Cuando
Miguel está cantando: “Recuérdame, / hoy me tengo que ir mi amor. / Recuérdame,
/ no llores por favor, / te llevo en mi corazón / y cerca me tendrás, / a solas
yo te cantaré / soñando en regresar…”, la canción de infancia que, el padre que
se marchó de casa, compuso para Coco, la mayor parte de los espectadores tiene
la mirada en lágrima viva.
Los colores esplendentes y la
gracia liviana de los papeles de las piñatas; una guitarra de ensueño, blanca
con ribetes negros, bajo cuyo puente encontramos, el dibujo de la calavera
mexicana tradicional; los homenajes a Frida Kahlo, El Santo, Jorge Negrete,
Cantinflas, Chavela Vargas y otros; un perro sin pelo, llamado Dante, que
acompaña a Miguel en su travesía por el Inframundo, que resulta, en verdad, el Xoloitzcuintle de los aztecas; el tránsito del mundo de los vivos al de los muertos
a través de un puente luminoso, de flores de cempasúchil, y la intriga que se resuelve
como una telenovela mexicana. Toda la emoción de la película se va acumulando
para cuando Miguel regresa del Mundo de los Muertos resuelto a que su
tatarabuelo Héctor, el padre de Coco, no se desvanezca en el olvido.
En el capítulo “Todo santos,
día de muertos”, de El laberinto de la
soledad (1950), Octavio Paz medita sobre el mexicano solitario que, en un
sentido amplio, ama las fiestas: “En pocos lugares del mundo se puede vivir un
espectáculo parecido al de las grandes fiestas religiosas de México, con su
colores violentos, agrios y puros, sus danzas, ceremonias, fuegos de artificio,
trajes insólitos y la inagotable cascada de sorpresas de los frutos, dulces y
objetos que se venden esos días en plazas y mercados.” Más adelante, luego de
reflexionar sobre la imbricación que el mexicano ha construido entre la vida y
la muerte, y la celebración que hace de ambas en el Día de Muertos, concluye:
“El culto a la vida, si de verdad es profundo y total, es también culto a la
muerte. Ambas son inseparables. Una civilización que niega a la muerte, acaba
por negar la vida.”
Coco, la más
reciente producción de Pixar, dirigida por Lee Unkrich (que codirigió Toy Story II, Monsters Inc, Buscando a Nemo,
y dirigió Toy Story 2), es una
película de animación que no solo derrocha una depurada tecnología al servicio
del arte visual, sino que, embebida en la cultura mexicana popular, narra una
historia sentimental como si estuviésemos leyendo una novela de Ignacio Manuel
Altamirano.
Si en El laberinto de la soledad se constata la desesperanza del mexicano
solitario al que la muerte le vale madre porque la vida le vale madre, en Coco, por el contrario, la celebración
de la muerte es la fiesta esperanzadora de la memoria porque, como en la
tradición azteca, la vida se prolonga en la muerte y esta última resulta fase
de un ciclo infinito, como lo señala el mismo Paz. En Coco, el héroe, un niño llamado Miguel que quiere ser músico, se
enfrenta a su propia familia para alcanzar su sueño, y en su camino por el
Mundo de los Muertos, consigue resanar la herida inicial del abandono del padre
—la herida fundacional de miles de hogares latinoamericanos—, para reparar la
raíz del árbol familiar de la vida.
La reparación de la memoria,
metaforizada en la reconstrucción de la fotografía primigenia que, con una
esquina rota en donde debería verse el rostro del padre, preside el altar,
permite la reconciliación de la pareja original. Esta reconciliación, gracias
al canto de amor compuesto para Coco, salva del olvido al padre y, como
consecuencia, la música es aceptada por parte de una familia que la había
expulsado del hogar. Esta mezcla de reconciliación de una familia con la vida y
el arte hace de Coco una película que
atrapa emocionalmente al espectador. Tal vez por eso y por los colores y la
música y el culto a los muertos, que es como decir, el culto a la esperanza de
transcendencia, es que nos contagia tanta lágrima vertida en las salas de cine.
En Una muerte sencilla, justa, eterna, un estremecedor y bello libro
de múltiples registros narrativos, en la viñeta “El último fusilado”, Jorge
Aguilar Mora cuenta de manera sucinta la historia de Santiago Ramírez, fusilado
en Saltillo: “Y cuando le ofrecieron un licorcito, cuando le ofrecieron un cognac,
cuando le obsequiaron su última voluntad, muy generosos los verdugos, Ramírez
replicó: «No quiero licor, me hace daño para el hígado». Era la naturalidad,
era la perfecta naturaleza.”
Esa naturalidad de la relación
del mexicano con la muerte y esa necesidad de construir los altares de la vida
con los muertos de la familia, para salvar sus almas del olvido, atraviesa los
sentidos de Coco: esa misma ilusión
de prolongación de la vida en el mundo de la Muerte, que Aguilar Mora sintetiza
así: “Muchos muertos, uno carga con muchos muertos. A veces me acompañan con la
serenidad que les da saber que no serán olvidados…”
Con mi hija Daniela, Cinema Malecón, Guayaquil |
Las calaveras en los papeles de
China picados, multicolores papeles que cuelgan de piolas atravesadas por sobre
las calles del pueblo; la presencia mágica y protectora de los alebrijes; la inclusión de la clásica
“La llorona” y de nuevas canciones en la tradición popular, como la rítmica “Un
poco loco”; la resolución feliz de una trama telenovelesca, contada con sentido
del humor; todo esto envuelto con la celebración de la vida y de la muerte,
hacen de Coco una película de fiesta
y llanto, celebración de la muerte y reparación de la memoria, que son maneras
para derrotar a la verdadera muerte que es el olvido.
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