José María y Corina lo habían conversado en alguna de sus tardes de té y facturas: toda muerte engendra ausencias y cada ausencia es un pedazo de muerte que se adhiere para siempre a nuestra piel de solos.
(De El perpetuo exiliado, 2016).

lunes, junio 23, 2025

«La materia del duelo», de Alicia Ortega Caicedo: el silencio de las cosas y el arrullo de las palabras

Alicia Ortega Caicedo en la presentación La materia del duelo, el viernes 20 de junio, en el jazz bar La Cueva, en Las Peñas, Guayaquil, ofreció una lectura dramática de partes de su obra. Aquí, durante la lectura del texto correspondiente al padre. La dirección escénica es de Salomé Velasco. (Foto: R. Vallejo)

            ¿Cómo aproximarse a aquello que está hecho de dolores antiguos, que nos sume en la aflicción y el desconsuelo? ¿Qué palabras de la crítica literaria sirven para hablar acerca de lo que ocasiona en mí la experiencia del luto transformada en escritura? ¿Acaso la lectura de un duelo ajeno no es también una forma de revivir la tristeza por las ausencias que nos han tocado? ¿De qué manera la experiencia profunda del duelo nos sana de la herida que nos ocasiona el mismo duelo y, paradójicamente, transforma nuestro rito frente a la muerte en una celebración de la vida? La lectura de La materia del duelo, de Alicia Ortega Caicedo (Guayaquil, 1964)[1], nos sumerge, a través de la asunción del luto, en una vivencia estética sobre el cuidado de nuestros seres queridos y la sanación en comunidad; nos comparte una memoria familiar envuelta en el amor de la hija, a través del afecto de la mirada que escudriña en las cosas mínimas la ausencia definitiva de las personas amadas.

            La dramaturgia coral de «Lamento de la hija» es uno de los textos más conmovedores que he leído últimamente. El coro nos entrega una enseñanza que es también súplica: «Hay que saber habitar las mansiones de los muertos […] No queremos estar en control de la muerte […] La vida gozosa y mundana brilla en el breve lapso del instante» (37-38). Un fino hilo cargado de emociones une el llanto por la madre de una escritora y académica contemporánea con la tradición ancestral que representa el llanto de Andrés Chiliquinga por la Cunshi, los personajes de Huasipungo, y hay una hora precisa en cada vida en la que el tiempo se quiebra por causa de la muerte de una persona amada. Las honras fúnebres son inherentes a la especie humana, pertenecen a nuestras prácticas atávicas y el pesar del doliente está inserto en el duelo colectivo, ese que nos estremece sin distingos. Esa misma conmoción de la que habla John Donne en su «Meditation XVII» «No man is an island entire of itself; every man / is a piece of the continent, a part of the main; […] any man’s death diminishes me, / because I am involved in mankind. / And therefore never send to know for whom / the bell tolls; it tolls for thee»[2].

            La belleza plástica de esta apertura reside en el movimiento de las voces: es como si ellas recorriesen un escenario arrastrándonos hacia la verdad de los afectos. La Hija nos va descubrimiento en la enumeración minuciosa, primorosa, amorosa de todo aquello que ya no será lo que fue porque la Madre, razón esencial por lo que aquello existía, ya no está más desde el lunes 29 de noviembre de 2021. ¿Quién hará que las cosas recobren el sentido que les daba la vida de la Madre? Es cierto: la gente debería morirse con sus cosas: «¿Qué hacer, pues, con la vida hecho resto, cúmulo, pedazos, piezas sueltas, ruma, aglomeración, monto de cosas y más cosas?» (31). En la existencia cotidiana de la hija que mira la casa en donde la ausencia de la madre lo llena todo, quedan ya en silencio los cactus que la madre sembró en jarritos de porcelana, las plantas del jardín, las ollas ya sin fuego en las horas mañaneras, los desolados álbumes de fotos, las libretas en donde ciertos sucesos de la casa han quedado convertidos en tiempo detenido. Una casa sin la madre es un tiempo vacío para siempre. Ese lamento nos desgarra en la medida en que se convierte también en nuestro lamento. La madre de Alicia es nuestra madre y su memoria es parte de nosotros. La Madre de cada uno de nosotros: «Y allí estaban tú para restaurar el orden las cosas, para colocar palabras en los silencios, para abrir el pergamino agujereado y leerlo de corrido» (32).

            El diálogo de los paratextos es permanente. Los exergos dan cuenta de un aparato teórico sobre el duelo y la muerte que, en la escritura de Alicia Ortega, se transforma en una mirada luminosa sobre la esfera cotidiana de la vida que despliega la escritura en su búsqueda de aquello que constituye el duelo. Así, entre los muchos diálogos, al comienzo del libro, Nathalie Léger, desde En busca del cielo, marca el desbarajuste vital en el que nos envuelve la muerte de la madre, del padre, de un ser amado: «Habría que inventar un tiempo gramatical, una conjugación para hablar de los muertos en presente sin parecer que enloquecimos» (11); un poco más allá de la mitad del libro, Paul Auster, desde La invención de la soledad, conduce nuestra lectura con una advertencia: «Supongo que es imposible entrar en la soledad del otro»; y, ya hacia el final, Gabriela Ponce, desde Solo hay un jardín: en el fondo del todo hay un jardín, nos invita «a hacer un ejercicio y encontrar las palabras de [nuestros] muertos en las bocas de la gente con las que [hablamos]» (183). Recetas para no enloquecer de dolor.

Asimismo, las dedicatorias son piezas para expresar la complicidad, el sentido del ser amiga. No solo es el acto de ofrecer una palabra como un regalo, es, sobre todo, la declaración del afecto por el que se comparte la palabra. Hay un motivo íntimo, hay una vivencia conjunta, hay una declaración de amistad: aquella que le hace saber que emergió la flor de loto, la que le enseña que siempre hay que re-montar la realidad hasta que se re-produzca y nos re-produzca, la que captura los sonidos del barrio familiar, la que acompañó la última mudanza, la que leyó las runas, la que se puso las medias amarillas de mono, aquella con quien han aprendido a escucharse, aquella con quien entreteje voces, «porque me conocen, por el acolite de siempre, puro amor, pura celebración, pura vida» (101).

Además, Alicia Ortega nos comparte las cosas que llevan la impronta de la vida de su padre y de su madre. En una libreta leo la nota de la madre sobre cuando le dio rubeola a la hija (53):

 

CHARY

 

Comenzó           Domingo 4 de Enero-76 (mañana)

Proceso Normal + benigna q F. no fiebre

Remedio            Ninguno

Desapareció

El Dr. Dijo por teléfono    -Si hay fiebre DONATAL

                                                3 v. al día   1 cucharadita

                                               -Dieta liviana, sin grasa

 

Y también nos comparte los pequeños animalitos de vidrio, el álbum fotográfico, la canasta con los dados, el padre con su sombrero de paja toquilla; el padre y la madre, jóvenes, bellos, amorosos; la cartografía de los recorridos de la escritora por Guayaquil; las fotos por la casa del barrio del Centenario, el mercado de Caraguay, el parque España, el mercado y la iglesia de San Alejo, y el malecón del Salado.

 

Alicia Ortega leyendo el texto «El momento de tus pies erguidos», en la presentación señalada más arriba.(Foto: R. Vallejo) 

            La hija acompaña a la madre en ese proceso de despedida del mundo cuya gestación se se inicia con la muerte del padre: «Desde que murió Jorge, un jueves 25 de febrero del año 2021, has permanecido recostada en tu cama matrimonial durante nueve meses. Nueve meses gestando tu partida» (43). «El momento de tus pies erguidos» es un capítulo dedicado a los pies de la madre que nos habla de la maravilla del andar, del baile, del goce de la vida: cuando esos pies se detienen, es la muerte que ha llegado. La descripción delicada de los pies de la madre es la asunción de la vida en cada paso y, así, Alicia Ortega nos entrega otra manera de entender ese cuidado que, durante los meses de gestación de la partida, la hija ha tenido con aquellos: «Tus pies se yerguen, te miran. Tus pies son ahora mi horizonte de escritura. Son paisaje. Son umbral. Son referente. Esos pies erguidos constituyen el gesto que te revela plegada sobre ti misma: un modo de orientación en estado de fuga definitiva» (46).

Alicia Ortega, en medio del duelo por el padre y por la madre, se desplaza, se muda, y su cuerpo empieza a sobrecargarse. Sus rodillas se doblan y es como si sintiéramos en ellas el peso de nuestro propio duelo. La escritora parte del hecho de que cuando murió Jorge, su padre, el cuerpo de Alicia, su madre, fue tomado por el duelo. Desde ese momento, el cuerpo de la madre no pudo sostenerse en pie. Dice Alicia, la hija, luego de caerse con torpeza, enredada en los hilos que estaban tejiendo el duelo por su padre y la preocupación por la postración de la madre, y el dolor de Ale, su hijo: «Mi cuerpo se vuelca sobre sí mismo de manera absoluta, sin olvidar la conciencia de su fragmentación articulada. Es, a la vez, una totalidad completa y mil partes distintas. Esta certeza sobreviene no como una noción abstracta, sino como una expresión física, sensible, emotiva, que se impone» (107). Es el ritmo que le da su práctica de boxeo, un espacio de movimiento para su cuerpo en duelo. «¡Una certeza sudada!». La fuerza de su escritura está atravesada, como si fuera una diana en el aire en la que hace blanco la arquera, por la cálida ternura de su mirada, de esa intimidad que nos es revelada en cada suceso y que nos habla a todas, a todos, porque, de alguna manera, toca también nuestra propia intimidad.

Sobre Jorge, el padre, hay la continuidad de la mirada, esa que empezó en Estancias y que ahora se extiende porque el duelo se ha prolongado. La mirada y las pertenencias de Jorge. La escritora empieza por señalar la colección de sombreros y cómo el padre los lucía; su buen porte al caminar, su condición de desterrado de la sierra en el puerto de Guayaquil, sus intensos ojos verdes, siempre traviesos como la niñez juguetona de su mirada: «Esa mirada posada en el encanto de las lejanías te acompañó hasta el último instante de tu vida. Todavía sigo viendo esos tus ojos verdes idos, totalmente idos hacia un lugar lejanísimo e invisible» (120). El encanto de las lejanías y las cosas: la materia que nos acompaña para hacer del duelo una conmemoración de la vida y entender ese desenlace que conduce a un ser querido hacia la eternidad: «Te quedaste sentado en el butacón reclinable de tu dormitorio. Minutos antes te había dado en la boca unas pocas cucharadas de papilla. Un poco antes te bendijo el padre Mauricio». La mirada final de Jorge, el padre, congelada en lontananza.

Alicia Ortega asume sus pérdidas y define el vacío que se ha instaurado en la casa familiar, con una descripción de la soledad que envuelve a las cosas, de esa materia que nos habla de espíritus que permanecen en aquellas y en nuestro propio espíritu:

 

Encontrarme con las macetas sin plantas, la tierra reseca y vacía en donde antes crecía el jardín de mi madre me enfrenta de un solo golpe a su muerte. Las cortinas cerradas, la guitarra guardada dentro de su funda en el armario verde, el mobiliario desperdigado, algunas puertas abiertas, son señales del padre ausente. Él cuidaba del orden y la seguridad. Ella de la belleza y la alegría. (124)

           

Luego, vendrán las sobrevivencias. Una casa frente al mar y la amistad, y la confidencia cómplice, y el cuidado, y las estrategias personales para seguir viviendo con las pérdidas devoradas por el cuerpo. «Aguaclara. La casa. Las amigas» reúne las voces de la sororidad, es el testimonio del cuidado de una comunidad de mujeres: voz una y múltiple a la vez, voces varias que se funden en la vida libre. Más adelante, memoria de memorias y la visita a Susana y Horacio, los Teyssedou (Raúl y Noemí), amistades argentinas, que unen las montañas de La Cumbrecita con las de Quito, en un solo montículo. Después, ese proceso que nos lleva a hablar con nuestros muertos: los recuerdos fluyen a través de las palabras que otros dicen, las palabras de quienes ya no están que aparecen en la boca de la gente con quienes hablamos: es la vida que fluye, es la vida que continúa. La doliente, a capítulo seguido, quiere engullir a su madre, a su padre, a sus dadores de la vida que tiene y, en esa acción, en ese festín caníbal, padre y madre se han transfigurado en el alimento sagrado que nutre el cuerpo de la doliente: «Quiero atiborrarme de todo lo que queda, saturarme de materia comprimida, de los restos que habitan todavía los rincones, del latido vital que anida en las cosas heredadas» (194).

           

(Foto: R. Vallejo, 2025)

            ¿Cuál es la materia del duelo? ¿Qué es lo que da forma al luto? ¿En qué lugar de la casa ya vacía del ser que la habitaba se instala la ausencia? La imagen de la mudez de las cosas atraviesa el libro de Alicia Ortega: «[…] el silencio de las cosas resulta escandaloso cuando quedan huérfanas de sus propietarios. Quedan súbitamente fuera de lugar y una enrarecida pátina de tristeza las envuelve» (124). Es un dolor por la ausencia que está para dar cuenta de la existencia. Pero, en la vivencia del duelo, tras los ritos fúnebres, ese silencio de las cosas que eran parte de la vida de nuestros muertos se ve envuelto por un rumor amoroso, por el arrullo de las palabras convertidas en oración y canto. Nos arrullan, nos arrullamos con el cuidado de las palabras de amor.



[1] Alicia Ortega Caicedo, La materia del duelo (Quito: Severo Editorial, 2025).

[2] «Ningún hombre es una isla, entero en sí mismo; / cada hombre es un pedazo del continente, una parte del todo […] la muerte de cualquier hombre me disminuye, / porque estoy involucrado en la humanidad; / y, por lo tanto, nunca preguntes por quién doblan las campanas; doblan por ti».


lunes, junio 16, 2025

La literatura imagina a las naciones

            El último día de la FIL Quito 2025, me tocó intervenir en la mesa que lleva el título de esta entrada junto con la cronista y poeta ecuatoriana Gabriela Ruiz y la escritora peruana Katya Adaui. Los conceptos vertidos por mis compañeras de mesa fueron profundos, claros e iluminadores a partir de la experiencia personal de escritura de cada una. En esta entrada, apunto algunas de las ideas que expuse en medio del diálogo que se generó en la mesa.

Rafael Troya, 1907, Confluencia del Pastaza con el Palora (Carlos y Cumandá. La reina de los bosques), óleo sobre tela, 87 x 126 cm, Colección Banco Central del Ecuador, Quito. 
 

Un equívoco sobre las llamadas novelas fundacionales

            Doris Sommer en Ficciones fundacionales. Las novelas nacionales de América Latina (1993) indaga y especula de manera original, inteligente y profunda, sobre la relación que existe entre la producción de novelas románticas y la construcción de la nación en la América Latina del siglo diecinueve. No obstante, para quienes no estudian lo que se escribe, parecería que las personas que hacían literatura en el diecinueve tenía por objetivo programático el novelar la relación del amor con la construcción del Estado nacional. Es decir, que, por ejemplo, Gómez de Avellaneda con Sab (1941), Isaacs con María (1867), Mera con Cumandá (1879), o Matto de Turner con Aves sin nido (1889) idearon la manera de entretejer el drama amoroso de sus personajes en las vicisitudes de la nación en ciernes y, de paso, formular un código civilizador para la ciudadanía. Como toda crítica, la formulación de Sommer es un constructo brillante sobre las novelas inaugurales de nuestra literatura, aunque a ratos sobre interpreta como sucede cuando habla de la fatalidad que conlleva la tensión entre el judaísmo y la conversión de María.[1]

Juan León Mera, autor de Cumandá, c. 1855.
            En todo caso, las novelas del romanticismo del siglo diecinueve, en sus vertientes sentimental y social, nos dan una idea de cómo era percibida la nación, en la medida en que la novela, como género que permanece en el tiempo, habla no solo del entorno social sino de las características de la nación en la que sucede la historia, ya sea que trate de un asunto sobre el cuerpo de la mujer que controla la ley de la nación, como en la mirada masculina que hay en La emancipada (1863), de Miguel Riofrío, o, en este siglo, en la autorreferencialidad de El acontecimiento (2000), de Annie Arnoux. Asimismo, hoy día, una novela nos remite al espacio nacional en temas como el horror y la represión de una dictadura en Nuestra parte de noche (2019), de Mariana Enríquez, o de una experiencia de iniciación en un festival retrofuturista en los Andes ecuatorianos en Chamanes eléctricos en la fiesta del sol (2024), de Mónica Ojeda.   

 

La lengua y la patria de las y los poetas

 

            Como una expresión de la posmodernidad, ha surgido un rechazo al sentido de patria por parte de un grupo de intelectuales para quien la nación les ha quedado estrecha y se asume una suerte de cosmopolitismo a la usanza de los modernistas, proclamándose gente de espíritu universal, por el hecho de desdeñar temas concernientes al espacio de la nación. Esta visión de los rastacueros se olvida de que no hay nada más universal que el localismo manchego del Quijote, el paseo dublinés de Leopold Bloom, el Potomac de Whitman, o el universo mágico y maravilloso de Macondo.

Bernardo Soares, uno de los heterónimos de Fernando Pessoa, formuló en El libro del desasosiego, una de las frases que ha justificado el desplazamiento del concepto de patria, como la nación imaginada de la que habla Benedict Anderson, hacia un espacio solipsista del poeta. La frase comienza con una formulación inocentemente provocadora: «No tengo ningún sentimiento político o social. Tengo, sin embargo, en cierto sentido, un alto sentimiento patriótico. Mi patria es la lengua portuguesa. No me pesaría nada que invadieran o se tomaran a Portugal, desde que no me incomodaran personalmente» (el énfasis es mío), y culmina con la asunción de un esteticismo en términos políticos que termina por convertir la lengua en un espacio individual de disputa estética: «Pero odio, con odio verdadero, con el único odio que siento, no a quien escribe mal en portugués, no a quien no sabe sintaxis, no a quien escribe con ortografía simplificada, sino la página mal escrita, como si fuera una persona verdadera; la sintaxis equivocada, como si fuera alguien a quien golpear; la ortografía sin ípsilon, como un escupitajo directo que me asquea independientemente de quien lo escupa».

           

Lêdo Ivo (Maceió, 1924 - Sevilla, 2012)
            Octavio Paz, años más tarde, reformuló la frase de Pessoa recuperando el sentido comunitario: «La patria de los poetas es su lengua», y en su discurso en el Congreso de la Lengua Española, en Zacatecas, (1997), amplió esta idea: «El lenguaje nos da el sentimiento y la conciencia de pertenecer a una comunidad. El espacio se ensancha y el tiempo se alarga: estamos unidos por la lengua a una tierra y a un tiempo. Somos una historia». Es, sin embargo, Lêdo Ivo (1924-2012) en su poema «Mi patria», quien confronta la teorización idealista que ve en la lengua el espacio sin contradicciones de una patria diversa y compleja, para ubicar a la lengua como uno de los elementos que conforman la nación y que nos permite hablar de su naturaleza, de su gente, de su vida, en tanto materias de la poesía:

 

Mi patria no es la lengua portuguesa.
Ninguna lengua es la patria.
Mi patria es la tierra blanda y pegajosa donde nací
y el viento que sopla siempre en Maceió.

[…]

La lengua que uso no es ni nunca fue mi patria.
Ninguna lengua engañosa es la patria.
Ella sirve apenas para que yo celebre mi grande y pobre patria muda,
mi patria disentérica y desdentada, sin gramática y sin diccionario,
mi patria sin lengua y sin palabras.[2]

           

            La lengua cumple una función esencial en la literatura, pero no reemplaza al espacio de la nación, ni el mundo global puede borrar el terruño local que nos identifica a todos. Tal vez nos ilumine mejor el enunciado de José Martí en «Nuestra América» (1891), en el que se amplía la patria de cada uno a la unidad en la diversidad de una patria continental, concebida como un proyecto político común, y en el que lo universal se funde con lo local, con prevalencia de espíritu propio: «Injértese en nuestras repúblicas el mundo; pero el tronco ha de ser el de nuestras repúblicas»[3].

 

Pensar los imaginarios nacionales desde la literatura

 

            No nos confundamos: la literatura es un espacio de libertad donde la imaginación construye una realidad de ficción, por lo que, como si fuera el Aleph borgiano, todo cabe en aquella. Hay una literatura cuya temática está atravesada por el pensamiento sobre la nación, aunque su preocupación principal sea la estrategia del lenguaje para el tratamiento de tal asunto, y hay otra que, en la disección de los micro mundos personales, da cuenta del espíritu de los seres que habitan aquella, sin que, necesariamente, se ocupe de la comunidad imaginada. En general, todas las aproximaciones posibles desde la verdad de la ficción literaria, pues esta no se agota con las opciones ejemplificadas, dan cuenta de un espacio y un tiempo determinados, a veces prevalece el espacio histórico del drama de la nación, otras veces, el microespacio del drama personal, otras veces, el espacio distópico, el fantástico, el del horror, y así.

            En lo personal, mis intereses literarios son variados, aunque tengo una preferencia por la soledad de los seres que viven al margen de los socialmente aceptado, y por el amor y sus vicisitudes, incluso en los conflictos históricos y políticos. De ahí que, en Gabriel(a) (2019) concentré la mirada que he desarrollado sobre personajes que desafían los prejuicios sexuales al contar la historia de un amor contrariado entre una mujer trans y un ejecutivo de banco, en una sociedad homofóbica; y en El perpetuo exiliado (2016), al hablar de quien fuera cinco veces presidente del Ecuador, concebí una historia de amor, entre aquel y su segunda esposa, Corina Parral, imbricada en cuarenta años de historia política de la nación.

           

            En mi más reciente novelina, Manvscrito de vna corónica inconclvsa (2025), mediante la creación de un collage de voces sobre momentos de estallido social significativos y de las historias personales de aquellas voces, he podido pensar la patria, pensar la nación plural y diversa, y meditar sobre esa herida equinoccial que nos atraviesa y que tenemos que sanar construyendo una sociedad más justa en la que prevalezca la dignidad de la gente por sobre el afán de lucro de las corporaciones.



[1] Una afirmación como «María o bien muerte porque su judaísmo era una mancha, o bien porque su conversión fue un pecado» es excesiva en la medida en que pone una intencionalidad punitiva en el autor Isaacs, ya sea programática o inconsciente. Doris Sommer, Ficciones fundacionales. Las novelas fundacionales en América Latina (Bogotá: Fondo de Cultura Económica, 2007), 243.

[2] Lêdo Ivo, «Mi patria», de Plenilunio (2001-2004), en Estación final. Antología de poemas 1940-2011, selección, prólogo y traducción de Mario Bojórquez (Ibagué: Caza de Libros, 2012), 176-177.  

[3] José Martí, «Nuestra América», en Antología mínima, selección y notas de Pedro Álvarez Tabío, tomo I (La Habana: Editorial de Ciencias Sociales / Instituto Cubano del Libro, 1972), 244.

 

lunes, junio 09, 2025

Fútbol y literatura: la pasión del juego en la escritura


Imagen generada con Craiyon v.4

Hay un verso memorable de la poesía ecuatoriana que resuena como el cántico esperanzado del pueblo: «Un borrachito / con una botella de trago en la mano / temblorosa / decía: / “ahora solo nos queda barcelona, / ahora solo nos queda barcelona”»[1]. Y es que en el poema de Fernando Artieda se concentra la pasión por dos ídolos populares del Ecuador: Julio Jaramillo, el cantante de todas las cantinas y todos los amores, y Barcelona, el equipo centenario que en el poema es el símbolo de las alegrías y vicisitudes de todas las hinchadas. La relación de la literatura con el fútbol es cada vez más intensa y amplia y han quedado atrás los prejuicios intelectuales. Aquí, quiero recordar algunos textos atravesados por la pasión del fútbol que me han marcado por diversos motivos en este oficio de leer y escribir y en esta afición futbolera.

            El fútbol a sol y sombra (1995), de Eduardo Galeano, es una crónica con pinceladas poéticas, en ese estilo tan suyo que evoca una nostalgia militante por la vida digna del ser humano. En este libro, Galeano —que, en 1968, armó la antología Su majestad el fútbol, cuando este deporte es ninguneado por la intelectualidad— pasa revista por momento históricos de este deporte, por las miserias del negocio que hay detrás, y por todos los actantes de este espectáculo llamado fútbol; así, en «El teatro» describe las máscaras que se ponen los jugadores: los que atormentan al prójimo, los que sacan ventaja, los que queman tiempo, y, por supuesto, los virtuosos: «Los jugadores actúan, con las piernas, en una representación destinada a un público de miles o millones de fervorosos que a ella asisten, desde las tribunas o desde sus casas, con el alma en vilo. ¿Quién escribe la obra? ¿El director técnico? La obra se burla de su autor». En otro fragmento, Galeano define como todo un 10: «El gol es el orgasmo del fútbol […] y la multitud delira y el estadio se olvida que es de cemento y se va al aire». Y, sí, ya sabemos que el fútbol ha tenido reticencia entre escritores conservadores como Borges, que, según Galeano, dictó una conferencia sobre la inmortalidad del alma al mismo tiempo que Argentina jugaba su primer partido en el Mundial de 1978, y también entre gente de izquierda que lo considera el opio contemporáneo de las masas:            

 

Sin embargo, el club Argentinos Juniors nació llamándose Mártires de Chicago, en homenaje a los obreros anarquistas ahorcados un primero de mayo, y fue un primero de mayo el día elegido para dar nacimiento al club Chacarita, bautizado en una biblioteca anarquista de Buenos Aires. En aquellos primeros años del siglo, no faltaron intelectuales de izquierda que celebraron al fútbol en lugar de repudiarlo como anestesia de la conciencia. Entre ellos, el marxista italiano Antonio Gramsci, que elogió «este reino de la lealtad humana ejercida al aire libre».

 

           

            En nuestros estadios literarios, recuerdo a Carlos Béjar Portilla (Ambato, 1938), un adelantado de nuestra narrativa corta que utiliza múltiples técnicas narrativas y trabaja textos de anticipación, fantásticos, de aventuras, etc. En su cuentario Samballah (1971), incluyó «Segundo tiempo»[2], que, en primera persona, cuenta las hazañas futbolísticas de un jugador ya retirado que narra momentos culminantes de sus partidos. La perspectiva del narrador es la de quien recuerda un tiempo heroico imaginado, de cuando el fútbol era una demostración de garra y sacrificio de los jugadores, con un entorno ilusorio: dos equipos ecuatorianos en la final de una copa continental. El cierre del cuento nos devuelve a la realidad de la derrota de la que se sobrevive con la victoria de la imaginación: «Ahora, si usted quiere que le cuente el partido que jugamos con Santos en el sesenta, pida media botella más de caña, bríndeme otro trago y verá lo que es candela».

           

            Los poetas le cantan al equipo de sus pasiones con la alegría del hincha que ama un nombre y una camiseta, y la tristeza de quien se hunde en el pozo de la derrota. Ramiro Oviedo, en Cajita de bla-bla (2012), le dedica poemas a Pablo Ansaldo y a Polo Carrera, pero también al Aucas, el equipo de su corazón de poeta. El título del poema habla de la fidelidad de un amor eterno que no necesita explicaciones: «Papá Aucas (metáfora del fracaso y de una fidelidad a toda prueba)»: «Aucas, épica popular en la memoria con caracteres de oro / pero también como toda pasión, con lágrimas de sangre. / por eso hace soñar. por eso es grande. / mucho más que un equipo —hablando sin remilgos— / el Aucas es amor. / un romance amarillo manchado con sangre / que sudan los muchachos / regalando a los tristes el sol de los domingos [y concluye con un cántico de esperanza] es la hora del retorno. está arreciando el viento. / bajo un sol nuevecito el Aucas se levanta. / su grito sordo inunda ya la cancha / y el Aucas vuelve a ser el ídolo del pueblo. / el vértigo y la euforia hacen temblar el suelo / de ese pueblo feliz, emocionado, loco / y en comunión perfecta con sus once titanes / la pasión oriental se instala desmintiendo / la alegría del pobre dura poco».[3]

           

            En las historias que giran alrededor del fútbol también he encontrado dramas sociales, amorosos y hasta un extraño ejercicio sobre la creación literaria en clave de realismo sucio. Raúl Pérez Torres, que armó la antología de Área de candela. Fútbol y literatura (2006)[4], tiene un cuento que es un estremecedor ejemplo de cómo el fútbol puede marcar la vida de las personas. «Cuando me gustaba el fútbol» es un drama de barrio y de pobreza, contado con maestría en el manejo de la tensión del relato y la caracterización del personaje, nos sitúa al chico que se va de casa, en la soledad de una cancha vacía, luego de la gloria momentánea del partido ganado, pero, sobre todo, en el entendimiento de que en el momento del juego, como del rayo, está la felicidad del jugador: «Pero en la cancha me olvidaba de todo y le daba a la pelota más que ninguno, tal vez solo por eso gozaba de un pequeñísimo respeto como ahora en que el Flaco me decía: “Chino, has vos el partido” y yo meditaba, me daba aires, miraba uno por uno y decía serio: “vos Chivolo acá, vos Patitas allá”».[5]

           

            Marcelo Báez Meza tiene un texto que construye un triángulo amoroso al momento del cobro de un penal. Es el «Quinto movimiento» de Movimiento para bosquejar un rostro (1993). «Ejecutar un tiro penalty es un acto de soledad y de muerte». El delantero acomoda el esférico y mira a una mujer que está en un palco con poca gente. El arquero se da cuenta de las miradas y también ve a la mujer; luego, le dice algo al delantero. En este juego de gestos, de silencios e intercambio de miradas, el delantero ejecuta el penal, lo falla; el árbitro lo anula por infracción del arquero; vuelve a cobrar y falla de nuevo. Todo, en medio de la tensión que provoca aquel triángulo amoroso del que solo sabemos lo que sucede al momento del tiro penal que el arquero ataja: «El hombre de camiseta amarilla no se atreve a mirar a la mujer del palco; el arquero sí, y su mirada no es de triunfo, es de una gran tristeza […] La mujer se levanta de su asiento y abandona el estadio. El partido terminará minutos después con el marcador cero a cero. Solo los tres jugadores principales sabrán que han perdido».[6]

            A mí, el título del cuento me gusta, por supuesto. Se trata de «Yo 💛 Barcelona», de María Auxiliadora Balladares, un texto que, en medio de una secuencia cotidiana, desarrolla todo un juego de imaginación creativa por parte de la personaje-narradora que, al hablar con un taxista y un guardia, les asigna roles de personajes de un cuento que ella va construyendo en su imaginación: un enfrentamiento entre un hombre formal que va al estadio a hinchar por los canarios y un jefe de la Sur Oscura, la barra brava de Barcelona. El cuento está lleno de humor oscuro y con pasajes de realismo sucio: la esposa de Oriol, el violento barrabrava, es, secretamente, hincha de Liga, «pero lo más trágico es que Oriol no sabe que la mujer que lo tiene encaprichado en la casa de los patrones guarda un secreto aún más terrible: la desgraciada es una puta emeleccista».[7]

           


            En la antología citada de Pérez Torres, hay un poema de Fernando Artieda en homenaje a Jorge “el Pibe” Bolaños. Con su estilo conversacional, la elegía «Se busca un 10 para una pichanga de ángeles» está imbuida de admiración, nostalgia y ese rítmico sabor del habla callejera, que es una característica de la poesía de Artieda. El poema recorre la vida futbolística del Pibe Bolaños y su raigambre popular.

 

Ahora te has ido sin decirnos nada

pibe de oro

sin dejar pagadas las cervezas

a la gente del barrio

que cuarenteó tu muerte hasta la madrugada

dejándonos con la mirada boba

detrás de tu última cabria de pantera florida

cuando te sacaste a la muerte sobre la raya

y ella te hizo el penal que no cobraste nunca

dejándonos con la bata alzada

con el balde de morocho hirviendo

solo porque te cruzaron el dato

de que andaban necesitando un diez

para una pichanga entre los ángeles.

   


           Muy conocido es «Puntero izquierdo» (1954), de Mario Benedetti, un cuento sobre el honor y el pundonor frente a la tentación del dinero y la corrupción, de un futbolista que quiere dejar de ser un amateur y convertirse en profesional. El narrador protagonista, en tono de una plática amistosa, dice: «Que yo era un puntero izquierdo de condiciones, que era una lástima que ganara tan poco, y que cuando perdiéramos la final él me iba a arreglar el pase para el Everton».[8] En el partido, la lucha del protagonista está entre ceder a la oferta del empresario y jugar mal para que su equipo pierda o demostrar su valía ante la hinchada y perder la oportunidad de pasar a un equipo profesional. Al final, el puntero izquierdo demuestra lo que vale, hace el gol de la victoria de su equipo y queda expuesto al castigo de la violencia gansteril del empresario.

«En su vida, un hombre puede cambiar de mujer, de partido político o de religión, pero no puede cambiar de equipo de fútbol», es una frase que se atribuye a Galeano, ese mendigo del buen fútbol, que recorre los estadios y suplica una linda jugadita, por amor de Dios. Hoy diríamos, una persona puede cambiar de partido político. El personaje de Guillermo Francella, en El secreto de sus ojos (2009), la película de Juan José Campanella, basada en la novela de Eduardo Sacheri La pregunta de sus ojos, rearma la frase y la transforma en la verdad esférica del balón: «Pero hay una cosa que no puede cambiar, Benjamín, no puede cambiar de pasión».

            Ya en estos minutos adicionales, quiero mencionar a Once contra once, de Édison Gabriel Paucar, que es un texto experimental, fragmentario, estructurado y desarrollado como si fuera un partido de fútbol: dos capítulos extensos de 45 minutos con fragmentos textuales marcados por cada minuto del juego, y un capítulo más corto a modo de entretiempo. Esta suerte de antinovela, construida con base en apuntes de diversa índole, crea un paralelo entre el fútbol y la escritura y este símil genera muy buenos momentos literarios como en el capítulo del Entretiempo titulado «Pestaña de descanso en un Huawei P9 Lite de uso táctil» que, en tono ensayístico, desarrolla una poética sobre la relación entre literatura y fútbol, en términos estratégicos y estructurales, e incluye una reflexión pertinente y clara sobre el mundo después del coronavirus, las nuevas realidades virtuales y la prevalencia de la ciberpantalla.

Pitazo final: terminar la escritura de un libro, publicarlo y que lo lean, muy de repente, ganar un premio literario, son pequeñas grandes alegrías estéticas de quienes nos dedicamos a este oficio de leer y escribir; que Barcelona haya dado la vuelta olímpica celebrando su campeonato nacional número dieciséis en el mismísimo estadio de Liga: eso es sublime.



[1] Fernando Artieda «Pueblo, fantasma y clave de Jota Jota», en De ñeque y remezón (Quito: Editorial El Conejo, 1990), 47-48.

[2] Carlos Béjar Portilla, «Segundo tiempo», en Samballah (Guayaquil: Casa de la Cultura Ecuatoriana, núcleo del Guayas, 1971), 16.

[3] Ramiro Oviedo, «Papá Aucas (metáfora del fracaso y de una fidelidad a toda prueba)», en Cajita de bla-bla (Quito: Gobierno de la Provincia de Pichincha, 2012), 80-85-86. Yo también le he cantado a una camiseta oro y grana: Barcelona S.C.: cien años de una pasión popular.

[4] Varios autores, Área de candela. Fútbol y literatura, introducción y selección de textos Raúl Pérez Torres (Quito: Flacso, sede Ecuador, 2006), 198. La antología es el primer volumen de la Biblioteca de Fútbol Ecuatoriano, cuyo editor y coordinador general es Fernando Carrión.

[5] Raúl Pérez Torres, «Cuando me gustaba el fútbol», en Micaela y otros cuentos (Quito: Editorial Universitaria, 1976), 84-85.

[6] Marcelo Báez Meza, «Quinto movimiento», en Movimientos para bosquejar un rostro (Guayaquil: Centro de Publicaciones de la UCSG, 1993), 26.

[7] María Auxiliadora Balladares, «Yo 💛 Barcelona», en Las vergüenzas (Quito: Antropófago, 2013), 55.

[8] Mario Benedetti, «Puntero izquierdo», en Cuentos (Madrid: Alianza Editorial, 1986), 29.