José María y Corina lo habían conversado en alguna de sus tardes de té y facturas: toda muerte engendra ausencias y cada ausencia es un pedazo de muerte que se adhiere para siempre a nuestra piel de solos.
(De El perpetuo exiliado, 2016).

lunes, octubre 22, 2012

Tomar partido hasta mancharse


Julio Cortázar visitó a Salvador Allende; apoyó a la revolución cubana y a la sandinista; y no creía en la prensa liberal

            Existe un viejo poema siempre joven de Gabriel Celaya (1911 – 1991) que habla del compromiso del escritor y su palabra con las causas populares. La voz poética de “La poesía es un arma cargada de futuro” (de Cantos íberos, 1955), cargada de indignación, exclama en una de sus estrofas: “Maldigo la poesía concebida como un lujo / cultural por los neutrales / que, lavándose las manos, se desentienden y evaden. / Maldigo la poesía de quien no toma partido hasta mancharse.” La indignación no es un estado existencial en abstracto del ser ante el mundo; la indignación es la rebelión del espíritu ante la aberrante iniquidad del capitalismo.
            En nuestra América, la larga noche neoliberal que desmanteló y privatizó al Estado, que privilegió el bienestar del capital financiero por sobre las necesidades básicas del ser humano, que hizo de las cartas de intención del FMI y de los ajustes contra los más pobres la única política posible para salir de la crisis causada por el capital especulativo, también tuvo su efecto devastador sobre algunos intelectuales y artistas. Muchos de ellos, marxistas militantes de los sesentas y setentas, se declararon desencantados de los proyectos socialistas y, con la caída del Muro de Berlín y la desintegración de la URSS, pretendieron construir una suerte de limbo ideológico, mezclando liberalismo y relecturas academicistas de Marx, reduciendo lo político a un listado de exigencia de libertades abstractas.
Esos intelectuales, incapacitados no solo para luchar por el poder político sino para el ejercicio mismo del poder encontraron en una lectura reaccionaria de las tesis de Foucault, el asidero para creer, como si fuera un nuevo dogma, que los intelectuales tenían que estar por definición en contra del poder, como sostiene Mario Vargas Llosa. Esa postura ideológica, muy de corte individualista y liberal, considera al poder como una instancia sin historia por lo que lo mismo sería el poder ejercido por César que por Luis XIV, por Allende, o por Mandela. Esos intelectuales, por tanto, han renunciado de plano al compromiso ciudadano con una ética de la liberación que implica la participación responsable en un gobierno que cumple con un programa político popular.
Esa visión reaccionaria sobre los intelectuales y el poder olvida que el poder es un instrumento para transformar la realidad social, económica y política de un país y que no se ejerce en abstracto. Una cosa es el poder ejercido directamente por un banquero, o por el millonario más grande de un país, o sus representantes políticos y otra cosa es el poder ejercido por ciudadanos —que no están ligados a los centros del poder fáctico—, que llevan adelante un programa de gobierno popular, para decirlo en términos generales. Y, sin embargo, esos mismos intelectuales, en la práctica, le hacen el coro a los poderosos defendiendo unas libertades, supuestamente en riesgo, en las que no creen ni los mismos poderosos —como tampoco creen en la poesía aunque a veces les financien sus revistas literarias—. Esos intelectuales hoy, en Ecuador, hablan por los poderosos, son la voz de esos poderosos difundida en los medios que son parte de los poderes fácticos aliados en contra de un gobierno popular.
El gobierno de la Revolución Ciudadana le paró el carro al FMI: se acabaron las humillantes Cartas de Intención. Demostró que es posible crecimiento económico con justicia social: en 2011, con 7.8%, Ecuador fue la tercera economía latinoamericana con mayor crecimiento del PIB y, al mismo tiempo, estrechó la brecha entre costo de la canasta familiar e ingreso familiar al 7% cuando en el 2005 era del 33%. Renegoció los contratos petroleros en beneficio del país. Ha realizado la mayor inversión en educación, salud y vialidad de la historia de Ecuador, con altísima participación de los sectores populares. De hecho, en 2011, la inversión social (4.978 millones de dólares) fue largamente superior al pago de la deuda pública (2.880 millones de dólares). Por primera vez, se ha dado una atención solidaria a las personas con discapacidades y el presupuesto para ello subió de 2 a 100 millones de dólares anuales. Del 2006 al 2011, el coeficiente de Gini, en la zona urbana, pasó del 0,51 al 0,44, y, en la zona rural, del 0,50 al 0,46. ¿Que falta mucho por hacer todavía? Ni qué dudarlo. Pero, por primera vez en términos de las políticas públicas, estamos en el camino correcto.
Es por este gobierno de la Revolución Ciudadana que intelectuales y artistas junto a ciudadanas y ciudadanos, todos convencidos de la justicia social y la libertad, de la soberanía de la patria, hemos tomado partido “hasta mancharnos”. Ejerciendo nuestras funciones públicas con honestidad y convicción ideológica. Contribuyendo a transformar la realidad social de nuestra patria con el trabajo comprometido hacia los más pobres. Haciendo del gobierno una práctica política atravesada por la ética de servicio. ¿Que hemos cometido errores y cometeremos otros en este ejercicio? De seguro que sí. Pero existe en todos nosotros la convicción ética de que el ejercicio del poder, desde un programa pensado en los intereses populares, contribuye a derrotar las inequidades de un sistema económico clasista por su propia naturaleza.
En lo personal, mi toma de partido obedece a la convicción de que, más allá de ciertas formas, errores e incluso desaciertos que, luego de cinco años, pudiese tener el gobierno de la Revolución Ciudadana, el programa político, económico y social para la transformación del país basado en una economía que privilegia al ser humano por sobre el capital no solo es correcto sino que éticamente es liberador. A eso le añado una política exterior soberana basada en los principios antes que en las coyunturas de la diplomacia. Y también porque creo que las palabras de los intelectuales tienen algún valor cuando no solo piensan la realidad de la patria sino que, con su toma de partido, aquellos contribuyen a transformarla; como dice el poema de Celaya, en su último verso: “Son gritos en el cielo, y en la tierra, son actos.”


 

Paco Ibáñez interpreta "La poesía es un arma cargada de futuro", de Gabriel Celaya

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