El último día de la FIL Quito 2025, me tocó intervenir en la mesa que lleva el título de esta entrada junto con la cronista y poeta ecuatoriana Gabriela Ruiz y la escritora peruana Katya Adaui. Los conceptos vertidos por mis compañeras de mesa fueron profundos, claros e iluminadores a partir de la experiencia personal de escritura de cada una. En esta entrada, apunto algunas de las ideas que expuse en medio del diálogo que se generó en la mesa.
Rafael Troya, 1907, Confluencia del Pastaza con el Palora (Carlos y Cumandá. La reina de los bosques), óleo sobre tela, 87 x 126 cm, Colección Banco Central del Ecuador, Quito.
Un equívoco sobre las llamadas novelas fundacionales
Doris Sommer en Ficciones fundacionales. Las novelas nacionales de América Latina (1993) indaga y especula de manera original, inteligente y profunda, sobre la relación que existe entre la producción de novelas románticas y la construcción de la nación en la América Latina del siglo diecinueve. No obstante, para quienes no estudian lo que se escribe, parecería que las personas que hacían literatura en el diecinueve tenía por objetivo programático el novelar la relación del amor con la construcción del Estado nacional. Es decir, que, por ejemplo, Gómez de Avellaneda con Sab (1941), Isaacs con María (1867), Mera con Cumandá (1879), o Matto de Turner con Aves sin nido (1889) idearon la manera de entretejer el drama amoroso de sus personajes en las vicisitudes de la nación en ciernes y, de paso, formular un código civilizador para la ciudadanía. Como toda crítica, la formulación de Sommer es un constructo brillante sobre las novelas inaugurales de nuestra literatura, aunque a ratos sobre interpreta como sucede cuando habla de la fatalidad que conlleva la tensión entre el judaísmo y la conversión de María.[1]
En todo caso, las novelas del
romanticismo del siglo diecinueve, en sus vertientes sentimental y social, nos
dan una idea de cómo era percibida la nación, en la medida en que la novela,
como género que permanece en el tiempo, habla no solo del entorno social sino
de las características de la nación en la que sucede la historia, ya sea que
trate de un asunto sobre el cuerpo de la mujer que controla la ley de la
nación, como en la mirada masculina que hay en La emancipada (1863), de
Miguel Riofrío, o, en este siglo, en la autorreferencialidad de El
acontecimiento (2000), de Annie Arnoux. Asimismo, hoy día, una novela nos
remite al espacio nacional en temas como el horror y la represión de una
dictadura en Nuestra parte de noche (2019), de Mariana Enríquez, o de
una experiencia de iniciación en un festival retrofuturista en los Andes
ecuatorianos en Chamanes eléctricos en la fiesta del sol (2024), de
Mónica Ojeda. Juan León Mera, autor de Cumandá, c. 1855.
La lengua y la patria de las y los poetas
Como una expresión de la posmodernidad, ha surgido un rechazo al sentido de patria por parte de un grupo de intelectuales para quien la nación les ha quedado estrecha y se asume una suerte de cosmopolitismo a la usanza de los modernistas, proclamándose gente de espíritu universal, por el hecho de desdeñar temas concernientes al espacio de la nación. Esta visión de los rastacueros se olvida de que no hay nada más universal que el localismo manchego del Quijote, el paseo dublinés de Leopold Bloom, el Potomac de Whitman, o el universo mágico y maravilloso de Macondo.
Bernardo Soares, uno de los heterónimos de Fernando Pessoa, formuló en El libro del desasosiego, una de las frases que ha justificado el desplazamiento del concepto de patria, como la nación imaginada de la que habla Benedict Anderson, hacia un espacio solipsista del poeta. La frase comienza con una formulación inocentemente provocadora: «No tengo ningún sentimiento político o social. Tengo, sin embargo, en cierto sentido, un alto sentimiento patriótico. Mi patria es la lengua portuguesa. No me pesaría nada que invadieran o se tomaran a Portugal, desde que no me incomodaran personalmente» (el énfasis es mío), y culmina con la asunción de un esteticismo en términos políticos que termina por convertir la lengua en un espacio individual de disputa estética: «Pero odio, con odio verdadero, con el único odio que siento, no a quien escribe mal en portugués, no a quien no sabe sintaxis, no a quien escribe con ortografía simplificada, sino la página mal escrita, como si fuera una persona verdadera; la sintaxis equivocada, como si fuera alguien a quien golpear; la ortografía sin ípsilon, como un escupitajo directo que me asquea independientemente de quien lo escupa».
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Lêdo Ivo (Maceió, 1924 - Sevilla, 2012) |
Mi
patria no es la lengua portuguesa.
Ninguna lengua es la patria.
Mi patria es la tierra blanda y pegajosa donde nací
y el viento que sopla siempre en Maceió.
[…]
La lengua que uso no es ni nunca fue
mi patria.
Ninguna lengua engañosa es la patria.
Ella sirve apenas para que yo celebre mi grande y pobre patria muda,
mi patria disentérica y desdentada, sin gramática y sin diccionario,
mi patria sin lengua y sin palabras.[2]
La lengua cumple una función esencial en la literatura, pero no reemplaza al espacio de la nación, ni el mundo global puede borrar el terruño local que nos identifica a todos. Tal vez nos ilumine mejor el enunciado de José Martí en «Nuestra América» (1891), en el que se amplía la patria de cada uno a la unidad en la diversidad de una patria continental, concebida como un proyecto político común, y en el que lo universal se funde con lo local, con prevalencia de espíritu propio: «Injértese en nuestras repúblicas el mundo; pero el tronco ha de ser el de nuestras repúblicas»[3].
Pensar los imaginarios nacionales desde la literatura
No nos confundamos: la literatura es un espacio de libertad donde la imaginación construye una realidad de ficción, por lo que, como si fuera el Aleph borgiano, todo cabe en aquella. Hay una literatura cuya temática está atravesada por el pensamiento sobre la nación, aunque su preocupación principal sea la estrategia del lenguaje para el tratamiento de tal asunto, y hay otra que, en la disección de los micro mundos personales, da cuenta del espíritu de los seres que habitan aquella, sin que, necesariamente, se ocupe de la comunidad imaginada. En general, todas las aproximaciones posibles desde la verdad de la ficción literaria, pues esta no se agota con las opciones ejemplificadas, dan cuenta de un espacio y un tiempo determinados, a veces prevalece el espacio histórico del drama de la nación, otras veces, el microespacio del drama personal, otras veces, el espacio distópico, el fantástico, el del horror, y así.
En lo personal, mis intereses literarios son variados, aunque tengo una preferencia por la soledad de los seres que viven al margen de los socialmente aceptado, y por el amor y sus vicisitudes, incluso en los conflictos históricos y políticos. De ahí que, en Gabriel(a) (2019) concentré la mirada que he desarrollado sobre personajes que desafían los prejuicios sexuales al contar la historia de un amor contrariado entre una mujer trans y un ejecutivo de banco, en una sociedad homofóbica; y en El perpetuo exiliado (2016), al hablar de quien fuera cinco veces presidente del Ecuador, concebí una historia de amor, entre aquel y su segunda esposa, Corina Parral, imbricada en cuarenta años de historia política de la nación.
En mi más reciente novelina, Manvscrito de vna corónica inconclvsa (2025), mediante la creación de un collage de voces sobre momentos de estallido social significativos y de las historias personales de aquellas voces, he podido pensar la patria, pensar la nación plural y diversa, y meditar sobre esa herida equinoccial que nos atraviesa y que tenemos que sanar construyendo una sociedad más justa en la que prevalezca la dignidad de la gente por sobre el afán de lucro de las corporaciones.
[1] Una afirmación como «María o bien muerte porque su judaísmo era una mancha, o bien porque su conversión fue un pecado» es excesiva en la medida en que pone una intencionalidad punitiva en el autor Isaacs, ya sea programática o inconsciente. Doris Sommer, Ficciones fundacionales. Las novelas fundacionales en América Latina (Bogotá: Fondo de Cultura Económica, 2007), 243.
[2] Lêdo Ivo, «Mi patria», de Plenilunio (2001-2004), en Estación final. Antología de poemas 1940-2011, selección, prólogo y traducción de Mario Bojórquez (Ibagué: Caza de Libros, 2012), 176-177.
[3] José Martí, «Nuestra América», en Antología mínima, selección y notas de Pedro Álvarez Tabío, tomo I (La Habana: Editorial de Ciencias Sociales / Instituto Cubano del Libro, 1972), 244.
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