José María y Corina lo habían conversado en alguna de sus tardes de té y facturas: toda muerte engendra ausencias y cada ausencia es un pedazo de muerte que se adhiere para siempre a nuestra piel de solos.
(De El perpetuo exiliado, 2016).

lunes, enero 13, 2025

Notas de lectura II

Monólogo del dolor sin tregua

 

Mi pe(o)rversión, de Marialuz Albuja, es una novela breve, dura y dolorosa, que no da respiro, estructurada como una puesta en escena en el que una hija protagoniza una diatriba contra la madre y, al mismo tiempo, se ve a sí misma en una encrucijada vital. Por su lado, la madre confronta con su propia voz a la hija en un enfrentamiento despojado de piedad. Los reclamos de ambas están cargados de odio: la hija, que resiente lo que considera el abandono de su madre; la madre, que juzga como un fracaso toda la vida la de su hija. El lenguaje de la novela está marcado, en momentos climáticos, de una intensa como desgarradora poesía con el que la narradora protagonista explora la culpa propia, su infelicidad, el fracaso amoroso y la conflictiva relación con su madre. La dureza sin matices atraviesa el texto de principio a fin. Al comienzo de la novela, la hija contempla a su madre, que ha muerto, con una mirada cruel frente a la mujer que no fue capaz de pronunciar el nombre de la hija con amor: «Mamá con los ojos desorbitados y el vómito sobre la túnica escogida para la muerte. Majestuosa, grotesca, mamá, pintura medieval para el desgarramiento. Dos bolas blancas sus ojos […] Yo el peso muerto que la arrastró a fondo de agua»[1]. A la protagonista la envuelve el fracaso de una vida triste, sin alivio: odia a la madre, sus relaciones de pareja terminan mal, no concluye sus estudios, su vida laboral es precaria, el cáncer la amenaza, ella misma está envuelta por el caos de la depresión. Esta novela de tan dolorosa trama, conectada con la poesía de su autora[2], se sostiene en el esplendor de su escritura, en la meditación a la que obliga a sus lectores: «Y en el fondo hay silencio. Es allí donde el mundo se vuelve lenguaje» (60).

 

 

Una indagación sobre la vida de Kafka

 

Las palabras del aire vacío, de Jeovanny Benavides, es una novela biográfica sobre Franz Kafka en la que la oposición de la vocación literaria del protagonista se enfrenta a los rígidos cánones familiares, la esencia burocrática del mundo del trabajo y a la dificultad para la vida feliz con las parejas amorosas. En la novela, que ganó la I Bienal de Narrativa Eliécer Cárdenas Espinosa, la vida de Kafka está signada por una interrogante que también atraviesa su obra literaria: «¿Y si todo lo que vivimos es una ficción, un gran teatro del absurdo recreado en las pesadillas de un Dios loco y enfermo?»[3]. El autor confronta el fracaso de las relaciones amorosas de Kafka con la necesidad de realizar su vocación literaria y la literatura, entonces, se convierte en la excusa para su incapacidad de construir relaciones de pareja: «Cada vez que comprometía el corazón dejaba de escribir. ¿No era acaso a señal que tanto esperaba para saber que no estaba hecho para el amor?» (149). Lamentablemente, las mujeres que amaron a Kafka, en esta biografía novelada, pasan por su vida como personajes secundarios y planos. La omnipresencia del padre en la vida de Kafka está bien lograda en el texto de Benavides y su relación conflictiva y cargada de odio llega a un momento climático cuando Kafka, en la estación de Praga, vomita sangre encima de su padre. Al verlo bañado de pies a cabeza le dice, repitiendo las palabras que, minutos antes, Hermann le había dicho luego de reprocharle su relación con Milena: «¡Mírate ahora, pobre infeliz, mírate cómo estás! Adiós, padre mío» (155). La novela, que da cuenta de una valiosa investigación bibliográfica, tiene un tono narrativo fluido y es de lectura placentera, aunque la propuesta biográfica que desarrolla es tradicional y mantiene los tópicos ya conocidos de la vida y obra de Kafka.

 

 

Historia de amor y desamor en una sociedad patriarcal y homofóbica

 

Corazón en bandolera, de Silvia Vera Viteri, es una novela breve sobre el amor y el desamor que desarrolla situaciones conflictivas sobre la ruptura de la pareja; está enmarcada en los prejuicios sociales ante el amor lésbico y en la existencia de una estructura de justicia patriarcal alrededor de la institución del matrimonio. La novela cuenta la historia de Tamara que, casada con Xavier, que ha sido su enamorado desde los años colegiales, termina su matrimonio al encontrar un amor diferente y libre con Muriel, una exitosa empresaria española. Tamara se rompe anímicamente cuando Xavier la acusa de abandono del hogar y pretende quitarle la custodia de sus dos hijos Adrián y Juliana. Tamara, por tanto, se tiene que enfrentar a la incomprensión familiar, al abandono de los amigos y a un juicio de divorcio en donde tiene todas las de perder, aunque cuenta con aliados como su hermano Antonio, un par de amigos y la militancia feminista de su abogada. La novela, cuya verosimilitud es consistente, está narrada con una voz narrativa omnisciente que cuenta la historia de un modo tradicional y que, algunas veces, se excede en la explicación de los sucesos con información de referencia que no contribuye al conflicto novelesco. La primera parte se abre con un momento intenso de la trama que es la audiencia de mediación, pero luego la tensión narrativa se diluye al describir la historia familiar y otros acontecimientos que poco contribuyen al conflicto novelesco. La segunda parte, en cambio, concentra el conflicto y eleva la tensión novelesca, aunque a ratos el tratamiento asume el lenguaje del melodrama. La cortísima tercera parte, casi un epílogo, es un cierre equilibrado del conflicto y un final esperanzador. Tamara ha reflexionado, capítulos atrás sobre su amor por Muriel: «Mi amor por Muriel es intenso, dulce, profundo. La vida por propia que sea no la hacemos solos, somos entre todos hacedores de nuestras vidas, en ese espacio soy un ser renacido. La libertad que hoy conozco iluminó su amor. Soy libre por eso la amo»[4]. Corazón en bandolera, título tomado de un verso de una vieja canción de Salvatore Adamo, es la historia de una mujer que expone su espíritu, sus sentimientos y su sexualidad y afronta las consecuencias de su libertad para amar.

 


[1] Marialuz Albuja, Mi pe(o)rversión (Guayaquil: UArtes Ediciones, 2024), 12.

[2] Me refiero a la sección «Autorretrato» de su estremecedor y hermoso poemario Doble filo (Sevilla: Editorial Renacimiento, 2023). Un texto que se comunica directamente con la voz narrativa de la novela dice: «esta que quiere envenenar a las palomas / soy / la peorversión de mis versiones / única forma de salvar lo que se pueda / aunque después nadie me invite a su banquete / porque escupí en la perfección del día» (23).

[3] Jeovanny Benavidez Bailón, Las palabras del aire vacío. La novela de Kafka (Cuenca: UCuencaPress, 2024), 143.

[4] Silvia Vera Viteri, Corazón en bandolera (Quito: El Ángel Editor, ¿2024?), 115.


lunes, enero 06, 2025

La revictimización de los cuatro niños de Guayaquil

Cortejo fúnebre de los cuatro menores de Las Malvinas, el 1 de enero de 2025. (Captura de pantalla del video de la periodista de Karol Noroña en su cuenta en X)

           
El 24 de diciembre, la jueza Tanya Loor declaró desaparición forzada el caso de los cuatro menores afrodescendientes del sector de Las Malvinas, en Guayaquil: Josué e Ismael Arroyo Bustos, de 14 y 15 años; Saúl Arboleda Portacarrero, de 15, y Steven Medina Lajones, de 11. Ese mismo día, se encontraron en las inmediaciones de la Base Aérea de Taura cuatro cadáveres calcinados y con señales de torturas. El 31 de diciembre, la Fiscalía informó que los restos encontrados pertenecían a los cuatro menores y formuló cargos contra dieciséis militares de la Fuerza Aérea acusados de haber perpetrado el crimen y un juez ordenó su prisión preventiva. El 1 de enero, más de mil personas, entre el desgarrador reclamo de justicia y el cántico del chigualo, acompañaron el cortejo fúnebre de los niños rumbo al Cementerio del Suburbio Ángel María Canals, en Guayaquil.

A los cuatro menores afrodescendientes les dieron muerte de varias formas. La primera fue con la captura, tortura, ejecución y cremación de sus cuerpos. Un crimen que fue posible de determinar por las evidencias abrumadoras del momento de su captura por parte de los militares, de su traslado en una camioneta de las FAE, el descubrimiento de los cuerpos quemados en los alrededores de la Base Aérea de Taura y la posterior identificación de sus restos. Esta ejecución cruel y el ánimo de desaparecer los cuerpos comprometen al Estado y al gobierno con la búsqueda de la verdad, el enjuiciamiento de todos los responsables, la reparación a las familias y a la comunidad, y la garantía de no repetición. Jan Jarab, representante para América del Sur del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos, según el portal electrónico de la ONU, declaró que la investigación de tan grave atropello debe ser independiente, sin presiones políticas y exhaustiva, abordando las eventuales responsabilidades del mando. Asimismo, subrayó que el fatal hecho «debe marcar un punto de inflexión en la forma de conducir la política de seguridad pública en el país».

Después del 8 de diciembre, desde el momento mismo en que los padres y los organismos de Derechos Humanos denunciaron la desaparición de los cuatro menores, el discurso del odio que se instaló en las redes sociales asesinaba a la par el buen nombre y la memoria de las víctimas. Cuando ya fue evidente que los militares se los habían llevado, la versión oficial decía que los menores fueron capturados luego de haber cometido un robo, cosa que el propio Fiscal desmintió durante la formulación de cargos. En las redes sociales, básicamente X-Twitter y las infames cadenas de WhatsApp, se desataron los mensajes de odio acusando falsamente a los menores de pertenecer a bandas criminales y trucaron fotos que presentaban a uno de los menores con tatuajes y armas. De manera infame, se tachó a los padres de negligentes y se dijo que todo era un complot político para denigrar a las Fuerzas Armadas. El crimen y la narrativa contra los cuatro menores de Las Malvinas, además, evidencia el racismo estructural de nuestra sociedad. Como dijera, en una entrevista para el programa The View, el 14 de julio de 2018, el actor afroamericano D. L. Hughley: «El lugar más peligroso para vivir para los negros es la imaginación de los blancos».

La narrativa para justificar el crimen de los militares ha sido consistente en deshumanizar a las víctimas asumiendo que, por su lugar de origen, su condición social y su color de piel, eran delincuentes o prospectos de sicarios. No satisfechos con esta narrativa racista y clasista, se quiso presentar el cortejo de los habitantes de Las Malvinas camino al cementerio como si fuera un acto de grupos delincuenciales: ni siquiera respetaron la ceremonia fúnebre y volvieron a darle muerte a los muertos. Enfrentando a esta narrativa de la granja de troles, la periodista Karol Noroña, que cubrió el entierro, escribió en su cuenta de X-Twitter: «Escoltadas con vecinos motociclistas, el retumbe de petardos —no armas—, música —y no amenazas—, las madres y los padres, las hermanas y los hermanos se fundieron en lágrimas y aplauso de quienes los acompañaron cantando chigualos de resistencia. El adiós afro a los angelitos».

  Y seguirán matándolos, aún después de muertos; seguirán revictimizando a las familias en la medida en no exista un proceso que permita verdad, justicia, reparación y garantía de no repetición, en el sentido en que señala la ONU en su portal electrónico. El crimen y la narrativa contra los cuatro menores de Las Malvinas, además, evidencia el racismo estructural de nuestra sociedad. Pero, resuena un canto en la voz del poeta Antonio Preciado: «Hoy saqué de la arena / un hueso que me ha pertenecido […] Pues bien, / me haré una flauta, / compondré una canción a mi asesino, / y la saldré a tocar / todas las lunas / a lo largo de todos los caminos»[1].



[1] Antonio Preciado, «Hallazgo», De sol a sol (Quito: Libresa, Colección Antares # 86), 142.


lunes, diciembre 30, 2024

María Carolina Geel: aproximaciones textuales a una homicida

Elisa Zulueta en el papel de Mercedes, en la película de Netflix El lugar de la otra (2024), dirigida por Maite Alberdi.

            El jueves 14 de abril de 1955, en el hotel Crillón, de Santiago de Chile, la escritora María Carolina Geel (1913-1996) asesinó a sangre fría a su amante Roberto Pumarino Valenzuela, de 28 años, con cinco balazos. En Cárcel de mujeres, que es crónica, testimonio y confesión, que Geel escribió durante su reclusión en el Correccional El Buen Pastor, ella meditó así sobre aquel momento: «Estábamos frente a frente, y yo, que nunca supe vivir, quedé sujeta a la vida; y él, que tan cabal se daba a ella, que nada sabía de ese otro modo de morir que tienen algunos, cayó. Cruzo las manos y me digo que fui yo quien volvió hacia él la muerte; yo, que levanté un arma mortal, y, en vez de aniquilarme, ¡lo hice morir!»[1]. Una película de Nelflix, El lugar de la otra (2024), dirigida por Maite Alberdi, me llevó a Las homicidas, ensayo y crónica policial, de Alia Trabucco Zerán; este, al cuento «Sangre de narices», de Lina Meruane, y, atravesándolos, el libro de Geel, pionero por su hibridez genérica. Un recorrido estético que hice para entender los motivos nunca aclarados de un crimen que, en todos los productos artísticos visitados, genera reflexiones filosóficas, curiosidad y empatía por la asesina y cierto desdén por la víctima.

            La película de Alberdi mira el suceso criminal de manera oblicua. La protagonista es Mercedes Arévalo (Elisa Zulueta), asistente del juez Veloso que lleva la causa. Mercedes, casada, dos hijos, clase media, vive un matrimonio armónico, pero con estrechez económica. Ella es una mujer silenciosa y sencilla que, al escuchar el testimonio de Geel y conocer el departamento de la escritora debido al encargo de una diligencia, comienza, poco a poco, a imaginar cómo sería ella viviendo la vida de Geel. Y, ya con la llave, va todos los días al departamento y se pone los vestidos de la escritora, usa su maquillaje, lee sus libros y diarios, se sienta en su escritorio, fuma sus cigarrillos, toma su baño, en síntesis, asume el lugar de otra persona y, por un tiempo, siente que protagoniza una vida glamorosa y, sobre todo, libre.

Al mismo tiempo, se desarrolla el proceso judicial de Geel, cuyo nombre civil es Georgina Silva Jiménez. En ese proceso, los testimonios en el juzgado caracterizan a la acusada como si ella también ocupara el lugar de otra persona. Tiempo después, cuando Geel queda libre, gracias al indulto presidencial, esta se topa con Mercedes, frente a su departamento, y en ese intercambio de miradas queda resumido la devolución de su lugar. Pero, Mercedes es ya una mujer distinta a la que vimos al comienzo de la película: en su mirada feliz hay determinación y libertad. En El lugar de la otra, María Carolina Geel es una homicida misteriosa que, sin saberlo, contribuye a la liberación otra mujer y, simbólicamente, de todas las mujeres que asumen su lugar.

           

            La película me llevó a Las homicidas, de Alia Trabucco Zerán, un ensayo y crónica policial, que, con un extraordinario trabajo de archivo, retrata a cuatro mujeres homicidas de Chile. A partir de los crímenes, Trabucco reflexiona sobre la violencia femenina, lo que no significa ni avalar el crimen ni pretender impunidad para las homicidas, y concluye que aquella violencia «pone en jaque las normas que definen qué es ser mujer y permite revisar críticamente las invisibles leyes del género»[2]. En el libro de Trabucco encontré el pedido que hace Gabriela Mistral, que había recibido el Premio Nobel de Literatura en 1946 y que se desempeñaba como Cónsul de Chile en Nueva York, en favor de María Carolina Geel. Mistral solicitó su indulto al presidente Carlos Ibáñez del Campo, el 13 de agosto de 1956: «Respetuosamente suplicamos a Vuestra Excelencia indulto cabal para María Carolina Geel, que deseamos [las] mujeres hispano-americanas. Será esta una gracia inolvidable para todas nosotras».

Trabucco señala el paralelismo entre el crimen de Geel y el intento de asesinato cometido por María Luisa Bombal, a la entrada del mismo hotel Crillón, el 26 de enero de 1941, cuando le propinó tres balazos a su examante Eulogio Sánchez Errázuriz, dejándolo gravemente herido. La conclusión, en este caso, fue que Bombal cometió el delito por celos y “privada de razón”, motivos por la que también fue indultada. Trabucco, entonces, considera que el homicidio de Geel es «un crimen por imitación, un asesinato donde una mujer copia y repite, como homenaje y apropiación, el delito perpetrado por otra» (126). Para Trabucco, los motivos de Geel para el crimen permanecerán ocultos tras las narrativas de los celos y el amor. Finalmente, Trabucco considera que el indulto presidencial es una muestra de cómo la sociedad patriarcal refuerza, simbólicamente, la desigualdad de género y desactiva el poder transgresor que habita en la mujer homicida: «La indultamos, señora, porque usted no es más que una mujer. Y es, de hecho, una mujer desarmada» (195).

            El libro me condujo a «Sangre de narices», un relato de Lina Meruane, incluido en su cuentario Avidez[3]. La voz narrativa de «Sangre de narices» mira a María Carolina Geel ya en la cárcel del Buen Pastor, en donde piensa en el crimen como una liberación de su destino matrimonial. El personaje se llama Carolina y recibe de su novio Roberto un hámster hembra al que bautiza como Georgina. Carolina le conseguirá un macho al que Georgina matará junto a sus crías. Este juego de humor oscuro evidencia aún más las contradicciones entre la escritora y lo que la sociedad espera de ella. Carolina, en su celda, lee una noticia que dice que ella mató y bebió la sangre del muerto. Carolina arruga la foto del periódico en la que ella abraza a Roberto y se la mete en la boca. «Mientras la masticaba levantó la cara hacia el ventanuco, un rayo de sol se colaba por una esquina y la escritora deshacía y se tragaba el artículo con su fotografía y entonces, súbita, miró directo al rayo y quedó encandilada». El cuento de Meruane subvierte el relato mediático de la época sobre el homicidio y encuentra la manera de nombrar el crimen cometido por una mujer, de tal manera que humaniza a la homicida y la saca de la esfera de la anormalidad y lo vampiresco.

           Atravesándolo todo, Cárcel de mujeres, ese libro genéricamente inclasificable de María Carolina Geel, se yergue como un texto en el que la autora, según Diamela Eltit, asume una mirada “panóptica” sobre los demás cuerpos encarcelados: «Así, se establece un ojo femenino doblemente privilegiado en la medida que, desde sus beneficios, transforma la mirada en escritura» (11). El libro, que cuando apareció se convirtió en parte del proceso judicial, es un testimonio sobre la vida en prisión, retrata los dramas personales de las mujeres presas en toda su humanidad, y es también una meditación abstracta sobre el crimen cometido por la autora. Insinúa que ese día, ella iba camino a morir, pero que la muerte torció el camino: «¿Iba, pues hacia el fin? Si iba, ¿qué transmutación animal degeneró mi voluntad?» (106). El libro, además, causó conmoción en su momento, pues daba cuenta de los amores lésbicos de las reclusas, pero, sobre todo, es un alegato de Geel acerca de su creencia de que el amor no es suficiente para «desplazar la espantosa miseria moral que el matrimonio llega a infiltrar en los seres» (81). Lo que queda, después de leer las meditaciones de Geel, es la sensación de que ese día, ella quería morir, pero que, un elemento insospechado, cambió el rumbo de los hechos e hizo que, en vez de morir, ella matara.

Los textos que he visitado sobre el crimen cometido por María Carolina Geel reflexionan sobre la aparente inexistencia de motivación para cometerlo y, al mismo tiempo, retratan a Geel en su condición de escritora y homicida. La empatía por Geel no implica la aceptación de su crimen, sino el señalamiento del carácter transgresor de una mujer homicida en una sociedad que solo acepta el papel doméstico y pasivo de la mujer y que, por tanto, convierte a una mujer homicida en una anormalidad monstruosa, despojándola de su condición humana. Sin embargo, en ninguno de los textos visitados pude encontrar algún tipo de pesar por la víctima que, en todos ellos, es un personaje secundario: curiosamente, la figura de la escritora homicida silencia e invisibiliza a su propia víctima. Geel, en su libro, medita sobre su condición de homicida: «De pronto el pensamiento cede y percibe que se puso a rebuscar y rebuscar, porque lo que quería de verdad en su desconsuelo el alma era que la muerte no fuese la muerte» (104). Pero la muerte es muerte y la escritura apenas un consuelo.



[1] María Carolina Geel, Cárcel de mujeres [1956], presentación «Mujeres que matan», de Damiela Eltit, y prólogo de la edición original de Hernán Díaz Arrieta, Alone, (Santiago de Chile: Editorial Cuarto Propio, 2000), 97.

[2] Alia Trabucco, Zerán, Las homicidas (Barcelona: Lumen, 2020), 199.

[3] Lina Meruane, Avidez (Madrid: Páginas de Espuma, 2023).