José María y Corina lo habían conversado en alguna de sus tardes de té y facturas: toda muerte engendra ausencias y cada ausencia es un pedazo de muerte que se adhiere para siempre a nuestra piel de solos.
(De El perpetuo exiliado, 2016).
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lunes, abril 22, 2024

Día del Libro: la alegría de compartir mi biblioteca

           

            Cuando alguien, que no es del oficio literario, conoce mi biblioteca me pregunta, con curiosidad y cierta compasión, si he leído todos los libros que tengo. Años atrás, habría repetido la anécdota que cita Walter Benjamin, en Desembalo mi biblioteca, sobre la respuesta que dio Anatole France: «No, ni la décima parte. ¿O es que tal vez usted cenaría todos los días con su vajilla de Sèvres?». Desde que doné la mitad de mis libros a la Biblioteca de la Artes, en 2022, estoy en un momento de mi vida en el que creo que, siguiendo la metáfora de France, es mucho mejor almorzar todos los días en la vajilla que consideramos más bonita —no la de Sèvres, que nunca tendré; pero sí la de Carmen del Viboral, que compré en Colombia—, antes que mantenerla guardada para contemplación de nadie. Puedo decir, sin ninguna pretensión, que he compartido mis libros con alegría; en parte, porque sé que ya no tendré tiempo ni siquiera para hojearlos; en parte, también, porque soy consciente de que muchos de ellos están mejor en un estante al servicio de otros y, además, porque considero que ya es tiempo de andar con un equipaje algo más ligero.

            Una biblioteca que se va formando a lo largo de la vida es la acumulación de memorias de situaciones personales, de gente que uno conoce, de nuestra condición de transeúntes. Como todos aquellos que vivimos entre libros, tengo ejemplares que me han obsequiados autores, que son amigos queridos, o colegas que uno conoce en los encuentros del gremio. Tengo otros, la mayoría, que he comprado en las gangas de las ferias, en puestos de libros usados y, por supuesto, en librerías en donde he pasado muchas horas de mi vida hojeando libros que, finalmente, no voy a leer. ¿Qué voy a leer en el futuro? ¿Qué releeré? No lo sé todavía con exactitud, pero sí sé que El Quijote y García Márquez me acompañarán por motivos afectivos y académicos. Sé también que quiero revisitar la tradición de la literatura ecuatoriana y, al mismo tiempo, estar atento a nuestras nuevas palabras y también a las de la patria de la lengua castellana. Tal vez, tendré menos tiempo y ganas de abrirme a literaturas en otras lenguas, salvo lo indispensable, pero ¿qué es lo indispensable? Si alguna certeza tengo es que escogeré mis libros más por el placer de su lectura antes que por obligaciones de la profesión.

            Seleccionar los libros que donaría fue un continuo preguntarme sobre la necesidad de tenerlos conmigo. Los bellos libros de arte de gran formato, esos que uno disfruta con solo contemplar la portada y pasar sus páginas sin más motivo que el placer de mirar: son libros que dan elegancia a la biblioteca, pero que sirven más y mejor a quienes estudian arte. Enciclopedias en pasta dura, diccionarios en varios tomos, libros en gran formato; en definitiva, fetiches para nuestro regocijo intelectual, pero, también, objetos culturales para quienes investigan y estudian el espíritu del mundo. Escoger qué libros se irían fue, al comienzo, un proceso desgarrador; igual que arrancarse partes de uno e ir guardándolas en cajas que viajarán con pedazos de nosotros a otros lugares. Yo recordaba cómo llegó el libro al estante, qué sentido tuvo su adquisición, qué memoria lo mantenía hasta el momento en que mi mano lo sacaba de su sitio y lo depositaba en una caja de cartón. Ahora que escribo ya no duele, pero queda el vacío que se instala en un costado con toda pérdida. Este duelo, como todo duelo, también pasa y saber que el libro que una vez fue parte de mí está disponible, con una vida multiplicada en otras, en una biblioteca pública a la que yo también puedo acudir es un consuelo real.

            No puedo cargar a mis hijos y nietos con el peso de mis libros. En mis viajes, suelo visitar librerías y he encontrado libros que nunca llegarán a nuestro paisito. Antes, me enorgullecía de regresar con la maleta llena de libros como si imaginase que un apocalipsis estuviera por venir y que solo mi biblioteca quedaría en pie. Contra la noción optimista del progreso, estamos condenados a vivir en este mundo que se está destruyendo a sí mismo y va camino a una sociedad distópica esencialmente autoritaria, sin la ética espartana y con el fanatismo nazi, pero los libros no van a desaparecer, al menos, en el tiempo que aún espero ser parte de la vida. Por eso, la levedad, en una sociedad de exigencias cada vez más pesadas, y la lentitud, en una cultura que ha glorificado la comida rápida, se convierten en formas de resistencia; así, compartir los libros en el espacio de una biblioteca pública es también compartir la gravedad del peso y del tiempo con un prójimo que se hace preguntas y aún busca respuestas en los libros.

            Termino este texto celebratorio del Día del Libro con una reflexión sobre la duda entre donar o vender mi modesta biblioteca. Me parece indispensable que las bibliotecas, públicas o privadas, tengan un presupuesto, establecido anualmente, para adquirir fondos bibliográficos particulares, pero son muy pocas la que disponen de ese dinero para invertir, paradójicamente, en la razón por la que existen: es decir, en libros. No obstante, he preferido donar mis libros, no porque crea que carecen de valor, sino porque, justamente, los considero una posesión invaluable, un bien que no tiene precio. Benjamin, en el escrito ya citado, dijo: «[…] el fenómeno de la colección, al perder al sujeto que es su artífice, pierdo su sentido». Para cuando muera, y espero que aquello no suceda mañana, los libros que aún conserve gozarán de la alegría de ser donados a la misma Biblioteca de las Artes, como lo hemos decidido con mi familia, y albergarán el desafío feliz de que sus lectores futuros descifren la memoria de tanta vida en las vidas diversas que uno vive en el mundo de la lectura.


lunes, abril 23, 2018

De los acomodos de la muerte y el día para celebrar la lectura

Lápida de Cervantes en Madrid.

      Parecería que nos fascinan las casualidades, esas que son más propias de la vida que de la literatura. Herederos de los trazos arquitectónicos de las iglesias barrocas, ansiamos que las irregularidades que presentan la vida y la muerte se acomoden a la simetría del espacio y el tiempo que las contenga. Y, si las coincidencias no son tales, llegamos al punto de fabricarlas para regocijo de las formas.
      Nos desilusiona un poco enterarnos que César Vallejo no murió como escribió en su poema, “tal vez un jueves, como es hoy, de otoño”, sino un viernes, aunque nos consuela que digan que sí llovía. Algo de satisfacción no envuelve al saber que García Márquez, igual que Úrsula Iguarán, falleció en Jueves Santo, y que, el 17 de abril, fecha de la muerte del autor de Cien años de soledad es la misma fecha que la de Jorge Isaacs, el autor de María.
El 23 de abril es el Día Internacional del Libro, y fue elegido porque supuestamente coinciden en esa fecha, del año 1616, los fallecimientos de Miguel de Cervantes, William Shakespeare y el Inca Garcilaso de la Vega. Pero resulta que la tozuda realidad desmiente las ilusiones que nos hacemos sobre esa misma realidad y resulta que la coincidencia de las muertes solo existe en la entusiasta repetición de nuestros mitos funerarios. El único que murió en esa fecha es el menos mencionado y leído de los tres.
Cervantes murió el 22 de abril y su fallecimiento fue registrado al día siguiente, en el Libro de Difuntos de la Iglesia de San Sebastián, el 23 de abril. En la dedicatoria de Los trabajos de Persiles y Sigismunda, al conde de Lemos, fechada el 19 de abril, Cervantes escribe: «Ayer me dieron la Estremaunción y hoy escribo ésta: el tiempo es breve, las ansias crecen, las esperanzas menguan, y, con todo esto, llevo la vida sobre el deseo que tengo de vivir […]». Fue enterrado con el humilde sayal franciscano y el rostro descubierto, en el Convento de las Trinitarias, de Madrid, y en el año 2015 se hicieron muchos esfuerzos para localizar sus restos. Al final, se estableció que unos huesos, ubicados en el osario del convento, de al menos dieciséis personas pertenecían, entre otros, a Cervantes.
      Shakespeare muere en Stratford, en la misma fecha del entierro de Cervantes, pero no en el mismo día. La explicación de esta formulación de lógica paradójica, es que Inglaterra aún no había adoptado el calendario gregoriano, medida que implementó en 1752, por lo que el 23 de abril del calendario juliano corresponde a nuestro 3 de mayo. Los problemas de Shakespeare son más graves: hay quienes dudan de su misma existencia.
      Doña Leonor Acevedo Suárez, madre de Jorge Luis Borges, nacida en 1876, murió en 1975. Cuenta el anecdotario apócrifo de Borges que una amiga de la familia se acercó al poeta el día del velorio y le comentó, «pobre Leonorcita, pensar que solo le faltó un año para llegar a los cien»; el poeta, que veneraba a su madre, respondió, no sin ironía: «Usted, señora, debe ser una fanática del sistema métrico decimal.»

Publicado en Cartón Piedra, revista cultural de El Telégrafo, el 20.04.18