José María y Corina lo habían conversado en alguna de sus tardes de té y facturas: toda muerte engendra ausencias y cada ausencia es un pedazo de muerte que se adhiere para siempre a nuestra piel de solos.
(De El perpetuo exiliado, 2016).
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domingo, enero 12, 2020

Espíritus de la escritura en memoriosas casas de escritores


Recreación de alcoba de mujeres y niños en la casa natal de Cervantes.

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            No tenía título universitario, pero ejercía de zurujano, por lo tanto, no era cirujano de academia, sino cirujano de cuota. Rodrigo de Cervantes se estableció en Alcalá de Henares, donde, en 1547, nacería su hijo Miguel. La competencia entre los cirujanos de todo tipo era inclemente y, en general, la mayoría de estos padecía pobrezas. En 1614, en El coloquio de los perros, Berganza le cuenta a Cipión que un estudiante de Alcalá de Henares había dicho: «Que de cinco mil estudiantes que cursaban aquel año en la Universidad, los dos mil oían Medicina», de lo que se infería: «o que estos dos mil médicos han de tener enfermos que curar (que sería harta plaga y mala ventura), o ellos se han de morir de hambre».

           
Botica de Rodrígo de Cervantes.
La casa natal de Miguel de Cervantes, en Alcalá de Henares, donde vivió hasta 1552, cuando la familia se trasladó a Valladolid, fue abierta al público como casa-museo en 1956. La casa-museo consigue la ilusión, propia de la literatura, de convertir en verdad lo que es una mentira: los objetos son los de una familia acomodada de los siglos XVI y XVII, pero nosotros imaginamos que, en la Botica, están los instrumentos de trabajo del zurujano Rodrigo, y que, en medio de aquellos especieros, alambiques y la silla de barbero, el niño Miguel daba sus primeros pasos.
En las afueras de la casa, don Quijote y Sancho sentados en un poyo de cemento, invitan a los turistas a tomarse la fotografía que subirán a su Instagram. ¿Cuántos habrán leído El Quijote? Los dos personajes protagónicos de El Quijote son tan conocidos que los turistas hacen de cuenta que, con solo nombrarlos y recordar unos molinos de viento, la lectura de la obra queda exonerada y lo que importa es la foto.

2

El patio del limonero y la fuente de la casa natal de Antonio Machado, en Sevilla.
             De 1919 a 1931, Antonio Machado vivió en Segovia. Llegó de cuarenta y cuatro años, viudo, algo derrotado y enfermo, para desempeñarse como profesor de francés. Apenas se instaló en la ciudad participó en la fundación de la Universidad Popular Segoviana, actual Real Academia de Historia y Arte de San Quirce. La casa donde se alojó era una muy modesta pensión regentada por doña María Luisa Torrego y conserva el mobiliario original que usó poeta, incluida la estufa que le regaló su hermano Manuel. La guía cuenta que Machado solía dormir con la ventana abierta y que, alguna mañana, doña María Luisa le preguntó por qué lo hacía: «Para que salga el frío, señora», le respondió el poeta.
Habitación de Machado, en la pensión de Segovia.
           Muy conocidos son los versos de Machado: «Mi infancia son recuerdos de un patio de Sevilla / y un huerto claro donde madura el limonero». Ese patio y ese huerto están situados en el Palacio de las Dueñas, en Sevilla, que hoy pertenece a la Casa de Alba. En 1875, el padre del poeta, el folclorista Antonio Machado y Álvarez, se mudó al palacio en calidad de administrador. Ese año, el 26 de julio, nació el poeta. Machado nos lo recuerda en “Esta luz de Sevilla”: Esta luz de Sevilla... Es el palacio / donde nací, con su rumor de fuente. / Mi padre, en su despacho. —La alta frente, / la breve mosca, y el bigote lacio—». Uno pasea por el patio, escucha el rumor de fuente, la fragancia de azahares, limoneros y naranjos, todo lo inunda. Y la niñez del poeta emerge de entre toda aquella memoria de azulejos y flores.

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Estatua de Platero con niños, en Moguer, frente a la iglesia de Nuestra Serñora de la Granada.
            «Cuando yo era el niñodiós / era Moguer, este pueblo, / una blanca maravilla, / la luz con el tiempo dentro», escribió Juan Ramón Jiménez en un poema de 1953. Y cuando uno visita Moguer se siente abrumado de tanta luminosidad y blancura. Juan Ramón y Zenobia Camprubí viven en todo Moguer. De hecho, la calle donde queda la casa natal de Juan Ramón lleva el nombre de Zenobia y la calle de la casa donde vivió la pareja recibe el nombre del poeta. Y sendas estatuas de Zenobia y Juan Ramón están en dos plazas principales de este pueblo engalanado de blanco luminoso.
Platero transita frente a la iglesia de Nuestra Señora de la Granada; un niño camina junto a él, y una niña abre los brazos libres sobre su lomo. Aquella iglesia y su torre fueron perennizadas en “Retorno”, el capítulo XXII de Platero y yo: «Ya en la cuesta, la torre del pueblo, coronada de refulgentes azulejos, cobraba, en el levantamiento de la hora pura, un aspecto monumental. Parecía, de cerca, como una Giralda vista de lejos, y mi nostalgia de ciudades, aguarda como la primavera, encontrar en ella un consuelo melancólico».
En la casa-museo están reproducidos el estudio de Juan Ramón en Madrid y el propio de esta casa. Los objetos son testimonio de la vida de aquel que dedicara su obra A la inmensa minoría. Ahí están libros, revistas, cartas, apuntes, borradores de poemas, y el alma impregnada en cada pieza exhibida. Un silencio memorioso habita la casa y es como si el espíritu del poeta se aferrase a las cosas para permanecer en la forma de tales cosas; ser único, yo transparente, en la eternidad de la palabra poética.

El estudio madrileño de Juan Ramón Jiménez reproducido en la casa museo de Moguer.


Todas las fotos fueron tomadas por Raúl Vallejo en noviembre de 2019.
Publicado en Cartón Piedra, revista cultural de El Telégrafo, 03.01.2020

domingo, junio 10, 2018

Don Quijote, personaje que se sabe personaje de una novela


           
Don Quijote y Sancho en la imprenta de Barcelona. Dibujo de Luis Paret, grabado por J. Montero Tejada, para la edición de Gabriel Sancha, publicada en Madrid, en 1797.
Con el hashtag #Cervantes2018 comenzó el viernes 1 de junio la lectura de los tuiteros de la obra de Miguel de Cervantes (1547 – 1616). Publicada su primera parte en 1605, y la segunda en 1615, el Quijote inaugura, sin duda alguna, la novela moderna por muchas razones que ya han expuesto los cervantistas. Desde el comienzo, nos topamos con hermosas estampas de lo que llamamos metaliteratura —esa reflexión sobre la literatura desde la propia obra literaria—, lo que confirma al Quijote como una novela a la que los novelistas contemporáneos le debemos casi todo.
            Ya en el capítulo VI, de la primera parte, cuando el cura y el barbero realizan el escrutinio de la biblioteca de don Quijote, asistimos a un coloquio de criterios literarios no solo sobre las novelas de caballería sino sobre los libros de ficción de la época de Cervantes. La reflexión sobre Los cuatro libros del virtuoso caballero Amadís de Gaula, (1508), de Garci Rodríguez de Montalvo, nos ofrece un aleccionador intercambio de criterios sobre los textos fundacionales. El cura quiere condenarlo al fuego porque lo considera «dogmatizador de una secta tan mala», pero el barbero lo salva diciendo «que también he oído decir que es el mejor de todos los libros que de este género se han compuesto; y así, como único en su arte, se debe perdonar».
            Cervantes no duda en introducirse en la escena: hacia el final del escrutinio, el barbero se topa con La Galatea. Así que, en boca del cura, pone el siguiente comentario: «Muchos años ha que es grande amigo mío ese Cervantes, y sé que es más versado en dichas que en versos. Su libro tiene algo de buena invención: propone algo, y no concluye nada…». Al final, La Galatea queda recluida con el barbero.
            Hacia el final del capítulo II, de la segunda parte, Don Quijote y Sancho, descubren que son personajes de un libro. Sancho le dice a don Quijote que el bachiller Sansón Carrasco le ha contado que «andaba ya en libros la historia de vuestra merced, con nombre del Ingenioso Hidalgo don Quijote de la Mancha; y dice que me mientan a mí en ella con mi mismo nombre de Sancho Panza, y a la señora Dulcinea del Toboso, con otras cosas que pasamos nosotros a solas…». Y, luego de que don Quijote comenta que debe haberla escrito un sabio encantador, Sancho aclara que «el autor de la historia se llama Cide Hamete Berenjena».
En el capítulo IV, de la segunda parte, mientras conversan don Quijote, el bachiller Carrasco, y Sancho, se menciona el episodio de la desaparición del asno de Sancho, que este resuelve diciendo «no sé qué responder, sino que el historiador se engañó, o ya sería descuido del impresor». Y en el LXII, don Quijote visita una imprenta en Barcelona y ahí ve al Quijote de Avellaneda: «pensé que ya estaba quemado y hecho polvos por impertinente».
La conciencia de saberse personajes de un libro publicado y de otro que se va escribiendo mientras ellos viven sus aventuras, es una maravilla lúdica que testimonia la modernidad literaria del Quijote, más allá del tuiter.

Meme del autor a propósito del inicio de #Cervantes2018.















Publicado en Cartón Piedra, revista cultural de El Telégrafo, el 08.06.18

domingo, abril 29, 2018

Apuntes sobre la falsa erudición en la literatura



He asistido a decenas de congresos académicos que, aunque a estas alturas el símil ya sea un lugar común, pueden ser definidos como auténticas casas de citas: a Hommi Bhabha o Gayatrik Spivak, si, por ejemplo, se afanan más por la existencia de artefactos culturales que de obras literarias; o a Derrida si les gusta regodearse en deconstruir lo evidente; y, a su turno, han estado de moda Barthes, Foucault, Deleuze, et. al. Citar no está mal —en este artículo citaré—, y menos en la academia, pero las citas que son hechas por vanidad de lecturas, vengan al caso o no, evidencian la falsa erudición, de la que algunos escritores clásicos se han burlado.
En el “Prólogo” de la primera parte del Quijote, Cervantes arremete socarronamente en contra de la costumbre de buscar quien escribiera sonetos y otros poemas como parte de la presentación de una obra. Al final, él mismo los escribe, señalando autoría a Amadis de Gaula y a don Belianis de Grecia de sendos sonetos dedicados a don Quijote, y hasta compone uno en que dialogan Babieca y Rocinante. Asimismo, pone en boca de un amigo el siguiente consejo: «Vengamos ahora la citación de los autores que los otros libros tienen, que en el vuestro os faltan. El remedio que esto tiene es muy fácil, porque no habéis de hacer otra cosa que buscar un libro que los acote todos, desde la A hasta la Z, como vos decís. Pues ese mismo abecedario pondréis […] y cuando no sirve de otra cosa, por lo menos servirá ese largo catálogo de autores a dar de improviso autoridad al libro».

La exquisita sor Juana Inés de la Cruz, en un párrafo de su respuesta a sor Filotea de la Cruz, nos habla de la presencia del saber en lo cotidiano y que, como le fuera prohibido leer durante un tiempo, se dedicó a observar la cocina: «Veo que un huevo se une y fríe en la manteca o aceite y, por contrario, se despedaza en el almíbar; ver que para que el azúcar se conserve fluida basta echarle una muy mínima parte de agua en que haya estado membrillo u otra fruta agria…». Sor Juana concluye su idea con algo de chanza y mucho de provocación, pues reivindica su filosofía de cocina: «Si Aristóteles hubiera guisado, mucho más hubiera escrito». Sor Juana muestra una fuente del saber que no es libresca.

En “El Aleph”, Jorge Luis Borges, con su particular sentido del humor, ironiza sobre la falsa erudición del personaje, el poeta Carlos Argentino, que funge de poeta y de exégeta de su propia obra. Argentino comenta su verso: «He visto, como el griego, las urbes de los hombres», de esta manera: «…granjea el aplauso del catedrático, del académico, del helenista, cuando no de los eruditos a la violeta, sector considerable de la opinión…». Propio de sus guiños cultistas, Borges nos remite al libro de José Cadalso, publicado en 1772, cuyo título es, justamente, Los eruditos a la violeta, o «Curso completo de todas las ciencias, dividido en siete lecciones, para los siete días de la semana [publicado] en obsequio de los que pretenden saber mucho, estudiando poco».

Publicado en Cartón Piedra, revista cultural de El Telégrafo, el 27.04.18