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Cuadro de Tito Salas, (1929), Casa de Bolívar, Caracas
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¿Responde
el texto de «Mi delirio sobre el Chimborazo», fechado en Loja, el 13 de octubre
de 1822,
al delirio real en una situación extrema de un hombre confrontado a los rigores
de la Naturaleza o, más bien, corresponde a la imaginación literaria pletórica
de romanticismo convertida por la fuerza poética en delirio del Yo lírico? Es
probable que este suceso haya sido real en el deseo —sobre este episodio de la
vida de Bolívar no existe documentación
confiable aunque la mitificación del héroe lo ha dado por un suceso real contra
la realidad de las condiciones objetivas que se requieren para ascender un
volcán de la magnitud del Chimborazo—; no obstante, el poder de convicción de
la literatura, como verdad del lenguaje, es lo que nos lleva a considerar
verosímil no solo el ascenso realizado por un hombre que no era andinista sino
también la escritura del texto como producto de un estado de delirio en el que
el Yo lírico, en la cumbre nevada del volcán, se enfrenta a la presencia
fantasmagórica del Tiempo.
Sigmund
Freud, en su estudio «El delirio y los sueños en la Gradiva, de W.
Jensen» (1907), describe el singular ejemplo de sicoanálisis de un personaje
literario al trabajar como un caso clínico la conducta del protagonista de la
novela Gradiva, una fantasía pompeyana (1902). Freud afirma que «lo que
sucede es que en todo delirio existe un grano de verdad, digno de completa fe,
el cual constituye la fuente de la convicción del enfermo».
Al describir las características principales del delirio, entendido como una
perturbación, Freud señala dos: «en primer lugar, pertenece a aquel grupo de
estados patológicos que no ejercen una inmediata influencia sobre el soma, sino
que se manifiestan tan solo por síntomas anímicos; en segundo lugar, se
caracteriza por el hecho de que en él adquieren las “fantasías” el supremo
dominio; esto es, encuentran fe en el sujeto e influyen en sus actos».
En términos
generales, el delirio tiene además una característica mística que hay que
considerar para el análisis del texto de Bolívar. Esta dimensión mística se
encuentra en el entramado de referencias a deidades clásicas que Bolívar
utiliza en «Mi delirio». El misticismo encerrado en esa perturbación que es el
delirio lo leemos en el libro del profeta Ezequiel que relata la visión que
tuvo de la gloria de Dios, descrito como una figura fantasmagórica al igual que
Bolívar contempla en su poema la aparición del Tiempo como una deidad: «Y vi
apariencia como de bronce refulgente, como apariencia de fuego dentro de ella
en derredor, desde el aspecto de sus lomos para arriba; y desde sus lomos para
abajo, vi que parecía como fuego, y que tenía resplandor alrededor». (Ez, 1: 27-28)
«Mi delirio sobre
el Chimborazo» es un poema en prosa cuya tesitura transita el camino nebuloso
de las visiones; su escritura está cargada de alusiones clásicas e impregnada
de arrebatadas imágenes de corte romántico; un texto poético en el que su autor
ha construido un Yo lírico que está profundamente comprometido, desde la acción
política, con la libertad de la patria. En él, Bolívar reedita el tópico del
viajero que domina la Naturaleza desde la cúspide de una montaña, similar a su juramento
sobre el monte Sacro (15 de agosto de 1805) cargado, entonces, de una mirada
severa sobre los valores cívicos del mundo antiguo. En esta ocasión, Bolívar,
triunfante en sus gestas heroicas, entregado al delirio romántico, ratifica en
el ámbito de las visiones la tarea realizada y lo que falta aún por obtener
para la realización plena no solo de la libertad sino de la construcción de la
gran Colombia con la que todavía sueña.
¿Por qué habla de delirio
un hombre como Bolívar, signado por la acción política y militar, y acostumbrado
a la racionalidad en el análisis de los intereses de los partidos? ¿Por qué se
desvía de las batallas que tiene que librar todavía para consolidar el proceso
independista en Perú, para ascender al Chimborazo y, enseguida, para escribir
un poema que da cuenta de su estado de delirio en la cúspide del volcán?
Tal vez porque en Bolívar habita el espíritu de la libertad y la originalidad,
el del héroe romántico que es, al mismo tiempo, patriota y amante. Su delirio,
en resumidas cuentas, es concomitante con su gesta gloriosa pues su ascensión a
la cumbre del volcán y, como resultas de ella, su delirio son acción y
estado del alma posibles debido a que era el Dios de Colombia que me poseía.
No se trata,
entonces, de una aventura del ocio per se sino de una misión diferente
emprendida por un llamado superior. En primera instancia, la ascensión se debe
a la presencia de un espíritu inexplicable para el Yo que lo impele a una
acción en la que debe derrotarse a sí mismo, a su cansancio, a sus temores y que,
por adición, lo colocará en un logro mayor que el de sus antecesores en la
aventura: «…y arrebatado por la violencia de un espíritu desconocido para mí,
que me parecía divino, pasé sobre los pies de Humboldt, empañando aún los
cristales eternos que circuyen el Chimborazo». El arrebato es un estado en el
que el sujeto queda fuera de sí, imposibilitado de actuar racionalmente y, por
tanto, a merced de un «espíritu desconocido» que, según lo anuncia el Yo
lírico, parece ser de origen divino: en el párrafo siguiente del texto nos
enteramos de que esa divinidad es el «Dios de Colombia». Lo que, en definitiva,
mueve a Bolívar para emprender el viaje y la ascensión es, nuevamente, aquello
que ha movido su vida entera: la patria divina.
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Rafael, La visión de Ezequiel, óleo sobre tabla, 40x30, 1518
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El Yo lírico acusa «un
delirio febril», esto es, una pérdida de contacto con la realidad ante la
magnificencia de la Naturaleza y los efectos que esta tiene sobre los sentidos
del sujeto que la contempla y la vive en el delirio: «me siento como encendido
por un fuego extraño y superior». Se trata de una experiencia mística si nos
atenemos a las visiones del profeta Ezequiel, aunque en este caso el dios sea,
con oxímoron incluido, un dios laico. El fuego que envuelve la aparición
que contempla el profeta y el arco iris que irradia aquella son semejantes al «fuego
extraño» del hablante lírico y «el manto de Iris» con el que dicho Yo llega
envuelto: «Al guerrero, travestido en un ser fuera del mundo, las alas, el
vuelo de lo alucinante (alucinógeno), esa máquina de múltiples vuelos que es el
delirio —variante romántica de la imaginación— le permite ascender hacia la
misma cima…». La
poesía es aquí producto de ese instante de enajenación del sujeto que en su
delirio visualiza aquello que le está vedado a quienes permanecen estancados en
la norma.
Pero el hombre de acción
difiere de aquel que solo contempla y esa diferencia se expresa en el momento
del delirio y de la escritura. Cuando
Shelley escribe «Mont Blanc» lo hace bajo la impresión profunda y la excitación
poderosa que le ha provocado la contemplación de la Naturaleza. El poeta, al
mirar el paisaje de la Naturaleza y escuchar la voz de la montaña, encuentra en
ellas una verdad que pretende compartir con el ser humano. Desde la
contemplación la voz poética de Shelley se enfrenta al horror que provoca la
soledad de la montaña y su escritura es el ámbito para verter en ella la
experiencia estética que deriva de la percepción que la mente humana recibe en
su relación con la Naturaleza indómita: «¡Cuánto horror amontona tu soledad
desnuda! / ¡Oh piedra atormentada y espectral cataclismo! / ¡Como en un planeta
en ruinas cubre la nieva muda / la sombra desolada del cielo y del abismo!».
Para Bolívar, en cambio,
«la violencia de un espíritu desconocido» lo lleva a la superación de los
caminos andados por sus predecesores y, por tanto, puede decir: «pasé sobre los
pies de Humboldt, empañando aún los cristales eternos que circuyen el
Chimborazo». El volcán deja de ser un pretexto temático para la contemplación y
se convierte, por sí mismo, en un elemento natural que el héroe ha vencido para
vencerse también a sí mismo: «Llego como impulsado por el genio que me animaba,
y desfallezco al tocar con mi cabeza la copa del firmamento, y con mis pies los
umbrales del abismo». El volcán se multiplica simbólicamente para convertirse
en testimonio de una nueva victoria del héroe, en esta ocasión sobre la
Naturaleza y el tópico de la ascensión del viajante se realiza como una hazaña
que lo conduce al delirio que le
mostrará nuevas verdades.
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John Singer Sargent, The Descent from Mont Blanc, óleo, 95,2 x 116,2 cm, 1911
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Bolívar abre su poema
con una invocación embebida en la tradición clásica: «Yo venía envuelto con el
manto de Iris». La veloz Iris, hija de Taumante y Electra, según la Teogonía, de Hesíodo, es la mensajera de
los dioses. En la Ilíada, de Homero,
Hera envía a Iris para decirle a Aquiles que debe incorporarse a la batalla
para rescatar el cadáver de su amigo Patroclo en poder de los troyanos (Canto
XVIII, 165 – 202); asimismo, es Iris quien acude, llevando la súplica de
Aquiles, a la morada de los vientos para que enciendan «la pira en la que yace
Patroclo, a quien todos los aqueos lloran» (Canto XXIII, 198-212). Iris es
también la representación mitológica de ese fenómeno óptico que es el arco iris
y que se manifiesta como, espectro de luz en el cielo, un arco multicolor de
esplendente belleza. Bajo esa invocación que se remonta al mundo griego, el Yo
lírico se presenta a sí mismo como si estuviera envuelto en una luminosidad
particular; irradiando luz en su mítica travesía desde «el Dios de las aguas»
hasta el «atalaya del Universo». El mundo mítico de la vieja Europa
representado por «el manto de Iris» se conjuga simbólicamente, en ese tránsito
de Bolívar que va desde el trópico hasta las nieves perpetuas, con lo real maravilloso —en el sentido que Alejo
Carpentier le dio al término— que emana del Orinoco y de «las encantadas
fuentes amazónicas». Allá va, entonces, el héroe llevado por Iris en su manto, dispuesto
a coronar una nueva hazaña, sin poder alguno que lo detenga. Estamos ante el
espíritu del superhombre romántico capaz
de dominar la mítica Amazonía y las nevadas cumbres de los Andes.
La realización de la
causa de la independencia es motivación suficiente para que, en el presente
desolado que lo circunda en las laderas del Chimborazo, el Yo lírico alcance «los
cabellos canosos del gigante de la tierra». No presenciamos el sentimiento
trágico del héroe del romanticismo decadente, sino que estamos ante el
voluntarismo glorioso del superhombre
del romanticismo que proviene del espíritu triunfalista del individuo desde el
Renacimiento, cuando el ser humano fue convertido en el centro de la creación.
Bolívar es el superhombre que corona
la cumbre que otros grandes hombres —La Condamine y Humboldt—no alcanzaron; al
mismo tiempo, Bolívar se ha convertido en el amante que se verá consumido por el fuego sagrado de la pasión
amorosa en su relación recién iniciada con Manuela Sáenz.
La estructura del delirio místico en el libro del profeta
Ezequiel parte de una deslumbrante visión de la divinidad; luego sucede la
aparición de una entidad fantasmagórica; y, finalmente, el profeta recibe la
misión de difundir el mensaje a la comunidad. El fuego, como elemento
representativo de la presencia de lo divino, es un símbolo tanto en el delirio
de Ezequiel como en el de Bolívar. Una estructura similar encontraremos en «Mi delirio»
pues el Yo lírico, que se siente consumido por «un fuego extraño» mientras «un
delirio febril» embarga su mente, admite una posesión divina de su ser: solo
que, en este caso, ya no se trata del Dios bíblico sino de una divinidad a
quien Bolívar ha consagrado su existencia, como un sacerdote de la patria: «Era
el Dios de Colombia que me poseía». La condición divina de la patria liberada
que posee el espíritu de ese Yo lírico, concebido como un superhombre capaz de tal singular hazaña, es el Dios que va a
poseerlo en su delirio para que vea y
escuche la fantasmagórica aparición del Tiempo.
El Tiempo, hijo de la
Eternidad y cuyo límite es el Infinito, su hermano; el Tiempo, «más poderoso
que la Muerte», se aparece ante el espíritu azorado del héroe para confrontarlo
y mostrarle lo diminuto que es el ser humano por más gloria que haya logrado,
lo ínfimo y deleznable que termina siendo su mundo en el decurso del Tiempo: «¿Crees
acaso que el Universo es algo? ¿Que montar sobre la cabeza de un alfiler, es subir?».
Si en el monte Sacro el héroe estuvo lúcido frente a su maestro dando inicio a
la elaboración de su discurso libertario, en el Chimborazo, el héroe delira,
arrebatado, contemplando la aparición de una poderosa deidad. El Tiempo
devuelve al superhombre envanecido
por la gloria terrenal alcanzada a su condición transitoria y mortal. El Yo
lírico del poema, entonces, se sitúa delirante frente a este «viejo cargado con
los despojos de las edades» con el estremecimiento que le ocasiona la presencia
sublime del poderoso Tiempo.
El Yo lírico acepta su
condición de mortal, en el delirio provocado por la fuerza de una Naturaleza
invencible; el Yo Lírico se encuentra, de pronto, ante un poder frente al cual
se siente ínfimo, transitorio, mortal: «Sobrecogido por un terror sagrado».
Bolívar, el guerrero poeta, sufre de la misma sensación de terror que develará
el cubano José María Heredia (1803-1839) en su antológico poema «Niágara» (1824);
sensación que proviene de la Naturaleza cuando Heredia contempla la magnificencia
de las cataratas: «…Niágara undoso, / tu sublime terror sólo podría / tornarme
el don divino, que ensañada / me robó del dolor la mano impía» (vv. 5-8). Lo
sublime, que estremece y agita el alma del poeta, también provoca que éste
retome la escritura: «Templad mi lira, dádmela, que siento / en mi alma
estremecida y agitada / arder la inspiración» (vv. 1-3). Esa experiencia de
contemplación en «el abismo horrendo» sume al poeta Heredia en la nostalgia,
tanto en su condición de patriota desterrado como en la de amante sin amada: «¡Delirios
de virtud…! ¡Ay! ¡Desterrado, / sin patria, sin amores, / sólo miro ante mí
llanto y dolores!» (vv. 127-129).
Mas, a pesar de
encontrarse «sobrecogido por un terror sagrado», Bolívar, dada su condición de
héroe guerrero, tiene la entereza para recomponerse y, en el estado de delirio
en que se encuentra el Yo lírico, logra confrontar a la fantasmagórica
encarnación del Tiempo: «cómo ¡oh Tiempo! —respondí— no ha de desvanecerse el
mísero mortal que ha subido tan alto?». Al hablar acerca de la revelación
poética y la estrecha relación que existe entre religión y poesía, en El arco y la lira, Octavio Paz dice que «el
horror sagrado brota de la extrañeza radical. El asombro produce una suerte de
disminución del yo. El hombre se siente pequeño, perdido en la inmensidad,
apenas se ve solo». Al comienzo, el héroe
reconoce su condición transitoria en el mundo y su extravío en la inmensidad de
la Naturaleza que está contemplando, pero, de inmediato, y al contrario de lo
señalado por Paz, la fuerza espiritual del superhombre
interviene para que el Yo lírico se ubique, física y mentalmente, en el lugar
que el héroe considera, por sí mismo, que le corresponde: «He pasado a todos
los hombres en fortuna, porque me he elevado sobre la cabeza de todos».
El «fuego extraño y
superior» lo lleva a un triunfalismo voluntarista —superando la posibilidad de
que «el corazón se espante», como le sucede a la voz poética del pesimista
Leopardi en su poema de corte metafísico “El infinito”—, que se expresa en la
delirante situación de poder sobre la Naturaleza en la que se ubica el hablante
lírico: «Yo domino el Universo con mis plantas; toco al Eterno con mis manos;
siento las prisiones infernales bullir bajo mis pasos; estoy mirando de una
guiñada los rutilantes astros; los soles infinitos; he visto sin asombro el
espacio que encierra la materia». El romanticismo del conde Leopardi, por el
contrario, ubica al hablante lírico vencido por la contemplación del horizonte
sin límites, en medio de «aquel silencio infinito», hasta que lo eterno lo
envuelve: «En esta / inmensidad se anega el pensamiento, / y el naufragar en
este mar me es dulce».
Para Bolívar esa derrota ante lo inasible del Tiempo sería símbolo de un estado
espiritual más bien enfermizo y decadente por lo que su actitud desafiante lo
reafirma como héroe que se engrandece en todo momento; la lectura que hace en el rostro del Tiempo lo prepara para la
continuidad de la misión que este último habrá de encomendarle: «y en tu rostro
leo la historia de lo pasado y los libros del destino».
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Emilio Moncayo, El Chimborazo al sur de Riobamba, óleo sobre tela, 65 x 102 cm, 1930.
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Leopardi siente su
patriotismo inflamado pero la tristeza lo envuelve viendo a su patria vencida,
incapaz de alzarse en contra de los invasores y volver la mirada a los tiempos
de la Roma imperial. Su lamento en el poema «A Italia» (1818) se debe a que los
italianos no luchan por Italia, sino que han estado involucrados en las Guerras
Napoleónicas: «Veo, ¡oh patria!, los muros y los arcos, / columnas, simulacros,
yermas torres / de nuestros ascendientes, / mas no veo la gloria, / ni el
hierro ni el laurel que antes ceñían / a nuestros viejos padres».
El patriotismo romántico de Leopardi es pesimista pues está marcado por las
derrotas históricas y su propio espíritu contemplativo. Por el contrario,
Bolívar, que ha triunfado como guerrero, siente que todo lo puede: es el superhombre romántico que, a pesar de
estar «sobrecogido por un terror sagrado», tiene el temple para hablar con
fantasmagóricas apariciones. Esta es la enorme diferencia en la condición
espiritual entre este «nuevo género humano» que constituyen los patriotas y
amantes del Nuevo Mundo frente al Viejo Mundo, que ya nada tiene que enseñarle
a nuestra América.
En «Mi delirio», el
héroe recibe una misión por parte del Tiempo, como sucede en el caso de la
misión providencial que emana del delirio místico del profeta Ezequiel. En
cambio, si Prometeo es el primer romántico que proviene de la Grecia clásica
dado que roba el fuego sagrado, como parte de su condición de héroe trágico,
para entregárselo a los hombres y procurar la libertad de sus espíritus, el Yo
lírico del poema de Bolívar, encarnado por el propio Libertador, es un rebelde
que ya ha conseguido la libertad de su patria frente al yugo español y que, en
su delirio, imagina que el Tiempo reafirma la misión que él mismo jurara en el
monte Sacro.
La rebeldía del
héroe romántico encarnado por Bolívar no se da contra unos dioses abstractos.
La rebeldía de Bolívar se da contra el poder colonial al que, en el momento de
la escritura, ha derrotado casi en su totalidad: «Observa —me dijo—, aprende,
conserva en tu mente lo que has visto, dibuja a los ojos de tus semejantes el
cuadro del Universo físico, del Universo moral». Bolívar es un romántico que se
encuentra fundando una patria y, por tanto, su espíritu voluntarista aún está
bañado de optimismo en el futuro de la humanidad entendido como progreso
material y moral. Por eso, Bolívar, al igual que en su juramento de Roma,
vuelve a imponerse una tarea moral, ahora que ha cumplido parte de aquel
destino glorioso que vislumbró frente a su maestro, en esta ocasión, por boca
del Tiempo: «no escondas los secretos que el cielo te ha revelado; di la verdad
a los hombres». Y nuevamente se asemeja al delirio místico; al final del
Apocalipsis, Juan recibe el mensaje de uno de los siete ángeles: «Y me dijo:
Estas palabras son fieles y verdaderas. Y el Señor, el Dios de los espíritus de
los profetas, ha enviado su ángel, para mostrar a sus siervos las cosas que
deben suceder pronto. ¡He aquí que vengo pronto! Bienaventurado el que guarda
las palabras de la profecía de este libro» (Ap. 22: 6-7).
En «Mi delirio»,
luego de recibida la tarea por parte del Tiempo, «la fantasma desapareció».
Entonces es cuando todo el esfuerzo sobrehumano que ha desplegado el héroe para
mantenerse activo, escuchando la aparición fantasmagórica, superando con
valentía el terror
sagrado y respondiendo con entereza a la fantasma durante el delirio se vuelve, finalmente, agotamiento y caída
en el reposo luego del éxtasis: «Absorto, yerto, por decirlo así, quedé exánime
largo tiempo, tendido sobre aquel inmenso diamante que me servía de lecho». Sin
embargo, este desfallecimiento del héroe es momentáneo en la continuidad de la
existencia; sucede en un instante que devela la debilidad, propiamente humana,
de quien hemos asumido como un superhombre capaz de las mayores hazañas.
Bolívar, agotado,
repone sus fuerzas tendido sobre la cumbre del Chimborazo; solo, en medio de la
nieve perpetua, el héroe parecería fundirse con la Naturaleza. Mas, la tarea
encomendada por el Tiempo debe cumplirse y, nuevamente, la patria llama la
atención del héroe recuperándolo de aquel reposo: «En fin, la tremenda voz de
Colombia me grita; resucito; me siento; abro con mis propias manos mis pesados
párpados». El delirio vivido en la cumbre del volcán ha terminado; le
toca ahora a Bolívar llevar «la verdad a los hombres» y, por tanto, entre otras
tareas, enseñar el delirio escrito a esos hombres.
«Mi delirio sobre
el Chimborazo» es un texto fundacional del romanticismo de nuestra América más
allá de la intención literaria que hubiese tenido su autor, que no fue un poeta
sino un guerrero. En la escritura de Bolívar, «Mi delirio» complementa las
palabras con las que empieza su ventura libertaria en el monte Sacro, frente a
su maestro Simón Rodríguez, mirando a Roma y juzgando al mundo antiguo. Si el «Juramento
de Roma» llevaba en sí la formación clásica de Bolívar junto con su
voluntarismo romántico, «Mi delirio sobre el Chimborazo» encierra toda la
pasión y el arrebato románticos de quien ya ha cumplido gran parte de su
juramento y se sabe próximo a su destino glorioso. Exánime, yerto sobre la
nieve de la cumbre, el héroe escucha el llamado de la patria, el grito de
Colombia; en ese instante Bolívar recupera su condición heroica y el Yo lírico
sentencia su recuperación esencial y la tarea con la que empieza su nueva
misión: «vuelvo a ser hombre, y escribo mi delirio».
Mi delirio sobre el Chimborazo
Simón Bolívar, 13 de octubre de 1822
Yo
venía envuelto con el manto de Iris desde donde paga su tributo el caudaloso
Orinoco al Dios de las aguas. Había visitado las encantadas fuentes amazónicas,
y quise subir a la atalaya del Universo. Busqué las huellas de La Condamine y
de Humboldt; seguílas audaz, nada me detuvo; llegué a la región glacial, el
éter sofocaba mi aliento. Ninguna planta humana había hollado la corona
diamantina que pusieron las manos de la eternidad sobre las sienes excelsas del
dominador de los Andes. Yo me dije: este manto de Iris que me ha servido de
estandarte ha recorrido en mis manos regiones infernales; ha surcado los mares
dulces; ha subido sobre los hombros gigantescos de los Andes; la tierra se ha
allanado a los pies de Colombia y el tiempo no ha podido detener la marcha de
la libertad; Belona ha sido humillada por los rastros de Iris ¿y yo no podré
trepar sobre los cabellos canosos del gigante de la tierra? Sí podré; y
arrebatado por la violencia de un espíritu desconocido para mí, que me parecía
divino, pasé sobre los pies de Humboldt, empañando aún los cristales eternos
que circuyen el Chimborazo. Llego como impulsado por el genio que me animaba, y
desfallezco al tocar con mi cabeza la copa del firmamento, y con mis pies los
umbrales del abismo.
Un
delirio febril embarga mi mente; me siento como encendido de un fuego extraño y
superior. —Era el Dios de Colombia que me
poseía.
De
repente se me presenta el Tiempo bajo el semblante venerable de un viejo
cargado con los despojos de las edades, ceñudo, inclinado, calvo, rizada la
tez, una hoz en la mano.
«Yo
soy el padre de los siglos; soy el arcano de la fama y del secreto; mi madre
fue la Eternidad; los límites de mi imperio los señala el Infinito; no hay
sepulcro para mí, porque soy más poderoso que la Muerte; miro lo pasado, miro
lo futuro, y por mis manos pasa lo presente. ¿Por qué te envaneces, niño o
viejo, hombre o héroe? ¿Crees acaso que el Universo es algo? ¿Que montar sobre
la cabeza de un alfiler, es subir? ¿Pensáis que los instantes que llamáis
siglos pueden servir de medidas a los sucesos? ¿Pensáis que habéis visto la
Santa Verdad? ¿Imagináis locamente que vuestras acciones tienen algún precio a
mis ojos? Todo es menos que un punto a la presencia del infinito que es mi
hermano».
Sobrecogido
de un terror sagrado, «cómo ¡oh Tiempo! —respondí— ¿no ha de desvanecerse el
mísero mortal que ha subido tan alto? He pasado a todos los hombres en fortuna,
porque me he elevado sobre la cabeza de todos. Yo domino el Universo con mis
plantas; toco al Eterno con mis manos; siento las prisiones infernales bullir
bajo mis pasos; estoy mirando de una guiñada los rutilantes astros; los soles
infinitos; he visto sin asombro el espacio que encierra la materia; y en tu
rostro leo la historia de lo pasado y los libros del destino».
«Observa
—me dijo—, aprende, conserva en tu mente lo que has visto, dibuja a los ojos de
tus semejantes el cuadro del Universo físico, del Universo moral; no escondas
los secretos que el cielo te ha revelado; di la verdad a los hombres».
La
fantasma desapareció.
Absorto,
yerto, por decirlo así, quedé exánime largo tiempo, tendido sobre aquel inmenso
diamante que me servía de lecho. En fin, la tremenda voz de Colombia me grita;
resucito; me siento; abro con mis propias manos mis pesados párpados; vuelvo a
ser hombre, y escribo mi delirio.
Nota bene: Existen múltiples transcripciones del texto. He preferido trabajar
con esta versión tomada directamente por mí de la Colección de documentos relativos
a la vida pública del Libertador de Colombia y del Perú, Simón Bolívar, t.
XXI, Caracas: Imprenta de G. f. Devisme, 1832, 243-244. He modernizado la
ortografía, puesto algunos sustantivos propios en mayúsculas y corregido
erratas obvias.
La presente entrada
es una versión resumida del apartado del mismo nombre publicado en mi libro Patriotas
y amantes. Románticos del siglo XIX en nuestra América (Bogotá: Lumen, 2017), 89-110.