José María y Corina lo habían conversado en alguna de sus tardes de té y facturas: toda muerte engendra ausencias y cada ausencia es un pedazo de muerte que se adhiere para siempre a nuestra piel de solos.
(De El perpetuo exiliado, 2016).

lunes, octubre 31, 2022

Oficio de solos

De mi archivo: esta reflexión sobre la soledad que acompaña al oficio de escribir apareció en noviembre de 2005, en la revista Soho.

 

(Foto: R. Vallejo, 2022)

            Walker Percy contó que en 1976 recibió la visita de una anciana que le pedía que leyera una novela escrita a principios de los 60 por su finado hijo. Percy, obviamente, quería eludir tamaña tarea pero la perseverancia de la señora fue tal que terminó aceptándola; la aceptó con la esperanza de que la novela fuera lo suficientemente mala como para leer algunas páginas y dar por cumplido el compromiso. Cuenta que a medida que leía, la novela lo fue ganando; había resultado excepcionalmente buena. La conjura de los necios, de John Kennedy Toole, fue publicada en 1980. Thelma D. Toole, la anciana madre del escritor que se suicidó en 1969 pensando que era un escritor fracasado, abrumado por la soledad, recibió en nombre de su hijo el premio Pulitzer por una novela que hoy es indispensable en la literatura norteamericana.

            La soledad de cierto tipo de escritores es de orden existencial tal vez porque el oficio así lo exige y quizás por eso los encuentros de escritores sean un despropósito en el sentido de que se trata de una congregación de soledades. La soledad, en primer lugar, es un imperativo para escribir; esto que parece obvio implica una condición patológicamente antisocial del escritor y que puede empezar por el desafecto a la propia estructura familiar. Se puede, sin embargo, ser un hombre de intensa vida social como lo fue Truman Capote pero en ese ámbito el escritor se encuentra perdido aunque lo disfrute. Capote que tocó el cielo del éxito de público con A sangre fría en 1965 no volvió a escribir nada de la misma calidad literaria hasta su muerte en 1984, consumido por el alcohol y las drogas. Y es que el éxito lo llevó a ser parte de los ricos y famosos, y en ese conglomerado bullicioso mató el silencio y la soledad necesarios para la escritura.

En segundo lugar, la soledad es la consecuencia de cierto ensimismamiento de los escritores debido a un minucioso proceso de interiorización del mundo que los enfrenta al vertiginoso tiempo exterior. Arthur Rimbaud escribió toda su obra antes de cumplir los veinte años. Rimbaud, que decía «Yo soy otro», se dedicó a escupir al mundo y, al hacerlo, se escupía a sí mismo consumiéndose en la rabia del solo. Quizá sintió que el mundo que lo rodeaba era demasiado amargo como para seguir rumiándolo hacia adentro y abandonó la escritura; prefirió irse al África, dedicarse al tráfico de armas y morir en Marsella, en 1891, después de que su pierna derecha le fuera amputada.

Franz Kafka, que le pidió a su amigo y albacea Max Brod que quemara toda su obra literaria inédita, escribió «Un artista del hambre». En este cuento, Kafka desarrolla la metáfora por excelencia del artista solitario: incomprendido en su arte por el empresario del espectáculo a quien sólo le interesa ganar dinero, incomprendido por el público que sospecha que el artista hace trampa, y que muere olvidado y confundido entre la paja de la jaula en donde ha permanecido ayunando, solo, en la tarea de perfeccionar su arte hasta morir.


lunes, octubre 24, 2022

«Argentina, 1985»: un estremecedor drama judicial, político y testimonial


            «Este proceso ha significado, para quienes hemos tenido el doloroso privilegio de conocerlo íntimamente, una suerte de descenso a zonas tenebrosas del alma humana, donde la miseria, la abyección y el horror registran profundidades difíciles de imaginar antes y de comprender después», dijo el fiscal Julio César Strassera en el alegato final del juicio a los dictadores militares argentinos. Strassera sostuvo: «A partir de este juicio y de la condena que propugno, nos cabe la responsabilidad de fundar una paz basada no en el olvido sino en la memoria; no en la violencia sino en la justicia»[1]. Argentina, 1985 (2022), dirigida por Santiago Mitre, es un drama judicial, político y testimonial que recrea con mano maestra un momento clave de la historia argentina, que amplifica la fuerza ética del relato con la descollante interpretación de Ricardo Darín, como el fiscal Strassera, y que contribuye a la reconstrucción de un pasado de horror para combatir al negacionismo histórico.

Mientras veía Argentina, 1985 recordé La historia oficial (1985), de Luis Puenzo, que ganó el Oscar a la Mejor película extranjera, y La noche de los lápices (1986), dirigida por Héctor Olivera. La primera, cuando durante el juicio a los dictadores Adriana Calvo dio su testimonio y, la segunda, cuando Pablo Díaz compareció. Es como si estas tres películas constituyesen una trilogía de la memoria del horror de la guerra sucia. En Argentina 1985, Santiago Mitre, que se atiene a las convenciones del drama judicial y las desarrolla con precisión, ha conseguido que una película de cuya trama conocemos casi todo, incluido su final, logre mantener los elementos dramáticos hasta el final al incluir los testimonios desgarradores de las víctimas, deconstruir la intriga política que se movía tras los juicios y, también, demostrar el valor del equipo de jóvenes que la fiscalía de Strassera armó para llevar a cabo la investigación de los elementos acusatorios, el papel del tribunal civil y las contradicciones en el seno de la ciudadanía argentina frente al juicio.  

            La película de Santiago Mitre se centra en la lucha de un hombre común y sin pretensiones heroicas contra un enemigo con poder, violento y criminal. El fiscal Strassera es presentado como un padre de familia que tiene miedo de que le hagan daño a su mujer o a sus hijos, un funcionario que cree en la administración de justicia pero que también se da cuenta de los límites de los tribunales civiles frente al poderío de los militares; un hombre orgulloso que tiene que aceptar la ayuda del adjunto Luis Moreno Ocampo (Juan Pedro Lanzani) y de un equipo de jóvenes abogados que encara la tarea con entusiasmo y sentido ético. Ricardo Darín interpreta al fiscal Strassera, que es el personaje principal de Argentina, 1985, en todos sus matices de dudas, miedos, arrogancia, fragilidad y fortaleza con una variedad de recursos actorales que nos conduce a aceptar sin parpadear el monólogo final que es el alegato del fiscal y que es el momento catártico del filme. Darín sostiene la película, aun en los momentos muertos de la intriga, con una interpretación que conjuga ingenio, ironía e idealismo.

En diciembre de 1979, durante una conferencia de prensa, el periodista José Ignacio López, de la agencia Noticias Argentinas, a propósito de una exhortación del papa Juan Pablo II realizada el último domingo de octubre de ese año, le preguntó a Videla sobre los desaparecidos. El dictador respondió que el desaparecido es una incógnita, no tiene entidad, no existe.[2] En este marco histórico, la película de Mitre reconstruye, con planos cortos y ágiles, las vicisitudes del proceso de investigación que llevó adelante el equipo del fiscal Strassera para sustentar la causa criminal contra los dictadores. Haber escogido el testimonio de Adriana Calvo de Laborde (Laura Paredes), fundamental en el caso de las embarazadas que fueron secuestradas y torturadas, refuerza el sentido ético de la película y la memoria que requieren los espectadores de hoy sobre los años del terrorismo de Estado en Argentina.[3] Así, Argentina, 1985 se convierte en un testimonio necesario para salvaguardar la memoria sobre aquel tiempo de horror en el que se violaron los derechos de los seres humanos en nombre de una guerra interna para preservar los valores occidentales y cristianos y que en estos días el discurso agresivo del neofascismo pretende negar imitando el mismo estilo de Videla.

             El 9 de diciembre de 1985, los jueces sentenciaron, entre otros, a los exdictadores Jorge Rafael Videla y a Emilio Eduardo Massera a cadena perpetua por los 709 casos sustanciados durante el juicio por la fiscalía. Después vendrían los vaivenes de la politiquería con indultos cobardes, aunque, para bien de la justicia, hubo también anulaciones de los indultos: Videla murió en prisión y Massera en un hospital. Argentina, 1985 nos recuerda que prevaleció el sentido de justicia que tuvo un momento culminante en la acusación del fiscal Strassera al presentar el horror de los crímenes de la dictadura militar y la necesidad de que los dictadores sean condenados: «Su propia atrocidad torna monstruosa la mera hipótesis de la impunidad». En Argentina, 1985, el alegato del fiscal Strassera es leído con la convicción actoral de Ricardo Darín, quien sostiene con brillantez un monólogo de once minutos de estremecedoras resonancias éticas; la frase final del protagonista histórico permanece en los matices y fuerza de la voz de Darín: «Señores jueces: quiero renunciar expresamente a toda pretensión de originalidad para cerrar esta requisitoria. Quiero utilizar una frase que no me pertenece, porque pertenece ya a todo el pueblo argentino. Señores jueces: “Nunca más”».


[1] «Alegato final del fiscal Julio César Strassera en el juicio a las Juntas militares en 1985», Archivo histórico, acceso 23 de octubre de 2022, https://www.educ.ar/recursos/129090/alegato-final-del-fiscal-julio-cesar-strassera/download/inline

[2] Esta es la transcripción de la respuesta del dictador Videla: «Frente al desaparecido en tanto esté como tal, es una incógnita. Si el hombre apareciera tendría un tratamiento X y si la aparición se convirtiera en certeza de su fallecimiento, tiene un tratamiento Z. Pero mientras sea desaparecido no puede tener ningún tratamiento especial, es una incógnita, es un desaparecido, no tiene entidad, no está… ni muerto ni vivo, está desaparecido», en «El periodista que le preguntó a Videla por los desaparecidos y la indignante respuesta del dictador», Infobae, 4 de julio de 2019, acceso 23 de octubre de 2022, https://www.infobae.com/sociedad/2019/07/04/el-periodista-que-le-pregunto-a-videla-por-los-desparecidos-y-la-indignante-respuesta-del-dictador/
 

[3] «Los testimonios de los hijos de Adriana Calvo en el juicio de las brigadas: “Como familia hemos perdido mucho, pero mis viejos no perdieron la dignidad”», Página 12, 1 de abril de 2022, acceso 23 de octubre de 2022, https://www.pagina12.com.ar/412368-como-familia-hemos-perdido-mucho-pero-mis-viejos-no-perdiero

lunes, octubre 17, 2022

200 años de «Mi delirio sobre el Chimborazo»: acción y estado del alma del héroe romántico

Cuadro de Tito Salas, (1929), Casa de Bolívar, Caracas
           
¿Responde el texto de «Mi delirio sobre el Chimborazo», fechado en Loja, el 13 de octubre de 1822,[1] al delirio real en una situación extrema de un hombre confrontado a los rigores de la Naturaleza o, más bien, corresponde a la imaginación literaria pletórica de romanticismo convertida por la fuerza poética en delirio del Yo lírico? Es probable que este suceso haya sido real en el deseo —sobre este episodio de la vida de Bolívar  no existe documentación confiable aunque la mitificación del héroe lo ha dado por un suceso real contra la realidad de las condiciones objetivas que se requieren para ascender un volcán de la magnitud del Chimborazo—; no obstante, el poder de convicción de la literatura, como verdad del lenguaje, es lo que nos lleva a considerar verosímil no solo el ascenso realizado por un hombre que no era andinista sino también la escritura del texto como producto de un estado de delirio en el que el Yo lírico, en la cumbre nevada del volcán, se enfrenta a la presencia fantasmagórica del Tiempo.

            Sigmund Freud, en su estudio «El delirio y los sueños en la Gradiva, de W. Jensen» (1907), describe el singular ejemplo de sicoanálisis de un personaje literario al trabajar como un caso clínico la conducta del protagonista de la novela Gradiva, una fantasía pompeyana (1902). Freud afirma que «lo que sucede es que en todo delirio existe un grano de verdad, digno de completa fe, el cual constituye la fuente de la convicción del enfermo»[2]. Al describir las características principales del delirio, entendido como una perturbación, Freud señala dos: «en primer lugar, pertenece a aquel grupo de estados patológicos que no ejercen una inmediata influencia sobre el soma, sino que se manifiestan tan solo por síntomas anímicos; en segundo lugar, se caracteriza por el hecho de que en él adquieren las “fantasías” el supremo dominio; esto es, encuentran fe en el sujeto e influyen en sus actos»[3].

En términos generales, el delirio tiene además una característica mística que hay que considerar para el análisis del texto de Bolívar. Esta dimensión mística se encuentra en el entramado de referencias a deidades clásicas que Bolívar utiliza en «Mi delirio». El misticismo encerrado en esa perturbación que es el delirio lo leemos en el libro del profeta Ezequiel que relata la visión que tuvo de la gloria de Dios, descrito como una figura fantasmagórica al igual que Bolívar contempla en su poema la aparición del Tiempo como una deidad: «Y vi apariencia como de bronce refulgente, como apariencia de fuego dentro de ella en derredor, desde el aspecto de sus lomos para arriba; y desde sus lomos para abajo, vi que parecía como fuego, y que tenía resplandor alrededor». (Ez, 1: 27-28)

«Mi delirio sobre el Chimborazo» es un poema en prosa cuya tesitura transita el camino nebuloso de las visiones; su escritura está cargada de alusiones clásicas e impregnada de arrebatadas imágenes de corte romántico; un texto poético en el que su autor ha construido un Yo lírico que está profundamente comprometido, desde la acción política, con la libertad de la patria. En él, Bolívar reedita el tópico del viajero que domina la Naturaleza desde la cúspide de una montaña, similar a su juramento sobre el monte Sacro (15 de agosto de 1805) cargado, entonces, de una mirada severa sobre los valores cívicos del mundo antiguo. En esta ocasión, Bolívar, triunfante en sus gestas heroicas, entregado al delirio romántico, ratifica en el ámbito de las visiones la tarea realizada y lo que falta aún por obtener para la realización plena no solo de la libertad sino de la construcción de la gran Colombia con la que todavía sueña.

¿Por qué habla de delirio un hombre como Bolívar, signado por la acción política y militar, y acostumbrado a la racionalidad en el análisis de los intereses de los partidos? ¿Por qué se desvía de las batallas que tiene que librar todavía para consolidar el proceso independista en Perú, para ascender al Chimborazo y, enseguida, para escribir un poema que da cuenta de su estado de delirio en la cúspide del volcán? Tal vez porque en Bolívar habita el espíritu de la libertad y la originalidad, el del héroe romántico que es, al mismo tiempo, patriota y amante. Su delirio, en resumidas cuentas, es concomitante con su gesta gloriosa pues su ascensión a la cumbre del volcán y, como resultas de ella, su delirio son acción y estado del alma posibles debido a que era el Dios de Colombia que me poseía.

No se trata, entonces, de una aventura del ocio per se sino de una misión diferente emprendida por un llamado superior. En primera instancia, la ascensión se debe a la presencia de un espíritu inexplicable para el Yo que lo impele a una acción en la que debe derrotarse a sí mismo, a su cansancio, a sus temores y que, por adición, lo colocará en un logro mayor que el de sus antecesores en la aventura: «…y arrebatado por la violencia de un espíritu desconocido para mí, que me parecía divino, pasé sobre los pies de Humboldt, empañando aún los cristales eternos que circuyen el Chimborazo». El arrebato es un estado en el que el sujeto queda fuera de sí, imposibilitado de actuar racionalmente y, por tanto, a merced de un «espíritu desconocido» que, según lo anuncia el Yo lírico, parece ser de origen divino: en el párrafo siguiente del texto nos enteramos de que esa divinidad es el «Dios de Colombia». Lo que, en definitiva, mueve a Bolívar para emprender el viaje y la ascensión es, nuevamente, aquello que ha movido su vida entera: la patria divina.

Rafael, La visión de Ezequiel, óleo sobre tabla, 40x30, 1518
            El Yo lírico acusa «un delirio febril», esto es, una pérdida de contacto con la realidad ante la magnificencia de la Naturaleza y los efectos que esta tiene sobre los sentidos del sujeto que la contempla y la vive en el delirio: «me siento como encendido por un fuego extraño y superior». Se trata de una experiencia mística si nos atenemos a las visiones del profeta Ezequiel, aunque en este caso el dios sea, con oxímoron incluido, un dios laico. El fuego que envuelve la aparición que contempla el profeta y el arco iris que irradia aquella son semejantes al «fuego extraño» del hablante lírico y «el manto de Iris» con el que dicho Yo llega envuelto: «Al guerrero, travestido en un ser fuera del mundo, las alas, el vuelo de lo alucinante (alucinógeno), esa máquina de múltiples vuelos que es el delirio —variante romántica de la imaginación— le permite ascender hacia la misma cima…»[4]. La poesía es aquí producto de ese instante de enajenación del sujeto que en su delirio visualiza aquello que le está vedado a quienes permanecen estancados en la norma.

Pero el hombre de acción difiere de aquel que solo contempla y esa diferencia se expresa en el momento del delirio y de la escritura. Cuando Shelley escribe «Mont Blanc» lo hace bajo la impresión profunda y la excitación poderosa que le ha provocado la contemplación de la Naturaleza. El poeta, al mirar el paisaje de la Naturaleza y escuchar la voz de la montaña, encuentra en ellas una verdad que pretende compartir con el ser humano. Desde la contemplación la voz poética de Shelley se enfrenta al horror que provoca la soledad de la montaña y su escritura es el ámbito para verter en ella la experiencia estética que deriva de la percepción que la mente humana recibe en su relación con la Naturaleza indómita: «¡Cuánto horror amontona tu soledad desnuda! / ¡Oh piedra atormentada y espectral cataclismo! / ¡Como en un planeta en ruinas cubre la nieva muda / la sombra desolada del cielo y del abismo!»[5].

Para Bolívar, en cambio, «la violencia de un espíritu desconocido» lo lleva a la superación de los caminos andados por sus predecesores y, por tanto, puede decir: «pasé sobre los pies de Humboldt, empañando aún los cristales eternos que circuyen el Chimborazo». El volcán deja de ser un pretexto temático para la contemplación y se convierte, por sí mismo, en un elemento natural que el héroe ha vencido para vencerse también a sí mismo: «Llego como impulsado por el genio que me animaba, y desfallezco al tocar con mi cabeza la copa del firmamento, y con mis pies los umbrales del abismo». El volcán se multiplica simbólicamente para convertirse en testimonio de una nueva victoria del héroe, en esta ocasión sobre la Naturaleza y el tópico de la ascensión del viajante se realiza como una hazaña que lo conduce al delirio que le mostrará nuevas verdades.

 

John Singer Sargent, The Descent from Mont Blanc, óleo, 95,2 x 116,2 cm, 1911

Bolívar abre su poema con una invocación embebida en la tradición clásica: «Yo venía envuelto con el manto de Iris». La veloz Iris, hija de Taumante y Electra, según la Teogonía, de Hesíodo, es la mensajera de los dioses. En la Ilíada, de Homero, Hera envía a Iris para decirle a Aquiles que debe incorporarse a la batalla para rescatar el cadáver de su amigo Patroclo en poder de los troyanos (Canto XVIII, 165 – 202); asimismo, es Iris quien acude, llevando la súplica de Aquiles, a la morada de los vientos para que enciendan «la pira en la que yace Patroclo, a quien todos los aqueos lloran» (Canto XXIII, 198-212). Iris es también la representación mitológica de ese fenómeno óptico que es el arco iris y que se manifiesta como, espectro de luz en el cielo, un arco multicolor de esplendente belleza. Bajo esa invocación que se remonta al mundo griego, el Yo lírico se presenta a sí mismo como si estuviera envuelto en una luminosidad particular; irradiando luz en su mítica travesía desde «el Dios de las aguas» hasta el «atalaya del Universo». El mundo mítico de la vieja Europa representado por «el manto de Iris» se conjuga simbólicamente, en ese tránsito de Bolívar que va desde el trópico hasta las nieves perpetuas, con lo real maravilloso —en el sentido que Alejo Carpentier le dio al término— que emana del Orinoco y de «las encantadas fuentes amazónicas». Allá va, entonces, el héroe llevado por Iris en su manto, dispuesto a coronar una nueva hazaña, sin poder alguno que lo detenga. Estamos ante el espíritu del superhombre romántico capaz de dominar la mítica Amazonía y las nevadas cumbres de los Andes.

La realización de la causa de la independencia es motivación suficiente para que, en el presente desolado que lo circunda en las laderas del Chimborazo, el Yo lírico alcance «los cabellos canosos del gigante de la tierra». No presenciamos el sentimiento trágico del héroe del romanticismo decadente, sino que estamos ante el voluntarismo glorioso del superhombre del romanticismo que proviene del espíritu triunfalista del individuo desde el Renacimiento, cuando el ser humano fue convertido en el centro de la creación. Bolívar es el superhombre que corona la cumbre que otros grandes hombres —La Condamine y Humboldt—no alcanzaron; al mismo tiempo, Bolívar se ha convertido en el amante que se verá consumido por el fuego sagrado de la pasión amorosa en su relación recién iniciada con Manuela Sáenz.

La estructura del delirio místico en el libro del profeta Ezequiel parte de una deslumbrante visión de la divinidad; luego sucede la aparición de una entidad fantasmagórica; y, finalmente, el profeta recibe la misión de difundir el mensaje a la comunidad. El fuego, como elemento representativo de la presencia de lo divino, es un símbolo tanto en el delirio de Ezequiel como en el de Bolívar. Una estructura similar encontraremos en «Mi delirio» pues el Yo lírico, que se siente consumido por «un fuego extraño» mientras «un delirio febril» embarga su mente, admite una posesión divina de su ser: solo que, en este caso, ya no se trata del Dios bíblico sino de una divinidad a quien Bolívar ha consagrado su existencia, como un sacerdote de la patria: «Era el Dios de Colombia que me poseía». La condición divina de la patria liberada que posee el espíritu de ese Yo lírico, concebido como un superhombre capaz de tal singular hazaña, es el Dios que va a poseerlo en su delirio para que vea y escuche la fantasmagórica aparición del Tiempo.

El Tiempo, hijo de la Eternidad y cuyo límite es el Infinito, su hermano; el Tiempo, «más poderoso que la Muerte», se aparece ante el espíritu azorado del héroe para confrontarlo y mostrarle lo diminuto que es el ser humano por más gloria que haya logrado, lo ínfimo y deleznable que termina siendo su mundo en el decurso del Tiempo: «¿Crees acaso que el Universo es algo? ¿Que montar sobre la cabeza de un alfiler, es subir?». Si en el monte Sacro el héroe estuvo lúcido frente a su maestro dando inicio a la elaboración de su discurso libertario, en el Chimborazo, el héroe delira, arrebatado, contemplando la aparición de una poderosa deidad. El Tiempo devuelve al superhombre envanecido por la gloria terrenal alcanzada a su condición transitoria y mortal. El Yo lírico del poema, entonces, se sitúa delirante frente a este «viejo cargado con los despojos de las edades» con el estremecimiento que le ocasiona la presencia sublime del poderoso Tiempo.

El Yo lírico acepta su condición de mortal, en el delirio provocado por la fuerza de una Naturaleza invencible; el Yo Lírico se encuentra, de pronto, ante un poder frente al cual se siente ínfimo, transitorio, mortal: «Sobrecogido por un terror sagrado». Bolívar, el guerrero poeta, sufre de la misma sensación de terror que develará el cubano José María Heredia (1803-1839) en su antológico poema «Niágara» (1824); sensación que proviene de la Naturaleza cuando Heredia contempla la magnificencia de las cataratas: «…Niágara undoso, / tu sublime terror sólo podría / tornarme el don divino, que ensañada / me robó del dolor la mano impía» (vv. 5-8). Lo sublime, que estremece y agita el alma del poeta, también provoca que éste retome la escritura: «Templad mi lira, dádmela, que siento / en mi alma estremecida y agitada / arder la inspiración» (vv. 1-3). Esa experiencia de contemplación en «el abismo horrendo» sume al poeta Heredia en la nostalgia, tanto en su condición de patriota desterrado como en la de amante sin amada: «¡Delirios de virtud…! ¡Ay! ¡Desterrado, / sin patria, sin amores, / sólo miro ante mí llanto y dolores!» (vv. 127-129).[6]

Mas, a pesar de encontrarse «sobrecogido por un terror sagrado», Bolívar, dada su condición de héroe guerrero, tiene la entereza para recomponerse y, en el estado de delirio en que se encuentra el Yo lírico, logra confrontar a la fantasmagórica encarnación del Tiempo: «cómo ¡oh Tiempo! —respondí— no ha de desvanecerse el mísero mortal que ha subido tan alto?». Al hablar acerca de la revelación poética y la estrecha relación que existe entre religión y poesía, en El arco y la lira, Octavio Paz dice que «el horror sagrado brota de la extrañeza radical. El asombro produce una suerte de disminución del yo. El hombre se siente pequeño, perdido en la inmensidad, apenas se ve solo»[7]. Al comienzo, el héroe reconoce su condición transitoria en el mundo y su extravío en la inmensidad de la Naturaleza que está contemplando, pero, de inmediato, y al contrario de lo señalado por Paz, la fuerza espiritual del superhombre interviene para que el Yo lírico se ubique, física y mentalmente, en el lugar que el héroe considera, por sí mismo, que le corresponde: «He pasado a todos los hombres en fortuna, porque me he elevado sobre la cabeza de todos».

El «fuego extraño y superior» lo lleva a un triunfalismo voluntarista —superando la posibilidad de que «el corazón se espante», como le sucede a la voz poética del pesimista Leopardi en su poema de corte metafísico “El infinito”—, que se expresa en la delirante situación de poder sobre la Naturaleza en la que se ubica el hablante lírico: «Yo domino el Universo con mis plantas; toco al Eterno con mis manos; siento las prisiones infernales bullir bajo mis pasos; estoy mirando de una guiñada los rutilantes astros; los soles infinitos; he visto sin asombro el espacio que encierra la materia». El romanticismo del conde Leopardi, por el contrario, ubica al hablante lírico vencido por la contemplación del horizonte sin límites, en medio de «aquel silencio infinito», hasta que lo eterno lo envuelve: «En esta / inmensidad se anega el pensamiento, / y el naufragar en este mar me es dulce»[8]. Para Bolívar esa derrota ante lo inasible del Tiempo sería símbolo de un estado espiritual más bien enfermizo y decadente por lo que su actitud desafiante lo reafirma como héroe que se engrandece en todo momento; la lectura que hace en el rostro del Tiempo lo prepara para la continuidad de la misión que este último habrá de encomendarle: «y en tu rostro leo la historia de lo pasado y los libros del destino».

 

Emilio Moncayo, El Chimborazo al sur de Riobamba, óleo sobre tela, 65 x 102 cm, 1930.

Leopardi siente su patriotismo inflamado pero la tristeza lo envuelve viendo a su patria vencida, incapaz de alzarse en contra de los invasores y volver la mirada a los tiempos de la Roma imperial. Su lamento en el poema «A Italia» (1818) se debe a que los italianos no luchan por Italia, sino que han estado involucrados en las Guerras Napoleónicas: «Veo, ¡oh patria!, los muros y los arcos, / columnas, simulacros, yermas torres / de nuestros ascendientes, / mas no veo la gloria, / ni el hierro ni el laurel que antes ceñían / a nuestros viejos padres»[9]. El patriotismo romántico de Leopardi es pesimista pues está marcado por las derrotas históricas y su propio espíritu contemplativo. Por el contrario, Bolívar, que ha triunfado como guerrero, siente que todo lo puede: es el superhombre romántico que, a pesar de estar «sobrecogido por un terror sagrado», tiene el temple para hablar con fantasmagóricas apariciones. Esta es la enorme diferencia en la condición espiritual entre este «nuevo género humano» que constituyen los patriotas y amantes del Nuevo Mundo frente al Viejo Mundo, que ya nada tiene que enseñarle a nuestra América.

En «Mi delirio», el héroe recibe una misión por parte del Tiempo, como sucede en el caso de la misión providencial que emana del delirio místico del profeta Ezequiel. En cambio, si Prometeo es el primer romántico que proviene de la Grecia clásica dado que roba el fuego sagrado, como parte de su condición de héroe trágico, para entregárselo a los hombres y procurar la libertad de sus espíritus, el Yo lírico del poema de Bolívar, encarnado por el propio Libertador, es un rebelde que ya ha conseguido la libertad de su patria frente al yugo español y que, en su delirio, imagina que el Tiempo reafirma la misión que él mismo jurara en el monte Sacro.

La rebeldía del héroe romántico encarnado por Bolívar no se da contra unos dioses abstractos. La rebeldía de Bolívar se da contra el poder colonial al que, en el momento de la escritura, ha derrotado casi en su totalidad: «Observa —me dijo—, aprende, conserva en tu mente lo que has visto, dibuja a los ojos de tus semejantes el cuadro del Universo físico, del Universo moral». Bolívar es un romántico que se encuentra fundando una patria y, por tanto, su espíritu voluntarista aún está bañado de optimismo en el futuro de la humanidad entendido como progreso material y moral. Por eso, Bolívar, al igual que en su juramento de Roma, vuelve a imponerse una tarea moral, ahora que ha cumplido parte de aquel destino glorioso que vislumbró frente a su maestro, en esta ocasión, por boca del Tiempo: «no escondas los secretos que el cielo te ha revelado; di la verdad a los hombres». Y nuevamente se asemeja al delirio místico; al final del Apocalipsis, Juan recibe el mensaje de uno de los siete ángeles: «Y me dijo: Estas palabras son fieles y verdaderas. Y el Señor, el Dios de los espíritus de los profetas, ha enviado su ángel, para mostrar a sus siervos las cosas que deben suceder pronto. ¡He aquí que vengo pronto! Bienaventurado el que guarda las palabras de la profecía de este libro» (Ap. 22: 6-7).

En «Mi delirio», luego de recibida la tarea por parte del Tiempo, «la fantasma desapareció». Entonces es cuando todo el esfuerzo sobrehumano que ha desplegado el héroe para mantenerse activo, escuchando la aparición fantasmagórica, superando con valentía el terror sagrado y respondiendo con entereza a la fantasma durante el delirio se vuelve, finalmente, agotamiento y caída en el reposo luego del éxtasis: «Absorto, yerto, por decirlo así, quedé exánime largo tiempo, tendido sobre aquel inmenso diamante que me servía de lecho». Sin embargo, este desfallecimiento del héroe es momentáneo en la continuidad de la existencia; sucede en un instante que devela la debilidad, propiamente humana, de quien hemos asumido como un superhombre capaz de las mayores hazañas.

Bolívar, agotado, repone sus fuerzas tendido sobre la cumbre del Chimborazo; solo, en medio de la nieve perpetua, el héroe parecería fundirse con la Naturaleza. Mas, la tarea encomendada por el Tiempo debe cumplirse y, nuevamente, la patria llama la atención del héroe recuperándolo de aquel reposo: «En fin, la tremenda voz de Colombia me grita; resucito; me siento; abro con mis propias manos mis pesados párpados». El delirio vivido en la cumbre del volcán ha terminado; le toca ahora a Bolívar llevar «la verdad a los hombres» y, por tanto, entre otras tareas, enseñar el delirio escrito a esos hombres.

«Mi delirio sobre el Chimborazo» es un texto fundacional del romanticismo de nuestra América más allá de la intención literaria que hubiese tenido su autor, que no fue un poeta sino un guerrero. En la escritura de Bolívar, «Mi delirio» complementa las palabras con las que empieza su ventura libertaria en el monte Sacro, frente a su maestro Simón Rodríguez, mirando a Roma y juzgando al mundo antiguo. Si el «Juramento de Roma» llevaba en sí la formación clásica de Bolívar junto con su voluntarismo romántico, «Mi delirio sobre el Chimborazo» encierra toda la pasión y el arrebato románticos de quien ya ha cumplido gran parte de su juramento y se sabe próximo a su destino glorioso. Exánime, yerto sobre la nieve de la cumbre, el héroe escucha el llamado de la patria, el grito de Colombia; en ese instante Bolívar recupera su condición heroica y el Yo lírico sentencia su recuperación esencial y la tarea con la que empieza su nueva misión: «vuelvo a ser hombre, y escribo mi delirio».

 

 

 

Mi delirio sobre el Chimborazo

Simón Bolívar, 13 de octubre de 1822

 

Yo venía envuelto con el manto de Iris desde donde paga su tributo el caudaloso Orinoco al Dios de las aguas. Había visitado las encantadas fuentes amazónicas, y quise subir a la atalaya del Universo. Busqué las huellas de La Condamine y de Humboldt; seguílas audaz, nada me detuvo; llegué a la región glacial, el éter sofocaba mi aliento. Ninguna planta humana había hollado la corona diamantina que pusieron las manos de la eternidad sobre las sienes excelsas del dominador de los Andes. Yo me dije: este manto de Iris que me ha servido de estandarte ha recorrido en mis manos regiones infernales; ha surcado los mares dulces; ha subido sobre los hombros gigantescos de los Andes; la tierra se ha allanado a los pies de Colombia y el tiempo no ha podido detener la marcha de la libertad; Belona ha sido humillada por los rastros de Iris ¿y yo no podré trepar sobre los cabellos canosos del gigante de la tierra? Sí podré; y arrebatado por la violencia de un espíritu desconocido para mí, que me parecía divino, pasé sobre los pies de Humboldt, empañando aún los cristales eternos que circuyen el Chimborazo. Llego como impulsado por el genio que me animaba, y desfallezco al tocar con mi cabeza la copa del firmamento, y con mis pies los umbrales del abismo.

Un delirio febril embarga mi mente; me siento como encendido de un fuego extraño y superior. —Era el Dios de Colombia que me poseía.

De repente se me presenta el Tiempo bajo el semblante venerable de un viejo cargado con los despojos de las edades, ceñudo, inclinado, calvo, rizada la tez, una hoz en la mano.

«Yo soy el padre de los siglos; soy el arcano de la fama y del secreto; mi madre fue la Eternidad; los límites de mi imperio los señala el Infinito; no hay sepulcro para mí, porque soy más poderoso que la Muerte; miro lo pasado, miro lo futuro, y por mis manos pasa lo presente. ¿Por qué te envaneces, niño o viejo, hombre o héroe? ¿Crees acaso que el Universo es algo? ¿Que montar sobre la cabeza de un alfiler, es subir? ¿Pensáis que los instantes que llamáis siglos pueden servir de medidas a los sucesos? ¿Pensáis que habéis visto la Santa Verdad? ¿Imagináis locamente que vuestras acciones tienen algún precio a mis ojos? Todo es menos que un punto a la presencia del infinito que es mi hermano».

Sobrecogido de un terror sagrado, «cómo ¡oh Tiempo! —respondí— ¿no ha de desvanecerse el mísero mortal que ha subido tan alto? He pasado a todos los hombres en fortuna, porque me he elevado sobre la cabeza de todos. Yo domino el Universo con mis plantas; toco al Eterno con mis manos; siento las prisiones infernales bullir bajo mis pasos; estoy mirando de una guiñada los rutilantes astros; los soles infinitos; he visto sin asombro el espacio que encierra la materia; y en tu rostro leo la historia de lo pasado y los libros del destino».

«Observa —me dijo—, aprende, conserva en tu mente lo que has visto, dibuja a los ojos de tus semejantes el cuadro del Universo físico, del Universo moral; no escondas los secretos que el cielo te ha revelado; di la verdad a los hombres».

La fantasma desapareció.

Absorto, yerto, por decirlo así, quedé exánime largo tiempo, tendido sobre aquel inmenso diamante que me servía de lecho. En fin, la tremenda voz de Colombia me grita; resucito; me siento; abro con mis propias manos mis pesados párpados; vuelvo a ser hombre, y escribo mi delirio.

 

Nota bene: Existen múltiples transcripciones del texto. He preferido trabajar con esta versión tomada directamente por mí de la Colección de documentos relativos a la vida pública del Libertador de Colombia y del Perú, Simón Bolívar, t. XXI, Caracas: Imprenta de G. f. Devisme, 1832, 243-244. He modernizado la ortografía, puesto algunos sustantivos propios en mayúsculas y corregido erratas obvias.

 

La presente entrada es una versión resumida del apartado del mismo nombre publicado en mi libro Patriotas y amantes. Románticos del siglo XIX en nuestra América (Bogotá: Lumen, 2017), 89-110.

 



[1] El Grupo de Investigación en Literatura Colombiana de la Universidad de Santander, en nota al pie de página, ha señalado al respecto: «El texto original de Bolívar fue impreso por primera vez en 1833 [en la portada del libro dice “1832”], en “El Apéndice”, tomo XXI de la Colección de documentos a la vida pública del Libertador, preparado por Francisco Javier Yañes y Cristóbal Mendoza [Sobre la autenticidad del texto Vicente Lecuna señala]: “Recientemente se ha dado a conocer una copia de la época, fechada en Loja el 13 de octubre de 1822 que conservan en Quito los descendientes del coronel Vicente Aguirre”». Serafín Martínez, Ana Cecilia Ojeda y Judith Nieto, Mi delirio sobre el Chimborazo: el texto en la cultura (Bucaramanga: Universidad Industrial de Santander, 2005), 9.

[2] Sigmund Freud, “El delirio y los sueños en la Gradiva de W. Jensen”, en Obras completas, t. II, 4ta ed., Madrid, Biblioteca Nueva, 1981, p. 1.328.

[3] Ibídem, p. 1.307.

[4] Raúl Serrano Sánchez, «Mi delirio sobre el Chimborazo: anuncios y fundación», Kipus. Revista andina de letras, # 26 (2009): 83.

[5] Percy Bysshe Shelley, «Mont Blanc», en Poetas románticos ingleses, traducción de Leopoldo María Panero, (Barcelona: RBA editores, 1999), 135-136.

[6] José María Heredia, «Niágara», en Poesía de la Independencia, compilación, prólogo, notas y cronología de Emilio Carrilla (Caracas: Biblioteca Ayacucho, 1979), 78-82.

[7] Octavio Paz, El arco y la lira, [1956] (México DF: Fondo de Cultura Económica, 2010), 142.

[8] Giacomo Leopardi, «El infinito», en Cantos, introducción, traducción y notas de Diego Navarro, (Barcelona: RBA Editores, 1999), 41.

[9] Leopardi, «A Italia»…, 3.


lunes, octubre 10, 2022

«El acontecimiento», libro y película: el lenguaje sustantivo del yo y los conflictos de género y clase


El doloroso momento del aborto clandestino, tiempo detenido en el que se entrelazan la muerte y la vida, es el instante de purificación de la protagonista, pero nada sucede sin la violencia a la que el cuerpo es sometido y todo pasa en medio de una soterrada lucha de clases. En el texto, la autora, desde la verdad del recuerdo y la escritura, describe el suceso: «No sabemos qué hacer con el feto. O. va a buscar a su dormitorio una bolsa de galleta vacía y lo meto dentro. Voy hasta el cuarto de baño con la bolsa. Pesa como si llevara una piedra adentro. Vuelco la bolsa encima del retrete. Tiro de la cadena»[1]. En la película, Anne (Anamaria Vartolomeu), la protagonista, desde la verdad del presente de la protagonista, le suplica a su amiga que vaya a buscar unas tijeras a la habitación para cortar el cordón umbilical mientras el feto cuelga sumergido en el agua del inodoro. Tanto el relato El acontecimiento (2000), de Annie Ernaux, como su homónima versión cinematográfica (2021), dirigida por Audrey Diwan, manejan un lenguaje sustantivo, en su respectivo arte, desde la complejidad del yo autobiográfico y evidencian, a través de la soledad de la protagonista, las marcas de género y clase a las que esta debe enfrentarse.

La narradora del relato es la propia autora. Annie Ernoux cuenta que, en octubre de 1963, descubrió que estaba embarazada y que no quería tener ese ser no deseado, pues la maternidad hubiese truncado sus estudios de literatura y la posibilidad de romper el círculo de pobreza en el que había nacido. Desde ese momento se enfrentará a la Ley y a los prejuicios sociales pues en esa época el aborto, en Francia, era ilegal y no le importará el peligro para su vida que implica el aborto clandestino. La película, desde una cámara subjetiva —ya que la directora no es el personaje— que todo el tiempo sigue a la protagonista en sus desplazamientos, consigue narrar la misma angustia y el mismo coraje del yo autobiográfico de Ernaux. Así como la escritura de Ernaux es directa y sustantiva, desgarradoramente desnuda, la película, mediante primeros planos y planos cerrados, usando un encuadre académico —como el de Casablanca (1942)—, logra despojarse de la preocupación de la escenografía para concentrarse en la angustia de la protagonista. El drama del pequeño pero definitivo universo personal de Anne atraviesa el relato y la película; esta mezcla de lo íntimo en su valor político se resume en la reflexión de Ernaux: «Millares de chicas han subido alguna vez una escalera parecida a aquella y han llamado a una puerta detrás de la cual había una mujer de la que no sabían nada y a quien iban a confiar su sexo y su vientre»[2].

           

El acontecimiento es un relato frontal y duro, descarnado, y la película está narrada en el tono de un doloroso hiperrealismo. La protagonista es, esencialmente, una mujer en soledad que debe enfrentar lo que sucede en su propio cuerpo y la incidencia que en este evento tienen una sociedad clasista y patriarcal que utiliza al Estado y la Ley para perpetuar su dominio sobre el cuerpo de las mujeres. La reflexión de Ernaux en su texto autobiográfico se centra en la urgencia de convertir la escritura de su experiencia personal en un arma política feminista, atravesada por una perspectiva que siempre recuerda su origen de clase proletaria: «(Es posible que un relato como este provoque irritación o repulsión, o que sea tachado de mal gusto. El hecho de haber vivido algo, sea lo que sea, otorga el derecho imprescriptible de escribir sobre ello. No existe una verdad inferior. Y si no cuento esta experiencia hasta el final, contribuiré a oscurecer la realidad de las mujeres y me pondré del lado de la dominación masculina del mundo)»[3]. La película, a través de las escenas de acoso que sufre Anne en la residencia universitaria por parte de sus compañeras de clase alta y el rechazo que los estudiantes, sus compañeros, hacen del chico bombero, también marca esta confrontación de clase. Asimismo, el orgullo de la madre y el padre por los estudios universitarios de la hija remarca la idea de que el espacio educativo es una posibilidad de ascenso social. Cuando Anne está de visita en el colmado de la familia, una amiga le dice: «Mira tus manos: son muy blancas. No sirven para trabajar. ¿Ves? —le muestra su mano derecha que tiene un cigarrillo entre los dedos—: las mías se tiñeron en la fábrica. Así es la vida. No las reconozco más».

           

El texto de El acontecimiento desarrolla la dimensión política del aborto y la película contribuye a ello en este tiempo de regresión de derechos ante el avance del conservadurismo que, como en la distopía de Margaret Atwood, ha vuelto con fuerza para controlar el cuerpo de las mujeres y, en general, sobreexplotar el trabajo asalariado de los seres humanos. El feminismo que no cuestiona al capitalismo corre el riesgo de convertirse en tan solo una disputa del poder patriarcal, en términos políticos y económicos, por parte de mujeres privilegiadas por su origen burgués o pequeño burgués. Ernaux apoyó en las elecciones pasadas al candidato de izquierda Jean-Luc Mélechon, fundador del movimiento Francia Insumisa y acaba de firmar un manifiesto a favor de la marcha contra la vida cara en su país: «Ante el mercado extremo que corrompe todo, ante la extrema derecha que aprovecha la desolación para avanzar sus peones racistas, sexistas y liberticidas, llamamos a unir nuestras fuerzas en la calle y a marchar juntos»[4]. Tal vez por eso, Ernaux plantea su dilema como un elemento de la lucha de clases: «Yo era la primera persona de mi familia que estudiaba una carrera. Todos los demás había sido obreros o pequeños comerciantes […] y lo que estaba creciendo dentro de mí era, en cierto sentido, el fracaso social»[5]. En la película, cuando Anne le pide las clases atrasadas al profesor luego de su primera visita a la abortera, él le pregunta si ha estado enferma: «La enfermedad que solo afecta a las mujeres y las convierte en amas de casa», le responde. Las marcas de género y clase quedan expuestas en esta conversación que concluye con una reivindicación personal por parte de Anne: «—¿Todavía quiere enseñar? —No, no es lo que más me importa, señor. —¿Y qué es? —Quiero escribir».

La francesa Annie Ernaux (Lillebone, 1940) acaba de ganar el Premio Nobel de Literatura, según la Academia, «por el coraje y la agudeza clínica con la que descubre las raíces, los extrañamientos, y las trabas colectivas de la memoria personal. En su escritura, Ernaux, consistentemente y desde diferentes ángulos, examina una vida marcada por fuertes disparidades relacionadas con el género, el lenguaje y la clase»[6]. La escritura autobiográfica para Annie Ernaux es una forma de ser etnóloga de sí misma, según lo dejó asentado en La vergüenza (1997): «No deseo escribir ningún relato, pues eso significaría crear una realidad en lugar de buscarla»[7]. Su novela El acontecimiento y la versión cinematográfica —que ganó el León de Oro del Festival de Venecia de este año— son un alegato político y estético en favor de la libertad de la mujer sobre su cuerpo, su vida y lucha contra los prejuicios de una sociedad moralmente hipócrita y socialmente clasista.



[1] Annie Ernaux, El acontecimiento, traducción de Mercedes y Bertha Corral Corral (Barcelona: Tusquets Editores, 2019), pos. 643, edición Kindle.

[2] Ernaux, El acontecimiento…, pos. 477.

[3] Ernaux, El acontecimiento…, pos. 340. Énfasis añadido.

[4] «Ernaux encabeza manifiesto en favor de manifestación contra la vida cara», Swissinfo.ch, 09 de octubre de 2022, acceso 09 de octubre de 2022, https://www.ssinfo.ch/spa/francia-protesta_arnaux-encabeza-manifiesto-a-favor-de-manifestación-contra-la-vida-cara/47965352

El manifiesto —según la noticia— acusa a Emmanuel Macron, de aprovechar «la inflación para aumentar la brecha de riqueza, para dopar los beneficios del capital por encima del resto» y «evitar la fiscalidad suplementaria de esos beneficios». También afirma el manifiesto: «Los neoliberales nos martillean desde hace 40 años con que no hay alternativa. No dejemos a los herederos de Thatcher destruir la esperanza y liquidar nuestros derechos sociales». Finalmente, agrega: «Otro mundo es posible. Basado en la satisfacción de las necesidades humanas, dentro de los límites de nuestros ecosistemas».

[5] Ernaux, El acontecimiento…, pos. 157.

[6] «The Nobel Prize in Literature 2022», The Nobel Prize, acceso 08 de octubre de 2022, https://www.nobelprize.org/prizes/literature/

[7] Annie Ernaux, La vergüenza, traducción de Mercedes y Berta Corral Corral (Barcelona: Tusquet Editores, 2020), pos. 218, edición Kindle.


lunes, octubre 03, 2022

«Blonde»: una obra de arte conmovedora y exasperante

Ana de Armas derrotó los prejuicios que pesaban sobre ella y nos ha dado una Norma Jeane que lucha por ser ella misma más allá del personaje de Marilyn en Blonde, dirigida por Andrew Dominik, versión fiel de la novela homónima de Joyce Carol Oates.

«Pienso que fue/es un brillante trabajo de arte cinematográfico, no para todos, obviamente. Es sorprendente que, en una era post #MeToo, la exposición descarnada de la depredación sexual de Hollywood haya sido interpretada como “explotación”»[1], tuiteó Joyce Carol Oates en defensa de la versión cinematográfica de su novela. En el otro extremo, la crítica de cine Manohla Dargis destrozó la película en The New York Times: «Dadas todas las indignidades y horrores que Marilyn Monroe sufrió durante sus 36 años […] es un alivio que no haya tenido que pasar por todas las vulgaridades de Blonde, el último entretenimiento necrofílico para explotarla»[2]. Blonde, dirigida por Andrew Dominik, es una biografía ficcionada sobre Marilyn Monroe, basada en la novela homónima de Joyce Carol Oates, que conmueve al tiempo que exaspera debido a un guion que no da tregua e infantiliza al personaje, a la estética experimental y sus excesos, y la deslumbrante actuación de Ana de Armas sobre un personaje siempre sufrido.

En una nota al comienzo de la novela, Joyce Carol Oates aclara: «Blonde es una vida radicalmente destilada en forma de ficción y, a pesar de su longitud, el principio de apropiación es la sinécdoque»[3], e inmediatamente explica los pasajes que ha escogido de la vida de Norma Jeane para escribir la novela y recomienda que quienes deseen conocer datos biográficos de Marilyn Monroe los busquen en libros biográficos y no en Blonde. La película de Dominik —que ha agradado sin peros a la autora de la novela—, sigue la misma línea de sentido que desarrolla el libro sobre lo que fue y significa Marilyn: el abuso de los productores de cine, de los Kennedy, sus amantes, sus abortos y sus adicciones son explicados por causa del maltrato infantil que vivió por mano de una madre desequilibrada y la búsqueda de un padre ausente. En la novela, Gladys, la madre de Norma Jeane, al pasearla por Los Ángeles y enseñarle la casa de Rodolfo Valentino profetiza, como si fuera un oráculo: «No tenía talento como actor. Y tampoco tenía talento para la vida, pero era fotogénico y murió en el momento oportuno. Recuerda, Norma Jeane, hay que morir en el momento oportuno»[4]. La película, que se inicia con la misma violencia materna con la que comienza el libro, no dará tregua al espectador; aquella expone un cúmulo de sufrimientos que dibujan la imagen de una mártir con complejo de Electra que proyecta en cada hombre con el que se relaciona al padre ausente. En la película y en la novela, Gladys, luego de querer ahogarla en la bañera, la sentencia: «Tú. Tú tienes la culpa de que se marchara. No te quería»[5]. Y la niña Norma Jeane tiene que huir a pedir ayuda a los vecinos. En este marco, ni en la novela ni en el libro se critica la estructura patriarcal de la sociedad en la que Marilyn estuvo atrapada.

La película tiene una estética experimental que aprovecha los planos de visualidad onírica, incorpora recreaciones en blanco y negro, y trabaja la perspectiva interiorista del personaje. Lo onírico acompaña al personaje en sus recuerdos, en su búsqueda del padre y en su agonía. Las recreaciones en blanco y negro, sobre todo en el último tercio de la película, dibujan a una Norma Jeane, envuelta en un estado de inconciencia que sabe que Marilyn Monroe es un personaje al que tiene que representar en todo momento para complacencia de los hombres. Y la perspectiva interiorista va de la mano de los pensamientos que en la novela la autora intercala en la narración con letra cursiva. Tal vez, el exceso de esta experimentación se da en el feto parlante que le reclama a Marilyn sus abortos o en la penetración de la cámara en su vagina. ¡Horrible! No obstante, ese remordimiento sobre el hijo no nacido, en la novela se presenta en forma de las recriminaciones que se hace el personaje a sí misma durante el aborto:

 

Entró y vio la cómoda y el cajón que debía abrir. Tiró, tiró y tiró de ese cajón. ¿Estaba atascado? ¿O ella no era lo bastante fuerte para abrirlo? Por fin lo abrió y apareció el bebé, agitando sus manos y sus pies diminutos, respirando con dificultad. Babeaba y trataba de recuperar el aliento para llorar. Precisamente cuando el frío espéculo penetraba en su cuerpo, entre sus piernas abiertas. Precisamente cuando la vaciaban como un pescado. Sus entrañas se deslizaban por los bordes de la cucharilla. Gritó la cabeza de un lado a otro, gritando, hasta que los tendones del cuello se agarrotaron.

El niño chilló una vez.[6]

 

Y, más adelante, en un poema escrito en su diario secreto: «Para mi hijo / Contigo, el mundo vuelve a nacer. / Antes de ti… nada existía»[7]. También se ha criticado como un exceso la desmitificación de John F. Kennedy por la escena de sexo oral. Sin embargo, esta escena es clave en la novela pues tiene que ver con el desenlace y la teoría del asesinato por parte de los organismos de seguridad del Estado: «El Presidente la cogió por el pelo. Tiró de ella para besarla con brusquedad mientras sujeta con destreza el teléfono entre el cuello y el hombro […] Con suavidad, pero también con la firmeza de un hombre acostumbrado a salirse con la suya, el Presidente cogió a la Actriz Rubia por la nuca y le puso la cabeza en la entrepierna. No lo haré. No soy una prostituta, soy…»[8]

            Finalmente, Ana de Armas derrotó los prejuicios que pesaban sobre ella y nos ha dado una Norma Jeane que lucha por ser ella misma más allá del personaje de Marilyn. Su actitud de mujer sufrida, su sensualidad y su poderío erótico —tal vez con un exceso de desnudos que se pudo evitar—, su búsqueda de aprobación y permanente estado de complacencia, su amor a la madre maltratadora y al padre ausente: todo se siente verdadero en la voz, en los gestos, en la corporalidad de la actriz. A pesar de que su personaje está presentado como una mártir y desvalida mujer, lo que impide que la Norma Jeane/Marilyn de la película evolucione como personaje y muestra sus fortalezas, Ana de Armas logra una representación que deja sin aliento. Ella encarna la crueldad que le tocó sufrir durante su vida a manos de un sistema patriarcal hasta el momento de su muerte por razones de Estado, según proponen la película y la novela. Esta caracterización de Marilyn, que viene del texto de Oates, ya fue criticada con acritud por Michiko Kakutani, en The New York Times, cuando, de manera poco favorable, reseñó la novela:

 

Desde su muerte a los 36 años, en 1962, la explotación ha continuado. Ha sido mercantilizada por sórdidos mercaderes y deconstruida por los académicos. Su vida ha sido manoseada por teóricos de la conspiración y traficantes de escándalos; su imagen, apropiada por Madonna y diseccionada por todos, desde Norman Mailer hasta Gloria Steinem. Ahora llega Joyce Carol Oates para convertir la vida de Marilyn en un libro que equivale a una miniserie de televisión de mal gusto.[9]

 

La película de Dominik es, en la medida en que una película puede serlo respecto de una novela, fiel al libro de Oates. Muchas de las críticas sobre el enfoque de la historia y del personaje que se le han hecho a la película giran alrededor de elementos textuales de la novela. Y es que, tal vez, lo que se lee en la novela cobra otra dimensión cuando se lo ve representado en el cine. La imagen de Marilyn, agónica sobre su cama, en medio de una nubosidad onírica, es la de ese padre que siempre estuvo buscando y lo último que escucha es la voz de su madre: «—¿Ves, Norma Jeane? Ese hombre es tu padre»[10]. Así, se cierra la tragedia de Norma Jeane al haber vivido con al trauma infantil de una madre abusadora y en la búsqueda permanente del padre ausente. Este final, con las mismas palabras, es el de la novela. Blonde, la película de Andrew Dominik, puede atraparnos, emocionarnos y, al mismo tiempo, irritarnos, pero todo esto quizás tenga que ver con la misma vida de Marilyn y la interpretación que de esa vida hizo Joyce Carol Oates en su novela. En todo caso, Blonde es una obra de arte cinematográfico que dará qué hablar a una audiencia que la amará o la odiará por motivos similares.



[1] Joyce Carol Oates, (@JoyceCarolOates), «I think it was/is a brilliant work of cinematic art obviously not for everyone. Surprising that in a post #MeToo era the stark exposure of sexual predation in Hollywood has been interpreted as "exploitation"», Twitter, 30 de septiembre de 2022, https://twitter.com/JoyceCarolOates/status/1575953895163015168?s=20&t=JvjMdq3LN9QEjDhdvQ2_3Q

[2] «Given all the indignities and horrors that Marilyn Monroe endured during her 36 years —her family tragedies, paternal absence, maternal abuse, time in an orphanage, time in foster homes, spells of poverty, unworthy film roles, insults about her intelligence, struggles with mental illness, problems with substance abuse, sexual assault, the slavering attention of insatiable fans— it is a relief that she didn’t have to suffer through the vulgarities of “Blonde,” the latest necrophiliac entertainment to exploit her», en Manola Dargis, «‘Blonde’ Review: Exploiting Marilyn Monroe for Old Times’ Sake», The New York Times, 29 de septiembre de 2022, acceso 2 de octubre de 2022, https://www.nytimes.com/2022/09/28/movies/blonde-review-marilyn-monroe.html 

[3] Joyce Carol Oates, Blonde, traducción de María Eugenia Ciocchini (España: Alfaguara, 2012), pos. 30, edición Kindle.

[4] Oates, Blonde…, pos. 1153.

[5] Oates, Blonde…, pos. 1306.

[6] Oates, Blonde…, pos. 8387.

[7] Oates, Blonde…, pos. 15173.

[8] Oates, Blonde…, pos. 14604.

[9] «Since her death at 36 in 1962, the exploitation has continued. She has been commodified by sleaze merchants and deconstructed by academics. Her life has been pawed over by conspiracy theorists and sifted by scandal mongers; her image, appropriated by Madonna and dissected by everyone from Norman Mailer to Gloria Steinem. Now comes along Joyce Carol Oates to turn Marilyn's life into the book equivalent of a tacky television mini-series», en Michiko Kakutani, «Books of the Times; Darkening the Nightmare of America’s Dream Girl», The New York Times, 31 de marzo de 2000, acceso 2 de octubre de 2022, https://www.nytimes.com/2000/03/31/books/books-of-the-times-darkening-the-nightmare-of-america-s-dream-girl.html

[10] Oates, Blonde…, pos. 15245.