José María y Corina lo habían conversado en alguna de sus tardes de té y facturas: toda muerte engendra ausencias y cada ausencia es un pedazo de muerte que se adhiere para siempre a nuestra piel de solos.
(De El perpetuo exiliado, 2016).

lunes, noviembre 14, 2022

«Los cielos de marzo», de Andrea Crespo: novela lírica del neo-romanticismo ecléctico


«Yo que quise escribir […] compuse versos de amor sin saber que el amor se acopia en el misterio y no en la ruta del cuerpo doméstico»[1], dice Aurora en la entrada del día 28 de su «Diario de una persecución inmaterial». Aurora es la heroína desencantada y melancólica que desafía las convenciones morales de la sociedad en su afán de realización del deseo erótico contra toda racionalidad. La novela y su heroína dialogan con Friedrich Hölderlin, un romántico formado en la tradición del clasicismo griego, y su novela epistolar Hiperión (1794-1795). Los cielos de marzo. (Arquitectura doméstica de los años), de Andrea Crespo Granda (Guayaquil, 1983), es una desgarradora novela lírica estructurada con formas libres, protagonizada por una memorable heroína romántica, y cuya escritura, envuelta en el sentido irónico del arte y en una conmovedora expresión poética, recupera el paisaje en función del espíritu.

             La novela cuenta la historia de Aurora, de 63 años en el año 2046, y su atormentada relación amorosa con D., que en 2040 se casa con Antonio, su hijo mayor. La novela se abre con un exergo que corresponde a los párrafos finales de Hiperión y que da cuenta del sentido de pérdida que experimenta la protagonista: «¡Ah! ¡cuántas palabras huecas y cuántas extravagancias se han dicho! Sin embargo, todo nace del deseo y todo acaba en la paz»[2]. El paralelismo se extiende a la historia de amor contrariado de Hölderlin con Sussete Gontard, madre de un pupilo suyo y esposa de un banquero de Fráncfort, que es nombrada como Diotima en Hiperión, la amante D. de Los cielos de marzo. La D. del deseo, del que todo nace.

La mayor parte de la novela está narrada en la voz de un yo confesional que alcanza su mayor intensidad cuando escribe su diario: es un yo lírico, apasionado, que evoca un amor imposible, un deseo sin futuro, permanente en la memoria de la piel, y que solo acabará en la paz cuando se entregue a la muerte. Con una sucesión de escenas cortas, a lo largo del texto, se reconstruye la vida de Aurora hasta el año 2040: el de su divorcio y su ruptura radical con la familia y las normas sociales. Esta construcción libre introduce la escena teatral de un metatexto: «Intervención no respetuosa de los textos de Alejandra Pizarnik y Julio Cortázar». Asimismo, la novela incluye fotografías de cielos que armonizan su presencia con el espíritu de la protagonista y se cierra con una fotografía de «El último cielo» en donde se conjugan arena, mar y cielo, que es el lugar de la realización del deseo: el paisaje de Martha’s Vineyard, con D., es similar al de un pueblo de playa de Ecuador, con A. Este último cielo es el que cubre la paz final, un lugar en donde el deseo da paso al acabamiento de la existencia.

            La novela se abre con la amarga percepción que la protagonista tiene de sí misma: «Me llamo Aurora y soy oscura. Tengo un hueco en el centro de mi cuerpo. Mejor dicho: soy un hueco, con algo de cuerpo. Un hueco acompasado y oscuro»[3]. Aurora es una heroína melancólica, desencantada y rebelde: su nombre es una paradoja que alberga la noción de luz que se agazapa ante la salida del sol y, al mismo tiempo, el espíritu tenebroso del sufrimiento. Ella aspira a un deseo imposible por cuanto transgrede no solo las convenciones sociales sino también los afectos naturales: ella ha convertido a D., la esposa de su hijo, en el objeto del deseo y en su urgencia por poseerlo; se divorcia, persigue a los recién casados y, tras la imposibilidad de atrapar al objeto del deseo, el del amor desesperado, cae en el pozo de la angustia y esa caída, tras años de errancia, la deja en soledad de cara a la muerte.

Aurora, además, es una desencantada de la política tras su paso por el laberinto burocrático de la función pública, aunque carece de praxis política. Y no obstante su desencanto, la Aurora poeta es la autora de un panfleto sublime que dialoga intertextualmente con las bienaventuranzas del evangelista Mateo (Mt. 5, 1-12) y que concluye con una moraleja de tono evangélico, una buena nueva mística y política: «Bienaventurados seremos cuando nos abracemos, nos incluyamos y digamos toda clase de palabras de afecto y solidaridad. Alegrémonos y regocijémonos porque nuestra recompensa será grande. En esta vida, todos los días podemos construir el cielo»[4].

Pero, Aurora también es una heroína que hace que sucedan las cosas que ella anhela, una mujer que está dispuesta a no dejarse doblegar por la rutina de la cotidianidad, por los sinsabores de la vida anodina, por las nostalgias de una infancia amarga que evoca en todo su malestar. Aurora ha crecido en una familia que ha ido configurando su propensión a la desesperación y a la rebeldía; una familia envuelta en la neblina de la demencia. Aurora vive la paradoja de perseguir el deseo desde la preeminencia de su yo y la declaración de un amor que implica la renuncia a dicha prevalencia. Ella es, sobre todo, un espíritu que se ha liberado de la culpa del yo y se entrega, libérrima, a la tormenta e ímpetu[5] del ser: «Sabes que vengo a incendiarme, a inmolarme en un arrebato de santo amor».

            Los cielos de marzo es una novela que, en su escritura, está cargada de poesía y envuelta por los giros de la ironía romántica sobre la que teorizó Friedrich Schlegel; una novela que, además, reivindica la lírica del paisaje y su relación con el espíritu del ser que lo contempla. Con la poesía nos topamos en cada página a tal punto que, a veces, se vuelve un obstáculo bello para que la narración de la historia fluya con claridad. Aurora sabe que tiene que rebelarse contra todo para ganar el instante de realización del deseo y perderlo todo incluso al objeto del deseo, aunque su pérdida ya no importe porque la vida misma está perdida. En este sentido, la novela se apropia en su escritura del postulado de Schlegel sobre la ironía romántica: «La ironía es la forma de la paradoja. Paradoja es todo aquello que a la vez es bueno y grande. […] La ironía es una consciencia clara de la agilidad eterna, del caos infinitamente lleno»[6].

            La naturaleza tiene una presencia simbólica fundamental en la novela. A lo largo del texto, esa identidad del espíritu con el estado de la naturaleza reedita el sentido de la contemplación del paisaje por parte de los románticos. El cielo es retratado en las fotografías que incluye la novela, en su relación con el espíritu de los personajes y la descripción que contribuye a entender el sentido espiritual del texto. Los cielos son un capricho cromático que se inserta en la llama viva del recuerdo, un paisaje que alberga la evocación permanente de lo que ya no es más en la vida, desde la escritura poética de la protagonista que es un intento desesperado de perpetuar el remordimiento por la falta de amor más allá de la muerte.

Los cielos de marzo, de Andrea Crespo Granda, es una novela de prosa lírica que estremece, y que, desde el tono confesional, abraza un neo-romanticismo, formalmente ecléctico, que narra una conmovedora historia de amor contrariado resuelta con la inmolación de la heroína a los sesenta y tres años: «Aunque cumpla sesenta y tres siglos mis dedos no podrían habitar en el caracol, ni escuchar la música que nace al inicio de la luz»[7]. Una manera bella, triste y sin retorno de habitar el olvido.

 

Con Andrea Crespo, autora de Los cielos de marzo, durante la presentación de la novela.

PS: Este artículo es un estracto del ensayo que escribí para la presentación de la novela en el Encuentro de Literatura Independiente, organizado por la Universidad Casa Grande, de Guayaquil, el 11 de noviembre de 2022.



[1] Andrea Crespo Granda, Los cielos de marzo. (Arquitectura doméstica de los años) (Guayaquil: Cadáver Exquisito Ediciones, 2022), 180. La fotografía del libro que ilustra esta entrada es mía.

[2] Hölderlin, Hiperión…, pos. 2599.

[3] Crespo, Los cielos…, 11.

[4] Crespo, Los cielos…, 134.

[5] Sturm und Drang.

[6] Friedrich Schlegel, Fragmentos, traducción de Emilio Uranga (México D.F.: UNAM, 1958), 58-59.

[7] Crespo, Los cielos…, 247.


lunes, noviembre 07, 2022

La biblioteca de la avenida 24 de Mayo

            Suelo decir que soy manteño-huancavilca porque nací en Manta y, desde que cumplí un año de edad, viví en Guayaquil. Mi madre y yo pasábamos, al menos un mes de las vacaciones escolares, en la casa de mi abuelo, don César Corral Villafuerte, que quedaba sobre la avenida 24 de Mayo, en Manta.

Mi abuelo don César Corral Villafuerte, cuando fue gobernador de Manabí (1953-1954), y mi mamá Aída, de treinta años (1955). (Foto: R. Vallejo, 2022)

            La avenida 24 de Mayo era para mí la calle por donde andaban todos los carros del puerto: los tanqueros que repartían agua potable, los buses de estructura de madera, con el cobrador colgado de una puerta, los yips abiertos de motor estruendoso, las camionetas que, la mayoría de las veces, llevaban sacos de café o arroz en el balde, el auto negro y terrorífico del doctor Largacha, el dentista. Yo jugaba a contarlos desde una ventana de la casa de mi abuelo. Cuando aparecía una chiva rumbo a Portoviejo, con el oficial, equilibrista de circo sobre el techo que acomodaba la carga, y los pasajeros, en los extremos de las filas de un solo asiento, saludando a los transeúntes, yo anotaba su paso como un signo de buen augurio. Esa avenida, además, era el camino de la aventura que me llevaba al puente sobre el río Burro. El puente tenía una estructura vieja, con baches en los que se veía el hierro entretejido de la estructura, y una parte de su barandilla sin construir; yo, con vértigo desde niño, temía cruzar ese puente porque imaginaba que caía y que, en esa caída, violenta y sin remedio, era arrastrado hacia el mar de olas impetuosas de la playa de Tarqui. Las diversiones de un niño asomado a la ventana de su casa son frescas y sencillas como la brisa que llega del mar.

            La avenida 24 de Mayo también es la calle en donde estuvo la primera biblioteca que he frecuentado. La biblioteca tenía dos espacios: uno privado y otro público; el privado, quedaba arriba, en la sala de la casa de mi abuelo y el público, abajo, sobre la acera, hacia un lado de la puerta principal, donde estaba instalado un puesto de alquiler de libros y revistas.

            En las tardes de febrero, me sentaba en un butacón apacible de la sala y me dedicaba a hojear unas viejas revistas Selecciones, llenas de historias sobre la heroicidad de la gente común, resúmenes de libros y chistes blancos, que no tenían nada que ver con los chistes colorados que contaba mi tío Lucho, ese tío lleno de historias prohibidas que todos tenemos. En la estantería, con repisas que iban desde el suelo hasta un poco más arriba de la mitad de la pared, había una enciclopedia sobre países y ciudades en la que descubrí historias y fotos de lugares que me parecían inalcanzables y cuyas calles, de adulto, he tenido la dicha de recorrer con los mismos ojos maravillados de mi niñez. Era una estantería de libros de todo tipo y sobre diversas materias. Al leerlos, con más o menos diez años encima, fui el protagonista de las aventuras que sucedían en sus páginas. Mi imaginación era la tierra sin alambradas poblada de ceibas florecidas.

            Así, anduve preocupado por cargar con la misma suerte de David Copperfield si mi madre, ya que mi padre se había marchado de casa desde que nací, un día decidía volver a casarse, pues seguramente mi padrastro me enviaría interno a Huigra; al final, al igual que Copperfield, decidí ser escritor, no tan bueno como él, pero sí con la misma vocación. Puedo recordar ahora que yo también visité Ganímedes y aún escucho, en los viajes siderales de la ficción, las trompetas del Apocalipsis en medio de los ciclos de la luna de Júpiter y contemplo, en ciertas noches de marzo, esas luces que fueron confundidas con una estrella sobre Belén. Aún rememoro la turbación que tuve al descubrir al final de la novela de Agatha Christie quién había asesinado a Roger Ackroyd al clavarle una daga tunecina en su espalda y, recién ahora de adulto, disfruto los calabacines que cultivaba Hércules Poirot, sobre todo, al horno, rellenos de una mezcla de huevo duro, tomates fritos, aceitunas rellenas y atún, espolvoreados con quesos mozarella y parmesano. ¡Ah, el atún de Manta! La mejor carne roja que he comido desde siempre: como relleno del corviche o de empandas de verde; como elemento principal de una ensalada; en filete a la plancha, marinado con ajo, perejil, pimienta negra y limón. ¡Ah, el atún de Manta! Una delicia gastronómica cuya textura en boca, como a Proust una magdalena, me lleva siempre a las playas del Murciélago, en busca de un mar recobrado en mi memoria.

Canoa de pescador en Playita Mía, de Manta. (Foto de Verónica Arévalo. Imagen para celebrar los 100 años de cantonización de Manta, el pasado 4 de noviembre de 2022)
          Había otras tardes, porque las mañanas eran para sentir los pies hundiéndose en la arena y rociados por la espuma de las olas, en las que, a la sombra del soportal, me sentaba en una de las bancas del puesto de alquiler de libros y revistas. El puesto tenía dos exhibidores de más o menos un metro de ancho por un metro y medio de alto, de marco de madera y respaldar de caña; las revistas y los libros se ubicaban sobre unos travesaños de la misma madera, que hacían las veces de repisas, sostenidos por una piola que era su delgada baranda. En las bancas de esa escuela popular, aprendí cómo se cuentan las historias de héroes que luchan por la justicia y de románticos que se enfrentan al mundo por sus amores; ahí, en ese salón de lectura, al aire de la calle libre, está anclada esta nostalgia sobre un tiempo de mi niñez, que evoco, a veces, como si fuera un paraíso perdido y, otras, como la entrada de aquel lugar donde se abandona toda esperanza. Mis héroes de entonces eran Batman, Superman y Chanoc, ese pescador que vivía en un pueblito llamado Ixtac, en las costas del golfo de México. Las fotonovelas sentimentales de la revista Cita y las novelas de Corín Tellado, en ediciones de bolsillo; las comiquitas racistas de Memín Pingüín, el huérfano de padre y de madre lavandera, o las del Llanero solitario, héroe de un Oeste en donde los malos eran los sanguinarios Piel roja. Esa niñez entre las historietas inocentes de la pequeña Lulú y Periquita, y el humor vitalista y desenfadado de Condorito. ¡Tantas lecturas en aquella biblioteca resistente al polvo que levantaban los carros en la avenida 24 de Mayo y al viento que llegaba envuelto en el olor del mar!

            En 1972, alumbrado por una pequeña linterna de mano, escuchando los pocos carros perdidos de la noche y el rumor de las olas que llegaba hasta la casa de mi abuelo en medio de la silenciosa nocturnidad, leí El exorcista, de William P. Blatty. La madera del piso crujía y en toda la casa retumbaban los pasos de espectros malignos. Durante aquella lectura en noches clandestinas, la biblioteca de la calle 24 de Mayo, en Manta, me exorcizó de mis miedos infantiles para arrojarme, sin piedad, al terror de la realidad de adolescente solitario a la que sobreviví con mis propios dolores; heridas que hasta hoy sanan y sangran en los muchos libros que leo y en las pocas páginas que, torpemente, escribo.

 P.S.: Este texto fue escrito para el libro Manta 1922-2022. Cien años, cien relatos.

lunes, octubre 31, 2022

Oficio de solos

De mi archivo: esta reflexión sobre la soledad que acompaña al oficio de escribir apareció en noviembre de 2005, en la revista Soho.

 

(Foto: R. Vallejo, 2022)

            Walker Percy contó que en 1976 recibió la visita de una anciana que le pedía que leyera una novela escrita a principios de los 60 por su finado hijo. Percy, obviamente, quería eludir tamaña tarea pero la perseverancia de la señora fue tal que terminó aceptándola; la aceptó con la esperanza de que la novela fuera lo suficientemente mala como para leer algunas páginas y dar por cumplido el compromiso. Cuenta que a medida que leía, la novela lo fue ganando; había resultado excepcionalmente buena. La conjura de los necios, de John Kennedy Toole, fue publicada en 1980. Thelma D. Toole, la anciana madre del escritor que se suicidó en 1969 pensando que era un escritor fracasado, abrumado por la soledad, recibió en nombre de su hijo el premio Pulitzer por una novela que hoy es indispensable en la literatura norteamericana.

            La soledad de cierto tipo de escritores es de orden existencial tal vez porque el oficio así lo exige y quizás por eso los encuentros de escritores sean un despropósito en el sentido de que se trata de una congregación de soledades. La soledad, en primer lugar, es un imperativo para escribir; esto que parece obvio implica una condición patológicamente antisocial del escritor y que puede empezar por el desafecto a la propia estructura familiar. Se puede, sin embargo, ser un hombre de intensa vida social como lo fue Truman Capote pero en ese ámbito el escritor se encuentra perdido aunque lo disfrute. Capote que tocó el cielo del éxito de público con A sangre fría en 1965 no volvió a escribir nada de la misma calidad literaria hasta su muerte en 1984, consumido por el alcohol y las drogas. Y es que el éxito lo llevó a ser parte de los ricos y famosos, y en ese conglomerado bullicioso mató el silencio y la soledad necesarios para la escritura.

En segundo lugar, la soledad es la consecuencia de cierto ensimismamiento de los escritores debido a un minucioso proceso de interiorización del mundo que los enfrenta al vertiginoso tiempo exterior. Arthur Rimbaud escribió toda su obra antes de cumplir los veinte años. Rimbaud, que decía «Yo soy otro», se dedicó a escupir al mundo y, al hacerlo, se escupía a sí mismo consumiéndose en la rabia del solo. Quizá sintió que el mundo que lo rodeaba era demasiado amargo como para seguir rumiándolo hacia adentro y abandonó la escritura; prefirió irse al África, dedicarse al tráfico de armas y morir en Marsella, en 1891, después de que su pierna derecha le fuera amputada.

Franz Kafka, que le pidió a su amigo y albacea Max Brod que quemara toda su obra literaria inédita, escribió «Un artista del hambre». En este cuento, Kafka desarrolla la metáfora por excelencia del artista solitario: incomprendido en su arte por el empresario del espectáculo a quien sólo le interesa ganar dinero, incomprendido por el público que sospecha que el artista hace trampa, y que muere olvidado y confundido entre la paja de la jaula en donde ha permanecido ayunando, solo, en la tarea de perfeccionar su arte hasta morir.