José María y Corina lo habían conversado en alguna de sus tardes de té y facturas: toda muerte engendra ausencias y cada ausencia es un pedazo de muerte que se adhiere para siempre a nuestra piel de solos.
(De El perpetuo exiliado, 2016).

lunes, noviembre 04, 2024

«La sustancia»: crítica sangrienta sobre la cosificación del cuerpo femenino

           

Demi Moore es Elisabeth Sparkle, una actriz en decadencia que anhela una versión más joven y bella de sí misma en La sustancia (2024), dirigida por Coralie Fargeat.

La promoción es tentadora: «¿Quieres una versión mejorada de ti misma? ¿Una versión joven y bella? Entonces, prueba la sustancia y goza de una experiencia en la que compartirán, una semana tú y otra semana tu otra versión, la experiencia de una vida de eterna juventud y belleza. Pero recuerda: no eres dos personas, eres una sola con dos versiones». Pero las cosas son más complejas que lo que ofrece la publicidad. La sustancia (2024), dirigida por Coralie Fargeat, en el mejor lenguaje cinematográfico del horror corporal y actuaciones deslumbrantes, desarrolla una crítica sangrienta y terrorífica sobre la cosificación del cuerpo femenino en la industria del espectáculo. La felicidad prometida para la eternidad del cuerpo se transforma en una agresión sin retorno al propio cuerpo.

            Elisabeth Sparkle (Demi Moore) es una actriz que, según lo ha decidido Harvey (Denis Quaid), ejecutivo de la industria del entretenimiento, está en decadencia porque ha envejecido. Elisabeth, desesperada, se somete a un tratamiento experimental que le permite sacar de sí misma, literalmente, una versión más joven y bella. Esa versión rejuvenecida es Sue (Margaret Qualley) que enloquece a la industria cuando se presenta en la audición para reemplazar a Elisabeth. Moore convierte a un personaje superficial en una mujer que lucha contra la condena a la que la industria del entretenimiento somete a las mujeres. Quaid interpreta a un personaje detestable como odioso es Harvey Weinstein, a quien parece evocar; Quaid logra convertir a Harvey en un ser repulsivo cuya condena es su existencia caricaturesca. En esta película, todos los personajes masculinos son detestables y estúpidos. Y Qualley logra el contrapunto perfecto de Moore haciendo de Sue el monstruo insaciable de juventud y egoísmo que consume la vida de Elisabeth.

            Más allá de la crítica directa sobre la tiranía de exigencia de la eterna juventud que la industria del entretenimiento ha impuesto en el imaginario social, el trabajo cinematográfico sobre el cuerpo es brutal. La escena del nacimiento de la nueva versión de Elisabeth en la que contemplamos el contraste del blanco resplandeciente del baño y el rojo de la sangre que se vierte durante esa simulación del parto es terrorífica. La belleza de la nueva versión consume la humanidad del cuerpo matriz que envejece sin remedio ni posibilidad de rectificación. La nueva versión es insaciable y termina transformada en un monstruo porque, metafóricamente, monstruoso es pretender prolongar la juventud con la experiencia vital que da la vejez. Así, el cuerpo es sometido a una serie de aperturas, cicatrices, pinchazos, extracciones, en fin, a un doloroso acabamiento del cuerpo mismo que conmociona a la audiencia. Pero la exageración de esa agonía del cuerpo termina convirtiéndose en una desproporción de la propia película, a la que le sobran por lo menos veinte minutos.  

            La cuenta de Instagram de @thecinemanerd.ig subió un video con las variadas referencias cinematográficas que inserta La sustancia. El uso del color de El resplandor (1980) y los dramáticos primeros planos de Psicosis (1960), entre otros. Me quedan fijas las imágenes de la larga y cruel golpiza que Sue le propina a Elizabeth que me recuerda la violencia hiperbólica de La naranja mecánica (1972) y el homenaje en clave paródica al horror de la sangre en la escena del baile de gala de Carrie (1976). Esta intertextualidad visual de la película es uno de sus atributos pues nos propicia un diálogo con otras películas que nos encuentra desprevenidos y que suman horror al horror del filme que estamos viendo. La sustancia, en este sentido, es una descarnada experiencia visual que sostiene al público por la atracción que produce el terror o que, por lo contrario, lo expulsa por la repulsión que ocasionan sus excesos.

La sustancia es una película que no deja indiferente a nadie: o se la acepta con toda la exposición del horror sangriento o se la rechaza por la manipulación despiadada del cuerpo femenino. En medio del horror del cuerpo, la película es una alegoría que critica sin tregua a una industria del entretenimiento manejada como un negocio del patriarcado. El cuerpo matriz accederá a una nueva versión, bella y joven, siempre que se someta a una manipulación cruel y sangrienta de sí mismo, para ser, inexorablemente, reemplazado por la insaciable juventud. Y, así, hasta llegar a convertirse en el ser monstruoso de quien pretende la eternidad. ¿Alguien se arriesga a ingerir la sustancia?

lunes, octubre 28, 2024

La poesía de Jorge Martillo Monserrate: del infierno amoroso, ebrio y vital, y la confrontación con la muerte

(Foto: R. Vallejo, 2024)

Aviso a los navegantes (1987), el primer poemario de Jorge Martillo Monserrate (Guayaquil, 1957), Premio Nacional Eugenio Espejo 2024, tiene un verso que anuncia uno de los motivos poéticos de su obra, que es la ebriedad como un estado personal de la experiencia estética en medio de la tentativa amorosa y, que, al mismo tiempo es una loa bellísima a la cerveza: «Entre salir a emborracharme / cerveza tras cerveza / (oro líquido que no pudieron inventar los alquimistas) / y la música ayuda / usted persiste / da vueltas a mis ansias de embriagarme»[1]. En la poesía inicial de Martillo, la cerveza es celebración de la vida, es complicidad en el amor, es refugio ante el desasosiego, es compañía para el infierno, es el oro líquido que calma la sed de vida. En El amor es una cursilería que mata (2009), uno de sus últimos poemarios, la cerveza es testigo silencioso y frío de la soledad del poeta: «Tengo tres cervezas / Y una tristeza / Las botellas están acostadas en el congelador / La pena me muerde el pecho hasta hundirme»[2].

            La cerveza —veces, el vino— es el símbolo de una ebriedad que, además de procurar la experiencia estética, es también una manera de andar sin ataduras por la vida. En un desdoblamiento literario, Martillo, a través del personaje del Conde de sus crónicas, se ve a sí mismo: «Cuando lo encontré dijo que solo le interesaba: Beber, leer, escribir y matarse […] Es un pésimo escritor pero un excelente amigo»[3], dice en un texto poético que tiene una versión similar como crónica en Guayaquil de mis desvaríos. Crónicas urbanas (2013). Líneas más adelante, en la crónica, modifica la última frase: «Es un pésimo escritor pero un excelente borracho»[4]. El sitio para beber cervezas es el célebre Montreal, espacio donde nos reuníamos los escritores de Sicoseo que, Martillo y Velasco Mackenzie transformaron en un mítico lugar literario.

            Para el poeta, la ebriedad es un estado vivencial que nos confronta con la muerte. En Fragmentarium (1992), el hablante lírico cuya voz se prolonga en una intensa confesión, dice: «Beber, forma de conocimiento / Liquidez que ata y desata a la Muerte […] Vi, oh dios, a la Muerte. / Las voces se apagan. Los rostros desaparecen»[5]. La confrontación con la Muerte es un motivo temático recurrente de la poesía de Martillo desde el comienzo de su obra. Así, en el poema «hic novae vitae porta est», que es la inscripción que consta en el frontis del arco del portón de la entrada número tres del Cementerio General de Guayaquil, la visita al cementerio le permite contemplar desde el cerro las dos ciudades, la de los vivos y la de los muertos y, en medio de la contemplación, tomar consciencia de su rebeldía frente a la muerte: «he visitado esos cerros enrojecidos y me sé cautivo / ni mi cuerpo ni mi espíritu surcarán el portón / y la leyenda en latín dará cuenta de mi eternidad»[6].

            El hablante lírico invoca la muerte como una manera de espantarla. En Vida póstuma (1997) asistimos a una confesión estremecedora del poeta, construida como un testamento al borde de la insania mental y la constatación de la condición solitaria del ser humano. «Que nadie recuerdo el día de mi nacimiento» dice la voz poética y recuerda las vicisitudes de aquel momento para concluir, con la certeza del que ya nada teme, menos a la muerte: «La muerte es más atractiva que el acto de nacer»[7].

            El poeta no elude su confrontación con la muerte. Se introduce en la muerte y su gata Perla lo arranca de ella a zarpazos. Juega con la muerte mientras bebe lentamente su cerveza espumosa en el bar Montreal. La percibe cercana, se siente un corazón podrido, una botella vacía y vuelve a ofrecer, hacia lo que considera el final de sus días, un último aviso a los navegantes. Esta presencia de la muerte como una constante de la vida está íntimamente ligada a esa simbólica ebriedad celebratoria en medio de una locura que el poeta intenta eludir:

 

Podrían ser mejores las cervezas de la otra orilla

—inyectadas como un soplo de morfina en mi cuerpo—

Pero estas cervezas calientes dicen presente

Les doy la bienvenida

Hay que rendirle culto

A toda expresión de vida y muerte.[8]

           

            Pero esa cercanía con la muerte tiene su precio: lo que se paga es ese vaciarse de la vida, esa vida que se consume en lo inútil; ese asumir la soledad en lo cotidiano, esa soledad dominical que apesta. Es la muerte que transcurre en una tradición poética engarzada con el Modernismo, pero sin las adjetivaciones exóticas: en la poesía de Martillo estamos ante la muerte desnuda, como en Edgar Lee Master y sus muertos de Spoon River; una poesía sustantiva, convertida en lo que se teme y, al mismo tiempo, se anhela: «Lo mejor de la vida ha sido morirse»[9]. El poeta se vacía de cosas y de afectos; se abandona a la felicidad de 17 cervezas bien frías en coloquio cifrado con las 17 puñaladas de un poeta de célebre ebriedad como Pedro Gil. El poeta, como un muerto a la deriva, anda en búsqueda del arte poética de la muerte, que, a fin de cuentas, es el acabamiento del mundo:

 

Digo que cuando venga la muerte

Los versos que escribí

Desaparecerán de la memoria

Y los libros

Como un acto de magia

De mi último aliento.[10]

 

En medio del desvarío de la ebriedad y la invocación a la muerte, el hablante lírico asume el amor como la realización celebratoria del deseo y su evocación permanente; asume la condición de lo efímero porque el ser amado es un cuerpo en fuga, una ausencia que se llena con otros cuerpos que también serán ausencia. Hay en ese vacío el imperativo de la maldad, antes que la ternura, como si el hablante lírico quisiera destruir el espacio del amor y convertirlo en espacio de la nostalgia sin redención posible. El poeta reniega del amor entendido como los lugares comunes de una felicidad de postal:

 

El amor es una cursilería que mata

Te impulsa a prometer el cielo desde el infierno mismo

Vender cuotas de amor eterno aunque luego se pudra en una botella

Jurar amar hasta la muerte cuando el olvido está en la esquina

Este sentimiento te lleva a tatuar corazones

En muros y paredes / hojas de cuaderno y correos electrónicos

Corazones que laten gritando que estás vivo

El amor es una cursilería que mata[11]

 

En la tradición de Medardo Ángel Silva, también poeta y cronista de Guayaquil, Martillo es un heredero de los poetas malditos en este trópico de violencia caliente. Por su poesía, navega el barco ebrio de Rimbaud y la ciudad nocturna y pecadora de Baudelaire. El infierno es un lugar que el poeta evoca atravesado por sus tribulaciones y a donde nos convoca para compartir la agonía de la existencia, en la medida en que se enfrenta un dios ruin. El hablante lírico de Fragmentarium se identifica como pecador y se confiesa; el poeta, transido por la culpa judeo-cristiana, se vuelve blasfemo para liberar ese estremecimiento que provoca la existencia y convivir con lo que se teme: «Dice el poeta a sus poemas en llamas: / La poesía es ambigüedad erigida en sistema, / su destino es emparejarse con el horror»[12]. El poeta nos lleva a un descenso a los infiernos para alcanzar una plenitud que está oculta y comparte con nosotros la libertad que procura el descubrimiento de la belleza sin moral: «Oí: / no ensucies el aire, empuerca tu vida. / Lo prohibido no existe, las fronteras son abismos para los estúpidos. / Acude a la expresión auténtica, no huyas del rebelde, ni del orate. / La belleza del infierno existe, pero no es un hecho público»[13].

A lo largo de su obra, un/una poeta va construyendo su arte poética. En ella, quien escribe poesía se erige como un ser que ha recibido sus dones de las divinidades o alguien que trabaja y se desvela para suplir la ausencia del favoritismo de las deidades. En Jorge Martillo el don de la verdad poética fluye trepidante en sus versos. Una recopilación de sus libros, publicada en 2016, se titula Aquí yace la poesía. Yacer, en sus varios sentidos: el del reposo, el del texto ya domado por la escritura y sereno para ser leído; el de cópula de los amantes, el del texto erotizado, el del ars amatoria, el del amor ausente; el de la muerte, el del texto en el sepulcro contenido por el féretro en forma de libro. Lo cotidiano, el amor erótico, la muerte: ese infierno tan temido que el poeta comparte con nosotros: «Desde hace tiempo pregunto: / Por qué mi poesía es una larga conversación conmigo mismo / Será el lenguaje capaz de devorar como el fuego / Deseo convertirme en ceniza / Y desaparecer»[14].

Su verdad poética se nutre de una ciudad a la que ama de infinitas maneras y que está siempre presente en lo cotidiano de su poesía y, por supuesto, en el protagonismo de sus crónicas. La voz del poeta joven la recorre como un escenario popular para la experiencia amorosa y literaria, en sus primeros textos: «recuerdas aquellas cervezas en la oscuridad del melba / esas lenguas enroscándose como serpientes en el barrio las peñas […] el chillar de felinos alunados al llegar a la fortificada ciudad del amor»[15]; y la voz del poeta ya mayor, que se define decadente, la maldice en sus poemarios de madurez como un prisionero condenado a vivirla: «Maldita ciudad / Antro de locos / He bebido de tu veneno / He mordido tu carnada que trastoca los sentidos / Que me mantiene cautivo»[16].

Su verdad poética está embebida de cerveza, ese oro líquido que le da brillo a la oscuridad del solo: «Este domingo es como una droga / Ese soy yo / El pobre infeliz que es feliz con 17 cervezas bien frías […] Ese soy yo / El que se cree libre porque camina descalzo / Por calles sembradas de vidrios»[17]. La soledad es un abismo que atrae y que engulle, un monstruo que devora al solo, a ese que llega a donde nadie lo espera. La cerveza es el espejo del hablante lírico que le permite mirarse a sí mismo en su infinita tristeza y su contacto más cercano con la muerte.

Su verdad poética está atravesada por el amor erótico que es realización plena del deseo, imposibilidad de permanencia y ausencia dolorosa de la mujer amada. Así, el hablante lírico, atragantado de muerte, se resiste a la felicidad ilusoria del amor y prefiere la tristeza de la pérdida y el mal amor: «Celebrarán mi fin / Las mujeres que recuerden / Que más fue la maldad que la ternura»[18]. Este dolor provocado por la celebración erótica se encubre con malditismo. El hablante lírico de Maremagnum no quiere saber de compasión y, de alguna manera, se solaza en la maldad del amante amoral: «Fui un hijo de puta […] Tuve dos y tres amantes a la vez / confundí sus nombres / Bebí de sus tetas / Dibujé con saliva obscenas formas de amar»[19]. En el infierno vital, tantas veces evocado, todo asomo de romanticismo está condenado al fracaso. En la poética de Martillo, «si el amor no es maldito, es una forma de piedad»[20]. Y, como toda piedad es una forma de impostura, de felicidad inauténtica, el poeta no tiene piedad ni consigo mismo y, en una conmovedora metáfora, da cuenta de la dolorosa condición de su caída: «Me siento como el trapo para limpiar mesas de cantina»[21].

Su verdad poética, la autenticidad de su caída en el abismo de la soledad, lo lleva enemistarse con la propia poesía de tal forma que, en sus textos de madurez, le toca convivir con la ausencia de aquella. Esta declaratoria es estremecedora y contradictoria al mismo tiempo: «La poesía me abandonó / Tal como las mujeres / Que dejo escapar en simulada libertad / La poesía me abandonó / Daría lo que me resta de existencia / Por un solo verso»[22]. Estremecedora porque el abandono no es solo de la poesía, sino de la vida misma. Sin embargo, en medio de la ausencia y el abandono, la poesía persiste como persiste la vida:

 

Cómo se escribe poesía

Era la pregunta estúpida

Ahora descubro que la poesía siempre está

Como tras esa mirada tuya tan velada y dormida

Ahora descubro que la poesía siempre está

Intentando ocultar para confesar tanto.[23]

 

            Martillo ha construido una poética confesional en la que el hablante lírico se va despojando de sí mismo, en una ceremonia de ebriedades y dolorosa, en un tránsito por el infierno de la soledad y las ausencias, en una confrontación descarnada con la muerte, para vaciarse en la poesía, entendida como una exploración continua de las posibilidades del lenguaje cotidiano. Así, la voz poética define su oficio:

 

Escribo para despojarme de mis despojos

Para desalojar los fantasmas que me habitan

Para excluir los demonios que me incitan

Escribo para reflejarme en el espejo que no miente

Para treparme en la cresta de la ola y reventar.[24]

 

Jorge Martillo Monserrate ha vertido en su poesía la turbulenta experiencia de la existencia cercenada de ilusiones y de amores abandonados, con ausencias y caídas, desnuda ante la muerte, persistente en la vida.



[1] Jorge Martillo Monserrate, Aviso a los navegantes (Quito: Casa de la Cultura Ecuatoriana Benjamín Carrión, 1987), 17. Énfasis añadido.

[2] Jorge Martillo Monserrate, «El amor es una cursilería que mata. Catálogo de ayuda, autoayuda y destrucción (2009)», en Aquí yace la poesía (Quito: Casa de la Cultura Ecuatoriana Benjamín Carrión, 2016), 214.

[3] Martillo, «El amor es una cursilería que mata…», 206.

[4] Jorge Martillo Monserrate, Guayaquil de mis desvaríos. Crónicas urbanas (Guayaquil: Editorial El Conde, 2013),

[5] Jorge Martillo Monserrate, Fragmentarium (Quito: Ediciones de la Pontificia Universidad Católica del Ecuador, 1992), 83. Este libro ganó el Premio Nacional de Literatura Aurelio Espinosa Pólit 1991.

[6] Martillo, Aviso…, 69.

[7] Jorge Martillo Monserrate, Vida póstuma (Guayaquil: Manglar Editores, 1997), 23. La foto de portada y contraportada de esta edición es de Liliana Miraglia, una de las tres personas a las que está dedicado Fragmentarium; las otras dos son Eduardo López y Ricardo Maruri.

[8] Martillo, «Maremagnum. 1995-1998», en Aquí yace la poesía, 119.

[9] Martillo, «Maremagnum. 1995-1998», 138.

[10] Martillo, «Prendas interiores», en Aquí yace la poesía, 192.

[11] Martillo, «El amor es una cursilería que mata», 200.

[12] Martillo, Fragmentarium, 71.

[13] Martillo, Fragmentarium, 63.

[14] Jorge Martillo Monserrate, «Prendas interiores», 189.

[15] Martillo, Aviso…, 55.

[16] Jorge Martillo Monserrate, «Últimos versos de un poeta decadente (1993-2003)», en Aquí yace la poesía, 156.  

[17] Martillo, Vida póstuma, 63 y 64.

[18] Martillo, Vida póstuma, 52.

[19] Martillo, «Maremagnum», 145.

[20] Martillo, Fragamentarium, 43.

[21] Martillo, «Maremagnum», 146.

[22] Martillo, «Últimos versos de un poeta decadente», 158.

[23] Martillo, «El amor es una cursilería que mata», 230.

[24] Martillo, «Maremagnum», 148.


lunes, octubre 21, 2024

La herida original de la patria

Manuela León, c. 1872.
En febrero de 1803, en Guamote y Columbe, en la provincia de Chimborazo, se produjeron sendos levantamientos de las comunidades indígenas cansadas no solo de la explotación de los terratenientes, en medio de la pobreza generada por el terremoto de 1797, sino también de nuevos «Autos de cobranzas Reales, Tributos y Buen Gobierno» que habían expedido los alcaldes de Riobamba. Tanto las sublevaciones como la represión que vino después fueron crueles y sangrientas. Dos figuras quedaron en la historia: la mítica de Julián Quito, señalado por las autoridades como el cabecilla del alzamiento y la de Francisco Xavier Montúfar y Larrea, hijo de Juan Pío María Montúfar y Larrea, II Marqués de Selva Alegre, que reprimió la sublevación y a quien, como recompensa, le fue dado en propiedad el corregimiento de Riobamba.

            Según la historiadora Rosario Coronel Feijóo, la élite de Quito, que participó en la gesta libertaria del 10 de Agosto de 1809, fue la ejecutora de la virulenta represión de los indios de Guamote y Columbe. Además del hijo del Marqués de Selva Alegre, que presidió la Junta de Gobierno de Quito, también fue parte de la represión Juan de Dios Morales, que moriría el 2 de agosto de 1810, en la matanza de los que participaron en la revolución de 1809. Morales era secretario del presidente de la Audiencia de Quito, el Barón de Carondelet, y ordenó el envío de tropas y pertrechos para la represión. Coronel concluye:

 

[…] los héroes de 1809 se construyeron en la diferenciación frente a ese otro, los indígenas, es decir, que estructuralmente estaban impedidos de fundar la nación, porque tenían una ruptura de base con el mayoritario pueblo indio; por ello solo podían fundar un Estado criollo que no expresaba los valores profundos de esa comunidad imaginada.[1]

 

            Ese Estado que se constituiría como República en 1830 nació escindido desde su primer grito independentista, por cuanto su diversidad y la representación de los pueblos indígenas no solo que no fue considerada, sino que, años atrás, había sido violentamente reprimida y estaba excluida de la noción de civilización. De ahí que haya cobrado un sentido premonitorio la frase que fuera pintada en uno de los muros de Quito, luego de la gesta del 10 de agosto de 1809: Último día del despotismo y primero de lo mismo.

Esa escisión en el tejido de la nación estará latente en todo momento. Simón Bolívar, en una carta a José Joaquín Olmedo, hace una observación política e histórica sobre la amplia presencia del Inca Huayna Cápac en el poema épico La victoria de Junín. Canto a Bolívar (1825) y señala: «Por otra parte no parece propio que alabe indirectamente a la religión que le destruyó; y menos parece propio aún, que no quiera el restablecimiento de su trono, para dar preferencia a extranjeros intrusos, que, aunque vengadores de su sangre, siempre son descendientes de los que aniquilaron su imperio». La lucidez de Bolívar le permite el reconocimiento de una realidad que la élite de la gesta independentista no supo entender, afrontar y resolver.

Cuando Juan León Mera publica Cumandá (1879), obra dedicada a la Real Academia Española, menciona la sublevación de Guamote y Columbe como un momento del pasado de fray Domingo de Orozco, uno de los personajes principales de la novela, que está arrepentido del mal que causó a los indígenas. En el capítulo «Años antes», aunque se equivoca de fecha pues la ubica en los últimos días de 1790, Mera narra la sublevación individualizándola literariamente en los abusos de Orozco y la pérdida de su familia a causa de la venganza de los indios.

Existe en Mera, como en Bolívar, una consciencia de la injusticia estructural a la que están sometidos los indígenas, aunque, finalmente, ese «mea culpa sin eco», como lo definió Agustín Cueva, no se transforma en un elemento que incida sobre la situación real de los indígenas de quienes se conduele, sino que permanece como una invocación sentimental de la retórica de la culpa católica. Así, el narrador de la novela reflexiona sobre la conducta tiránica de Orozco con los indios de su hacienda:

 

Arraigada profundamente, en europeos y criollos, la costumbre de tratar a los aborígenes como gente destinada a la humillación, la esclavitud y los tormentos, los colonos de más buenas entrañas no creían faltar a los deberes de la caridad y de la civilización con oprimirlos y martirizarlos […] Si las razas blanca y mestiza han obtenido inmensos beneficios de la independencia, no así la indígena […].[2]

 

Fernando Daquilema, c. 1872.
Sin embargo, Mera no menciona para nada otro sangriento levantamiento protagonizado por los indígenas de Yaruquíes, Cajabamba y Punín, en la misma provincia de Chimborazo, que sucedió en un tiempo más cercano a la escritura y publicación de su novela. El levantamiento, que tuvo su momento cumbre en diciembre de 1871, terminó con el fusilamiento de Manuela León, que lideró la toma de Punín, el 8 de enero de 1872, y de Fernando Daquilema, el 8 de abril del mismo año, por haberse proclamado Rey de Cacha y liderado la sublevación. En este siglo, el 5 de noviembre de 2010, la Asamblea Nacional del Ecuador, por resolución unánime, declaró a Fernando Daquilema y Manuela León como héroe y heroína nacionales. Y si bien el gesto legislativo tiene un enorme valor simbólico, por sí solo no genera una política pública que contribuya a cerrar esa herida inicial que aún permanece abierta.

Al igual que Mera, Juan Montalvo, desde el romanticismo liberal, en su ensayo «Indios», aparecido en su periódico El Espectador, en 1887, escribe la célebre frase: «Si mi pluma tuviese don de lágrimas, yo escribiría un libro titulado “El indio”, y haría llorar al mundo», y, más adelante, dice: «Las razas oprimidas y envilecidas [se refiere tanto a indios como a negros] durante trescientos años, necesitan ochocientos para volver en sí y reconocer su derecho de igualdad ante Dios y la justicia». No obstante, Montalvo se opone a una reforma a la tenencia de la tierra y reduce el problema a una cuestión moral, ya que los pesares del indio, a quien hay que civilizar pues representa la barbarie, se deben a  la existencia de amos y autoridades malos que se unen para ejercer tiranía contra “las razas oprimidas”.

Esta realidad de dos mundos que viven de forma paralela, en términos culturales, y con enormes desigualdades respecto de la participación en la renta del Estado, se extiende, con particularidades y matices, hasta nuestros días. No obstante, en medio de esa confrontación, los pueblos originarios han aprendido a negociar con el Estado ciertos derechos básicos y obras elementales para su vida cotidiana e incorporación en el mercado local. Mas, la herida original como ruptura de nacimiento implantó en el país un racismo permanente que se manifiesta en explosión social y represión violentas de tiempo en tiempo, pero que se expresa como violencia cotidiana en todo momento. 


Nota: Las fotos de Manuela León y Fernando Daquilema fueron tomadas por el fotógrafo francés Leonce Labaure, asentado en Guayaquil, hacia 1872. Están en el Archivo Leibniz-Institut für Länderkunde. Leipzig, Alemania, colección Alphons Stübel.



[1] Rosario Coronel Feijóo, «Los indios de Riobamba y la revolución de Quito: 1757-1814» Procesos. Revista Ecuatoriana de Historia, No. 30 (II semestre 2009), 122.

[2] Juan León Mera, Cumandá o un drama entre salvajes [1879], estudio preliminar y edición crítica de Trinidad Barrera (Sevilla: Ediciones Alfar, 1998), 104 y 105.