José María y Corina lo habían conversado en alguna de su tardes de té y facturas: toda muerte engendra ausencias y cada ausencia es un pedazo de muerte que se adhiere para siempre a nuestra piel de solos.
(De El perpetuo exiliado, 2016).
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domingo, febrero 11, 2018

Coco: celebración de la muerte y reparación de la memoria



            Cuando Miguel está cantando: “Recuérdame, / hoy me tengo que ir mi amor. / Recuérdame, / no llores por favor, / te llevo en mi corazón / y cerca me tendrás, / a solas yo te cantaré / soñando en regresar…”, la canción de infancia que, el padre que se marchó de casa, compuso para Coco, la mayor parte de los espectadores tiene la mirada en lágrima viva.
Los colores esplendentes y la gracia liviana de los papeles de las piñatas; una guitarra de ensueño, blanca con ribetes negros, bajo cuyo puente encontramos, el dibujo de la calavera mexicana tradicional; los homenajes a Frida Kahlo, El Santo, Jorge Negrete, Cantinflas, Chavela Vargas y otros; un perro sin pelo, llamado Dante, que acompaña a Miguel en su travesía por el Inframundo, que resulta, en verdad, el Xoloitzcuintle de los aztecas; el tránsito del mundo de los vivos al de los muertos a través de un puente luminoso, de flores de cempasúchil, y la intriga que se resuelve como una telenovela mexicana. Toda la emoción de la película se va acumulando para cuando Miguel regresa del Mundo de los Muertos resuelto a que su tatarabuelo Héctor, el padre de Coco, no se desvanezca en el olvido.
En el capítulo “Todo santos, día de muertos”, de El laberinto de la soledad (1950), Octavio Paz medita sobre el mexicano solitario que, en un sentido amplio, ama las fiestas: “En pocos lugares del mundo se puede vivir un espectáculo parecido al de las grandes fiestas religiosas de México, con su colores violentos, agrios y puros, sus danzas, ceremonias, fuegos de artificio, trajes insólitos y la inagotable cascada de sorpresas de los frutos, dulces y objetos que se venden esos días en plazas y mercados.” Más adelante, luego de reflexionar sobre la imbricación que el mexicano ha construido entre la vida y la muerte, y la celebración que hace de ambas en el Día de Muertos, concluye: “El culto a la vida, si de verdad es profundo y total, es también culto a la muerte. Ambas son inseparables. Una civilización que niega a la muerte, acaba por negar la vida.”
Coco, la más reciente producción de Pixar, dirigida por Lee Unkrich (que codirigió Toy Story II, Monsters Inc, Buscando a Nemo, y dirigió Toy Story 2), es una película de animación que no solo derrocha una depurada tecnología al servicio del arte visual, sino que, embebida en la cultura mexicana popular, narra una historia sentimental como si estuviésemos leyendo una novela de Ignacio Manuel Altamirano.
Si en El laberinto de la soledad se constata la desesperanza del mexicano solitario al que la muerte le vale madre porque la vida le vale madre, en Coco, por el contrario, la celebración de la muerte es la fiesta esperanzadora de la memoria porque, como en la tradición azteca, la vida se prolonga en la muerte y esta última resulta fase de un ciclo infinito, como lo señala el mismo Paz. En Coco, el héroe, un niño llamado Miguel que quiere ser músico, se enfrenta a su propia familia para alcanzar su sueño, y en su camino por el Mundo de los Muertos, consigue resanar la herida inicial del abandono del padre —la herida fundacional de miles de hogares latinoamericanos—, para reparar la raíz del árbol familiar de la vida.
La reparación de la memoria, metaforizada en la reconstrucción de la fotografía primigenia que, con una esquina rota en donde debería verse el rostro del padre, preside el altar, permite la reconciliación de la pareja original. Esta reconciliación, gracias al canto de amor compuesto para Coco, salva del olvido al padre y, como consecuencia, la música es aceptada por parte de una familia que la había expulsado del hogar. Esta mezcla de reconciliación de una familia con la vida y el arte hace de Coco una película que atrapa emocionalmente al espectador. Tal vez por eso y por los colores y la música y el culto a los muertos, que es como decir, el culto a la esperanza de transcendencia, es que nos contagia tanta lágrima vertida en las salas de cine.


En Una muerte sencilla, justa, eterna, un estremecedor y bello libro de múltiples registros narrativos, en la viñeta “El último fusilado”, Jorge Aguilar Mora cuenta de manera sucinta la historia de Santiago Ramírez, fusilado en Saltillo: “Y cuando le ofrecieron un licorcito, cuando le ofrecieron un cognac, cuando le obsequiaron su última voluntad, muy generosos los verdugos, Ramírez replicó: «No quiero licor, me hace daño para el hígado». Era la naturalidad, era la perfecta naturaleza.”
Esa naturalidad de la relación del mexicano con la muerte y esa necesidad de construir los altares de la vida con los muertos de la familia, para salvar sus almas del olvido, atraviesa los sentidos de Coco: esa misma ilusión de prolongación de la vida en el mundo de la Muerte, que Aguilar Mora sintetiza así: “Muchos muertos, uno carga con muchos muertos. A veces me acompañan con la serenidad que les da saber que no serán olvidados…”
Con mi hija Daniela, Cinema Malecón, Guayaquil
Las calaveras en los papeles de China picados, multicolores papeles que cuelgan de piolas atravesadas por sobre las calles del pueblo; la presencia mágica y protectora de los alebrijes; la inclusión de la clásica “La llorona” y de nuevas canciones en la tradición popular, como la rítmica “Un poco loco”; la resolución feliz de una trama telenovelesca, contada con sentido del humor; todo esto envuelto con la celebración de la vida y de la muerte, hacen de Coco una película de fiesta y llanto, celebración de la muerte y reparación de la memoria, que son maneras para derrotar a la verdadera muerte que es el olvido.