José María y Corina lo habían conversado en alguna de sus tardes de té y facturas: toda muerte engendra ausencias y cada ausencia es un pedazo de muerte que se adhiere para siempre a nuestra piel de solos.
(De El perpetuo exiliado, 2016).
Mostrando entradas con la etiqueta Duelo y escritura. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Duelo y escritura. Mostrar todas las entradas

lunes, junio 23, 2025

«La materia del duelo», de Alicia Ortega Caicedo: el silencio de las cosas y el arrullo de las palabras

Alicia Ortega Caicedo en la presentación La materia del duelo, el viernes 20 de junio, en el jazz bar La Cueva, en Las Peñas, Guayaquil, ofreció una lectura dramática de partes de su obra. Aquí, durante la lectura del texto correspondiente al padre. La dirección escénica es de Salomé Velasco. (Foto: R. Vallejo)

            ¿Cómo aproximarse a aquello que está hecho de dolores antiguos, que nos sume en la aflicción y el desconsuelo? ¿Qué palabras de la crítica literaria sirven para hablar acerca de lo que ocasiona en mí la experiencia del luto transformada en escritura? ¿Acaso la lectura de un duelo ajeno no es también una forma de revivir la tristeza por las ausencias que nos han tocado? ¿De qué manera la experiencia profunda del duelo nos sana de la herida que nos ocasiona el mismo duelo y, paradójicamente, transforma nuestro rito frente a la muerte en una celebración de la vida? La lectura de La materia del duelo, de Alicia Ortega Caicedo (Guayaquil, 1964)[1], nos sumerge, a través de la asunción del luto, en una vivencia estética sobre el cuidado de nuestros seres queridos y la sanación en comunidad; nos comparte una memoria familiar envuelta en el amor de la hija, a través del afecto de la mirada que escudriña en las cosas mínimas la ausencia definitiva de las personas amadas.

            La dramaturgia coral de «Lamento de la hija» es uno de los textos más conmovedores que he leído últimamente. El coro nos entrega una enseñanza que es también súplica: «Hay que saber habitar las mansiones de los muertos […] No queremos estar en control de la muerte […] La vida gozosa y mundana brilla en el breve lapso del instante» (37-38). Un fino hilo cargado de emociones une el llanto por la madre de una escritora y académica contemporánea con la tradición ancestral que representa el llanto de Andrés Chiliquinga por la Cunshi, los personajes de Huasipungo, y hay una hora precisa en cada vida en la que el tiempo se quiebra por causa de la muerte de una persona amada. Las honras fúnebres son inherentes a la especie humana, pertenecen a nuestras prácticas atávicas y el pesar del doliente está inserto en el duelo colectivo, ese que nos estremece sin distingos. Esa misma conmoción de la que habla John Donne en su «Meditation XVII» «No man is an island entire of itself; every man / is a piece of the continent, a part of the main; […] any man’s death diminishes me, / because I am involved in mankind. / And therefore never send to know for whom / the bell tolls; it tolls for thee»[2].

            La belleza plástica de esta apertura reside en el movimiento de las voces: es como si ellas recorriesen un escenario arrastrándonos hacia la verdad de los afectos. La Hija nos va descubrimiento en la enumeración minuciosa, primorosa, amorosa de todo aquello que ya no será lo que fue porque la Madre, razón esencial por lo que aquello existía, ya no está más desde el lunes 29 de noviembre de 2021. ¿Quién hará que las cosas recobren el sentido que les daba la vida de la Madre? Es cierto: la gente debería morirse con sus cosas: «¿Qué hacer, pues, con la vida hecho resto, cúmulo, pedazos, piezas sueltas, ruma, aglomeración, monto de cosas y más cosas?» (31). En la existencia cotidiana de la hija que mira la casa en donde la ausencia de la madre lo llena todo, quedan ya en silencio los cactus que la madre sembró en jarritos de porcelana, las plantas del jardín, las ollas ya sin fuego en las horas mañaneras, los desolados álbumes de fotos, las libretas en donde ciertos sucesos de la casa han quedado convertidos en tiempo detenido. Una casa sin la madre es un tiempo vacío para siempre. Ese lamento nos desgarra en la medida en que se convierte también en nuestro lamento. La madre de Alicia es nuestra madre y su memoria es parte de nosotros. La Madre de cada uno de nosotros: «Y allí estaban tú para restaurar el orden las cosas, para colocar palabras en los silencios, para abrir el pergamino agujereado y leerlo de corrido» (32).

            El diálogo de los paratextos es permanente. Los exergos dan cuenta de un aparato teórico sobre el duelo y la muerte que, en la escritura de Alicia Ortega, se transforma en una mirada luminosa sobre la esfera cotidiana de la vida que despliega la escritura en su búsqueda de aquello que constituye el duelo. Así, entre los muchos diálogos, al comienzo del libro, Nathalie Léger, desde En busca del cielo, marca el desbarajuste vital en el que nos envuelve la muerte de la madre, del padre, de un ser amado: «Habría que inventar un tiempo gramatical, una conjugación para hablar de los muertos en presente sin parecer que enloquecimos» (11); un poco más allá de la mitad del libro, Paul Auster, desde La invención de la soledad, conduce nuestra lectura con una advertencia: «Supongo que es imposible entrar en la soledad del otro»; y, ya hacia el final, Gabriela Ponce, desde Solo hay un jardín: en el fondo del todo hay un jardín, nos invita «a hacer un ejercicio y encontrar las palabras de [nuestros] muertos en las bocas de la gente con las que [hablamos]» (183). Recetas para no enloquecer de dolor.

Asimismo, las dedicatorias son piezas para expresar la complicidad, el sentido del ser amiga. No solo es el acto de ofrecer una palabra como un regalo, es, sobre todo, la declaración del afecto por el que se comparte la palabra. Hay un motivo íntimo, hay una vivencia conjunta, hay una declaración de amistad: aquella que le hace saber que emergió la flor de loto, la que le enseña que siempre hay que re-montar la realidad hasta que se re-produzca y nos re-produzca, la que captura los sonidos del barrio familiar, la que acompañó la última mudanza, la que leyó las runas, la que se puso las medias amarillas de mono, aquella con quien han aprendido a escucharse, aquella con quien entreteje voces, «porque me conocen, por el acolite de siempre, puro amor, pura celebración, pura vida» (101).

Además, Alicia Ortega nos comparte las cosas que llevan la impronta de la vida de su padre y de su madre. En una libreta leo la nota de la madre sobre cuando le dio rubeola a la hija (53):

 

CHARY

 

Comenzó           Domingo 4 de Enero-76 (mañana)

Proceso Normal + benigna q F. no fiebre

Remedio            Ninguno

Desapareció

El Dr. Dijo por teléfono    -Si hay fiebre DONATAL

                                                3 v. al día   1 cucharadita

                                               -Dieta liviana, sin grasa

 

Y también nos comparte los pequeños animalitos de vidrio, el álbum fotográfico, la canasta con los dados, el padre con su sombrero de paja toquilla; el padre y la madre, jóvenes, bellos, amorosos; la cartografía de los recorridos de la escritora por Guayaquil; las fotos por la casa del barrio del Centenario, el mercado de Caraguay, el parque España, el mercado y la iglesia de San Alejo, y el malecón del Salado.

 

Alicia Ortega leyendo el texto «El momento de tus pies erguidos», en la presentación señalada más arriba.(Foto: R. Vallejo) 

            La hija acompaña a la madre en ese proceso de despedida del mundo cuya gestación se se inicia con la muerte del padre: «Desde que murió Jorge, un jueves 25 de febrero del año 2021, has permanecido recostada en tu cama matrimonial durante nueve meses. Nueve meses gestando tu partida» (43). «El momento de tus pies erguidos» es un capítulo dedicado a los pies de la madre que nos habla de la maravilla del andar, del baile, del goce de la vida: cuando esos pies se detienen, es la muerte que ha llegado. La descripción delicada de los pies de la madre es la asunción de la vida en cada paso y, así, Alicia Ortega nos entrega otra manera de entender ese cuidado que, durante los meses de gestación de la partida, la hija ha tenido con aquellos: «Tus pies se yerguen, te miran. Tus pies son ahora mi horizonte de escritura. Son paisaje. Son umbral. Son referente. Esos pies erguidos constituyen el gesto que te revela plegada sobre ti misma: un modo de orientación en estado de fuga definitiva» (46).

Alicia Ortega, en medio del duelo por el padre y por la madre, se desplaza, se muda, y su cuerpo empieza a sobrecargarse. Sus rodillas se doblan y es como si sintiéramos en ellas el peso de nuestro propio duelo. La escritora parte del hecho de que cuando murió Jorge, su padre, el cuerpo de Alicia, su madre, fue tomado por el duelo. Desde ese momento, el cuerpo de la madre no pudo sostenerse en pie. Dice Alicia, la hija, luego de caerse con torpeza, enredada en los hilos que estaban tejiendo el duelo por su padre y la preocupación por la postración de la madre, y el dolor de Ale, su hijo: «Mi cuerpo se vuelca sobre sí mismo de manera absoluta, sin olvidar la conciencia de su fragmentación articulada. Es, a la vez, una totalidad completa y mil partes distintas. Esta certeza sobreviene no como una noción abstracta, sino como una expresión física, sensible, emotiva, que se impone» (107). Es el ritmo que le da su práctica de boxeo, un espacio de movimiento para su cuerpo en duelo. «¡Una certeza sudada!». La fuerza de su escritura está atravesada, como si fuera una diana en el aire en la que hace blanco la arquera, por la cálida ternura de su mirada, de esa intimidad que nos es revelada en cada suceso y que nos habla a todas, a todos, porque, de alguna manera, toca también nuestra propia intimidad.

Sobre Jorge, el padre, hay la continuidad de la mirada, esa que empezó en Estancias y que ahora se extiende porque el duelo se ha prolongado. La mirada y las pertenencias de Jorge. La escritora empieza por señalar la colección de sombreros y cómo el padre los lucía; su buen porte al caminar, su condición de desterrado de la sierra en el puerto de Guayaquil, sus intensos ojos verdes, siempre traviesos como la niñez juguetona de su mirada: «Esa mirada posada en el encanto de las lejanías te acompañó hasta el último instante de tu vida. Todavía sigo viendo esos tus ojos verdes idos, totalmente idos hacia un lugar lejanísimo e invisible» (120). El encanto de las lejanías y las cosas: la materia que nos acompaña para hacer del duelo una conmemoración de la vida y entender ese desenlace que conduce a un ser querido hacia la eternidad: «Te quedaste sentado en el butacón reclinable de tu dormitorio. Minutos antes te había dado en la boca unas pocas cucharadas de papilla. Un poco antes te bendijo el padre Mauricio». La mirada final de Jorge, el padre, congelada en lontananza.

Alicia Ortega asume sus pérdidas y define el vacío que se ha instaurado en la casa familiar, con una descripción de la soledad que envuelve a las cosas, de esa materia que nos habla de espíritus que permanecen en aquellas y en nuestro propio espíritu:

 

Encontrarme con las macetas sin plantas, la tierra reseca y vacía en donde antes crecía el jardín de mi madre me enfrenta de un solo golpe a su muerte. Las cortinas cerradas, la guitarra guardada dentro de su funda en el armario verde, el mobiliario desperdigado, algunas puertas abiertas, son señales del padre ausente. Él cuidaba del orden y la seguridad. Ella de la belleza y la alegría. (124)

           

Luego, vendrán las sobrevivencias. Una casa frente al mar y la amistad, y la confidencia cómplice, y el cuidado, y las estrategias personales para seguir viviendo con las pérdidas devoradas por el cuerpo. «Aguaclara. La casa. Las amigas» reúne las voces de la sororidad, es el testimonio del cuidado de una comunidad de mujeres: voz una y múltiple a la vez, voces varias que se funden en la vida libre. Más adelante, memoria de memorias y la visita a Susana y Horacio, los Teyssedou (Raúl y Noemí), amistades argentinas, que unen las montañas de La Cumbrecita con las de Quito, en un solo montículo. Después, ese proceso que nos lleva a hablar con nuestros muertos: los recuerdos fluyen a través de las palabras que otros dicen, las palabras de quienes ya no están que aparecen en la boca de la gente con quienes hablamos: es la vida que fluye, es la vida que continúa. La doliente, a capítulo seguido, quiere engullir a su madre, a su padre, a sus dadores de la vida que tiene y, en esa acción, en ese festín caníbal, padre y madre se han transfigurado en el alimento sagrado que nutre el cuerpo de la doliente: «Quiero atiborrarme de todo lo que queda, saturarme de materia comprimida, de los restos que habitan todavía los rincones, del latido vital que anida en las cosas heredadas» (194).

           

(Foto: R. Vallejo, 2025)

            ¿Cuál es la materia del duelo? ¿Qué es lo que da forma al luto? ¿En qué lugar de la casa ya vacía del ser que la habitaba se instala la ausencia? La imagen de la mudez de las cosas atraviesa el libro de Alicia Ortega: «[…] el silencio de las cosas resulta escandaloso cuando quedan huérfanas de sus propietarios. Quedan súbitamente fuera de lugar y una enrarecida pátina de tristeza las envuelve» (124). Es un dolor por la ausencia que está para dar cuenta de la existencia. Pero, en la vivencia del duelo, tras los ritos fúnebres, ese silencio de las cosas que eran parte de la vida de nuestros muertos se ve envuelto por un rumor amoroso, por el arrullo de las palabras convertidas en oración y canto. Nos arrullan, nos arrullamos con el cuidado de las palabras de amor.



[1] Alicia Ortega Caicedo, La materia del duelo (Quito: Severo Editorial, 2025).

[2] «Ningún hombre es una isla, entero en sí mismo; / cada hombre es un pedazo del continente, una parte del todo […] la muerte de cualquier hombre me disminuye, / porque estoy involucrado en la humanidad; / y, por lo tanto, nunca preguntes por quién doblan las campanas; doblan por ti».