«¿Qué es la poesía / sino un estado
de gracia?»
, se
interroga la voz del poeta y nos entrega la imagen de Adán, en el gesto de aquel
que emerge al mundo, en el fresco celestial de la Capilla Sixtina, y del que, en
ese nacimiento, del cuerpo frágil y fugaz, está tocando la gracia divina y se
vuelve inmortal en la eternidad del arte. Ese estado de gracia se sostiene en
la mirada del mundo y sus cosas sencillas, en la contemplación de la naturaleza
como la obra de Dios, en la aceptación del ser finito y trascendente a la vez;
en la escritura poética como don y ofrenda: «…lo mejor de la vida / lo iluminó
/ un estado de gracia / que emergía de nuestra propia NADA»
.
Misa del cuerpo,
de Jorge Dávila Vázquez, es liturgia de la poesía, celebración de la vida y de
la fe de su autor. Un poemario para meditar sobre el arte, la finitud del
cuerpo y la trascendencia del espíritu.
El libro se abre con la «Poética 1»,
cuya voz lírica interpela el sentido de lo fugaz y de lo eterno a partir de
imágenes de lo natural cotidiano como el gusano y la mariposa, la estrella y la
luciérnaga. El poema trabaja la paradoja de la existencia de la fugacidad y lo
eterno en la naturaleza misma que envuelve la existencia humana: «Fugaces las
palabras, pero también eternas, / Eterno el vuelo de la gloria y, sin embargo,
efímero». Así, la fuente de Narciso
se empaña un instante por la muerte, que es eterna, y el aleteo de la mariposa,
que es fugaz, condensa en su vuelo el sentido de toda una vida. El poemario es
una liturgia de la poesía atravesada por la memoria que perdura en la palabra
de quien es efímero en el tiempo y en la noción paradójica del ser eterno y fugaz.
Hay un verso en esta sección que es el
testimonio de la eternidad del amor del hijo en el tiempo finito de la existencia
física de la madre: «la imagen de la madre vuelve siempre, no importan ni los
años, ni la muerte».
La línea poética, de intenso lirismo, nos lleva a los dolidos versos de
«Fragmento del libro de la madre» (2005), elegía que comienza con una imagen
que da cuenta de la intensidad de la pena: «La vida, madre, como una espada /
me ha partido en dos» y, termina, en el abrazo dolido del hijo y la madre que
se enfrentan a la separación definitiva: «Porque la vida en este golpe, madre,
/ nos ha cortado, en dos, como una espada». Esta permanencia de la
madre en la vida del poeta se halla también en el «Introito», de la Misa,
en donde su presencia es fuente de gratitud y espacio en el que cabe el
transcurrir del hijo: «Ana, tres letras, apenas, / y todo un universo vivo en
ellas».
Estamos, asimismo, ante un libro que
celebra la vida del ser humano, pletórica de arte, en el tiempo de su ocaso y
expone la condición precaria del cuerpo frente a su propia fragilidad. En
«Gripe», los síntomas convierten al cuerpo en un amasijo de carne en
indefensión; la metamorfosis que ocasiona la fiebre lleva al cuerpo a un estado
de postración en el que la condición humana parece devenir monstruoso insecto
vapuleado por el peso de la existencia:
Larvado, orugado, envuelto en mi
propia fiebre y mis pequeños
dolores absurdos,
siento que viene la metamorfosis,
llega:
nunca crisálida, mariposa jamás,
talvez solo transformación de la
parentela de Gregorio Samsa.
No obstante, esa angustia que se concentra
en los silencios nocturnos de un hospital, como un claroscuro de la vida misma,
se transforma en esperanza con la claridad del día siguiente. Hay una
reminiscencia romántica que, con nostalgia, expresa su fe en la vivacidad de la
naturaleza. Los elementos de un mundo bucólico emergen de las sombras nocturnas
e irrumpen en la urbe y el hospital, esa institución que democratiza el dolor y
la enfermedad, para instaurar la esperanza vital: «Pero el amanecer se llena de
sonidos de pájaros. / Llegadas son la luz y la armonía».
El arte atraviesa la vida del poeta.
La danza es añorada desde la imposibilidad del cuerpo propio para desplazarse
en el vuelo, la gracia y la fuerza del sublime movimiento de las bailarinas, de
los bailarines; arte del cuerpo estilizado que provoca la admiración y la
envidia retórica del poeta con su cuerpo sedentario a la espera del milagro de
la belleza en movimiento:
Yo, tan terreno, mi Dios, tan
afincado en este mundo
de polvo y de raíces, he sufrido el
gozo
de estas envidias, como codicié la
magia de Nureyev
y su princesa Aurora, la señora
Fontayn,
como miraba boquiabierto
el aleteo de la inmortal Alicia
Alonso
y me deleitaba con la menuda figura
voladora
de Barishnikov en El Cascanueces.
Es también en el canto operático en
donde sucede el milagro. Yo soy el humilde servidor del Genio creador.
¿Quién que anhela el arte no sacrifica su propia libertad en el ara de la
creación artística? El poeta rememora la romanza de Adriana Lecouvreur —el
hablante lírico nombra a Mirella Freni como intérprete— como punto de partida
de la palabra poética que conjuga la música, el canto, la poesía y sus
artistas: «seres fugaces / como todo lo humano / seres eternos, hacedores del
arte». Y, asimismo, es la
música la que todo lo llena con su belleza pura. En la búsqueda ansiosa del
poeta de un concepto que defina el amor, aquel ensaya múltiples aproximaciones;
una de ellas enlaza al amor con la música, creando un vínculo esencial: «Esa
emoción que te inunda / y te quita la palabra, pero te llena de música por
dentro».
Finalmente, la poesía de Dávila
Vázquez es una conmemoración de la fe de su autor a través de la palabra
poética, que es también la palabra profética que agradece la presencia de Dios
en la vida y en la trascendencia del ser humano. La sección central del
poemario, «Misa del cuerpo en el ocaso», nos remite al prefacio de La
palabra, el silencio (2004), de cuyos poemas Jorge dijo: «Son un público
acto de fe, y también un conjunto de mínimas plegarias y meditaciones». En dicho poemario, el
poeta se entrega a Dios, en culto poético, desde un comienzo: «Señor: / No soy
Moisés, / sin embargo / la zarza ardiente / aún crepita / en mi sangre». Recorre la vida de Jesús
y nos ofrece unas imágenes de la pasión que terminan con el reconocimiento del
sentido que tiene el santo sepulcro, esa tumba vacía que «es nuestro signo, /
nuestra fe inconmovible / nuestra esperanza / de resucitar / también / con Él
un día». Es, justamente, esta
certeza de la fe, la que va a estar presente en la ceremonia del cuerpo, en
decadencia física, confrontado con su final.
La misa poética se abre con una
invocación. El poeta presiente la cercanía inevitable del fin del cuerpo, la
voz habla desde la aceptación de esta realidad que nos iguala a todos, con
palabras que estremecen por el eco moral que generan en quien las lee: «Hay luz,
todavía, es verdad, / pero ya nunca más ese esplendor de la mañana». El cuerpo y sus males
físicos, la memoria del dolor y esa parte oscura de nosotros mismos que es
inconfesable. Esta certeza de finitud demanda una estancia final de la palabra,
una manera de meditar sobre la vida, de cara a la muerte: «¿Tendré la fuerza
para entonar mi cántico, / quizás el último, antes de acogerme al silencio, /
que me tienta y persigue, persigue y tienta, / desde hace tiempo?». Pero, el poeta cree en
la trascendencia del ser humano, cree en la redención del espíritu luego de que
la vida terrenal se haya consumado. Por eso, su voz se eleva en los versos
finales del «Introito», como se elevaban las plegarias de los profetas
atormentados:
Y en el todo y la nada,
en el sonido y el silencio,
revelándose sutil, perennemente,
Tú, mi Señor,
mi sostén en la caída,
mi secreta llama
en medio de las sombras… ¡Tú!
En la liturgia, en el momento de
aceptar nuestra condición de pecadores podemos reconocer que en el milagro de
la cruz reside la redención del género humano. El poema «Confiteor» es un texto
hermoso por la estremecedora verdad de sus versos. La palabra poética desnuda el
alma del poeta contemplando la vida desde el ayer en un instante en que el
cuerpo mira a la muerte en el mañana: «Confieso que he sido / siempre débil
ante todo / lo hermoso». Confesión tremenda, en términos de la ortodoxia
católica, que cuestiona el sentido mismo de la moral del catecismo y la vuelve
ancilar de la estética, que descree de aquella. El poeta, además, reconoce lo
que guarda, inconfesable, en sí mismo: «me atrincheré en silencios / duros e
indomables, / de los que ya no lograré / salir jamás». Por eso, su fe en la
redención lo lleva a invocar al Único capaz de perdonar esa condición de
pecador que se confiesa, que se arrepiente, con humildad y recogimiento: «y
tiéndeme tus brazos / para que no caiga en lo oscuro / sino me llene de la luz
inmortal / en la hora última».
Pero en medio de la decadencia de la
carne que clama por la piedad divina, existe un cántico a la naturaleza, lo
humano y el arte en el «Gloria». Las pequeñas manifestaciones de la naturaleza:
una flor, un arroyo, el trino de las aves; la sencillez de la vida del ser
humano: su infancia y la esperanza; y en la belleza, que todo lo envuelve, del
arte en sus variadas expresiones: las piedras del gótico, los frescos de Miguel
Ángel, la música sacra, toda la música, siempre, la poesía mística y la letra
del ingenio literario del mundo. Al final, el poeta glorifica a Dios en lo
bello, ese concepto que encierra su condición de pecador y que, al mismo
tiempo, lo redime, expandido en la plenitud del arte:
en todo cuanto habiendo sido
sueño, imaginación,
se encarnó en obra de arte. ¡Gloria
a Ti, Señor,
Uno y Trino,
Tú, que iluminas
la mente y el corazón del hombre,
desde siempre
hasta siempre, Gloria!
El poema es un cántico de gratitud
del poeta que da en ofrenda su palabra, que alaba la obra del Creador y llega
al éxtasis en el momento esencial de la fe, que es la consagración. Esta
liturgia poética es una reafirmación de una fe que se ha construido en la
belleza del arte, en la contemplación de la naturaleza, en la vivencia de las
cosas sencillas del mundo y en los afectos del amor cotidiano. El poeta
vislumbra al universo en su eternidad como el espacio infinito en donde se
realiza el sacramento de la fe:
Cuando, desde la eternidad
se escucha la fórmula sagrada:
«¡Este es mi Cuerpo, mi Sangre es
esta!»,
se estremecen las galaxias,
tiemblan los siglos
y, sin embargo, el milagro se
repite
a cada instante y en los lugares
más remotos que imaginarse pueda.
Hacia el final de la liturgia, luego
del sacrificio del cordero pascual, que en el poema es la ratificación de la
inocencia que carga en sí la culpa del mundo para la redención de ese mismo
mundo, nuevamente aparece el cuerpo cercado por la enfermedad, abrumado por su
propia decadencia física, enfrentado a la única verdad sin atenuantes que es la
muerte. Pero la fe en Dios es lo único que conduce a la trascendencia del
espíritu. La belleza de lo tremendo, que es una de las posibilidades del arte,
se magnifica en esta estrofa de «Ite, Missa Est» con la imagen del
cuerpo desvaneciéndose, convirtiendo su llama en humo:
Y, lentamente, el cuerpo
se irá consumiendo como un cirio,
desaparecerá en el aire
como una nube de incienso,
como un puñado de sal en el mar,
como unas lágrimas
en medio del desierto.
Misa del cuerpo, de Jorge
Dávila Vázquez, es un testimonio de la perenne búsqueda de la poesía a través
de la palabra, de la necesidad del poeta en decir lo suyo, a pesar de todo el
arte que existe, a pesar de toda la poesía que ya nos ha sido revelada: «¿Para
qué escribir si todo ya está dicho: / en tu presencia, en tu ausencia, / tu
palabra y también, dolorosamente, tu silencio». El poeta no se resigna a
la mudez e interpela a la poesía y a las posibilidades del verbo, a las bellas
resonancias de esa palabra que, en este poemario, ha sido consagración,
plegaria, instante fugaz del poema en la eternidad de la poesía.