José María y Corina lo habían conversado en alguna de sus tardes de té y facturas: toda muerte engendra ausencias y cada ausencia es un pedazo de muerte que se adhiere para siempre a nuestra piel de solos.
(De El perpetuo exiliado, 2016).

lunes, febrero 27, 2023

Ciber@amores

De mi archivo: esta reflexión sobre las relaciones amorosas a través de Internet apareció en mi columna «palabrabierta» en la revista Soho (febrero de 2004). La imagen de las mujeres de Medio Oriente que irrumpieron en el laboratorio de computación de la Universidad de Arkansas, en Fayetteville, es la visión que generó la idea inicial de mi novela Acoso textual (1999).

           

(Foto: R. Vallejo, 2023)

Durante la primavera y el verano de 1995 viví en Fayetteville, Arkansas, un pueblo norteamericano extraviado del planeta. Con decir que la ciudad más importante, Little Rock, que de por sí es una capital poco conocida, quedaba a tres horas en carro de donde yo estaba. Me sentía, particularmente, lejos de mi hogar. Al final del día frecuentaba un desértico laboratorio de computación escamoteando mi soledad mientras navegaba por el espacio cibernético.

            En cierta ocasión, alborotaron la medianoche con sus risas varias mujeres de algún país del Medio Oriente que mi ignorancia me impidió identificar. Entraron como un vendaval, con los rostros cubiertos por sus blancas burkas, y, sin dejar de hablar, se sentaron frente a las computadoras. Imaginé que unas abrían su correo electrónico, otras navegaban por Yahoo y que la mayoría entraba a diversos chatrooms. A mí, que intercambiada los monosílabos iniciales de la charla virtual con alguien que decía estar en Jerusalén, me pareció que el rostro cubierto de aquellas risueñas mujeres era igual al rostro encubierto con el que navegamos por los cuartos de charla virtual.

            En la red no somos el rostro que nos identifica sino una palabra que aparece en la pantalla de un ordenador en algún país de la Tierra. Transgredimos el tiempo y el espacio con la ilusión de que el mundo se encuentra en esa pantalla. Ahí podemos ser lo que quisiéramos que los demás crean que somos. Ser el cuerpo de Paola Rey en la portada de Soho o el de Mel Gibson en Braveheart, vivir en un departamento de la Quinta Avenida o en una cabaña inteligente cerca de las Cuevas de Jumandi, tener la inocencia atrevida de un adolescente o el atrevimiento malicioso que nos da la vida a cuesta. En el espacio cibernético somos la expresión más acabada de la soledad y la condición fragmentada del ser humano.

            El amor cibernético, entonces, es otra desesperada invención de nuestra manía de solitarios. La virtualidad nos otorga el sexo más seguro del mundo y el más triste también. Nos inventamos a nosotros mismos en una libertad sin límites e inútil. Nuestros deseo es la palabra. Durante el tiempo que permanecemos conectados a la red sólo lo virtual es lo real. El amor es la idea que de él nos hemos hecho y, con siglos de tecnología de por medio pero similar a lo que sucedía en el amor cortés de la Edad Media, terminamos enamorados del amor. Nuestra relación se convierte en un simulacro infinito y mutante.

            Las mujeres musulmanas de aquella noche desaparecieron como una procesión de fantasmas ebrios. La persona con la que charlaba me pidió que la imaginara como si fuera el personaje de Justine, en la novela homónima de Lawrence Durrell, que es la primera de El cuarteto de Alejandría. Dolorosamente, tomé consciencia de que la piel morena, las cejas pobladas y la mirada profundamente marrón, con las que se había descrito mi interlocutora [¿era, realmente, una mujer en Jerusalén o era una mujer cuya realidad solo existía en la virtualidad de Internet?], quedaban reducidas a una imagen ilusoria colgada del espacio cibernético.

            Muy a pesar de que el mundo cupiera en la pantalla de mi ordenador, yo permanecía lejos, muy lejos, de mi hogar y del corazón que lo habita.


lunes, febrero 20, 2023

Administrar la verdad, consolidar la mentira

Portada de The Washington Post del 17 de julio de 1973:

El presidente grabó conversaciones, llamadas telefónicas;

el abogado vincula a Ehrlichmann con los pagos.

Kalmbach [abogado personal del presidente] testifica que el asistente

[John D. Ehrlichman, asistente del presidente] aprobó dinero en efectivo para los defendidos.

Las principales oficinas [de los demócratas]

tenían micrófonos ocultos desde la primavera de 1971.

Nixon, finalmente, renunció a la presidencia de los Estados Unidos el 9 de agosto de 1974.


Tres eran las consignas del Ministerio de la Verdad que George Orwell imaginó para 1984, su novela distópica: «La guerra es la paz», «La libertad es la esclavitud» y «La ignorancia es la fuerza». En estos días, ha surgido una nueva consigna que se sobrepone a las tres: «Hay que administrar la verdad»
[1]. Fue sostenida, públicamente, como si se tratara de un principio profesional y, lo que es peor, fue dicha como si fuera una responsabilidad de los medios. Y, sin embargo, no hay nada más alejado de la ética del periodismo que la manipulación de los hechos en nombre de la defensa de inconfesables intereses ya sean políticos, ya económicos o ya para ganar audiencia. Un enunciado como el de administrar la verdad destruye los postulados deontológicos del ejercicio del periodismo, impide el debate democrático de las ideas basado en la verdad y, de forma impúdica, justifica, de manera inmoral, la manipulación ideológica y política de la ciudadanía por parte de un grupo de tutores iluminados que tiene la potestad de decidir lo que el público puede conocer y lo que no.

El clásico Manual del estilo de Diario El País, de España, en la sección 1, sobre la Política editorial, en el apartado 1.2, postula lo que debe ser el tratamiento de los hechos y su objetivo: «El País se esfuerza por presentar diariamente una información veraz, lo más completa posible, interesante, actual y de alta calidad, de manera que ayude al lector a entender la realidad y a formarse su propio criterio». El manual no dice que el periódico debe administrar la verdad según el criterio de algún consejo de redacción; por el contrario, se compromete a entregar una información veraz con el objetivo moral de que el público entienda mejor la realidad del país y se forme su propio criterio sobre los sucesos de los que se habla. Definir como principio que el público no está preparado para procesar la información veraz es despreciar la inteligencia de la ciudadanía y es asumir que los periodistas son una casta de elegidos que tutela el acceso a la verdad. De ahí que, la veracidad de la información que un medio entrega a su audiencia es la responsabilidad fundamental de dicho medio con el púbico.

Ahora bien, el público, que, por lo general, no tiene acceso a fuentes directas ni tiempo que le permita investigar, confía en que lo que le dicen los medios es verdadero. Cuando se afirma que los propietarios o las caras visibles de un medio tienen la potestad de administrar la verdad, en la práctica, se justifica que el medio proteja determinados intereses y se evidencia un profundo desprecio por el sentido democrático que conlleva el acceso del público a una información veraz. El debate democrático de toda sociedad necesita que la ciudadanía reciba una información que incluya versiones contrastadas, datos fácticos y que aquella sea presentada con el menor sesgo posible para que el público construya sus propias opiniones sin más prejuicios que los propios. La falta de rigurosidad y lo tendencioso de una investigación, los prejuicios ideológicos y políticos con los que se cargan las noticias, la sentencia mediática, el ocultamiento de hechos y datos para beneficiar política o económicamente a terceros, entre otras inmoralidades, son inadmisibles en el ejercicio del periodismo no importa cuánto se argumente para justificar la administración de la verdad.

Finalmente, la administración de la verdad por parte de los medios siempre está ligada al juego de intereses por parte de los propietarios de tales medios y las alianzas tras bastidores de los círculos de poder que los incluye a aquellos. Inconfesables alianzas de intereses económicos y políticos que contradicen la imagen de imparcialidad que publicitan. La administración de la verdad es todo lo contrario a lo que plantea el manual de El País en el apartado 1.3, dice: «El País rechazará cualquier presión de personas, partidos políticos, grupos económicos, religiosos o ideológicos que traten de poner la información al servicio de sus intereses. Esta independencia y la no manipulación de las noticias son una garantía para los derechos de los lectores, cuya salvaguardia constituye la razón última del trabajo profesional. La información y la opinión estarán claramente diferenciadas entre sí». Administrar la verdad es un eufemismo que esconde la prepotencia de quienes manipulan la información según sus intereses y criterios, que consideran moralmente superior a los de la ciudadanía.

En el libro Todos los hombres del presidente, los periodistas Carl Bernstein y Bob Woodward de The Washington Post dieron a conocer cómo realizaron la investigación que condujo a la renuncia del presidente de los Estados Unidos, Richard Nixon en el llamado escándalo de Watergate. En la versión cinematográfica, el guion desarrolla el debate ético de cómo deben ser tratadas las noticias, cuáles son los efectos políticos y sociales de revelar los graves delitos cometidos por el presidente y su círculo y qué consecuencias legales deben ser afrontadas por publicar lo que han descubierto. Al final, Bernstein y Woodward no decidieron administrar la verdad, sino que investigaron, contrastaron e informaron verazmente sobre un delito cometido por el presidente de su país, pese a la conmoción política que aquello significó.[2] Ya se trate de una distopía o de un testimonio, se puede decir, en síntesis, que la administración de la verdad es un enunciado que justifica la manipulación de los hechos y la construcción de narrativas, por parte de los propietarios de los medios y sus voceros, que favorecen el ejercicio del poder político de las clases dominantes en función de perpetuar la acumulación de quienes detentan el poder económico. Administrar la verdad es una práctica inmoral que consolida la mentira.



[1] ¿Por qué es tendencia? @twittendencia «Carlos Vera. Por las opiniones a la entrevista a Andersson Boscán», 16 de febrero de 2023, https://twitter.com/twittendencia/status/1626266553263030278?s=20

[2] Carl Bernstein and Bob Woodward, All the President’s Men (U.S.A: Simon & Schuster, 2014).

Ver también la película homónima (1976) dirigida por Alan J. Pakula y protagonizada por Robert Redford (Woodward) y Dustin Hofman (Bernstein).


lunes, febrero 13, 2023

Contra un modelo de ciudad clasista y excluyente

Dibujo de Guamán Poma de Ayala, c. 1615

Que, en Tuiter, gente llena de prejuicios diga que Quito tiene que dividirse en por lo menos dos alcaldías —porque la ciudadanía del norte “es más educada” que la ciudadanía del sur— se puede entender en la medida en que Tuiter le ha dado voz al idiota del barrio, según lo dijera Umberto Eco. Pero que ciertos sectores del periodismo, portavoces de las clases dominantes y el establecimiento, lo planteen como una alternativa de división política-administrativa de la capital es un indicio de que la derecha ideológica y política, a través de sus voceros, pretende imponer un modelo de ciudad clasista y excluyente. Parecería que el espíritu arribista que acompañó aquella transformación del Quito de los 70, que tan brillantemente Abdón Ubidia describiera en su novelina Ciudad de invierno, se hubiera perpetuado hasta hoy: una ciudad súbitamente modernizada que dejaba atrás beatas y callejuelas adoquinadas a cambio de pasos a desnivel y edificios de vidrio: «Porque la ciudad se estiraba entre las montañas hacia el Norte, como huyendo de sí misma, como huyendo de su propio pasado. Al Sur, la mugre, lo viejo, lo pobre, lo que quería olvidarse. Al Norte, en cambio, toda esa modernidad desopilante cuya alegría singular podía verse en las vitrinas de los almacenes adornadas con posters sicodélicos»[1].

            Lo más grave del planteamiento sobre la división de Quito en dos o tres alcaldías, anclado en la organización colonial de la ciudad letrada, es que ni siquiera se origina en una reflexión académica sobre los modelos de gobernanza de una ciudad, sino en la respuesta visceral a una derrota electoral. Es decir, no se lo plantearon mientras Guayaquil fue gobernada, durante treinta años, por una oligarquía que abandonó la ciudad, la dejó enrejada y con serios problemas sociales; tampoco lo pensaron mientras Quito era gobernada por la oligarquía de herencia colonial y sus voceros. Dividir una ciudad, económica y socialmente desigual, en municipios signados por su clase social, su origen étnico y su desarrollo cultural, únicamente la vuelve una ciudad más inequitativa.

            No voy a analizar los distintos modelos administrativos de ciudad, pero los expongo de manera sucinta. Bogotá, con 7 743 955 habitantes según el censo de 2020, elige un alcalde Mayor —desde enero de 2020, Claudia López, de Alianza Verde, de centro, ejerce el cargo de alcaldesa Mayor—, y un Concejo Distrital, que es el principal órgano de gobierno. Bogotá está dividida en veinte localidades y cada una de ellas tiene una Junta Administradora Local, JAL, también elegida por voto popular. Cada JAL, luego de un concurso de mérito, propone una terna a la Alcaldía Mayor y, la alcaldesa nombra al alcalde de cada localidad, que tiene funciones de jefe administrativo. New York, con 8 804 109 habitantes en los cinco distritos y 22 085 649 en la zona metropolitana, elige un solo alcalde y este nombra alcaldes delegados para atender asuntos puntuales de la administración de la ciudad. El actual alcalde, desde el enero de 2022, es Eric Adams, un político afroamericano del ala derecha del Partido Demócrata. Incluso Ciudad de México, con 9 209 944 habitantes según el censo de 2020, que tiene dieciséis alcaldías elegidas por el voto de cada distrito en que se divide una ciudad con severos desniveles sociales, tiene una jefa de Gobierno —desde 2018 es Claudia Sheinbaum, de la agrupación Morena, de centro izquierda— elegida por voto popular de toda la ciudad.

            ¿Cómo se distribuyen los impuestos en el programa de inversiones? ¿De qué manera se cubren los servicios básicos? ¿Cómo se mueven los habitantes de un lugar a otro de la ciudad? ¿De qué manera se determina el uso del suelo? Una ciudad requiere solucionar la movilidad y la seguridad de sus habitantes, dotar de servicios básicos a todos sus habitantes, diseñar su crecimiento urbano, lograr una comunidad cohesionada culturalmente, etc. Pero, pretender que los pasos a desnivel del norte, el túnel Guayasamín y el metro, por ejemplo, los paguen todos los habitantes de la capital pero que el impuesto de los sectores de mayores ingresos no se redistribuya en toda la ciudad es un modelo perverso. Lastimosamente, hoy en día, ese modelo excluyente se promociona sin escrúpulos como si fuera una aspiración legítima de quienes están convencidos de que las comodidades y servicios de los que gozan son productos de sus ganancias e ingresos individuales y no el resultado de la generación de riqueza de la sociedad en su conjunto, particularmente del usufructo de la renta petrolera desde los años 70.

Actualmente, Quito, con una población estimada de 2 800 000 habitantes, tiene ocho administraciones zonales, más la administración especial de La Mariscal, que descentralizan la gestión institucional y sus administradores son nombrados directamente por el alcalde. Se puede, por ejemplo, generar un modelo participativo de selección para las administraciones zonales similar al que el entonces alcalde Jorge Yunda, paradójicamente el más vilipendiado por las élites, organizó en 2019 por primera vez en la ciudad y lograr una mayor participación comunitaria.[2] Proponer la división de la ciudad en dos o tres alcaldías —según la zona geográfica pero, sobre todo, según los sectores sociales— es un planteamiento que olvida los problemas (de uso de suelo y ambientales; de movilidad y seguridad; de servicios y de disfrute de espacios recreacionales, etc.) que el desarrollo urbano de una ciudad ha generado y cuyos mayores perjudicados son los habitantes de los estratos medio y bajos. Estaríamos ante un proyecto político de ciudad, de estirpe colonial y con ribetes de aporofobia, que busca concentrar la renta y excluir a la población que no se somete a su poder, en el que ni siquiera tiene cabida la implementación de una alternativa socialdemócrata que propenda a la construcción de una ciudad más justa, equitativa y solidaria por la vía de la redistribución de la riqueza. 



[1] Abdón Ubidia, «Ciudad de invierno», en Bajo el mismo extraño cielo (Bogotá: Círculo de Lectores, 1978), 64.

[2] «Nueve mujeres dirigirán las administraciones zonales del Distrito Metropolitano de Quito», El Comercio, 04 de julio de 2019, acceso 11 de febrero de 2023, https://www.elcomercio.com/actualidad/quito/mujeres-administraciones-zonales-proceso-seleccion.html