José María y Corina lo habían conversado en alguna de sus tardes de té y facturas: toda muerte engendra ausencias y cada ausencia es un pedazo de muerte que se adhiere para siempre a nuestra piel de solos.
(De El perpetuo exiliado, 2016).

lunes, mayo 20, 2019

Incendiamos las yeguas en la madrugada, una novela de aprendizaje


Al Puma, su padre intentó violarlo cuando tenía diez años y su vida es una caída hacia un fondo de violencia criminal. El Topo tiene una madre que está presa por estafa y él mismo se enreda en los vericuetos de la delincuencia. El Gusano aborrece a su padre que lo maltrata y termina enfrentado a la muerte desde la escritura. La Cucaracha, apático y depresivo, es parte de una banda de rock y odia a su padrastro. El Buitre es un arribista capaz de todo por escalar socialmente y odia a su padre pues lo culpa de la pobreza familiar. Todos son adolescentes de clase media baja que viven en el sur de Guayaquil y ambicionan el tipo de vida de los hijos de la burguesía del norte. Viven en una sórdida lucha de clases que se desarrolla en la esfera de lo cotidiano.
Incendiamos las yeguas en la madrugada, de Ernesto Carrión, es una novela de aprendizaje vital que nos nuestra las vicisitudes de cinco adolescentes de clase media baja, arribistas, que se ven envueltos con el lumpen de las drogas y el crimen. La novela está narrada con gozosa fluidez, nos ofrece una galería de personajes malditos e irredentos y disecciona con crudeza una realidad social amoral y violenta.
Estos adolescentes de familias disfuncionales (¿es que acaso existirá alguna familia que funcione sin grietas ni esqueletos escondidos en el clóset?) son una concreción de la ciudad que existe en el sur. El Gusano quiere escribir «sobre cómo experimenta la ciudad un chico del sur». La novela plantea, de manera algo esquemática, el enfrentamiento social que se da, en el Guayaquil de los noventa, entre el sur de la clase media proletarizada y el norte elegante y amurallado de la burguesía. Según una voz autoral que habla cargada de lirismo, todos ellos son personajes que «salen a bailar sin música por el jardín invisible del tiempo».
Los cinco chicos ambicionan la riqueza que no tienen y buscan ser aceptados por los chicos del norte. Para ello, recurren a las drogas, el sexo y el crimen: «Fugándonos de nuestro presente sin ingresar al futuro». La única lealtad que tienen es para con sus amigos. Ellos son el testimonio de una sociedad inequitativa y de doble moral, que sucumbe ante el poder del dinero. Cada uno de ellos, «si no era excéntrico, estaba demente».
Ernesto Carrión, Cartón Piedra
El Puma y el Topo, por ejemplo, carecen de moral. Desprecian a sus padres, maltratan a sus madres y, por el deseo de vivir como los ricos del norte, no dudan en convertirse en criminales. Una escena perturbadora, que retrata la condición del Puma, es cuando su madre le expresa su preocupación debido a que maneja sin licencia un carro de dudosa procedencia: el Puma «interrumpió a su mamá desabrochándose el pantalón y bajándose ligeramente los calzoncillos. […] —Mira, mamá, yo ya tengo pelitos en la verga, así que no me jodas».
El Puma es un personaje que recorre el infierno de la ciudad. Trafica con droga, roba pasaportes, se prostituye y asesina a un hombre. No puede ingresar al círculo social de los ricos del norte a pesar de la humillación a la que se somete. El Puma termina casándose con la noviecita a la que desvirgó; ella, al final, no tiene miedo de serle infiel con uno de los ejecutivos del banco en donde trabaja, que son esos mismos chicos del norte. Como si fuera una moraleja, la vida se encarga de ubicarlos a cada uno en su estrato social y en su realidad. El Puma termina, junto a su padre, de maquinista de un montacargas en Puerto Marítimo. Un maldito domado por la realidad de una sociedad despiadada.
Edición española
La novela es una disección sin concesiones de la violencia social de una ciudad —que es Guayaquil pero que puede ser cualquier ciudad de nuestra América—. «No esperes definiciones que te gusten. Ha sido siempre así: el sitio desde donde escribo ya no existe», dice la voz autoral que irrumpe como una voz omnisciente de la novela. Pero también es la disección de una cultural juvenil desencantada y alienada, anclada al mito musical de Kurt Cobain.
Incendiamos las yeguas en la madrugada, de Ernesto Carrión, ganó el premio Casa de las Américas en 2017 —no es el más dotado económicamente pero sí uno de los más prestigiados de Iberoamérica— y forma parte de esta eclosión de la literatura ecuatoriana que estamos viviendo. Una literatura que es andrógina como todo buen arte.

Publicado en Cartón Piedra, revista cultural de El Telégrafo, 10.05.19

domingo, mayo 12, 2019

La máquina de coser Singer


Aída Mercedes Corral Macías (1925 - 2004)

Para hablar de la máquina de coser Singer, la que me amamantó con su dulce tucutucu, debo remendar el corazón destartalado por tantos avatares en habitaciones olvidadas.
Para hablar de aquella a quien amo, aunque su ronroneo ya cesó, debo hacer la limpia de mi cerebro y su vanidad. ¿De qué sirve tanta perniciosa inteligencia?
Para hablar de la sencillez de sus costuras debo curarme de tanto palabrerío, de tantas inquinas en la borra de mis cafés.

De niño, extraviado, me refugiaba en el arco de la Singer. Sentado sobre su pedal, una alfombra de hierro para mis pueriles aventuras, me sentía el viajante de caminos lluviosos.
La rueda enorme era el volante feliz de mi camión bananero, y yo era mi padre que regresaba a casa. Todo olía a tela nueva y aceite Tres en Uno.
Un manojo de fierros dulces, los abrazos de doña Aída durante mis asmáticos desasosiegos nocturnos, una máquina instalada en la casa para coser soledades.

De la Singer nacían los vestidos de mi hermana según la última Burda Moden. Los moldes extendidos sobre la mesa del comedor: preludio de la costura doméstica.
Mi madre, manos de tizas y tijeras que daban forma a la tela. Mi madre, una costurera silenciosa en claroscuro al óleo. Mi madre, la máquina Singer que armaba las piezas y las sonrisas.
De la máquina de coser emergieron el hilván de mis pantalones, los disfraces escolares, los cuellos volteados de mis camisas. De ella, la vergüenza oculta de la pobreza digna.

El tiempo encogió la Singer. Mis ojos dejaron de verla como un refugio. Los años y mis piernas me llevaron lejos de su tucutucu. ¡Ah, el cansancio del alma!
La edad enmoheció los hierros y se esparció inmisericorde sobre ella. Todos somos transeúntes de la vida. Mi madre, esa mujer herida por las dagas del abandono, tampoco está.
      Adiós a su tucutucu.
      La máquina de coser Singer puede convertirse en ceniza, pero no en olvido. Ella es una memoria encendida. Y esta palabra se enhebra en la aguja de aquella que cosió los retazos de mi vida.


Este dibujo me lo envió una amiga meses después de que leyera el poema.

domingo, mayo 05, 2019

Vicente Huidobro, con la poesía siempre a su lado

Casa Museo de Vicente Huidobro en Cartagena, Valparaíso, Chile.
A cinco meses de su muerte, el 2 de junio de 1948, apareció Últimos poemas, libro póstumo del chileno Vicente Huidobro. Fue Manuela Huidobro de Yrarrázabal, hija y albacea de la obra del poeta quien recopiló textos inéditos y otros dispersos para el libro. Ella concluye su nota con este envío: «A la memoria de mi padre adorado dedico este trabajo, hecho con inmensa ternura y veneración».
            El “Arte poética” de Huidobro, en El espejo de agua (1916), indicará, desde un comienzo, el rumbo no solo de su escritura sino de su actitud estética frente a ella: «Por qué cantáis la rosa, ¡oh poetas! / hacedla florecer en el poema. // […] // El poeta es un pequeño Dios». Este es el meollo de la estética de la vanguardia frente al proceso creativo y al sentido de la poesía.
En 1931 aparece Altazor, «con un retrato del autor por Pablo Picasso», según se indica en la portada. Este poema extenso, concebido desde 1919, ha pasado a la historia literaria como la obra más divulgada y estudiada de Huidobro. En cambio, el poemario Últimos poemas es quizás el menos conocido. Este libro ha sido editado en Ecuador, por primera vez, gracias a una alianza de la Editorial de la Universidad de las Artes y El Ángel Editor. La cesión de derechos se debe a la generosidad de Vicente García Huidobro, nieto y presidente de la fundación que lleva el nombre del poeta.
            La recopilación de los textos de Últimos poemas da cuenta de un verso deslumbrante, por la profundidad de su materia; limpio, por la manera diáfana como fluye la cascada de imágenes y de conceptos; estremecedor, por el tratamiento que la voz poética da al viaje del sujeto, a la experiencia vital, a la presencia inherente de la muerte, o al acompañamiento permanente de la poesía en todo momento de la existencia. En Últimos poemas, el poeta ha dejado de ser ese pequeño Dios del Creacionismo para convertirse en un transeúnte de la vida con la poesía, inseparable compañía, a cuestas: «Así es el viaje al fin del mundo / Y ésta es la corona de sangre de la gran experiencia / La corona regalo de mi estrella / ¿En dónde estuve en dónde estoy?».
            La condición de transeúnte atraviesa el libro. Si en Altazor el viaje en paracaídas implica una descomposición del lenguaje para el nacimiento y creación de un lenguaje nuevo, en “El pasajero de su destino”, por ejemplo, el viaje tiene un sentido humano diferente: se trata del tránsito vital del hablante lírico que entiende el devenir de los seres humanos como una tradición de la vida: «Es así como somos / Y como nos paseamos hoy sobre la tierra / Precedidos por los ruidos de nuestros antepasados / y seguidos por el dolor de nuestros hijos».
El tema de la muerte también es una constante en estos poemas. En “Coronación de la muerte” la voz poética hace un llamado explícito: «Yo quiero hablaros de los ojos de la muerte Del suspiro postrero / De las maneras de morir tan distintas como los andares». El poema final, “La muerte que alguien espera”, nos entrega una letanía —aquella cascada de imágenes que caracteriza la poesía de Huidobro— que habla de la presencia irremediable de la muerte a lo largo de nuestra vida. En una maniobra inesperada, la voz poética sitúa a la muerte en dependencia de la existencia humana: «La muerte que no puede vivir sin nosotros», para reafirmar su fe en el hombre y paso vital, ya señalado en “Voz de esperanza”: «Es el hombre / El hombre de pie sobre sus sueños».
En las proximidades de la que fue su casa, en el balneario de Cartagena, región de Valparaíso, está la tumba de este “pequeño Dios”. Su epitafio reza: «Aquí yace el poeta Vicente Huidobro. Abrid la tumba; al fondo de esta tumba se ve el mar». Esa tumba estuvo prefigurada en el bellísimo “Monumento al mar”: «He ahí el mar / De una ola a la otra hay el tiempo de la vida / De sus olas a mis ojos hay la distancia de la muerte».
En el poema que abre el libro, de hondas y luminosas resonancias sobre el tránsito vital como una experiencia única e intensa, y el tránsito a la muerte, como un destino inevitable y el final de todo, Huidobro nos lega su testamento poético: «He vivido una vida que no puede vivirse / Pero tú, Poesía, no me has abandonado un solo instante». La poesía del pequeño Dios en cuya forma la vida es iluminada por la palabra.

Vicente García Huidobro, nieto del poeta, y el poeta Mario Meléndez, ambos de la Fundación Vicente Huidobro, durante la presentación del libro el pasado 10 de abril en la Biblioteca de las Artes, en la Universidad de las Artes, en Guayaquil.


Publicado en Cartón Piedra, revista cultural de El Telégrafo, el 26.04.19