Fotograma de El principito (2015), dirigida por Mark Osborne. |
Érase
una vez, un libro que me domesticó cuando yo era niño. Durante las tardes de un
febrero guayaquileño, a comienzos de los setenta, solía sentarme en la sala,
apertrechado con una bolsa de galletas de animalitos; ¡todo un rito para leer y
releer, las aventuras de aquel príncipe niño llegado a la tierra desde el
asteroide B-612! Cuando arribé al capítulo del encuentro entre el principito y
el zorro, quedé maravillado. El zorro le pide al niño que lo domestique y este
le pregunta, qué significa «domesticar». «Crear lazos», responde el zorro, y,
en seguida, explica: «Todavía no eres para mí más que un niño parecido a otros
cien mil niños. Y no te necesito. Y tú tampoco me necesitas. No soy para ti más
que un zorro parecido a otros cien mil zorros. Pero, si me domesticas tendremos
necesidad uno del otro. Tú serás para mí único en el mundo. Yo seré para ti
único en el mundo...». Desde entonces, mis lazos con El principito, de Antoine de Saint-Exupéry, son indestructibles.
Hasta
hoy, cada vez que abro este libro que ha cumplido setenta y cinco años, me topo
con la hermosa dedicatoria de Saint-Exupéry a su amigo León Werth, escritor
judío, antimilitarista, libertario, que por la fecha de escritura de la novela,
escondido de la persecución nazi, pasaba «hambre y frío». La dedicatoria es una
semblanza de la dolorosa humanidad de su destinario, pero, sobre todo, es una
tesis sobre lo fundamental que resulta para el ser humano la permanencia del espíritu
de la niñez en la edad adulta. Luego de ofrecer excusas por haber dedicado su
libro para niños a un adulto, el autor concluye: «Si
todas estas excusas no fueran suficientes, quiero dedicar este libro al niño
que esta persona grande fue en otro tiempo. Todas las personas grandes han sido
niños antes (pero pocas lo recuerdan). Corrijo, pues, mi dedicatoria:
A León
Werth, cuando
era niño».
Primera edición en español, 1951 |
Al final del
encuentro del zorro con el principito, cuando se están despidiendo, luego de reconocer
la necesidad de los ritos para cultivar la amistad, el zorro le regala un
secreto a su amigo. «Aquí está mi secreto —le dice el zorro antes de
despedirse; aceptando que, cuando ya no esté, va a llorar por él— Es muy
simple: sólo se ve bien con el corazón. Lo esencial es invisible a los ojos».
La vida es lo que se lleva en el corazón. El zorro sabe que, a pesar de la
separación, el que haya sido domesticado por el principito valió la pena.
Cuando el niño ya no esté más, entonces, el zorro podrá verlo al contemplar el
movimiento de las espigas de trigo. Somos intensidad e instante, y memoria de
lo vivido.
Aprendí, leyendo y
releyendo El principito, los
diferentes tipos humanos que llegamos a ser, y con los que nos encontramos
durante la existencia. Lecciones de ética y estética para estar atentos al
mundo y enfrentarnos al sinsentido del poder, la arrogancia y la vanidad.
Visiones del amor, su luminosidad y sus dolores. Aprendí que la muerte es un
retorno a la semilla que fuimos. Érase un libro que me domesticó, para siempre.
Publicado en Cartón Piedra,
revista cultural de El Telégrafo,
28.09.18