En las sesiones del taller literario
que, en los 80, coordinaba Miguel Donoso Pareja (Guayaquil, 13 de julio de 1931
– 16 de marzo de 2015) solía bromear acerca de su literatura; él decía que aquella
era la escritura de un sádico para lectores masoquistas; frase que se explica
dado que él es uno de los representantes de la literatura experimental más
radical, en nuestra América, de finales de los 60.
Sus novelas Henry
Black (1969) y Día tras día (1976)
son ejemplo de lo dicho. Textos que enfrentan al lector, desde la
experimentación de los puntos de vista narrativos, a ese laberinto de espejos
que es la existencia del ser humano. En la segunda novela, la experiencia
erótica transita la angustia existencial que implica la búsqueda, el encuentro
y la pérdida de Gudrum, la mujer simbólica. La preocupación por el drama
existencial del ser humano atraviesa toda la obra de Miguel así como las
vicisitudes del exiliado y su retorno a la patria, como lo desarrolla en Nunca más el mar (1981).
Uno de los textos más jóvenes, si por juventud se
entiende los novedoso, de nuestra literatura de finales del silgo veinte, sigue
siendo Hoy empiezo a acordarme (1994),
como ya lo he escrito antes. Y es que en esta novela, Miguel construye una
manera diferente de narrar la historia novelesca y, al mismo tiempo, nos
muestra un sujeto que narra envuelto en una relación compleja de realidad,
ficción y verosimilitud. Como si se comunicara con Día tras día, la experiencia erótica en Hoy empiezo a acordarme, se vuelve metáfora de la existencia
humana.
Los cuentos de Miguel son una suerte de laboratorio de
experimentación escrituraria. Pero, sobre todo, son una disección constante,
minuciosa, de pinceladas profundas en el lienzo de la condición humana
atravesada, como si fuera un hilo conductor del espíritu, por la experiencia
erótica marcada por lo efímero y la soledad. En el cuento “La Maga en Medellín”
(Lo mismo que el olvido, 1986) existe
el juego intertextual con la novela de Cortázar, la reflexión filosófica del
narrador desde la experiencia vital que vive en la historia narrada y, por
supuesto, la enunciación desde los personajes de lo que será la constante en el
amor. Ella dice al comienzo del relato: “Hacer el amor es para mí una forma de
conocimiento, porque los cuerpos son en sí mismos, una sabiduría particular…”;
al final, ella se despide: “Todo conocimiento no es más que olvido —le dijo, y
comenzó a recoger su ropa, desperdigada por el cuarto”.
Miguel fue un maestro tan generoso
como implacable. En los talleres enseñaba toda aquella “cocina literaria” que
un escritor construye con la experiencia de la propia escritura. La mostraba de
manera pertinente cuando hacía las observaciones del caso a los textos de
nosotros, sus alumnos; enseñaba toda su práctica de la escritura para
ahorrarnos el largo camino de aprendizaje que a él le había tomado. Pero jamás hacía
concesiones con sus alumnos: su crítica literaria era implacable frente a un
texto que no funcionaba. Me acuerdo haber tenido listo, en 1980, un libro de
cuentos titulado Toda temblor, toda
ilusión: su criterio meticulosamente razonado me ahorró las críticas que,
de todas maneras, hubiesen caído sobre aquel y retiré el libro de la imprenta.
La vocación de maestro tal vez le venía de sus años de
titiritero. En la década del 50, Miguel —junto a su esposa de entonces, la
pintora Judith Gutiérrez y al poeta Nani Cazón Vera— recorría las calles de Guayaquil
con su teatrín “Los títeres de la carreta”. Llegó el día en que cada vez que
los niños lo veían pasar, le gritaban: “¡títere! ¡títere!”. Implacables, sus
gritos se convirtieron en el leit motiv
que palpitó en “Títere”, cuento de Krelko
(1962); historia de un hombre triste que se siente feliz en medio de los niños
que lo llaman así, “hasta que pisoteó a sus muñecos y lloró sobre sus pequeños
cadáveres” y, al final, “murió como sus muñecos, pisoteado por su propia
tristeza”. De niño, mi hijo Sebastián, que lo veía cada año cuando íbamos a
pasar navidades en Guayaquil, le decía “Miguelcito”, pero nunca le pidió
¡títere!
Los textos de Miguel hablan de la imposibilidad del
amor y del precario equilibrio al momento de su realización. De hecho, la
experiencia amorosa en los textos de Miguel es intensa, compleja, profunda. Tanto
el narrador de sus novelas y cuentos como el hablante lírico de su poesía, siempre
andan en la búsqueda de Gudrum, esa
mujer que es todas las mujeres y, por tanto, inexistente. Mas, estoy seguro de
que, en lo personal, Miguel encontró, en las últimas tres décadas de su vida, a
esa Gudrum que no es tal, sino que se llama Isabel Huerta, su compañera vital, la
que dio un vuelco a esa imposibilidad literaria para comprobar que el amor es
posible y su existencia es compacta como el tronco anudado del matapalo.
Para mí, haber sido alumno del taller literario de
nuestro querido Miguel Donoso Pareja, y haber compartido el afecto fraternal
que nos unió, fueron privilegios singulares que la vida me concedió.
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