La esperanza
sobrevive en el corazón del poeta
[…]
La esperanza sobrevive
al corazón del poeta
escribir es
hablar con los ausentes
Siomara España
Siempre
me ha parecido una situación poco poética aquello de tener que escribir acerca
de la poesía, más aún cuando se trata de articular algo coherente para
conmemorar un evento tan primaveral y festivo como el Día Mundial de la Poesía,
que fuera establecido para el 21 de marzo por la UNESCO, en 1999. Quiero decir,
esto de encontrar definiciones más o menos aceptables para ustedes —lectores
inteligentes que toman la poesía en su insondable y estremecedora belleza— es, de
antemano, una tarea que supera las fuerzas de quien la emprende. Jorge Dávila
Vázquez apela a la tradición bíblica para encontrar la simiente de la poesía
que vendrá:
Ella es
tan antigua como
Dios: el primer poema
fue la luz,
salida de la nada,
por Su Palabra.
La
poesía es un quehacer que esencialmente rehúye a las definiciones; un trabajo
estético que escapa a los encapsulamientos en frases para ser subrayadas o
reproducidas en un exergo. Los conceptos con los que podríamos definirla
radican en la escritura misma de poesía y, por tanto, en las infinitas
posibilidades de cada poeta. En estos casos, urgido por lo indefinible, prefiero
cantar como Alejandra Pizarnik:
el centro
de un poema
es
otro poema
el centro del centro
es
la ausencia
en el centro de la ausencia
mi sombra es el centro
del centro del poema
La
famosa rima XXI de Gustavo Adolfo Bécquer —que tan buen resultado ha dado a los
enamorados que aún estiman el valor de la palabra— sitúa la belleza en el
objeto poético, según la mirada romántica: «¡Qué es poesía! ¿Y tú me lo
preguntas? / Poesía… eres tú».
Un siglo después, Gabriela Mistral, heredera de simbolistas y modernistas,
también traslada esa belleza del mundo a la palabra del poema y sus múltiples
posibilidades para hablar al espíritu del ser humano:
¡Os amo, os amo, bocas de los poetas idos,
que deshechas en polvo me seguís consolando,
y que al llegar la noche estáis conmigo
hablando,
junto a la dulce lámpara, con dulzor de
gemidos!
Con el traslado de la belleza
poética del objeto que la inspira a la palabra del poema, según nos enseñaron
Baudelaire y Darío, es esta la que embellece dicho objeto más allá de la
condición real de aquel porque si para el espíritu humano fuera suficiente la
emoción provocada por la belleza intrínseca de dicho objeto, entonces, ya no tendría
sentido la palabra poética que lo asume. Heredero de la tradición del
romanticismo de Bécquer, Juan Ramón Jiménez indaga la esencia misma de la
belleza anclada en el espíritu del objeto, cuyo camino propio debe llevar a la
desnudez de la poesía, con este díptico de 1918: «¡No le toques ya más / que
así es la rosa!». Y, sin
embargo, Ida Vitale, evoca el peso de la palabra poética que ya ha sido dicha y
la necesidad de reinventar la expresión poética en sí misma:
Tanto haría falta la inocencia total,
como en la rosa,
que viene con su olor, sus destellos,
sus dormidos rocíos repetidos,
del centro de jardines vueltos polvo
y de nuevo innumerablemente levantados.
La
poesía requiere de un espacio de silencio, una mirada hacia adentro y un
proceso de reelaboración del lenguaje. Y ese silencio es, a su vez, una confrontación
con el abismo no solo del alma humana, en general, sino, en particular, del
alma propia: es una confrontación que nos envuelve y nos arroja desnudos hacia la
desnudez del espíritu. Recuerdo la honda resonancia frente al abismo sin ropaje
del espíritu humano que emerge desgarrada del soneto de Miguel Hernández, «Umbrío
por la pena, casi bruno», cuyos primer cuarteto y segundo terceto dicen:
Umbrío por la
pena, casi bruno,
porque la pena
tizna cuando estalla,
donde yo no me
hallo no se halla
hombre más
apenado que ninguno.
[…]
No podrá con la
pena mi persona
rodeada de
penas y de cardos:
¡cuánto penar
para morirse uno!
Tal
vez por eso la gente tiene un inconfesable temor a la lectura de poesía: nadie
desea esa tremenda, temible, terrible confrontación consigo mismo porque
aquello nos convierte en huérfanos y en transeúntes: así, todas nuestras
seguridades quedan en entredicho. Además, la poesía implica la elaboración de
un lenguaje cuyo objetivo es la ruptura de la convención comunicacional. El lenguaje
de la poesía, atravesado por la metáfora y la metonimia, no sirve para la
transmisión de mensajes directos; eso es una tarea del periodismo. El lenguaje
poético permite nominar, dar sentido, crear el mundo desde la realidad del
propio lenguaje. En esos afanes, Yuliana Ortiz Ruano busca la manera de llegar
al territorio de origen en su palabra poética:
¿Cómo nombrar lo
nunca antes visto?
¿La obsesión del
decir de dónde viene?
[…]
Nombrar es hacerse
isla:
Limones es la
repetición infinita del exceso
[…]
Tal vez la
urgencia del arribo
extienda mi
lenguaje.
[…]
Tal vez la
necesidad de la llegada
desconfigure mi
lenguaje.
Así,
el lenguaje poético es, en un sentido general, la explosión de una imagen que
sugiere significados que transgreden las definiciones de diccionario, el
florecimiento de una palabra que lleva en sí, agazapados, sentidos múltiples y
nuevos, la revelación que emana del espíritu del lector en orgiástica
simultaneidad con la omnipresencia de la voz poética. La poesía es la escritura
que intensifica el sentido de la experiencia vital, según Aleyda Quevedo:
Versos de versos de versos,
bandadas de voces. Pájaros
de todos los tiempos.
Imágenes de imágenes de imágenes.
Piedras y los mismos misterios
a los que me declaro fiel.
De
ahí que los medios de comunicación, y particularmente la televisión, sean
reacios a hablar de la poesía. Su negocio se asienta sobre la corrupción del
lenguaje y la exaltación de lo banal, sobre esa capacidad para entregarle a
cada protagonista, escogido de manera aleatoria, su cuarto de hora de fama,
sobre esa habilidad para reproducirse y repetirse a sí mismos creando mundos
para la chismografía sobre los famosillos locales. Y, por supuesto, como la
poesía implica la construcción permanente de un lenguaje metafórico y, al mismo
tiempo, la poesía no es un espectáculo mediático sino una manera íntima de
acercarse al espíritu a través de la palabra, la poesía no tiene cabida en la
propuesta de felicidad con la que la dictadura mediática ha obnubilado a la
humanidad. En todo caso, Sonia Manzano me ayuda a quitarle solemnidad a estas
reflexiones, cuando plantea que al poeta no hay que llevarlo a las mesas
redondas:
No le pregunten
para qué sirve la poesía
por qué y para quién escribe,
quién lo lee, quién medio lo lee
y quién no lo lee nunca,
cualquier respuesta que él dé
será para escabullirse
por debajo de las velludas piernas
de los connotativos,
aparenciales,
estructurales,
denotativos
idiotas circunstanciales.
Finalmente,
es bueno entender que la poesía es una fiesta; y cada fiesta tiene su propia
música. La seriedad para trabajar la poesía tiene que ver con la manera cómo
uno asume la escritura, no solo del poema sino de todo tipo de texto estético.
En la escritura hay que buscar, como decía el cubanísimo Lezama Lima, la dificultad: «Solo lo difícil es
estimulante; solo la resistencia que nos reta es capaz de enarcar, suscitar y
mantener nuestra potencia de conocimiento…».
Con ello no quiero plantear que hay que volverse críptico; me parece que se
trata de buscar esa forma poética en que lo contextual sea olvidado por quien
se acerca al texto y en su lugar permanezca sólo el hálito de la palabra
poética. Más allá de la arqueología, Jorgenrique Adoum transforma a dos
esqueletos abrazados, con diez mil años de historia encima, en un símbolo de la
permanencia del amor a través del tiempo —como en el famoso soneto de Quevedo—:
la primera pareja como dos palabras juntas
como un breve vacío donde estuvo un día el
guion varonil
(hembra la conjunción copulativa),
anudados hasta hoy, amor fosilizado,
estatua viva encajonada.
mientras nosotros, voyeurs del siglo XX,
viejos a cualquier edad, con nuestro
muerto
amor a cuestas,
removiendo tablones, telas de nilón,
piedras que las sostienen,
y acostándonos junto a ellos para atisbar
la inmodesta y duradera amarra
que no acaba jamás en estallido,
nos hundimos el corazón para que no se
avergüence
frente a ese amor que existe todavía
en estos esqueletos de anteayer en los que
yace
igual que la ternura que cayó de la
caricia al hueso.
Más
que ninguna otra, la lectura de poesía requiere de un momento especial. Si el
poeta se ha mirado para adentro, el lector debe hacer lo mismo: olvidarse del
mundo que lo rodea, concentrarse en la repercusión del lenguaje, saborear la
profundidad de la imagen, asumir la metáfora como la realidad de la palabra.
Buscar la manera de decir lo ya dicho, de hacer de la página en blanco una
realidad de afectos; una cascada de sentidos que conmuevan a quien espera la
palabra poética para que invada ese indecible vacío en el alma que solo la
poesía llena con la resonancia de su belleza conmovedora, tremenda y de
vértigo, como en estos versos de Luz Mary Giraldo:
Se levantan las palabras del fondo del
cuaderno
y llegan a la página en blanco
con su letra viva
para decir:
¿existe, acaso, una habitación sin el dios
del amor?
Dios traduce su silencio
mientras escucho la canción de un pájaro
solitario
que ruega para no morir.
La
lectura de poesía es lenta e íntima y se encuentra a contracorriente de un mundo
que todo lo devora con el omnipresente ruido del mercado y la predecible
uniformidad a la que nos somete el algoritmo de las redes sociales. La poesía es
esa utopía que no ofrece nada más que la contemplación del ser humano en el
espejo de su propia finitud.
Santa
Ana de Nayón, Quito,
Versión
del 21 de marzo de 2022.
Este ensayo sale de manera simultánea en
Nueva York Poetry Review
Siomara
España, «Sueños (Memoria inexistente)»,
Celebración de la memoria (Madrid: Huerga y Fierro Editores, 2018), 87.