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Alicia Ortega Caicedo en la presentación La materia del duelo, el viernes 20 de junio, en el jazz bar La Cueva, en Las Peñas, Guayaquil, ofreció una lectura dramática de partes de su obra. Aquí, durante la lectura del texto correspondiente al padre. La dirección escénica es de Salomé Velasco. (Foto: R. Vallejo) |
¿Cómo aproximarse a aquello que está
hecho de dolores antiguos, que nos sume en la aflicción y el desconsuelo?
¿Qué palabras de la crítica literaria sirven para hablar acerca de lo que
ocasiona en mí la experiencia del luto transformada en escritura? ¿Acaso la
lectura de un duelo ajeno no es también una forma de revivir la tristeza por
las ausencias que nos han tocado? ¿De qué manera la experiencia profunda del
duelo nos sana de la herida que nos ocasiona el mismo duelo y, paradójicamente,
transforma nuestro rito frente a la muerte en una celebración de la vida? La
lectura de La materia del duelo, de Alicia Ortega Caicedo (Guayaquil,
1964), nos sumerge, a través de
la asunción del luto, en una vivencia estética sobre el cuidado de nuestros
seres queridos y la sanación en comunidad; nos comparte una memoria familiar
envuelta en el amor de la hija, a través del afecto de la mirada que escudriña en
las cosas mínimas la ausencia definitiva de las personas amadas.
La dramaturgia coral de «Lamento de
la hija» es uno de los textos más conmovedores que he leído últimamente. El
coro nos entrega una enseñanza que es también súplica: «Hay que saber habitar
las mansiones de los muertos […] No queremos estar en control de la muerte […] La
vida gozosa y mundana brilla en el breve lapso del instante» (37-38). Un fino
hilo cargado de emociones une el llanto por la madre de una escritora y
académica contemporánea con la tradición ancestral que representa el llanto de
Andrés Chiliquinga por la Cunshi, los personajes de Huasipungo, y hay
una hora precisa en cada vida en la que el tiempo se quiebra por causa de la
muerte de una persona amada. Las honras fúnebres son inherentes a la especie
humana, pertenecen a nuestras prácticas atávicas y el pesar del doliente está
inserto en el duelo colectivo, ese que nos estremece sin distingos. Esa
misma conmoción de la que habla John Donne en su «Meditation XVII»
«No man is an island entire of itself; every man / is a piece of
the continent, a part of the main; […] any man’s death diminishes me,
/ because I am involved in mankind. / And therefore never send to
know for whom / the bell tolls; it tolls for thee».
La belleza plástica de
esta apertura reside en el movimiento de las voces: es como si ellas
recorriesen un escenario arrastrándonos hacia la verdad de los afectos. La Hija
nos va descubrimiento en la enumeración minuciosa, primorosa, amorosa de todo
aquello que ya no será lo que fue porque la Madre, razón esencial por lo que
aquello existía, ya no está más desde el lunes 29 de noviembre de 2021. ¿Quién
hará que las cosas recobren el sentido que les daba la vida de la Madre? Es
cierto: la gente debería morirse con sus cosas: «¿Qué hacer, pues, con la vida
hecho resto, cúmulo, pedazos, piezas sueltas, ruma, aglomeración, monto de
cosas y más cosas?» (31). En la existencia cotidiana de la hija que mira la
casa en donde la ausencia de la madre lo llena todo, quedan ya en silencio los
cactus que la madre sembró en jarritos de porcelana, las plantas del jardín,
las ollas ya sin fuego en las horas mañaneras, los desolados álbumes de fotos,
las libretas en donde ciertos sucesos de la casa han quedado convertidos en
tiempo detenido. Una casa sin la madre es un tiempo vacío para siempre. Ese
lamento nos desgarra en la medida en que se convierte también en nuestro
lamento. La madre de Alicia es nuestra madre y su memoria es parte de nosotros.
La Madre de cada uno de nosotros: «Y allí estaban tú para restaurar el orden
las cosas, para colocar palabras en los silencios, para abrir el pergamino
agujereado y leerlo de corrido» (32).
El diálogo de los paratextos es
permanente. Los exergos dan cuenta de un aparato teórico sobre el duelo y la
muerte que, en la escritura de Alicia Ortega, se transforma en una mirada
luminosa sobre la esfera cotidiana de la vida que despliega la escritura en su
búsqueda de aquello que constituye el duelo. Así, entre los muchos diálogos, al
comienzo del libro, Nathalie Léger, desde En busca del cielo, marca el
desbarajuste vital en el que nos envuelve la muerte de la madre, del padre, de
un ser amado: «Habría que inventar un tiempo gramatical, una conjugación para
hablar de los muertos en presente sin parecer que enloquecimos» (11); un poco
más allá de la mitad del libro, Paul Auster, desde La invención de la
soledad, conduce nuestra lectura con una advertencia: «Supongo que es
imposible entrar en la soledad del otro»; y, ya hacia el final, Gabriela Ponce,
desde Solo hay un jardín: en el fondo del todo hay un jardín, nos invita
«a hacer un ejercicio y encontrar las palabras de [nuestros] muertos en las
bocas de la gente con las que [hablamos]» (183). Recetas para no enloquecer de
dolor.
Asimismo, las dedicatorias son
piezas para expresar la complicidad, el sentido del ser amiga. No solo es el
acto de ofrecer una palabra como un regalo, es, sobre todo, la declaración del
afecto por el que se comparte la palabra. Hay un motivo íntimo, hay una
vivencia conjunta, hay una declaración de amistad: aquella que le hace saber
que emergió la flor de loto, la que le enseña que siempre hay que re-montar la
realidad hasta que se re-produzca y nos re-produzca, la que captura los sonidos
del barrio familiar, la que acompañó la última mudanza, la que leyó las runas,
la que se puso las medias amarillas de mono, aquella con quien han aprendido a
escucharse, aquella con quien entreteje voces, «porque me conocen, por el
acolite de siempre, puro amor, pura celebración, pura vida» (101).
Además, Alicia Ortega nos comparte
las cosas que llevan la impronta de la vida de su padre y de su madre. En una
libreta leo la nota de la madre sobre cuando le dio rubeola a la hija (53):
CHARY
Comenzó Domingo 4 de Enero-76 (mañana)
Proceso Normal + benigna q F. no fiebre
Remedio Ninguno
Desapareció
El Dr. Dijo por
teléfono -Si hay fiebre DONATAL
3 v. al día
1 cucharadita
-Dieta
liviana, sin grasa
Y también nos comparte los pequeños
animalitos de vidrio, el álbum fotográfico, la canasta con los dados, el padre
con su sombrero de paja toquilla; el padre y la madre, jóvenes, bellos,
amorosos; la cartografía de los recorridos de la escritora por Guayaquil; las
fotos por la casa del barrio del Centenario, el mercado de Caraguay, el parque
España, el mercado y la iglesia de San Alejo, y el malecón del Salado.
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Alicia Ortega leyendo el texto «El momento de tus pies erguidos», en la presentación señalada más arriba.(Foto: R. Vallejo) |
La hija acompaña a la madre en ese
proceso de despedida del mundo cuya gestación se se inicia con la muerte del
padre: «Desde que murió Jorge, un jueves 25 de febrero del año 2021, has
permanecido recostada en tu cama matrimonial durante nueve meses. Nueve meses
gestando tu partida» (43). «El momento de tus pies erguidos» es un capítulo
dedicado a los pies de la madre que nos habla de la maravilla del andar, del
baile, del goce de la vida: cuando esos pies se detienen, es la muerte que ha
llegado. La descripción delicada de los pies de la madre es la asunción de la
vida en cada paso y, así, Alicia Ortega nos entrega otra manera de entender ese
cuidado que, durante los meses de gestación de la partida, la hija ha tenido
con aquellos: «Tus pies se yerguen, te miran. Tus pies son ahora mi horizonte
de escritura. Son paisaje. Son umbral. Son referente. Esos pies erguidos
constituyen el gesto que te revela plegada sobre ti misma: un modo de
orientación en estado de fuga definitiva» (46).
Alicia Ortega, en medio del duelo
por el padre y por la madre, se desplaza, se muda, y su cuerpo empieza a
sobrecargarse. Sus rodillas se doblan y es como si sintiéramos en ellas el peso
de nuestro propio duelo. La escritora parte del hecho de que cuando murió
Jorge, su padre, el cuerpo de Alicia, su madre, fue tomado por el duelo. Desde
ese momento, el cuerpo de la madre no pudo sostenerse en pie. Dice Alicia, la
hija, luego de caerse con torpeza, enredada en los hilos que estaban tejiendo
el duelo por su padre y la preocupación por la postración de la madre, y el
dolor de Ale, su hijo: «Mi cuerpo se vuelca sobre sí mismo de manera absoluta,
sin olvidar la conciencia de su fragmentación articulada. Es, a la vez, una
totalidad completa y mil partes distintas. Esta certeza sobreviene no como una
noción abstracta, sino como una expresión física, sensible, emotiva, que se
impone» (107). Es el ritmo que le da su práctica de boxeo, un espacio de
movimiento para su cuerpo en duelo. «¡Una certeza sudada!». La fuerza de su
escritura está atravesada, como si fuera una diana en el aire en la que hace
blanco la arquera, por la cálida ternura de su mirada, de esa intimidad que nos
es revelada en cada suceso y que nos habla a todas, a todos, porque, de alguna
manera, toca también nuestra propia intimidad.
Sobre Jorge, el padre, hay la
continuidad de la mirada, esa que empezó en Estancias y que ahora se extiende
porque el duelo se ha prolongado. La mirada y las pertenencias de Jorge. La
escritora empieza por señalar la colección de sombreros y cómo el padre los
lucía; su buen porte al caminar, su condición de desterrado de la sierra en el
puerto de Guayaquil, sus intensos ojos verdes, siempre traviesos como la niñez
juguetona de su mirada: «Esa mirada posada en el encanto de las lejanías te
acompañó hasta el último instante de tu vida. Todavía sigo viendo esos tus ojos
verdes idos, totalmente idos hacia un lugar lejanísimo e invisible» (120). El
encanto de las lejanías y las cosas: la materia que nos acompaña para hacer del
duelo una conmemoración de la vida y entender ese desenlace que conduce a un
ser querido hacia la eternidad: «Te quedaste sentado en el butacón reclinable
de tu dormitorio. Minutos antes te había dado en la boca unas pocas cucharadas
de papilla. Un poco antes te bendijo el padre Mauricio». La mirada final de
Jorge, el padre, congelada en lontananza.
Alicia Ortega asume sus pérdidas y
define el vacío que se ha instaurado en la casa familiar, con una descripción
de la soledad que envuelve a las cosas, de esa materia que nos habla de
espíritus que permanecen en aquellas y en nuestro propio espíritu:
Encontrarme con
las macetas sin plantas, la tierra reseca y vacía en donde antes crecía el
jardín de mi madre me enfrenta de un solo golpe a su muerte. Las cortinas
cerradas, la guitarra guardada dentro de su funda en el armario verde, el
mobiliario desperdigado, algunas puertas abiertas, son señales del padre
ausente. Él cuidaba del orden y la seguridad. Ella de la belleza y la alegría.
(124)
Luego, vendrán las sobrevivencias.
Una casa frente al mar y la amistad, y la confidencia cómplice, y el cuidado, y
las estrategias personales para seguir viviendo con las pérdidas devoradas por
el cuerpo. «Aguaclara. La casa. Las amigas» reúne las voces de la sororidad, es
el testimonio del cuidado de una comunidad de mujeres: voz una y múltiple a la
vez, voces varias que se funden en la vida libre. Más adelante, memoria de
memorias y la visita a Susana y Horacio, los Teyssedou (Raúl y Noemí),
amistades argentinas, que unen las montañas de La Cumbrecita con las de Quito,
en un solo montículo. Después, ese proceso que nos lleva a hablar con nuestros
muertos: los recuerdos fluyen a través de las palabras que otros dicen, las
palabras de quienes ya no están que aparecen en la boca de la gente con quienes
hablamos: es la vida que fluye, es la vida que continúa. La doliente, a
capítulo seguido, quiere engullir a su madre, a su padre, a sus dadores de la
vida que tiene y, en esa acción, en ese festín caníbal, padre y madre se han
transfigurado en el alimento sagrado que nutre el cuerpo de la doliente:
«Quiero atiborrarme de todo lo que queda, saturarme de materia comprimida, de
los restos que habitan todavía los rincones, del latido vital que anida en las
cosas heredadas» (194).
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(Foto: R. Vallejo, 2025) |
¿Cuál es la materia del duelo? ¿Qué
es lo que da forma al luto? ¿En qué lugar de la casa ya vacía del ser que la
habitaba se instala la ausencia? La imagen de la mudez de las cosas atraviesa
el libro de Alicia Ortega: «[…] el silencio de las cosas resulta escandaloso
cuando quedan huérfanas de sus propietarios. Quedan súbitamente fuera de lugar
y una enrarecida pátina de tristeza las envuelve» (124). Es un dolor por la
ausencia que está para dar cuenta de la existencia. Pero, en la vivencia del
duelo, tras los ritos fúnebres, ese silencio de las cosas que eran parte de la
vida de nuestros muertos se ve envuelto por un rumor amoroso, por el arrullo de
las palabras convertidas en oración y canto. Nos arrullan, nos arrullamos con
el cuidado de las palabras de amor.