José María y Corina lo habían conversado en alguna de sus tardes de té y facturas: toda muerte engendra ausencias y cada ausencia es un pedazo de muerte que se adhiere para siempre a nuestra piel de solos.
(De El perpetuo exiliado, 2016).
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lunes, febrero 20, 2023

Administrar la verdad, consolidar la mentira

Portada de The Washington Post del 17 de julio de 1973:

El presidente grabó conversaciones, llamadas telefónicas;

el abogado vincula a Ehrlichmann con los pagos.

Kalmbach [abogado personal del presidente] testifica que el asistente

[John D. Ehrlichman, asistente del presidente] aprobó dinero en efectivo para los defendidos.

Las principales oficinas [de los demócratas]

tenían micrófonos ocultos desde la primavera de 1971.

Nixon, finalmente, renunció a la presidencia de los Estados Unidos el 9 de agosto de 1974.


Tres eran las consignas del Ministerio de la Verdad que George Orwell imaginó para 1984, su novela distópica: «La guerra es la paz», «La libertad es la esclavitud» y «La ignorancia es la fuerza». En estos días, ha surgido una nueva consigna que se sobrepone a las tres: «Hay que administrar la verdad»
[1]. Fue sostenida, públicamente, como si se tratara de un principio profesional y, lo que es peor, fue dicha como si fuera una responsabilidad de los medios. Y, sin embargo, no hay nada más alejado de la ética del periodismo que la manipulación de los hechos en nombre de la defensa de inconfesables intereses ya sean políticos, ya económicos o ya para ganar audiencia. Un enunciado como el de administrar la verdad destruye los postulados deontológicos del ejercicio del periodismo, impide el debate democrático de las ideas basado en la verdad y, de forma impúdica, justifica, de manera inmoral, la manipulación ideológica y política de la ciudadanía por parte de un grupo de tutores iluminados que tiene la potestad de decidir lo que el público puede conocer y lo que no.

El clásico Manual del estilo de Diario El País, de España, en la sección 1, sobre la Política editorial, en el apartado 1.2, postula lo que debe ser el tratamiento de los hechos y su objetivo: «El País se esfuerza por presentar diariamente una información veraz, lo más completa posible, interesante, actual y de alta calidad, de manera que ayude al lector a entender la realidad y a formarse su propio criterio». El manual no dice que el periódico debe administrar la verdad según el criterio de algún consejo de redacción; por el contrario, se compromete a entregar una información veraz con el objetivo moral de que el público entienda mejor la realidad del país y se forme su propio criterio sobre los sucesos de los que se habla. Definir como principio que el público no está preparado para procesar la información veraz es despreciar la inteligencia de la ciudadanía y es asumir que los periodistas son una casta de elegidos que tutela el acceso a la verdad. De ahí que, la veracidad de la información que un medio entrega a su audiencia es la responsabilidad fundamental de dicho medio con el púbico.

Ahora bien, el público, que, por lo general, no tiene acceso a fuentes directas ni tiempo que le permita investigar, confía en que lo que le dicen los medios es verdadero. Cuando se afirma que los propietarios o las caras visibles de un medio tienen la potestad de administrar la verdad, en la práctica, se justifica que el medio proteja determinados intereses y se evidencia un profundo desprecio por el sentido democrático que conlleva el acceso del público a una información veraz. El debate democrático de toda sociedad necesita que la ciudadanía reciba una información que incluya versiones contrastadas, datos fácticos y que aquella sea presentada con el menor sesgo posible para que el público construya sus propias opiniones sin más prejuicios que los propios. La falta de rigurosidad y lo tendencioso de una investigación, los prejuicios ideológicos y políticos con los que se cargan las noticias, la sentencia mediática, el ocultamiento de hechos y datos para beneficiar política o económicamente a terceros, entre otras inmoralidades, son inadmisibles en el ejercicio del periodismo no importa cuánto se argumente para justificar la administración de la verdad.

Finalmente, la administración de la verdad por parte de los medios siempre está ligada al juego de intereses por parte de los propietarios de tales medios y las alianzas tras bastidores de los círculos de poder que los incluye a aquellos. Inconfesables alianzas de intereses económicos y políticos que contradicen la imagen de imparcialidad que publicitan. La administración de la verdad es todo lo contrario a lo que plantea el manual de El País en el apartado 1.3, dice: «El País rechazará cualquier presión de personas, partidos políticos, grupos económicos, religiosos o ideológicos que traten de poner la información al servicio de sus intereses. Esta independencia y la no manipulación de las noticias son una garantía para los derechos de los lectores, cuya salvaguardia constituye la razón última del trabajo profesional. La información y la opinión estarán claramente diferenciadas entre sí». Administrar la verdad es un eufemismo que esconde la prepotencia de quienes manipulan la información según sus intereses y criterios, que consideran moralmente superior a los de la ciudadanía.

En el libro Todos los hombres del presidente, los periodistas Carl Bernstein y Bob Woodward de The Washington Post dieron a conocer cómo realizaron la investigación que condujo a la renuncia del presidente de los Estados Unidos, Richard Nixon en el llamado escándalo de Watergate. En la versión cinematográfica, el guion desarrolla el debate ético de cómo deben ser tratadas las noticias, cuáles son los efectos políticos y sociales de revelar los graves delitos cometidos por el presidente y su círculo y qué consecuencias legales deben ser afrontadas por publicar lo que han descubierto. Al final, Bernstein y Woodward no decidieron administrar la verdad, sino que investigaron, contrastaron e informaron verazmente sobre un delito cometido por el presidente de su país, pese a la conmoción política que aquello significó.[2] Ya se trate de una distopía o de un testimonio, se puede decir, en síntesis, que la administración de la verdad es un enunciado que justifica la manipulación de los hechos y la construcción de narrativas, por parte de los propietarios de los medios y sus voceros, que favorecen el ejercicio del poder político de las clases dominantes en función de perpetuar la acumulación de quienes detentan el poder económico. Administrar la verdad es una práctica inmoral que consolida la mentira.



[1] ¿Por qué es tendencia? @twittendencia «Carlos Vera. Por las opiniones a la entrevista a Andersson Boscán», 16 de febrero de 2023, https://twitter.com/twittendencia/status/1626266553263030278?s=20

[2] Carl Bernstein and Bob Woodward, All the President’s Men (U.S.A: Simon & Schuster, 2014).

Ver también la película homónima (1976) dirigida por Alan J. Pakula y protagonizada por Robert Redford (Woodward) y Dustin Hofman (Bernstein).


lunes, junio 13, 2022

«1984»: impecable y descarnada puesta en escena

La actuación de Patrick Valembois en el papel de Winston Smith es extraordinaria.

«La guerra es la paz. / La libertad es la esclavitud. / La ignorancia es la fuerza» son las tres consignas del Partido con las que el Ministerio de la Verdad —Miniver, en neolengua— educa políticamente a los ciudadanos. En las telepantallas aparece el rostro Emmanuel Goldstein, el Enemigo del Pueblo y comienzan los Dos minutos de Odio en los que todos, quisieran o no, eran irremisiblemente arrastrados a participar: «A los treinta segundos no hacía falta fingir. Un éxtasis de miedo y venganza, un deseo de matar, de torturar, de aplastar rostros con un martillo, parecerían recorrer a todos los presentes como una corriente eléctrica convirtiéndole a uno, incluso contra su voluntad, en un loco gesticulador vociferante»[1]. El rostro de Goldstein se desvanece y da paso al rostro del Gran Hermano. En la sala Malayerba, en Quito, bajo la dirección de Eduardo Hinojosa, Distópico Teatro ha estrenado 1984, una impecable y descarnada puesta en escena de la novela homónima de George Orwell.

           

O'Brien (David Noboa) y Winston Smith
El horror de la distopía política orwelliana está presente en los varios niveles semánticos de la obra teatral. La adaptación mantiene el sentido político de la novela, representa con credibilidad actoral el carácter de los personajes y sostiene, con los recursos propios del diálogo teatral, la tensión de un mundo vigilado por el aparato represivo y el ojo del Gran Hermano. El Estado totalitario es un ente omnipresente, de manera asfixiante, a lo largo de la obra: desde la oficina del Miniver, donde el miedo impera, hasta la habitación 101, en donde Winston es torturado por O’Brien para que sane de su inadaptación y acepte que ama al Gran Hermano: «Me preguntaste una vez qué había en la habitación 101. Te dije que ya lo sabías. Todos lo saben. Lo que hay en la habitación 101 es lo peor del mundo»[2].

            La actuación de Patrick Valembois en el papel de Winston Smith es extraordinaria. Desde el comienzo, Valembois logra una caracterización convincente de su personaje: su mirada, su voz, su actitud corporal, todo contribuye a convertirlo en el atormentado y desconfiado Winston Smith que descubre la verdad detrás de su trabajo de reescritura de la historia según los postulados del Ministerio de la Verdad. La fuerza actoral de Valembois dialoga con el espectador sobre el padecimiento del ciudadano común frente al miedo y la alienación que el Estado totalitario produce en cada uno: en la transformación del cuerpo del actor, desde el burócrata alienado del Miniver hasta la piltrafa deshumanizada de la habitación 101, se concentra el terror del totalitarismo dicho por O’Brien (David Noboa logra la repulsa que su cínico y cruel personaje genera en el espectador): «La tortura solo tiene como finalidad la misma tortura. Y el objeto del poder no es más que el poder»[3].

 

Fernanda Corral, como Parsons, en uno de sus tres papeles, junto a Patrick Valembois como Smith.

            Hay que destacar el despliegue escénico de Fernanda Corral, que tiene a su cargo tres papeles: el del burócrata Parsons, el de la anticuaria informante y el del Gran Hermano. La actriz pasa del miedo del alienado burócrata a la hipocresía canalla de la anticuaria y remata con la representación del poder absoluto del implacable Gran Hermano. La versatilidad de Fernanda Corral en sus tan diferentes caracterizaciones habla de un excelente trabajo actoral y la mano de una dirección de actores notable.

           

El recurso audiovisual está bien logrado para mostrarnos la acción en otros escenarios. Proyectado en la pantalla, el video sobre el encuentro de Winston y Julia (Doménica López) fuera de la ciudad.

            La puesta en escena de 1984 utiliza el recurso audiovisual de manera lograda. La telepantalla en donde aparece el Gran Hermano y desde donde los controla todo, los escenarios exteriores, el bosque y el cuarto vigilado por el GH, en donde suceden los encuentros de Winston y Julia (Doménica López, que consigue convertirse en la representación de la idealización amorosa que será la perdición de ambos), y los elementos de la actualidad social (al comienzo de la obra) y del miedo mayor de la tortura (casi al final) son elementos que fluyen contribuyendo a la acción de la obra. Uno siente que el expresionismo minimalista de la utilería se complementa con los videos que reproduce una telepantalla en la que quienes lo observamos todo somos nosotros, espectadores del horror de una distopía que podría convertirse en una realidad del presente.  

           

Si bien Orwell concibió su obra para denunciar el peligro que, para las sociedades democráticas, representaba el totalitarismo, tanto del comunismo estalinista como del fascismo, su distopía política continúa vigente. El Estado del capitalismo neoliberal del siglo veintiuno se basa en la vigilancia permanente a sus ciudadanos, en una policía del pensamiento único dispuesta a criminalizar la disidencia, en la fabricación de un enemigo al cual odiar y en una neolengua que manipula la historia y los hechos para justificar la expoliación, la acumulación y la guerra. La versión teatral de 1984, de Distópico Teatro, nos recuerda el horror de poder totalitario con la contundencia política y la belleza estremecedora que emana del arte escénico.



[1] George Orwell, 1984 [1949] (Barcelona: Ediciones Destino, 2008), 21.

[2] Orwell, 1984, 276.

[3] Orwell, 1984, 257.