punto de la narradora es que «la historia debe permanecer por encima del escritor» (156).

El demonio es un dios marginal y marginado, una furia poderosa y reprimida en cada uno de nosotros que nos convoca en el mal. En «Invocación», el cuento del hablamos al principio, los herederos del escritor K. quieren una escribiente que, embebida del estilo del maestro, continúe su obra. A pesar de la invocación al espíritu de K., la moraleja es que la imitación y la impostura literarias siempre decepcionan. Pero, hay algo más en el cuento y en el sentido del horror que maneja el libro. La escritora que continuará la obra de K. dice que el pasaje favorito es aquel en el que un escritor escribe terror hasta vomitar sangre: «No se puede pasar indemne por el mal. Ni el que lo hace ni el que lo lee» (142). Esta es la problematización ética que reside en El demonio de la escritura, de Solange Rodríguez Pappe, un cuentario de imaginación libérrima que se sustenta en el dominio del arte de contar de historias.



[1] Solange Rodríguez Pappe, El demonio de la escritura (Bogotá: Minotauro, 2024), 142-143. Los números entre paréntesis indican la página de la cita en esta edición. La fotografía del libro que ilustra esta entrada es mía.


lunes, septiembre 16, 2024

Amistades atravesadas por la literatura

           

«De viaje a Chojampe», septiembre de 1931. En primer plano, de izquierda a derecha: Alba Calderón y Leonor Vera. En segundo plano: Enrique Gil Gilbert, Pedro Jorge Vera, Joaquín Gallegos Lara, Rodrigo Seminario y Baltita Arrata. En tercer plano: Teodoro Seminario, Walter Calderón y Jorge Mancero. Archivo Martínez-Meriguet. La foto ilustra un artículo de Yanna Haddaty Mora sobre Relatos de Emmanuel, de Gil Gilbert, en el sitio web de la Casa Carrión.


Si bien la literatura es un trabajo solitario en el momento de la escritura, no es menos cierto que quien escribe está inmerso en una comunidad escrituraria y lectora. En esa comunidad se cuecen rencillas y complicidades, animadversiones y amistades. La amistad, por su propia definición, implica compartir la cotidianidad y los ámbitos vitales, y, en el caso de las amistades atravesadas por la literatura, algunas coincidencias estéticas y éticas. Pero, como en muchos aspectos de las relaciones humanas, es difícil formular recetas sin el riesgo de caer en simplismos. La amistad, en medio de la creación literaria, se expresa mediante las cofradías y también en relaciones personales no exentas de conflictos.

            Ernest Hemingway (1899-1961), en París era una fiesta (1964, póstumo), retrata el ascenso y caída de su amistad con Gertrude Stein (1874-1946), aquella que aglutinó a su alrededor a escritores, a los que bautizó como la generación perdida: «Nada más fácil de adquirir que el hábito de pasar por el 27 de la rue de Fleurus al caer la tarde, por amor a la lumbre y los cuadros magníficos y la conversación. Muchas veces yo era el único visitante, y Miss Stein estuvo siempre muy amable y por un tiempo estuvo cariñosa»[1]. La relación entre ellos era la de una maestra y su discípulo. Hemingway tenía acceso libre a la casa de Miss Stein y ella le recomendaba lecturas, compartía con él sus juicios literarios, comentaban sus textos y le dio los consejos que, con el tiempo, él aplicaría en su estilo: hay que evitar descripciones porque sí, hay que deshacerse de los adornos, hay que comprimir la narración. En el capítulo 13 del mismo libro, Hemingway cuenta que se separó de ella cuando escuchó, de casualidad, una pelea humillante de Stein con su pareja y no pudo soportarlo. Al final, «ella se peleó con todos los que la queríamos excepto con Juan Gris, y con este no pudo pelearse porque se había muerto» (111).

 

Adolfo Bioy Casares y Silvina Ocampo el día de su boda en Las Flores, provincia de Buenos Aires (1940). De pie: Óscar Pardo, Enrique L. Drago Mitre y Jorge Luis Borges (testigos del enlace). La foto proviene del Album personal de Adolfo Bioy Casares en el sitio web de la Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes.


          
En los pagos del sur, es conocida la amistad de Jorge Luis Borges (1899-1986) y Adolfo Bioy Casares (1914-1999), quienes fueron amigos durante toda la vida pese a la diferencia de edad —Borges era quince años mayor—, de origen social —Borges era clase media y Bioy, de familia ganadera— y hasta en su relación con las mujeres —Borges era tímido y Bioy un don Juan—. Borges fue uno de los testigos de matrimonio de Bioy y Silvina Ocampo (1903-1993), en 1940. Juntos escribieron ficción bajo el seudónimo de H. Bustos Domecq (Seis problemas para Isidro Parodi, 1942) y B. Suárez Lynch (Un modelo para la muerte, 1946), así como guiones cinematográficos y otros textos literarios. Compartían lecturas, la vida cotidiana de los amigos y chismes del medio. Cuando Borges se enamoró de María Kodama (1937-2023), el afecto entre Bioy y Borges continuó de manera intermitente, porque Bioy y Kodama nunca congeniaron. Un mes después de una llamada telefónica desde Ginebra, en la que Borges, llorando, les dice a Bioy y a Silvina que nunca más volvería a Buenos Aires, Bioy pasa por un quiosco y un joven desconocido le da la noticia de que Borges ha muerto. En la entrada de su diario, del 14 de junio de 1986, Bioy escribió:

 

Pasé por el quiosco. Fui a otro de Callao y Quintana, sintiendo que eran mis primeros pasos en un mundo sin Borges. Que a pesar de verlo tan poco últimamente yo no había perdido la costumbre de pensar: “Tengo que contarle esto. Esto le va a gustar. Esto le va a parecer una estupidez.” Pensé: “Nuestra vida transcurre por corredores entre biombos. Estamos cerca unos de otros, pero incomunicados. Cuando Borges me dijo por teléfono desde Ginebra que no iba a volver y se le quebró la voz y cortó, ¿cómo no entendí que estaba pensando en su muerte?”[2]

 

            En la literatura estadounidense, la de Sylvia Plath (1932-1963) y Anne Sexton (1928-1974) fue una relación de amistad, corta e intensa, que estuvo acompañada por la presencia latente de la depresión y el suicidio. Se conocieron en la primavera de 1959, cuando ambas asistieron a un taller de escritura dirigido por el poeta Robert Lowell (1917-1977) en la Universidad de Boston. Ambas consideraban, al igual que Lowell, que el lenguaje poético surgía de lo más íntimo de la experiencia personal y escribieron lo que se conoce como poesía confesional, un antecedente de la auto-ficción de hoy. La amistad surgió de manera inmediata entre estas dos poetas excepcionales que compartían un intenso sufrimiento existencial que se expresó en periodos de crisis depresivas y sus suicidios.

 


Sylvia y Anne, junto con George Starbuck, otro poeta del taller, solían ir, luego de las clases, al bar del hotel Ritz donde se bebían algunos Dry Martini, el más clásico de los clásicos de la coctelería y del que se ha dicho uno está bien, dos son demasiados y tres no son suficientes.[3] Ahí conversaban de literatura, sus depresiones y, abiertamente, sobre el suicidio como una opción para terminar con sus estados depresivos. Para 1959, tanto Plath como Sexton ya habían intentado suicidarse. Sylvia Plath lo intentó mientras estudiaba en Smith College, a comienzos de los cincuenta, por lo que recibió tratamiento de electroshocks, que habrían de afectarla para siempre. Anne Sexton había sufrido una depresión posparto luego del nacimiento de su primera hija Linda, en 1954, por la que fue internada y, en 1955, luego del nacimiento de su segunda hija, Joyce, sufrió otra crisis e intentó suicidarse el 9 de noviembre, día de su cumpleaños.

Plath escribió en su famoso poema «Lady Lázaro»: «Morir / Es un arte, como todo. / Yo lo hago extraordinariamente bien. / Tan bien que me parece el infierno. / Tan bien que me parece real. / Lo mío, supongo, es como un llamado»[4]. Luego de que Sylvia se suicidara, el 11 de febrero de 1963, Anne Sexton escribió «La muerte de Sylvia», una elegía que parece continuar las conversaciones en el Ritz:

 

¡Ladrona!
¿Cómo te arrastraste,

 

te arrastraste sola,
dentro de la muerte que tanto he deseado siempre,

 

la muerte que ambas dijimos haber superado,
la que portábamos en nuestros pechos demacrados,

 

de la que tanto hablábamos cada vez
que nos bebíamos tres martinis extra secos en Boston,

 

la muerte que hablaba de psicoanalistas y curas,
la muerte que hablaba como novias con nichos,

 

la muerte por la que brindábamos,
los motivos y luego el discreto acto?[5]

 

            El 4 de octubre de 1974, Anne Sexton, que tenía trastorno bipolar y era alcohólica, se tomó varias copas de vodka y con una más en la mano fue hasta el garaje de su casa, se ubicó en el asiento del conductor de su Cougar rojo, encendió el motor y se quedó dormida mientras respiraba el dióxido de carbono que salía del tubo de escape. Finalmente, al décimo intento, logró suicidarse. En su poema «Querer morirse» escribió sobre aquello que había llenado las conversaciones con Sylvia Plath: «Pero los suicidas tienen un idioma propio. / Como los carpinteros, quieren saber con qué herramientas. / Nunca preguntan por qué construir».[6]

Finalmente, veamos una amistad literaria y política en nuestro paisito. Joaquín Gallegos Lara (1909-1947) falleció el domingo 16 de noviembre de 1947 y sus restos fueron velados esa noche en la Sociedad de Carpinteros, en Guayaquil. Al día siguiente, en la capilla ardiente levantada en la Casa de la Cultura, Enrique Gil Gilbert (1912-1973), al intervenir en representación del Partido Comunista, definió al Grupo de Guayaquil: «Éramos cinco como un puño». La conciencia grupal se debía a que tenían similares puntos de vista sobre la función de la literatura realista en la sociedad, pero de los cinco, solo Gallegos Lara y Gil Gilbert compartían, además, la militancia política. Los otros tres eran José de la Cuadra, Demetrio Aguilera Malta y Alfredo Pareja Diezcanseco. Seguir algunas huellas de la amistad de Gallegos Lara y Gil Gilbert es posible por testimonios de terceros.

 

«Éramos cinco como un puño». El Grupo de Guayaquil, de izquierda a derecha: Joaquín Gallegos Lara, Enrique Gil Gilbert, Alfredo Pareja Diezcanseco, Demetrio Aguilera Malta y José de la Cuadra. Los dibujos son de Carlos Rodríguez y fueron hechos para la primera edición de El nuevo relato ecuatoriano (1951), de Benjamín Carrión. (El dato me lo dio mi tocayo Raúl Serrano Sánchez, que tiene la modesta sabiduría del asiduo de bibliotecas).

             

Rodolfo Pérez Pimentel, en su Diccionario biográfico cuenta que Demetrio Aguilera Malta (1909-1981) fue quien llevó a Gil Gilbert, por primera vez, a la buhardilla en donde vivía Gallegos Lara. Los tres anduvieron juntos por muchos años y Gil Gilbert, antes que el latacungueño Juan Falcón, conocido como Falcón de Aláquez, fue quien cargó sobre sus hombros a Gallegos Lara. Jorge Enrique Adoum (1926-2009) escribió en De cerca y de memoria que fue Gil Gilbert el que lo presentó a Gallegos Lara en aquella buhardilla de la calle Manabí 308, en Guayaquil: «[…] —había siete escalones hasta el descanso, desde donde Enrique anunciaba silbando nuestra llegada, y de allí trece hasta su piso—. Joaco era ya lo que iba a ser desde los cuentos de Los que se van, y yo apenas comenzaba a ser lo que no he sido, pero nunca me lo hizo sentir»[7].

            Hacia 1934, Gallegos Lara, casado con Nela Martínez (1912-2004), y Gil Gilbert, con Alba Calderón (1908-1992), se mudaron, por invitación de su dueño, a la casa del crítico español Francisco Ferrándiz Alborz (Feafa) (1899-1961), en la calle Clemente Ballén y Boyacá, en Guayaquil. Ferrandis había celebrado con gozo la aparición de Los que se van. Allí vivieron por algunos años hasta que, siempre según Pérez Pimentel, Alba descubrió a Nela coqueteando con Enrique. Los amigos se separaron, aunque al poco tiempo, olvidado lo que consideraron un incidente, continuaron frecuentándose.

            En el sitio web de la Casa Carrión existen sendas cartas de Gallegos Lara y Gil Gilbert a Benjamín Carrión (1897-1979) en las que ambos se mencionan con familiaridad. En la carta de Gallegos Lara, de 5 de septiembre de 1931, este le refiere a Carrión que se va a Chojampe, un recinto cerca del cantón Ventanas, en la provincia de Los Ríos, para escribir en un ambiente tranquilo y menciona con humor a su amigo Gil Gilbert:

 

Me voy a Chojampe, Chojampe feudo, latifundio, cálida tierra montuvia de llanadas cubiertas de ganado vacuno, caballar y huma­no. Tierra deliciosa en verano, colinas suaves, aire puro, cielo azul y perla, cocos y mangle. Está cerca de la desembocadura del Guayas. Pertenece a la familia Gilbert y por ende un poquito también a Enrique Gil Gilbert. Un poquito, lo suficiente para que Enrique se sienta comunista frente a su casta gamonal. Allá me voy con un haz de cuartillas, la semana que viene, a aislarme con mi libro. Cuestión de veinte días y lo tendré terminado.

 

            Por su parte, Gil Gilbert, en una carta del 1 de febrero de 1932, al mismo Carrión, le dice que tal vez por Gallegos Lara, Carrión se había enterado de que preparaba el libro que, finalmente, se llamó Yunga. Más adelante, comenta sobre la novela La bruja de Gallegos Lara que quedó inconclusa: «¿Leyó la novela de Gallegos? A mí me parece muy buena. Me gus­ta y creo que será una gran obra ecuatoriana. Sobre todo, me gusta la orien­tación modernísima de él. Abandona el arte deshumanizado para encarrilar­se dentro de una vía humana».

Gallegos Lara fue, lo que hoy llamaríamos, el editor de Los que se van que reunió ocho cuentos de cada uno de sus autores, Enrique Gil Gilbert y Demetrio Aguilera Malta. Él escribió la presentación que habla de la amistad y la literatura: «Este libro no es un haz de egoísmos. Tiene tres autores; no tiene tres partes. Es una sola cosa. Pretende que unida sea la obra como unido el ensueño que lo creó. Ha nacido de la marcha fraterna de nuestros tres espíritus. Nada más». Cuenta Adoum que Gil Gilbert dijo de su amigo: «Era poeta, pero tropezó con la tierra que siempre es más áspera que la poesía» (50)

            Las cofradías de todos los tiempos, las revistas literarias, los talleres de escritura o el ámbito académico de las universidades son los espacios en donde se cuecen las amistades que genera la literatura. No obstante, siempre he considerado que la escritura y la lectura son manías de solitarios, pero son manías que se socializan en una comunidad en la que las relaciones están atravesadas por el intercambio intelectual de los procesos creativos que provocan aquellas manías. Tal vez lo hemos olvidado, pero la amistad intelectual que genera la literatura se consolida con algo menos espectacular, fundamental, que es compartir los afectos de la vivencia cotidiana y asumir la responsabilidad del cuidado de la persona amiga.



[1] Ernest Hemingway, París era una fiesta (Barcelona: Seix Barral, 2003), 35.

[2] El diario de Adolfo Bioy Casares se puede consultar en el sitio web Come en casa Borges, que es la frase con la que inicia algunas entradas del diario. Hay una muy buena reseña de Edwin Williamson en Letras Libres, del 30 de junio de 2008, Borges y Bioy: una amistad entre biombos.

[3] «One martini is all right. Two are too many, and three is not enough». James Thurber (1894-1961), escritor y humorista gráfico estadounidense.

[4] Sylvia Plath, Dime mi nombre. Poesía completa 1956-1963, traducción Xoán Abeleira (Barcelona: Navona, 2023), 407-408.

[5] Seis poemas de Anne Sexton, la poeta que conoció el lado oscuro. Versión original de «Sylvia’s Death».

[6] «Wanting to Die». Traducción de Sandra Toro: «Querer morirse».

[7] Jorque Enrique Adoum, De cerca y de memoria (Quito: Editorial Archipiélago, 2003), 49.