José María y Corina lo habían conversado en alguna de sus tardes de té y facturas: toda muerte engendra ausencias y cada ausencia es un pedazo de muerte que se adhiere para siempre a nuestra piel de solos.
(De El perpetuo exiliado, 2016).

lunes, junio 10, 2019

Medardo Ángel Silva: tres versiones distintas y una muerte verdadera



            «La trágica muerte del poeta Medardo Ángel Silva.- El inspirado vate, en momentos de ofuscación y de locura, se quita la vida, con un tiro de revólver, en la casa de su propia novia, la señorita Rosa Amada Villegas». Así rezaba el titular a cuatro columnas de El Telégrafo, del miércoles 11 de junio de 1919. El domingo 8, el poeta había cumplido la mayoría de edad. Un manuscrito de «El alma en los labios», que conservaba Abel Romeo Castillo, su biógrafo, está firmado con esa fecha, a las 12 ¾. La dedicatoria: «Para mi Amada».
            José Joaquín Pino de Ycaza, de los primeros en llegar a la casa de los Villegas, jamás aceptó la idea del suicidio. Él acusó al comisario Segundo Savinovich de falsear la investigación. «De nada valió el que sus amigos y discípulos —escribió en 1954— hiciéramos notar la absoluta falta del tatuaje de pólvora en la mano que debió empuñar el revólver, ni la ausencia de soflama en el cabello que cubría la parte del cráneo que recibió el impacto […ni que el orificio de la bala estuviera…] cinco o seis centímetros, tras del lóbulo superior de la oreja». Pino de Ycaza da cuenta de los prejuicios del comisario al citar lo que les respondió: «Hombre, ¿a qué tanto caramillo? Tratándose de un poeta y pobre, por añadidura, es inobjetable el suicidio. ¿Quién iba a querer matarlo?».
            La investigación policial determinó que el «proyectil deformado es el mismo que corresponde a la vainilla descargada y encontrada en la manzana» del revólver Smith & Wesson, calibre 32, hallado junto al cadáver. Según el testimonio judicial de la madre del poeta, doña Mariana Rodas, el revólver lo llevó su hijo, «de la casa de la familia Ampuero, el día 8 de junio pasado por la noche después de regresar de un baile…» y lo «conservaba en el cajón del peinador». La noche del suceso, Silva tomó el revólver de la peinadora, le dio a ella un beso de despedida y salió rumbo a la casa de los Villegas. Según la madre, «la muerte de su hijo, fue a consecuencia de un acto primo, ocasionado por él mismo…».
El domingo 15, fue publicado el informe de los médicos de la policía, A. J. Ampuero y C. C. Cucalón, que concluye: «… aseguramos que el Sr. Silva falleció a consecuencia de la herida por arma de fuego descrita en el cráneo, herida que por ser en el lado derecho, y encontrarse algunos granos de pólvora en el cuero cabelludo, indica que fue disparado el proyectil que le ocasionó la muerte, por el mismo Señor Silva». El juez de la causa, el poeta Francisco Falquez Ampuero, dictó sentencia el 22 de julio de 1919: «… está acreditado que el Sr. Don Medardo Ángel Silva atentó él mismo contra su vida…».

            Abel Romeo Castillo, en cambio, no cree ni en la hipótesis del asesinato ni en la intención suicida de Silva, sino en «una trágica muerte». En una carta del poeta a Rosa Amada, publicada el 15 de junio, escribe: «—“El dar el cuerpo, cuando se ha dado el alma, es la verdadera gracia del amor”—, dice Verhaeren, en un libro que anoche, hubiera querido leer junto a ti; un bello libro de amor y muerte, luminoso y trágico, Amada, parecido a tus ojos…». El poeta habría fingido una escena suicida frente a Rosa Amada, para que corresponda su deseo amoroso, levantando el revólver sin apoyarlo en la sien. Castillo añade las circunstancias de que el poeta le sacara al revólver dos balas, dejando tres, y que no escribiera una carta o un poema de despedida. «Pero como nunca había manejado un arma, involuntariamente apretó levemente el gatillo y entonces descerrajó el tiro sin querer hacerlo…».
En páginas interiores de El Telégrafo, aquel 11 de junio, apareció la última crónica que escribiera el poeta bajo el seudónimo de Jean D’Agreve: «El nuevo mariage de Maurice Maeterlinck». La crónica habla del matrimonio del dramaturgo de cincuenta y ocho años con Renée Dahon, de veinticuatro, en Niza, cinco semanas después de que el escritor se divorciara de la actriz Georgette Leblanc. Al urgir a Rosa Amada para que acceda a sus requerimientos, en la carta ya citada, el poeta le implora: «…y una palabra tuya me haría feliz para siempre y para siempre esclavo tuyo, y cómo destrozaría, otra, mi vida que te pertenece». Jean d’Agreve suspira al final de su última crónica: «Sueños de poeta, inefables, inextintos sueños de poetas...».

Publicado en Cartón Piedra, revista cultural de El Telégrafo, el 07.06.19

domingo, junio 02, 2019

El Padrino: 50 años de la novela donde nada es personal, sino negocios


Marlon Brando como Vito Corleone en El Padrino, de Francis Ford Coppola (1972)
Un capo sin piedad a la hora de ejecutar las acciones violentas de su negocio, pero sincero en sus principios éticos: el amor de la familia, la amistad, el honor. Un mafioso que es acreedor de deudas afectivas: asumía los problemas de la gente sencilla con la sola condición de que el beneficiario proclamara su amistad. ¿La recompensa de don Corleone? «La amistad, el respetuoso título de “Don”, a veces el más íntimo de “Padrino” […] una botella de vino casero o una canasta de taralles [… y, en todo momento,] el derecho de pedir, en pago, cualquier pequeño servicio que precisara». Un don que quiere lavar el nombre de la familia y sueña con un hijo senador. Un abuelo capaz de asesinar sin mancharse de sangre que muere jugando con su nieto en el huerto de su casa.
Es casi imposible leer El Padrino, de Mario Puzo, sin imaginarnos a un Vito Corleone similar a la caracterización de Marlon Brando en la película de Francis Ford Coppola, de 1972, o sin pensar en Michael Corleone según la conmovedora interpretación de Al Pacino. La novela de Puzo ha quedado ligada, en términos culturales, a la versión de su saga cinematográfica que contó con el mismo autor para el guion; pero, antes que la saga, la novela fue un hito de la cultura popular debido al tratamiento literario que dio al mundo de la mafia. Puzo mostró a la cosa nostra como una comunidad de inmigrantes italianos luchando contra la exclusión, desde su llegada en los veinte, y por su sobrevivencia en la sociedad capitalista norteamericana de la guerra y la posguerra.
Tanto la novela como la primera película llevan implícita una crítica a Hollywood, mostrado como una sociedad sin escrúpulos y sin honor. La novela desarrolla mejor este tema a través del personaje del productor Jack Woltz. La negativa de Woltz a que Johnny Fontane, el ahijado del Padrino, actúe en su película no tiene que ver con problemas estéticos sino con el orgullo y el rencor. Johnny, ahijado de Corleone, imagen de humo de Frank Sinatra. El rencor de Woltz está causado por un motivo pueril, según Hagen, hijo adoptivo de Corleone y abogado de la familia. Woltz odia a Fontane porque una actriz ha preferido a Johnny y no a él. Woltz es un tipo sin principios: la novela narra un episodio en el que Woltz usa sexualmente a una aspirante a actriz con la complicidad de la madre de esta. Hagen piensa: «¿Y Johnny deseaba vivir en aquel ambiente? Que les aprovechara, tanto a él como a Woltz».

            En el código de la mafia los hechos violentos no son personales, sino asuntos de los negocios. No obstante, siempre llevan una marca personal. Cuando Michael Corleone asume la condición de Don, luego de la muerte de su padre, aquella condición está retratada en dos sucesos: la ejecución de Carlo Rizzo, marido de Connie, hermana menor de los Corleone, ya que fue el traidor que facilitó la ejecución de Sonny, el hermano mayor. Y la de Tessio, caporegime de la familia Corleone, que traiciona a Michael por favorecer al mafioso Barzini. Cuando Tessio, al salir de la casa, se da cuenta de que Michael ya ha ajusticiado a Barzini y a Tattaglia y ha dado la orden de que lo ejecuten a él, se vuelve hacia Hagen y le dice: «Quiero que Mike sepa que fue por negocios. Nada personal. Siempre sentí una gran simpatía hacia él».
El sentimiento religioso, elemento cultural de la comunidad ítalo-america, está sintetizado en dos mujeres. Mamá Corleone le había dicho a Kay Adams, que se convirtiera al catolicismo, que ella no tenía que ir a misa todos los días: «Voy por mi marido; para que no vaya al infierno». Kay, después de convencerse de que Michael ha ocupado el lugar del Padrino, se hace católica y repite el rito de Mamá Corleone: «Y con profundo deseo de creer, de ser escuchada, hizo lo que venía haciendo todos los días desde la muerte de Carlo Rizzi: orar por el alma de Michael Corleone, que tanto lo necesitaba».
El Padrino, de Mario Puzo, continúa enseñando a sus lectores que la mafia es el negativo fotográfico de la sociedad que dice combatirla. En palabras de Vito Corleone: «¿Por qué debemos obedecer unas leyes dictadas por ellos, para su propio beneficio y perjuicio nuestro? […] Nuestro mundo es cosa nostra, y por eso queremos ser nosotros quienes lo rijan». No es personal, es estrictamente un negocio.


Publicado en Cartón Piedra, revista cultural de El Telégrafo, el 24.05.19

lunes, mayo 20, 2019

Incendiamos las yeguas en la madrugada, una novela de aprendizaje


Al Puma, su padre intentó violarlo cuando tenía diez años y su vida es una caída hacia un fondo de violencia criminal. El Topo tiene una madre que está presa por estafa y él mismo se enreda en los vericuetos de la delincuencia. El Gusano aborrece a su padre que lo maltrata y termina enfrentado a la muerte desde la escritura. La Cucaracha, apático y depresivo, es parte de una banda de rock y odia a su padrastro. El Buitre es un arribista capaz de todo por escalar socialmente y odia a su padre pues lo culpa de la pobreza familiar. Todos son adolescentes de clase media baja que viven en el sur de Guayaquil y ambicionan el tipo de vida de los hijos de la burguesía del norte. Viven en una sórdida lucha de clases que se desarrolla en la esfera de lo cotidiano.
Incendiamos las yeguas en la madrugada, de Ernesto Carrión, es una novela de aprendizaje vital que nos nuestra las vicisitudes de cinco adolescentes de clase media baja, arribistas, que se ven envueltos con el lumpen de las drogas y el crimen. La novela está narrada con gozosa fluidez, nos ofrece una galería de personajes malditos e irredentos y disecciona con crudeza una realidad social amoral y violenta.
Estos adolescentes de familias disfuncionales (¿es que acaso existirá alguna familia que funcione sin grietas ni esqueletos escondidos en el clóset?) son una concreción de la ciudad que existe en el sur. El Gusano quiere escribir «sobre cómo experimenta la ciudad un chico del sur». La novela plantea, de manera algo esquemática, el enfrentamiento social que se da, en el Guayaquil de los noventa, entre el sur de la clase media proletarizada y el norte elegante y amurallado de la burguesía. Según una voz autoral que habla cargada de lirismo, todos ellos son personajes que «salen a bailar sin música por el jardín invisible del tiempo».
Los cinco chicos ambicionan la riqueza que no tienen y buscan ser aceptados por los chicos del norte. Para ello, recurren a las drogas, el sexo y el crimen: «Fugándonos de nuestro presente sin ingresar al futuro». La única lealtad que tienen es para con sus amigos. Ellos son el testimonio de una sociedad inequitativa y de doble moral, que sucumbe ante el poder del dinero. Cada uno de ellos, «si no era excéntrico, estaba demente».
Ernesto Carrión, Cartón Piedra
El Puma y el Topo, por ejemplo, carecen de moral. Desprecian a sus padres, maltratan a sus madres y, por el deseo de vivir como los ricos del norte, no dudan en convertirse en criminales. Una escena perturbadora, que retrata la condición del Puma, es cuando su madre le expresa su preocupación debido a que maneja sin licencia un carro de dudosa procedencia: el Puma «interrumpió a su mamá desabrochándose el pantalón y bajándose ligeramente los calzoncillos. […] —Mira, mamá, yo ya tengo pelitos en la verga, así que no me jodas».
El Puma es un personaje que recorre el infierno de la ciudad. Trafica con droga, roba pasaportes, se prostituye y asesina a un hombre. No puede ingresar al círculo social de los ricos del norte a pesar de la humillación a la que se somete. El Puma termina casándose con la noviecita a la que desvirgó; ella, al final, no tiene miedo de serle infiel con uno de los ejecutivos del banco en donde trabaja, que son esos mismos chicos del norte. Como si fuera una moraleja, la vida se encarga de ubicarlos a cada uno en su estrato social y en su realidad. El Puma termina, junto a su padre, de maquinista de un montacargas en Puerto Marítimo. Un maldito domado por la realidad de una sociedad despiadada.
Edición española
La novela es una disección sin concesiones de la violencia social de una ciudad —que es Guayaquil pero que puede ser cualquier ciudad de nuestra América—. «No esperes definiciones que te gusten. Ha sido siempre así: el sitio desde donde escribo ya no existe», dice la voz autoral que irrumpe como una voz omnisciente de la novela. Pero también es la disección de una cultural juvenil desencantada y alienada, anclada al mito musical de Kurt Cobain.
Incendiamos las yeguas en la madrugada, de Ernesto Carrión, ganó el premio Casa de las Américas en 2017 —no es el más dotado económicamente pero sí uno de los más prestigiados de Iberoamérica— y forma parte de esta eclosión de la literatura ecuatoriana que estamos viviendo. Una literatura que es andrógina como todo buen arte.

Publicado en Cartón Piedra, revista cultural de El Telégrafo, 10.05.19

domingo, mayo 12, 2019

La máquina de coser Singer


Aída Mercedes Corral Macías (1925 - 2004)

Para hablar de la máquina de coser Singer, la que me amamantó con su dulce tucutucu, debo remendar el corazón destartalado por tantos avatares en habitaciones olvidadas.
Para hablar de aquella a quien amo, aunque su ronroneo ya cesó, debo hacer la limpia de mi cerebro y su vanidad. ¿De qué sirve tanta perniciosa inteligencia?
Para hablar de la sencillez de sus costuras debo curarme de tanto palabrerío, de tantas inquinas en la borra de mis cafés.

De niño, extraviado, me refugiaba en el arco de la Singer. Sentado sobre su pedal, una alfombra de hierro para mis pueriles aventuras, me sentía el viajante de caminos lluviosos.
La rueda enorme era el volante feliz de mi camión bananero, y yo era mi padre que regresaba a casa. Todo olía a tela nueva y aceite Tres en Uno.
Un manojo de fierros dulces, los abrazos de doña Aída durante mis asmáticos desasosiegos nocturnos, una máquina instalada en la casa para coser soledades.

De la Singer nacían los vestidos de mi hermana según la última Burda Moden. Los moldes extendidos sobre la mesa del comedor: preludio de la costura doméstica.
Mi madre, manos de tizas y tijeras que daban forma a la tela. Mi madre, una costurera silenciosa en claroscuro al óleo. Mi madre, la máquina Singer que armaba las piezas y las sonrisas.
De la máquina de coser emergieron el hilván de mis pantalones, los disfraces escolares, los cuellos volteados de mis camisas. De ella, la vergüenza oculta de la pobreza digna.

El tiempo encogió la Singer. Mis ojos dejaron de verla como un refugio. Los años y mis piernas me llevaron lejos de su tucutucu. ¡Ah, el cansancio del alma!
La edad enmoheció los hierros y se esparció inmisericorde sobre ella. Todos somos transeúntes de la vida. Mi madre, esa mujer herida por las dagas del abandono, tampoco está.
      Adiós a su tucutucu.
      La máquina de coser Singer puede convertirse en ceniza, pero no en olvido. Ella es una memoria encendida. Y esta palabra se enhebra en la aguja de aquella que cosió los retazos de mi vida.


Este dibujo me lo envió una amiga meses después de que leyera el poema.