José María y Corina lo habían conversado en alguna de sus tardes de té y facturas: toda muerte engendra ausencias y cada ausencia es un pedazo de muerte que se adhiere para siempre a nuestra piel de solos.
(De El perpetuo exiliado, 2016).
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lunes, julio 11, 2022

Noticias sobre el microrrelato

(Foto Raúl Vallejo, 2022)

            Los microrrelatos son textos caracterizados por narrar historias de ficción de manera concisa; trabajan con la intertextualidad y aprovechan el conocimiento previo de quien lee pues la referencialidad cultural economiza explicaciones; los personajes son descritos a grandes rasgos y pocas palabras sirven para retratarlos; la ambigüedad de la trama enriquece el sentido de los textos y los mismos demandan una lectura espaciada, toda vez que quien lee debe estar en permanente diálogo con quien escribe. La argentina Ana María Shua ha planteado los límites del microrrelato desde la invención geográfica: al norte, el territorio del cuento que empieza después de las 300 palabras; «al sur, el país del chiste. Al este, las vastas praderas un poco monótonas del aforismo, la reflexión y la sentencia moral, algunos con sus pozos de autoayuda espiritual incluida. Al oeste, el paisaje bello y atroz, siempre cambiante, de la poesía»[1].

            La tradición del microrrelato es antigua, aunque el género no haya tenido la visibilidad teórica de la que hoy goza por sí mismo. Si bien el célebre microcuento «El dinosaurio», de Augusto Monterroso, es cita obligada al hablar del género[2], debemos anotar que Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares publicaron en 1955 la antología Cuentos breves y extraordinarios en donde recopilan y reescriben cuentos y fragmentos de diversas épocas y tradiciones literarias para elaborar una memorable colección de microrrelatos. Luisa Valenzuela, escritora ella misma de microcuentos en, por ejemplo, Libro que no muerde (1980) o Aquí pasan cosas raras (1976), habla de los cultores del microrrelato que, como toda secta, tienden a la purificación, iluminación y reintegración: «una buena dosis de iluminación es imprescindible para captar esa chispa que generará la mini historia. Imprescindible también es la purificación del lenguaje, nadie puede negarlo. Y la reintegración ahí cada cual pondrá su granito de arena»[3].

Una secta que, en nuestra América, tiene un cofrade primigenio en el mexicano Julio Torri (1889-1970) que, en 1917, publicó Ensayos y poemas; en 1940, De fusilamientos; y que, en 1964, los reunió junto a Prosas dispersas en el volumen Tres libros.[4] Los textos de Torri, que ingresó como miembro de número a la Academia Mexicana de la Lengua en 1953, son micro ensayos, aforismos, poemas en prosa y verdaderas gemas del microrrelato que poseen todas las características del género. En 1917, Torri ponderaba el ensayo corto: «El horror por las explicaciones y amplificaciones me parece la más preciosa de las virtudes literarias»[5] y, al mismo tiempo, nos entregaba piezas breves cargadas de humor como «Fantasías mexicanas» y de ironía como «A Circe», en donde el marinero decidido a perderse decide no hacerse atar al mástil frente a la isla de las sirenas: «¡Circe, noble diosa de los hermosos cabellos! Mi destino es cruel. Como iba resuelto a perderme, las sirenas no cantaron para mí»[6].

En nuestro país, el microrrelato se expresó, en un comienzo, sin plena consciencia de su condición genérica. En 1918, Medardo Ángel Silva publicó, en las revistas Ilustración y Patria, textos breves que bordean la frágil línea divisoria de la prosa lírica y el microrrelato. No obstante, hay algunos que tienen la narratividad suficiente como para que podamos hablar de un microcuento. El mundo clásico griego es el escenario de las historias del tríptico «Tanagras», las nostalgias del amor que es ausencia es asunto de «Parque vesperal» o «Las miradas», o las historia en que la Muerte se presenta ante el narrador para anunciarle la visita definitiva según la anécdota de «El viaje» o «La visita de la muerte», que cito:

 

La muerte vino a visitarme la otra noche. La anunció en la casa desierta un lento escalofrío que alargó, como suspiros de oro, las llamas rojas de las lámparas.

—Emperatriz vestida de sombras —dije— mi vida es como un fruto harto en sazón para tu cosecha. Terminé mi labor amargamente y nada espero. Mándame y seré contigo.

—Vengo por un niño y una novia —me respondió—.

Y sus pasos alados se oyeron en la noche.[7]

 

Asimismo, hay dos textos de Pablo Palacio que están al comienzo y al final de Un hombre muerto a puntapiés (1927): el del comienzo dice: «Con guantes de operar, hago un pequeño bolo de lodo suburbano. Lo echo a rodar por esas calles: los que se tapen las narices le habrán encontrado carne de su carne»; y, el del final, dice así: «Después de Todo: a cada hombre hará un guiño la amargura final. Como en el cinematógrafo —la mano en la frente, la cara echada atrás—, el cuerpo tiroides, ascendente y descendente, será un índice en el mar solitario del recuerdo»[8]. Al parecer, solo en la primera edición del cuentario de Pablo Palacio constan estos dos textos en el índice con títulos individuales como si fueran dos cuentos más; no así en las ediciones posteriores en donde, por lo general, estos dos textos aparecen como exergo y colofón del libro.

Esta es una parte de la tradición que antecede a Jorge Dávila Vázquez y sus contemporáneos cultores del microrrelato como Oswaldo Encalada Vásquez, con Los juegos tardíos y La muerte por agua (ambos de 1980) y Abdón Ubidia, con Divertiventos (1989) entre otros. Más adelante, se incorporan los nombres de Huilo Ruales Hualca, con Smog. Cien grageas para morir de pie (2006), Marcelo Báez Meza, con Bonsais (2010) y la segunda parte de Lienzos y camafeos (2011), Edgar Allan García, con 333 micro-bios (2011), y Solange Rodríguez Pappe, con Balas perdidas (2010) y Levitaciones (2019), a quienes nombro porque han trabajado libros de microrrelatos. Además, para quienes gustan del género, pueden encontrar en la Antología del microcuento ecuatoriano (2019), editada por Luis Aguilar Monsalve, un muestrario que da cuenta de un género cultivado de manera significativa en nuestra literatura contemporánea.

 

 

PS: Este artículo es un segundo extracto del discurso de recepción que ofrecí con motivo de la incorporación de Jorge Dávila Vázquez como Miembro de Número de la Academia Ecuatoriana de la Lengua, el viernes 17 de junio, en el Aula Magna, de la Universidad de Cuenca. En esta entrega me he concentrado en algunas notas sobre el microrrelato en tanto género literario.



[1] Ana María Shua, Cómo escribir un microrrelato (Barcelona: Alba Editorial, 2017), 32.

[2] «El dinosaurio» apareció en Obras completas (y otros cuentos) (Ciudad de México: Imprenta Universitaria, 1959).

[3] Luisa Valenzuela, «Intensidad en pocas líneas», La Nación, 2 de febrero de 2008, acceso 13 de junio de 2022, https://www.lanacion.com.ar/cultura/intensidad-en-pocas-lineas-nid982849/

[4] Julio Torri, Tres libros (Ciudad de México: Fondo de Cultura Económica, 1964).

[5] Torri, «El ensayo corto», en Tres libros, 18.

[6] Torri, «A Circe», en Tres libros…, 3.

[7] Medardo Ángel Silva, «La visita de la muerte», en Obras completas (Guayaquil: Publicaciones de la Biblioteca de la Muy Ilustre Municipalidad de Guayaquil, 2004), 387.

[8] Pablo Palacio, «Con guantes de operar» y «Después de Todo», en Un hombre muerto a puntapiés (Quito: Imprenta de la Universidad Central, 1927), 5 y 141.


lunes, junio 20, 2022

Jorge Dávila Vázquez y su reino de lo breve


La imaginación anida y emerge desde lo profundo de los sueños, ella multiplica la existencia del mundo de lo fantástico, su bestiario y sus ángeles, la frontera sutil entre los vivos y los fantasmas que transitan en la muerte; en la narrativa de Jorge Dávila Vázquez, la imaginación también descubre los intersticios que yacen en lo oculto de la cotidianidad, libera las posibilidades discursivas de la ucronía y la escritura transforma todo aquello que el imaginero sueña en la realidad ficcional del texto literario. Jorge Dávila Vázquez nos ha mostrado su maestría en el reino de lo breve en su abundante producción literaria de microrrelatos.

El diálogo intertextual con el mundo clásico griego es una constante en los microrrelatos de Dávila Vázquez que él desarrolla ampliamente en la sección «De la antigüedad», de Arte de la brevedad. Por ejemplo, Dávila Vázquez recrea a Circe, con su característico humor y su profundo conocimiento de la mitología griega, en «Tríptico de la Odisea»: «Vendió todo y se fue de la isla, nadie sabe a dónde. Parece que la partida de un marinero y su gente, con quienes pasaban ella y sus amigas agradables veladas, la desquiciara. Ahora, hay en su casa una fábrica de embutidos»[1]. Su reinterpretación de los mitos, de la vida de dioses y semidioses es también una manera de exponer una poética que se nutre de la imaginación de los relatos orales, insertos en la tradición literaria o en los decires de provincia. Además, ha trabajado el tema de la frontera deleznable entre la muerte y la vida que siempre es cruzada a uno u otro lado por la palabra del poeta. Así, en «El cruce de la Estigia», el viejo ciego que ha subido a la nave le dice a Caronte que no tiene oro, pero puede contarle una historia: «Y suelta los remos para escuchar mejor la historia de unos despiadados guerreros que llegaron a Ilión, la de las altas murallas, desde las islas lejanas, para rescatar a una bella mujer, raptada por un príncipe hermoso y cobarde…»[2].

Dávila Vázquez, que es uno de los principales exponentes del microrrelato en nuestro país, transita en el género, además de lo que ha sido dicho, con la levedad de espíritu de su narrativa, el humor corrosivo, la transgresión de la realidad cotidiana para instalar en ella el mundo de los fantástico, y un permanente diálogo intertextual con el arte de la música. La sección «Rumores de música» es un armonioso conjunto de textos que devela el sentido de la música como representación de la conducta humana; así está en ese texto que conjuga lo sublime y lo prosaico, desde la delicada vanidad de una flauta: «Tiembla ante el sonido del oboe, pero no soporta que el hombre que lo toca saque la boquilla llena de saliva, de tiempo en tiempo, y la sacuda allí mismo, junto a donde ella intenta cantar como un pájaro en medio de la marea de la orquesta»[3]. Los valses de ruptura, además de compenetrar la palabra con el ritmo musical, nos ofrecen metáforas en las que se conjugan el arte y la vida y esa angustia de saber si conseguirá la belleza deseada que siempre atormenta al artista: «… como esta composición, tan intensa y al mismo tiempo tan efímera, tan llena del espíritu de un ser como nosotros, artista, dueño de unas pasiones oscuras y aparentemente eternas, y, como los dos, permanentemente atormentado por lo imposible».[4]   

 Leer los microrrelatos de Dávila Vázquez es disfrutar de un diálogo intertextual exquisito y de un estilo que cuida la palabra como una joya expresiva. En sus textos breves deambulan fantasmas que se vuelven seres cotidianos, van cargando su inocencia los ángeles en sus diversas manifestaciones y tienen lugar los mundos utópicos y los bestiarios que los pueblan. Una sobremesa en la que los comensales niegan la existencia de los fantasmas termina así: «Todos estuvieron de acuerdo, y Dora estaba a punto de excusarse, cuando vio que empezaban a desvanecerse, y habría dado un alarido de esos que hielan la sangre en ciertas películas de miedo, si ella misma no hubiera sido parte del alegre grupo de espectros»[5]. Un ángel petrificado, afuera de la iglesia del pueblo de Balbanera, se volvió de piedra al contemplar la violencia inmisericorde del zurriago de un latifundista contra un campesino; Dávila Vázquez, que ha convertido la rumorosa oralidad en una fuente del narrador de sus historias le da una vuelta de tuerca al desenlace de la historia e introduce un elemento de honda repercusión política: «Claro que otros dicen que se volvió de piedra el día en que vio levantarse del suelo, todavía sangrante a su protegido, al que el señor maltrataba salvajemente, hundirle una hoz en el corazón y correr sin rumo, como enfebrecido o ebrio. Es posible»[6]. Y, como fórmula de una poética de la imaginación, el mundo utópico de Chatt-Daut y los seres que pueblan el bestiario del autor existen porque están en la escritura: «Total. Daut, la esplendorosa, puede muy bien existir con solo que alguien crea en ella»[7].

Leer la narrativa breve de Dávila Vázquez es un goce estético que engarza la mitología clásica griega desacralizada, el arte musical entrelazado con la palabra literaria y el mundo de lo fantástico construido con utopías, fantasmas, ángeles y bestiario propios; se expresa a través de un sentido del humor ácido que ayuda a sobrellevar la tristeza; construye la memoria del mundo y la vida y la atraviesa de nostalgia; finalmente, invoca a los sueños y libera a la imaginación para que la vida continúe esparciendo bellezas en las cotidianidades prosaicas.

Termino estas reflexiones alrededor del reino de lo breve de Jorge Dávila Vázquez celebrando el giro irónico, característico de su escritura literaria, con un texto de la sección «Micro-micros» de su más reciente libro Días de la vida (2022): «Discurso: una hora. ¿Risitas? ¿Bostezos? ¿Sueño? ¡Qué gran pieza oratoria!»[8].  

 

P.S.: Este artículo es un extracto del discurso de recepción que ofrecí con motivo de la incorporación de Jorge Dávila Vázquez como Miembro de Número de la Academia Ecuatoriana de la Lengua, el viernes 17 de junio, en el Aula Magna, de la Universidad de Cuenca. En esta entrega me he concentrado en las características de los microrrelatos del autor cuencano. La próxima entrega abordará las características del microrrelato en tanto género literario. Leer el discurso completo



[1] Jorge Dávila Vázquez, «Tríptico de la Odisea. Circe», en Este mundo es el camino, 2da. ed. (Cuenca: Casa de la Cultura Ecuatoriana, núcleo del Azuay, 1985), 107. La fotografía que ilustra esta entrada es mía.

[2] Dávila Vázquez, «El cruce de la Estigia», en Arte de la…, 95.

[3] Jorge Dávila Vázquez, «Flauta», en Minimalia. Cien historias cortas (Quito: Editorial El Conejo, 2005), 12.

[4] Dávila Vázquez, «Vals sentimental Opus 51 No. 6», en Minimalia…, 41.

[5] Jorge Dávila Vázquez, «Los fantasmas existen», en Danza de fantasmas (Quito: Grupo Editorial Norma, 2011). 13.

[6] Jorge Dávila Vázquez, Acerca de los ángeles (Cuenca: Imprenta Monsalve Moreno, 1995), 16.

[7] Jorge Dávila Vázquez, «El esplendor. (Mito de la época media)», en Cuentos breves y fantásticos (Quito: Editorial El Conejo, 1984), 20.

[8] Jorge Dávila Vázquez, «Discurso», en Días de la vida. Cien microcuentos (Cuenca: Universidad del Azuay / Casa de la Cultura Ecuatoriana, núcleo del Azuay, 2022), 121.


domingo, octubre 24, 2021

Liturgia de poesía, vida y fe

           


«¿Qué es la poesía / sino un estado de gracia?»[1], se interroga la voz del poeta y nos entrega la imagen de Adán, en el gesto de aquel que emerge al mundo, en el fresco celestial de la Capilla Sixtina, y del que, en ese nacimiento, del cuerpo frágil y fugaz, está tocando la gracia divina y se vuelve inmortal en la eternidad del arte. Ese estado de gracia se sostiene en la mirada del mundo y sus cosas sencillas, en la contemplación de la naturaleza como la obra de Dios, en la aceptación del ser finito y trascendente a la vez; en la escritura poética como don y ofrenda: «…lo mejor de la vida / lo iluminó / un estado de gracia / que emergía de nuestra propia NADA»[2]. Misa del cuerpo, de Jorge Dávila Vázquez, es liturgia de la poesía, celebración de la vida y de la fe de su autor. Un poemario para meditar sobre el arte, la finitud del cuerpo y la trascendencia del espíritu.

            El libro se abre con la «Poética 1», cuya voz lírica interpela el sentido de lo fugaz y de lo eterno a partir de imágenes de lo natural cotidiano como el gusano y la mariposa, la estrella y la luciérnaga. El poema trabaja la paradoja de la existencia de la fugacidad y lo eterno en la naturaleza misma que envuelve la existencia humana: «Fugaces las palabras, pero también eternas, / Eterno el vuelo de la gloria y, sin embargo, efímero»[3]. Así, la fuente de Narciso se empaña un instante por la muerte, que es eterna, y el aleteo de la mariposa, que es fugaz, condensa en su vuelo el sentido de toda una vida. El poemario es una liturgia de la poesía atravesada por la memoria que perdura en la palabra de quien es efímero en el tiempo y en la noción paradójica del ser eterno y fugaz.

            Hay un verso en esta sección que es el testimonio de la eternidad del amor del hijo en el tiempo finito de la existencia física de la madre: «la imagen de la madre vuelve siempre, no importan ni los años, ni la muerte»[4]. La línea poética, de intenso lirismo, nos lleva a los dolidos versos de «Fragmento del libro de la madre» (2005), elegía que comienza con una imagen que da cuenta de la intensidad de la pena: «La vida, madre, como una espada / me ha partido en dos» y, termina, en el abrazo dolido del hijo y la madre que se enfrentan a la separación definitiva: «Porque la vida en este golpe, madre, / nos ha cortado, en dos, como una espada»[5]. Esta permanencia de la madre en la vida del poeta se halla también en el «Introito», de la Misa, en donde su presencia es fuente de gratitud y espacio en el que cabe el transcurrir del hijo: «Ana, tres letras, apenas, / y todo un universo vivo en ellas»[6].      

            Estamos, asimismo, ante un libro que celebra la vida del ser humano, pletórica de arte, en el tiempo de su ocaso y expone la condición precaria del cuerpo frente a su propia fragilidad. En «Gripe», los síntomas convierten al cuerpo en un amasijo de carne en indefensión; la metamorfosis que ocasiona la fiebre lleva al cuerpo a un estado de postración en el que la condición humana parece devenir monstruoso insecto vapuleado por el peso de la existencia:

 

Larvado, orugado, envuelto en mi propia fiebre y mis pequeños

dolores absurdos,

siento que viene la metamorfosis, llega:

nunca crisálida, mariposa jamás,

talvez solo transformación de la parentela de Gregorio Samsa.[7]

   

            No obstante, esa angustia que se concentra en los silencios nocturnos de un hospital, como un claroscuro de la vida misma, se transforma en esperanza con la claridad del día siguiente. Hay una reminiscencia romántica que, con nostalgia, expresa su fe en la vivacidad de la naturaleza. Los elementos de un mundo bucólico emergen de las sombras nocturnas e irrumpen en la urbe y el hospital, esa institución que democratiza el dolor y la enfermedad, para instaurar la esperanza vital: «Pero el amanecer se llena de sonidos de pájaros. / Llegadas son la luz y la armonía»[8].

            El arte atraviesa la vida del poeta. La danza es añorada desde la imposibilidad del cuerpo propio para desplazarse en el vuelo, la gracia y la fuerza del sublime movimiento de las bailarinas, de los bailarines; arte del cuerpo estilizado que provoca la admiración y la envidia retórica del poeta con su cuerpo sedentario a la espera del milagro de la belleza en movimiento:

 

Yo, tan terreno, mi Dios, tan afincado en este mundo

de polvo y de raíces, he sufrido el gozo

de estas envidias, como codicié la magia de Nureyev

y su princesa Aurora, la señora Fontayn,

como miraba boquiabierto

el aleteo de la inmortal Alicia Alonso

y me deleitaba con la menuda figura voladora

de Barishnikov en El Cascanueces.[9]

 

            Es también en el canto operático en donde sucede el milagro. Yo soy el humilde servidor del Genio creador. ¿Quién que anhela el arte no sacrifica su propia libertad en el ara de la creación artística? El poeta rememora la romanza de Adriana Lecouvreur —el hablante lírico nombra a Mirella Freni como intérprete— como punto de partida de la palabra poética que conjuga la música, el canto, la poesía y sus artistas: «seres fugaces / como todo lo humano / seres eternos, hacedores del arte»[10]. Y, asimismo, es la música la que todo lo llena con su belleza pura. En la búsqueda ansiosa del poeta de un concepto que defina el amor, aquel ensaya múltiples aproximaciones; una de ellas enlaza al amor con la música, creando un vínculo esencial: «Esa emoción que te inunda / y te quita la palabra, pero te llena de música por dentro»[11].

            Finalmente, la poesía de Dávila Vázquez es una conmemoración de la fe de su autor a través de la palabra poética, que es también la palabra profética que agradece la presencia de Dios en la vida y en la trascendencia del ser humano. La sección central del poemario, «Misa del cuerpo en el ocaso», nos remite al prefacio de La palabra, el silencio (2004), de cuyos poemas Jorge dijo: «Son un público acto de fe, y también un conjunto de mínimas plegarias y meditaciones»[12]. En dicho poemario, el poeta se entrega a Dios, en culto poético, desde un comienzo: «Señor: / No soy Moisés, / sin embargo / la zarza ardiente / aún crepita / en mi sangre»[13]. Recorre la vida de Jesús y nos ofrece unas imágenes de la pasión que terminan con el reconocimiento del sentido que tiene el santo sepulcro, esa tumba vacía que «es nuestro signo, / nuestra fe inconmovible / nuestra esperanza / de resucitar / también / con Él un día»[14]. Es, justamente, esta certeza de la fe, la que va a estar presente en la ceremonia del cuerpo, en decadencia física, confrontado con su final.

            La misa poética se abre con una invocación. El poeta presiente la cercanía inevitable del fin del cuerpo, la voz habla desde la aceptación de esta realidad que nos iguala a todos, con palabras que estremecen por el eco moral que generan en quien las lee: «Hay luz, todavía, es verdad, / pero ya nunca más ese esplendor de la mañana»[15]. El cuerpo y sus males físicos, la memoria del dolor y esa parte oscura de nosotros mismos que es inconfesable. Esta certeza de finitud demanda una estancia final de la palabra, una manera de meditar sobre la vida, de cara a la muerte: «¿Tendré la fuerza para entonar mi cántico, / quizás el último, antes de acogerme al silencio, / que me tienta y persigue, persigue y tienta, / desde hace tiempo?»[16]. Pero, el poeta cree en la trascendencia del ser humano, cree en la redención del espíritu luego de que la vida terrenal se haya consumado. Por eso, su voz se eleva en los versos finales del «Introito», como se elevaban las plegarias de los profetas atormentados:

 

Y en el todo y la nada,

en el sonido y el silencio,

revelándose sutil, perennemente,

Tú, mi Señor,

mi sostén en la caída,

mi secreta llama

en medio de las sombras… ¡Tú![17]

 

            En la liturgia, en el momento de aceptar nuestra condición de pecadores podemos reconocer que en el milagro de la cruz reside la redención del género humano. El poema «Confiteor» es un texto hermoso por la estremecedora verdad de sus versos. La palabra poética desnuda el alma del poeta contemplando la vida desde el ayer en un instante en que el cuerpo mira a la muerte en el mañana: «Confieso que he sido / siempre débil ante todo / lo hermoso». Confesión tremenda, en términos de la ortodoxia católica, que cuestiona el sentido mismo de la moral del catecismo y la vuelve ancilar de la estética, que descree de aquella. El poeta, además, reconoce lo que guarda, inconfesable, en sí mismo: «me atrincheré en silencios / duros e indomables, / de los que ya no lograré / salir jamás»[18]. Por eso, su fe en la redención lo lleva a invocar al Único capaz de perdonar esa condición de pecador que se confiesa, que se arrepiente, con humildad y recogimiento: «y tiéndeme tus brazos / para que no caiga en lo oscuro / sino me llene de la luz inmortal / en la hora última»[19].

            Pero en medio de la decadencia de la carne que clama por la piedad divina, existe un cántico a la naturaleza, lo humano y el arte en el «Gloria». Las pequeñas manifestaciones de la naturaleza: una flor, un arroyo, el trino de las aves; la sencillez de la vida del ser humano: su infancia y la esperanza; y en la belleza, que todo lo envuelve, del arte en sus variadas expresiones: las piedras del gótico, los frescos de Miguel Ángel, la música sacra, toda la música, siempre, la poesía mística y la letra del ingenio literario del mundo. Al final, el poeta glorifica a Dios en lo bello, ese concepto que encierra su condición de pecador y que, al mismo tiempo, lo redime, expandido en la plenitud del arte:

 

en todo cuanto habiendo sido

sueño, imaginación,

se encarnó en obra de arte. ¡Gloria a Ti, Señor,

Uno y Trino,

Tú, que iluminas

la mente y el corazón del hombre,

desde siempre

hasta siempre, Gloria![20]

 

            El poema es un cántico de gratitud del poeta que da en ofrenda su palabra, que alaba la obra del Creador y llega al éxtasis en el momento esencial de la fe, que es la consagración. Esta liturgia poética es una reafirmación de una fe que se ha construido en la belleza del arte, en la contemplación de la naturaleza, en la vivencia de las cosas sencillas del mundo y en los afectos del amor cotidiano. El poeta vislumbra al universo en su eternidad como el espacio infinito en donde se realiza el sacramento de la fe:

 

Cuando, desde la eternidad

se escucha la fórmula sagrada:

«¡Este es mi Cuerpo, mi Sangre es esta!»,

se estremecen las galaxias,

tiemblan los siglos

y, sin embargo, el milagro se repite

a cada instante y en los lugares

más remotos que imaginarse pueda.[21]

 

            Hacia el final de la liturgia, luego del sacrificio del cordero pascual, que en el poema es la ratificación de la inocencia que carga en sí la culpa del mundo para la redención de ese mismo mundo, nuevamente aparece el cuerpo cercado por la enfermedad, abrumado por su propia decadencia física, enfrentado a la única verdad sin atenuantes que es la muerte. Pero la fe en Dios es lo único que conduce a la trascendencia del espíritu. La belleza de lo tremendo, que es una de las posibilidades del arte, se magnifica en esta estrofa de «Ite, Missa Est» con la imagen del cuerpo desvaneciéndose, convirtiendo su llama en humo:

 

Y, lentamente, el cuerpo

se irá consumiendo como un cirio,

desaparecerá en el aire

como una nube de incienso,

como un puñado de sal en el mar,

como unas lágrimas

en medio del desierto.[22]

 

            Misa del cuerpo, de Jorge Dávila Vázquez, es un testimonio de la perenne búsqueda de la poesía a través de la palabra, de la necesidad del poeta en decir lo suyo, a pesar de todo el arte que existe, a pesar de toda la poesía que ya nos ha sido revelada: «¿Para qué escribir si todo ya está dicho: / en tu presencia, en tu ausencia, / tu palabra y también, dolorosamente, tu silencio»[23]. El poeta no se resigna a la mudez e interpela a la poesía y a las posibilidades del verbo, a las bellas resonancias de esa palabra que, en este poemario, ha sido consagración, plegaria, instante fugaz del poema en la eternidad de la poesía.



[1] Jorge Dávila Vázquez, Misa del cuerpo (Quito: Casa de la Cultura Ecuatoriana Benjamín Carrión, 2021), 113. La fotografía del libro que ilustra esta entrada es mía.

[2] Jorge Dávila Vázquez, Misa…, 125.

[3] Jorge Dávila Vázquez, Misa…, 28.

[4] Dávila Vázquez, Misa…, 29.

[5] Jorge Dávila Vázquez, Río de la memoria (Cuenca: Sínsula Editores, 2005), 97 y 101.

[6] Dávila Vázquez, Misa…, 82.

[7] Dávila Vázquez, Misa…, 37.

[8] Dávila Vázquez, Misa…, 39.

[9] Dávila Vázquez, Misa…, 48.

[10] Dávila Vázquez, Misa…, 73.

[11] Dávila Vázquez, Misa…, 61.

[12] Jorge Dávila Vázquez, «La palabra, el silencio», en Temblor de la palabra. Antología poética (Quito: Casa de la Cultura Ecuatoriana Benjamín Carrión, 2009), 279.

[13] Dávila Vázquez, «La palabra, el silencio», 281.

[14] Dávila Vázquez, «La palabra, el silencio», 309.

[15] Dávila Vázquez, Misa…, 81.

[16] Dávila Vázquez, Misa…, 79.

[17] Dávila Vázquez, Misa…, 84.

[18] Dávila Vázquez, Misa…, 86.

[19] Dávila Vázquez, Misa…, 87.

[20] Dávila Vázquez, Misa…, 93.

[21] Dávila Vázquez, Misa…, 104.

[22] Dávila Vázquez, Misa…, 109.

[23] Dávila Vázquez, Misa…, 71.