Cuando
alguien, que no es del oficio literario, conoce mi biblioteca me pregunta, con curiosidad
y cierta compasión, si he leído todos los libros que tengo. Años atrás, habría
repetido la anécdota que cita Walter Benjamin, en
Desembalo mi biblioteca,
sobre la respuesta que dio Anatole France: «No, ni la décima parte. ¿O es que
tal vez usted cenaría todos los días con su vajilla de Sèvres?». Desde que doné
la mitad de mis libros a la Biblioteca de la Artes, en 2022, estoy en un
momento de mi vida en el que creo que, siguiendo la metáfora de France, es
mucho mejor almorzar todos los días en la vajilla que consideramos más bonita —no
la de Sèvres, que nunca tendré; pero sí la de Carmen del Viboral, que compré en
Colombia—, antes que mantenerla guardada para contemplación de nadie. Puedo
decir, sin ninguna pretensión, que he compartido mis libros con alegría; en
parte, porque sé que ya no tendré tiempo ni siquiera para hojearlos; en parte,
también, porque soy consciente de que muchos de ellos están mejor en un estante
al servicio de otros y, además, porque considero que ya es tiempo de andar con un
equipaje algo más ligero.
Una biblioteca
que se va formando a lo largo de la vida es la acumulación de memorias de
situaciones personales, de gente que uno conoce, de nuestra condición de transeúntes.
Como todos aquellos que vivimos entre libros, tengo ejemplares que me han obsequiados
autores, que son amigos queridos, o colegas que uno conoce en los encuentros
del gremio. Tengo otros, la mayoría, que he comprado en las gangas de las ferias,
en puestos de libros usados y, por supuesto, en librerías en donde he pasado muchas
horas de mi vida hojeando libros que, finalmente, no voy a leer. ¿Qué voy a leer
en el futuro? ¿Qué releeré? No lo sé todavía con exactitud, pero sí sé que El
Quijote y García Márquez me acompañarán por motivos afectivos y académicos.
Sé también que quiero revisitar la tradición de la literatura ecuatoriana y, al
mismo tiempo, estar atento a nuestras nuevas palabras y también a las de la
patria de la lengua castellana. Tal vez, tendré menos tiempo y ganas de abrirme
a literaturas en otras lenguas, salvo lo indispensable, pero ¿qué es lo
indispensable? Si alguna certeza tengo es que escogeré mis libros más por el placer
de su lectura antes que por obligaciones de la profesión.
Seleccionar
los libros que donaría fue un continuo preguntarme sobre la necesidad de
tenerlos conmigo. Los bellos libros de arte de gran formato, esos que uno
disfruta con solo contemplar la portada y pasar sus páginas sin más motivo que
el placer de mirar: son libros que dan elegancia a la biblioteca, pero que sirven
más y mejor a quienes estudian arte. Enciclopedias en pasta dura, diccionarios en
varios tomos, libros en gran formato; en definitiva, fetiches para nuestro regocijo
intelectual, pero, también, objetos culturales para quienes investigan y estudian
el espíritu del mundo. Escoger qué libros se irían fue, al comienzo, un proceso
desgarrador; igual que arrancarse partes de uno e ir guardándolas en cajas que viajarán
con pedazos de nosotros a otros lugares. Yo recordaba cómo llegó el libro al
estante, qué sentido tuvo su adquisición, qué memoria lo mantenía hasta el
momento en que mi mano lo sacaba de su sitio y lo depositaba en una caja de
cartón. Ahora que escribo ya no duele, pero queda el vacío que se instala en un
costado con toda pérdida. Este duelo, como todo duelo, también pasa y saber que
el libro que una vez fue parte de mí está disponible, con una vida multiplicada
en otras, en una biblioteca pública a la que yo también puedo acudir es un
consuelo real.
No puedo
cargar a mis hijos y nietos con el peso de mis libros. En mis viajes, suelo
visitar librerías y he encontrado libros que nunca llegarán a nuestro paisito.
Antes, me enorgullecía de regresar con la maleta llena de libros como si imaginase
que un apocalipsis estuviera por venir y que solo mi biblioteca quedaría en
pie. Contra la noción optimista del progreso, estamos condenados a vivir en
este mundo que se está destruyendo a sí mismo y va camino a una sociedad distópica
esencialmente autoritaria, sin la ética espartana y con el fanatismo nazi, pero
los libros no van a desaparecer, al menos, en el tiempo que aún espero ser
parte de la vida. Por eso, la levedad, en una sociedad de exigencias cada vez más
pesadas, y la lentitud, en una cultura que ha glorificado la comida rápida,
se convierten en formas de resistencia; así, compartir los libros en el espacio
de una biblioteca pública es también compartir la gravedad del peso y del tiempo
con un prójimo que se hace preguntas y aún busca respuestas en los libros.
Termino este texto celebratorio del
Día del Libro con una reflexión sobre la duda entre donar o vender mi modesta
biblioteca. Me parece indispensable que las bibliotecas, públicas o privadas, tengan
un presupuesto, establecido anualmente, para adquirir fondos bibliográficos
particulares, pero son muy pocas la que disponen de ese dinero para invertir,
paradójicamente, en la razón por la que existen: es decir, en libros. No
obstante, he preferido donar mis libros, no porque crea que carecen de valor, sino
porque, justamente, los considero una posesión invaluable, un bien que no tiene
precio. Benjamin, en el escrito ya citado, dijo: «[…] el fenómeno de la colección,
al perder al sujeto que es su artífice, pierdo su sentido». Para cuando muera, y
espero que aquello no suceda mañana, los libros que aún conserve gozarán de la alegría
de ser donados a la misma Biblioteca de las Artes, como lo hemos decidido con
mi familia, y albergarán el desafío feliz de que sus lectores futuros descifren
la memoria de tanta vida en las vidas diversas que uno vive en el mundo de la
lectura.