José María y Corina lo habían conversado en alguna de sus tardes de té y facturas: toda muerte engendra ausencias y cada ausencia es un pedazo de muerte que se adhiere para siempre a nuestra piel de solos.
(De El perpetuo exiliado, 2016).
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lunes, octubre 21, 2024

La herida original de la patria

Manuela León, c. 1872.
En febrero de 1803, en Guamote y Columbe, en la provincia de Chimborazo, se produjeron sendos levantamientos de las comunidades indígenas cansadas no solo de la explotación de los terratenientes, en medio de la pobreza generada por el terremoto de 1797, sino también de nuevos «Autos de cobranzas Reales, Tributos y Buen Gobierno» que habían expedido los alcaldes de Riobamba. Tanto las sublevaciones como la represión que vino después fueron crueles y sangrientas. Dos figuras quedaron en la historia: la mítica de Julián Quito, señalado por las autoridades como el cabecilla del alzamiento y la de Francisco Xavier Montúfar y Larrea, hijo de Juan Pío María Montúfar y Larrea, II Marqués de Selva Alegre, que reprimió la sublevación y a quien, como recompensa, le fue dado en propiedad el corregimiento de Riobamba.

            Según la historiadora Rosario Coronel Feijóo, la élite de Quito, que participó en la gesta libertaria del 10 de Agosto de 1809, fue la ejecutora de la virulenta represión de los indios de Guamote y Columbe. Además del hijo del Marqués de Selva Alegre, que presidió la Junta de Gobierno de Quito, también fue parte de la represión Juan de Dios Morales, que moriría el 2 de agosto de 1810, en la matanza de los que participaron en la revolución de 1809. Morales era secretario del presidente de la Audiencia de Quito, el Barón de Carondelet, y ordenó el envío de tropas y pertrechos para la represión. Coronel concluye:

 

[…] los héroes de 1809 se construyeron en la diferenciación frente a ese otro, los indígenas, es decir, que estructuralmente estaban impedidos de fundar la nación, porque tenían una ruptura de base con el mayoritario pueblo indio; por ello solo podían fundar un Estado criollo que no expresaba los valores profundos de esa comunidad imaginada.[1]

 

            Ese Estado que se constituiría como República en 1830 nació escindido desde su primer grito independentista, por cuanto su diversidad y la representación de los pueblos indígenas no solo que no fue considerada, sino que, años atrás, había sido violentamente reprimida y estaba excluida de la noción de civilización. De ahí que haya cobrado un sentido premonitorio la frase que fuera pintada en uno de los muros de Quito, luego de la gesta del 10 de agosto de 1809: Último día del despotismo y primero de lo mismo.

Esa escisión en el tejido de la nación estará latente en todo momento. Simón Bolívar, en una carta a José Joaquín Olmedo, hace una observación política e histórica sobre la amplia presencia del Inca Huayna Cápac en el poema épico La victoria de Junín. Canto a Bolívar (1825) y señala: «Por otra parte no parece propio que alabe indirectamente a la religión que le destruyó; y menos parece propio aún, que no quiera el restablecimiento de su trono, para dar preferencia a extranjeros intrusos, que, aunque vengadores de su sangre, siempre son descendientes de los que aniquilaron su imperio». La lucidez de Bolívar le permite el reconocimiento de una realidad que la élite de la gesta independentista no supo entender, afrontar y resolver.

Cuando Juan León Mera publica Cumandá (1879), obra dedicada a la Real Academia Española, menciona la sublevación de Guamote y Columbe como un momento del pasado de fray Domingo de Orozco, uno de los personajes principales de la novela, que está arrepentido del mal que causó a los indígenas. En el capítulo «Años antes», aunque se equivoca de fecha pues la ubica en los últimos días de 1790, Mera narra la sublevación individualizándola literariamente en los abusos de Orozco y la pérdida de su familia a causa de la venganza de los indios.

Existe en Mera, como en Bolívar, una consciencia de la injusticia estructural a la que están sometidos los indígenas, aunque, finalmente, ese «mea culpa sin eco», como lo definió Agustín Cueva, no se transforma en un elemento que incida sobre la situación real de los indígenas de quienes se conduele, sino que permanece como una invocación sentimental de la retórica de la culpa católica. Así, el narrador de la novela reflexiona sobre la conducta tiránica de Orozco con los indios de su hacienda:

 

Arraigada profundamente, en europeos y criollos, la costumbre de tratar a los aborígenes como gente destinada a la humillación, la esclavitud y los tormentos, los colonos de más buenas entrañas no creían faltar a los deberes de la caridad y de la civilización con oprimirlos y martirizarlos […] Si las razas blanca y mestiza han obtenido inmensos beneficios de la independencia, no así la indígena […].[2]

 

Fernando Daquilema, c. 1872.
Sin embargo, Mera no menciona para nada otro sangriento levantamiento protagonizado por los indígenas de Yaruquíes, Cajabamba y Punín, en la misma provincia de Chimborazo, que sucedió en un tiempo más cercano a la escritura y publicación de su novela. El levantamiento, que tuvo su momento cumbre en diciembre de 1871, terminó con el fusilamiento de Manuela León, que lideró la toma de Punín, el 8 de enero de 1872, y de Fernando Daquilema, el 8 de abril del mismo año, por haberse proclamado Rey de Cacha y liderado la sublevación. En este siglo, el 5 de noviembre de 2010, la Asamblea Nacional del Ecuador, por resolución unánime, declaró a Fernando Daquilema y Manuela León como héroe y heroína nacionales. Y si bien el gesto legislativo tiene un enorme valor simbólico, por sí solo no genera una política pública que contribuya a cerrar esa herida inicial que aún permanece abierta.

Al igual que Mera, Juan Montalvo, desde el romanticismo liberal, en su ensayo «Indios», aparecido en su periódico El Espectador, en 1887, escribe la célebre frase: «Si mi pluma tuviese don de lágrimas, yo escribiría un libro titulado “El indio”, y haría llorar al mundo», y, más adelante, dice: «Las razas oprimidas y envilecidas [se refiere tanto a indios como a negros] durante trescientos años, necesitan ochocientos para volver en sí y reconocer su derecho de igualdad ante Dios y la justicia». No obstante, Montalvo se opone a una reforma a la tenencia de la tierra y reduce el problema a una cuestión moral, ya que los pesares del indio, a quien hay que civilizar pues representa la barbarie, se deben a  la existencia de amos y autoridades malos que se unen para ejercer tiranía contra “las razas oprimidas”.

Esta realidad de dos mundos que viven de forma paralela, en términos culturales, y con enormes desigualdades respecto de la participación en la renta del Estado, se extiende, con particularidades y matices, hasta nuestros días. No obstante, en medio de esa confrontación, los pueblos originarios han aprendido a negociar con el Estado ciertos derechos básicos y obras elementales para su vida cotidiana e incorporación en el mercado local. Mas, la herida original como ruptura de nacimiento implantó en el país un racismo permanente que se manifiesta en explosión social y represión violentas de tiempo en tiempo, pero que se expresa como violencia cotidiana en todo momento. 


Nota: Las fotos de Manuela León y Fernando Daquilema fueron tomadas por el fotógrafo francés Leonce Labaure, asentado en Guayaquil, hacia 1872. Están en el Archivo Leibniz-Institut für Länderkunde. Leipzig, Alemania, colección Alphons Stübel.



[1] Rosario Coronel Feijóo, «Los indios de Riobamba y la revolución de Quito: 1757-1814» Procesos. Revista Ecuatoriana de Historia, No. 30 (II semestre 2009), 122.

[2] Juan León Mera, Cumandá o un drama entre salvajes [1879], estudio preliminar y edición crítica de Trinidad Barrera (Sevilla: Ediciones Alfar, 1998), 104 y 105.