José María y Corina lo habían conversado en alguna de sus tardes de té y facturas: toda muerte engendra ausencias y cada ausencia es un pedazo de muerte que se adhiere para siempre a nuestra piel de solos.
(De El perpetuo exiliado, 2016).

lunes, agosto 07, 2023

«Oppenheimer»: estremecedor filme épico de hondas resonancias éticas


            ¿Es Oppenheimer una gigantesca obra maestra del cine de este siglo? ¿Estamos ante una película fallida en su propuesta filosófica pero extraordinaria en su lenguaje cinematográfico? ¿Se propuso Christopher Nolan hacer un lavado de rostro del padre de la bomba atómica reduciéndolo a la condición de genio atormentado? ¿Qué tan reveladora es la película sobre la intriga política que rodea a Oppenheimer durante el macartismo? ¿Por qué no se ven los efectos de la bomba en Hiroshima y Nagasaki en el filme? Oppenheimer (2023), dirigida por Christopher Nolan, es una estremecedora película biográfica que nos sumerge en los claroscuros del científico que dirigió el Proyecto Manhattan y realiza una fina disección del enjambre político norteamericano durante la Guerra fría y las intrigas del macartismo, pero carece del atrevimiento del arte para romper con la narrativa oficial de los EE. UU. sobre la destrucción de Hiroshima y Nagasaki. Al ver la película, volvemos a preguntarnos: ¿qué se le exige a un filme para que sea éticamente consecuente?

 Oppenheimer está basada en American Prometheus (2006), de Kai Bird y Martin J. Sherwin, la biografía de Julius Robert Oppenheimer (Cillian Murphy), el físico que lideró el equipo de científicos que fabricó la primera bomba atómica. El retrato de la encrucijada en la que vive el físico nuclear está logrado en el rostro adusto de Murphy, que aparenta impasibilidad pero que contiene la tormenta interior del personaje. El ascenso y la caída del padre de la bomba atómica son las líneas dramáticas que construyen la tensión de la película: la reinterpretación del mito de Prometeo encarnado en Oppenheimer es tejido con maestría por Nolan: arrebató a los dioses el fuego de la muerte y la destrucción y se lo dio al gobierno; más tarde y sin posibilidad de retorno, ese fuego era inextinguible. El propio sistema lo devoró e hizo pública las entrañas del Prometo americano: su ambición y genialidad, sus debilidades y sus miedos. La película dibuja un personaje cuya vida está construida por una serie de eventos contradictorios en su sentido moral: un hombre con conciencia social, sentimentalmente egoísta, inventor de un arma mortífera y única que, después, lucha por el control de las armas nucleares y se gana el odio de los guerreristas. Encumbrado y vilipendiado; al final, es reivindicado, como le pronosticó Einstein, sobre todo para la redención de quienes lo abandonaron en su caída. Y Cilian Murphy logra encarnar esta tragedia con verdad actoral.  

            Lewis Strauss, interpretado con brillantez por Robert Downey Jr., es el jefe de la Comisión de Energía Atómica que, por envidia, afán de venganza y un cierto moralismo, enreda a Oppenheimer en los hilos de la burocracia política de Washington. Strauss es el villano en la película y pasa por varios estadios emocionales que desnudan la maquinaria del poder político norteamericano y su hipocresía puritana. Negarle a Oppenheimer la credencial de seguridad fue un mensaje para toda la sociedad sobre el límite de la libertad de pensamiento en los tiempos de la Guerra fría: el macartismo no solo fue una política de Estado sino un instrumento de cohesión del complejo militar industrial frente a cualquier veleidad izquierdista. Según los biógrafos Bird y Sherwin, el regreso de los republicanos al poder en 1953, colocó en posiciones de poder a los defensores de represalias nucleares masivas, como Strauss. Este y sus aliados en el aparato estatal necesitaban condenar al ostracismo a Oppenheimer con sus dudas y remordimientos. Nolan ha trabajado estos contrapuntos con viajes narrativos hacia adelante y hacia atrás en el desarrollo de la historia y un guion de conflicto apretado, sin frases de relleno.

            El 6 de agosto de 1945, EE. UU. lanzó la primera bomba atómica sobre la ciudad de Hiroshima. El 9 de agosto lo hizo sobre Nagasaki. Las estimaciones sobre el número de muertos de ambos bombardeos van de 110 mil a 210 mil personas de las que el 95 % eran civiles, según un reportaje de la BBC, que cita el testimonio de Sumiteru Taniguchi, sobreviviente de Nagasaki: «El lugar se convirtió en un mar de fuego. Era el infierno. Cuerpos quemados, voces pidiendo ayuda desde edificios derrumbados, personas a quienes se le caían las entrañas…». Las atroces consecuencias del bombardeo son ignoradas por Nolan en su película, ya que él ha preferido situar la prueba Trinity, el 16 de julio de 1945, en Nuevo México, en vez del bombardeo, como un momento climático del filme. Así, la película Oppenheimer carece atrevimiento político al dar por válida la narrativa de los EE. UU. que justifica hasta hoy como legítimo acto de guerra la utilización de dos bombas atómicas contra blancos civiles. El bombardeo, por el que ningún gobierno de los EE. UU. ha pedido perdón, hoy sería considerado un crimen de lesa humanidad, cuya crueldad es mostrada, por ejemplo, por el ánime Hadashi No Gen (Barefoot Gen, 1983). En este sentido, Nolan en su filme es mucho menos consecuente que el propio Oppenheimer en su vida.

            Oppenheimer, de Christopher Nolan, es, al final de cuentas, un filme éticamente consecuente a pesar de sus propias limitaciones; en primer lugar, porque es una extraordinaria película biográfica, con caracterizaciones actorales memorables de sus protagonistas, aunque sus personajes femeninos son débiles; en segundo, porque revela los mecanismos totalitarios del poder que se escuda tras la democracia formal y la manera cómo ese poder es capaz de devorar a los mismos ciudadanos que lo han servido; y, finalmente, porque, a pesar de escamotear el bombardeo de Hiroshima y Nagasaki, la prueba de Trinity plantea el horror del arma que han inventado. Al comprobar el alcance destructor de la bomba, Oppenheimer cita un verso del Bhagavad-Gita, texto sagrado del hinduismo, que lo ubica en su paradoja existencial y ética: «Me he convertido en la muerte, el destructor de mundos».

lunes, julio 31, 2023

El machismo demagógico y la crítica literaria

De mi archivo: En abril y mayo de 1991, escribí, en mi columna Los monos enloquecidos, sendos comentarios que respondían a dos artículos, el uno firmado por Fernando Artieda y, el otro, por “El mono Alevoso”, aparecidos en el suplemento cultural de Meridiano, que dirigía el mismo Artieda. Los artículos fueron parte de un debate sobre dos maneras distintas de entender el comentario de textos, asimilado como un tipo de crítica literaria. El debate se dio a propósito de la aparición de los libros de Gilda Holst, Liliana Miraglia, Livina Santos y Marcela Vintimilla, cuyos comentarios he reproducido en las dos últimas entregas. Sigo creyendo que ese tipo de comentario que usa el texto como pretexto para hablar de cualquier otra cosa menos del texto como tal no contribuye a la crítica literaria. Esto, por supuesto, no quiere decir que esté en desacuerdo con las diferentes maneras que hoy existen para aproximarse a los textos literarios en tanto objetos culturales. Estos artículos de treinta y dos años atrás dan cuenta del estado del arte sobre la crítica y cómo se leían los textos escritos por mujeres en ese entonces.  

 

 


Los monos enloquecidos

Los criterios del machismo demagógico

Hoy, 01 de abril de 1991

 

            El domingo 10 de marzo en el diario Meridiano, de Guayaquil, apareció el artículo «Palabra de mujer», de Fernando Artieda, acerca de cuatro escritoras: Gilda Holst, Liliana Miraglia, Livina Santos y Marcela Vintimilla, sobre cuyos libros publiqué sendos comentarios.

            Artieda comienza su artículo así: «Es difícil escribir sobre literatura femenina porque los hombres no podemos pisar ese territorio de la creación artística sin pensar que violamos una máquina de pudor como entelequia» (el subrayado es mío). Note el lector la expresión: «violamos». La mujer, «una máquina de pudor», es objeto de violencia ¿sexual? (al parecer sí, por lo del «pudor» que sigue) hasta por el hecho de sus textos sean leídos. Se trata, obviamente, de una metáfora sexista.

            El párrafo continúa: [es difícil escribir sobre literatura femenina] «sin sentir una mano tibiamente tomada de la nuestra, sin darle humanidad a la culpa, por el derramamiento de una lágrima». Aparte de lo cursi que resulta la frase, nuevamente estamos antes una formulación sexista: solo porque se trata de una mujer, el lector tendría que «sentir su acercamiento».

            Pero el problema principal es la personificación de lo escrito en el texto como si fuera la vida de la autora. Señala que «penetramos el barroco que borda Liliana Miraglia para revelar el leve perfil de sus emociones en duerme vela»; que los textos de Marcela Vintimilla son extraños «como extraviándose entre las verdades secretas de la autora»; y que Livina Santos no puede escapar a «un mundo que se cuece entre desayunos, bohemia, conversaciones telefónicas y cigarrillos compartidos, y camas compartidas, por qué no». (Los subrayados son míos).

            En todos los casos, estamos ante un problema teórico: ya sabemos que nunca el autor debe ser confundido con el narrador de la historia. ¿Por qué, entonces, al tratarse de una mujer, se afirma que unos cuentos son extraños porque se extravían entre los secretos de la vida de la autora?

            ¿Y por qué al escribir sobre la actividad artística de una mujer se tiene, necesariamente, que hacer referencia —velada o frontalmente— a lo sexual? El tercer caso es un típico ejemplo de criterio sexista y perdonavidas (nótese la formulación «por qué no»). Y lo peor es que termina afirmado: «literatura de mujer valiente». Es como si al comentar un libro escrito por un hombre, se asimilara las vivencias sexuales de los personajes a la vida del autor y se finalizara diciendo: «literatura de hombre valiente».

            En el artículo se habla de todo, excepto de la calidad literaria de los textos. Sin embargo, el final, el autor concluye, gratuitamente, que las cuatro autoras «integran este nuevo “grupo de Guayaquil” solo que en su versión joven, femenina y bella». Aparte de que el “juicio literario” no se sostiene en el desarrollo del artículo —jamás da razones literarias para afirmar esto último—, tal “alabanza” resulta también sexista y demagógica: siguiendo la lógica del discurso del autor, los escritores del 30 habrían formado el “grupo de Guayaquil” en su versión “vieja, masculina y fea”.

            Vista así la cosa, la frase que cierra el artículo: «Es palabra de mujer», resulta irónica. Hubiera escrito: «Es palabra de macho demagogo» y todo hubiera quedado entendido.

 

 

Los monos enloquecidos

Más sobre el machismo demagógico

Hoy, 14 de mayo de 1991

 

            Ante todo, dos definiciones: 1) jamás un/a escritor/a debería “contestar” al comentarista o al crítico; los/las escritores/as hemos dicho lo que hemos querido en el texto literario; el debate, sobre lo dicho en el texto, tendría que darse entre comentaristas y críticos; y 2) para sostener un debate hay que situar el objeto del debate; y situarlo bien.

            En mi artículo de abril uno, analicé el carácter machista-demagógico del comentario de Fernando Artieda «Palabra de mujer». De ninguna manera hice «una defensa de cuatro “damas ofendidas”», como equivocadamente señala, en el suplemento de Meridiano, que dirige Fernando Artieda, el pasado mayo cinco, “El mono Alevoso”, [sic], un personaje creado a imagen y semejanza del propio Artieda. Sobre la calidad de los libros de las cuatro escritoras, yo escribí sendos comentarios en esta misma columna; por lo mismo, no me interesa, ni creo que sea tarea del comentarista, hablar acerca de la vida privada de los/las escritores/as.

            “El mono Alevoso” dice que las cuatro están «en el centro de una polémica». Esta afirmación evidencia que “el mono alevoso” no sabe leer un artículo. El objeto del debate no son las escritoras, ni siquiera sus libros; ellas no son el centro de ninguna polémica porque nadie ha debatido sobre la calidad de sus obras. El objeto del debate es el discurso cargado de machismo y demagogia que utilizó Fernando Artieda en el artículo ya mencionado; ese es el centro de la polémica. Y lo que está detrás del objeto de este debate son dos maneras distintas de asumir el discurso literario.

            Tampoco existe nada personal. Por ejemplo, en mi artículo del martes pasado lamenté que el poeta Fernando Artieda, entre otros, no estuviese en Poesía viva del Ecuador, antología preparada por Jorgenrique Adoum.

            Lo del machismo demagógico ya lo analicé en el artículo del 1 de abril y a eso no ha respondido ni Artieda ni su alma gemela. Con “viveza criolla” han querido desviar el objeto del debate. Las escritoras guardan «prudente, reflexivo e inteligente silencio», sencillamente porque el debate no es sobre ellas y creo que, también, por lo señalado en la primera consideración de las dos con las que empecé este artículo.

            Las distintas maneras de asumir el discurso literario saltan a la vista. No basta escribir un artículo supuestamente “elogioso” para “quedar bien”. Eso es hacer demagogia; no es comentar literatura. Es necesario leer el texto y analizar lo que expresa dicho texto. Llenar el artículo de adjetivos y utilizar un lenguaje acaramelado que habla de todo menos del texto, tampoco es comentar literatura; y, sin embargo, esa es la práctica de Artieda. En cambio, en mi manera de entender el comentario, las afirmaciones gratuitas, “elogiosas” o “perversas”, son dañinas para el desarrollo de nuestro proceso de escritura.

            Afirmar, como lo hizo Artieda, que las cuatro escritoras integran el “nuevo grupo de Guayaquil solo que en su versión joven, femenina y bella”, sin que dé razones literarias para dicho “juicio literario”, aparte de que es adular a escritoras que aún están construyendo su propio proyecto de escritura y definiendo todavía aquellos que quieren decir a sus lectores, no es comentario de texto; repito; es demagogia machista. Esas son nuestras diferencias y ese el marco del debate.  


lunes, julio 24, 2023

Tres postales sobre Bolívar en la isla Santay

El año pasado, Patricio Cajas, colaborador de la organización Los amigos de Santay, me invitó a escribir sobre la estancia en la isla de Simón José Antonio de la Santísima Trinidad Bolívar Ponte y Palacios Blanco (Caracas, 24 de julio de 1783 – Santa Marta, 17 de diciembre de 1830). El primer texto fue exhibido en formato de pancarta en la escuela «Jaime Roldós» de la isla al conmemorarse otro aniversario del arribo de Bolívar a Santay, en agosto de 2022. Los otros dos son inéditos y los publico juntos en este día en que celebramos el ducentésimo cuadragésimo aniversario del natalicio del Libertador.

 

La sanación de Bolívar

 

Simón Bolívar arribó a la isla Santa el jueves 27 de agosto de 1829. Su estadía le permtió convalecer de algunos problemas de salud. Asimismo, en la isla, Bolívar reflexionó sobre la coyuntura política, borroneó el Tratado de Guayaquil, que sería firmado el 22 de septiembre, y meditó sobre su futuro político y vital. Se dice que realizaba largos recorrido a pie, junto a su caballo que no montaba, disfrutando de la naturaleza y el aire saludable para sus maltrechos pulmones y los cólicos biliares que lo aquejaban. El 4 de septiembre de 1829, le escribió al general Daniel O’Leary sobre su estancia en la isla: «…me va muy bien en ella y voy convaleciendo mucho». Tal vez, la decisión más importante que Bolívar tomó en Santay fue la de retirarse de la vida pública, según otra carta al mismo O’Leary. La isla Santay fue un oasis de sanación para Bolívar.

 

 

El retiro de la vida pública

 

En la misma carta del 4 de septiembre O’Leary, Bolívar también le comentó a O’Leary sobre el estado de su espíritu en Santay: «Yo me hallo ya disfrutando de regular salud en mi casa de campo a una milla de la ciudad; pero sin poder hacer el ejercicio que apetezco, porque el lugar, que es una pequeña isla, no lo permite». Bolívar, que había escrito «Mi delirio sobre el Chimborazo», un poema en prosa fechado en Loja, el 13 de octubre de 1822, disfrutaba de su relación con la naturaleza y la observaba con la avidez y la pasión de los románticos. El 13 de septiembre, en otra carta dirigida al mismo O’Leary, le reveló: «Estoy tan penetrado de mi incapacidad para continuar más tiempo en el servicio público, que me he creído obligado a descubrir a mis más íntimos amigos la necesidad que veo de separarme del mando supremo para siempre». Para Bolívar, su estadía en la isla Santay fue un tiempo de sentir la naturaleza y meditar sobre la política y el rumbo que tomaría al año siguiente su vida privada.

 

 

Monólogo de Bolívar

 

La muerte es la cura de nuestros dolores, pero aquí, en Santay, los aires de la isla me entregan soplos de vida y respiro en una calma universal. Atrás han quedado las vicisitudes de las guerras y la política, pero aún persisten sus ecos y sé que el destino que me espera está poblado de traiciones, desencantos, tristezas y derrotas. Pero ahora, camino junto a mi caballo en recorridos por los caminos agrestes de esta isla que la siento mía: yo, que he guerreado por la libertad junto a valiente soldados, creo que no hay nada más insoportable que el espíritu militar en el mando civil. Es necesario que me prepare para el final. La paz, en medio de la arboleda de la isla Santay, es propicia para meditar sobre lo hecho y lo por hacer. No es el deliro de las nieves del Chimborazo sino el remanso de la isla y el murmullo del río que la abraza con la transparencia del agua. No obstante, cada vez más, tengo la certeza de que quien sirve a una revolución ara en el mar. Y he aprendido, venciendo la opresión de los peninsulares y las intrigas de los traidores locales, que, en los gobiernos, para conseguir la felicidad de los pueblos, no hay otro partido que someterse a lo que quiere la mayoría. Más allá de los avatares políticos que, para mí, al parecer, han terminado, en la isla Santay contemplo una naturaleza amigable, una tierra enverdecida donde la salud ha vuelto a mi cuerpo y un oasis de paz a mi vida.