José María y Corina lo habían conversado en alguna de sus tardes de té y facturas: toda muerte engendra ausencias y cada ausencia es un pedazo de muerte que se adhiere para siempre a nuestra piel de solos.
(De El perpetuo exiliado, 2016).

jueves, agosto 29, 2024

«París 5», de Liliana Miraglia: el viaje interior de una analizante

           

«París es la ciudad donde los sueños se hacen realidad, pero para mí es la ciudad donde voy a contar los sueños en el diván»[1], confiesa la narradora protagonista de la novelina, una analizante viajera que vuela periódicamente de Guayaquil a París para psicoanalizarse en maratónicas jornadas: «Llego a tiempo. Las sesiones de hoy tienen lugar a las 08h00, 09h15, 10h45, 11h15, 12h45. Mi mañana transcurre entrando y saliendo de las sesiones, y entrando y saliendo de los cafés para usar el baño» (16). Lo que ocurre afuera del consultorio —el discurso no dicho en el diván, o, al menos, que no sabemos si ha sido dicho en aquel espacio—, es, paradójicamente, la materia de la narrativa de la protagonista-paciente que contempla la cotidianidad que la rodea como una forma de mirarse a sí misma. París 5, de Liliana Miraglia, es una novelina construida con los apuntes y reflexiones que surgen, aleatoriamente, de la experiencia de un desplazamiento vital, que es también un viaje simbólico imbricado en la repetición de un viaje real, carente de puerto de llegada en la medida en que el viaje es una travesía inconclusa, que va dejando pistas por doquier sobre su itinerario.

El libro tiene siete estancias, más bien breves, y una extensa, que es el que le da el título, y que ocupa casi el 60 % del libro. Con esta estructura, tenemos una novelina armada con una colección de relatos, con cierta autonomía semántica, que dialogan entre sí, como si se tratara de un conjunto de relatos orgánicos. En la medida en que la historia que se cuenta, en términos de conflicto y peripecia, es mínima, asistimos al viaje interior de una analizante que no nos dice nada sobre la materia de su análisis, motivo de sus viajes. Únicamente nos cuenta aquello que, desde su ensimismamiento, le permite hablar sobre el mundo que está afuera, tanto de la consulta como de ella misma, y que se convierte en un discurso que, más que decir, le permite ocultar el motivo de su viaje a París: ¿Qué es lo que la perturba en tanto sujeto analizante? ¿Por qué escoger una ciudad en otro continente para el psicoanalizarse? ¿Para qué someterse a las inciertas traslaciones de la lengua en la relación entre la analizante y su analista? Es el instante de la mirada: hay que leer el texto.

La primera sesión parecería una cita fallida frente a las expectativas de quien atraviesa el océano para asistir a ella. La preparación del viaje, la imagen que se hace del analista, las instrucciones que recibe para llegar al consultorio, el sentido del sueño que parece soñado ad hoc y que no se cuenta en detalle dan paso, mediante una elipsis, a la cita. Ese primer encuentro con el psicoanalista está atravesado por el desconcierto de la confrontación de lo imaginado con lo real: la analizante se topa con un hombre al que había imaginado híbrido, pero que constata inequívocamente masculino, terrenal, intimidante. Es el orden de las palabras lo que genera la confusión, según la reflexión de la protagonista: «Al examinar las palabras con las que está formada la descripción, noto que coinciden todas, pero el orden en el que están ubicadas las palabras hace que se altere toda la frase» (13). La protagonista, algo confusa, recita lo que había preparado: «El psicoanalista me escuchó sin decir nada. A los pocos minutos dio por terminada la sesión y me dio la hora para la siguiente». (14) La analizante ha volado de un continente a otro para una primera sesión que dura unos pocos minutos. Escribe Lucia D’Angelo sobre la sesión corta, llamada sesión – escansión:

 

El término ha sido adoptado por los psicoanalistas lacanianos, que lo utilizamos principalmente, tomando en cuenta, una de las acepciones del término, aquella que atañe a la “métrica” del discurso: “separar”, “subrayar”, “puntuar”, “cortar”.

En la práctica de las sesiones de duración variable, es un recurso de la acción analítica que permite designar el momento de la interrupción o de la suspensión de la sesión misma. Es decir, producir una escansión, para segmentar en el tiempo y en el espacio, la amplitud del discurso del analizante.[2]

 

            La narración de la protagonista parecería escandir el mundo de afuera: medir el tiempo a través de los sucesos sin continuidad en la historia, contar los hechos que se suceden como parte del día en diversos lugares que hablan de su desplazamiento. «En la escritura no hay casualidades. Tampoco en el psicoanálisis» (19) No es casual que la terminal a la que llegan los vuelos de Ámsterdam a París sea la 2F, que el asiento 2F de la nave PH-KCE, Audrey Hepburn, en la que vuela la narradora, tuviera torcido el apoyapié, y que en la sala VIP de esa terminal 2F, del Charles De Gaulle, por única vez, la narradora se ponga a llorar. ¿Por qué llora? La protagonista cuenta que en una tienda de la rue de Coquillière había comprado veinticuatro moldes individuales para hacer babá, con una receta familiar que el tío Gaetano, que era pastelero, le había dado a la mamá de la narradora: «Al regresar a Guayaquil, no alcancé a mostrárselos a mi mamá, porque ella tuvo una caída y a los pocos días murió» (94).

Pero la muerte de la madre, como todo en la novelina, también es un suceso que se cuenta de manera breve, como si la narradora tuviese vergüenza de excederse en su dolor o temor de mostrarse frágil, como si el pudor de exponerse fuese el límite del tiempo del llanto. El duelo de la narradora-personaje se manifiesta en el llanto, que se produce luego de la elaboración de la muerte de la madre en la consulta; y una carga de melancolía, que se expresa en cierto descontento con el propio yo, la acompañará, en su escansión del mundo de afuera.[3] Párrafos más adelante, la narradora cita a Jean Allouch (1939-2023), psicoanalista francés: «Des-componer es analizar» y yo vuelvo a la consulta cuando ella le cuenta sobre la muerte de su madre. El psicoanalista solo le pregunta ¿cuándo? No sabemos más sobre el duelo de la narradora y nos queda lo dicho por Allouch: «El due­lo no es solamente perder a al­guien (un “objeto” dice un tanto intempestivamente el psicoanáli­sis) es perder a alguien perdiendo un trozo de sí». ¿Qué es lo que pierde la narradora con la muerte de la madre? En la expresión minimalista de la novelina, la protagonista nos dice lo que pasó luego de la muerte de su madre: «Después ya no quise ver los moldes de babá, ni tampoco he vuelto a hacer el dulce ni he ido a la rue Coquillière [y, para no excederse en su duelo, acota:] Tampoco es usual que vaya».

            La novelina es una escritura que oculta deliberadamente lo fundamental del viaje a París, que es lo que sucede en el diván del psicoanalista, y, sin embargo, habla de las cosas nimias que suceden en la cotidianidad exterior, como si esa realidad exterior fuese una prolongación de las sesiones. ¿Ha llegado el tiempo para comprender (lo leído)? El incidente de la llave es un episodio que parecería haber salido de una de las sesiones: la narradora llega tarde a la casa en donde está alojada y lleva consigo una bolsa de nueces y no puede abrir la puerta con la llave que ha utilizado todos los días. Una explicación racional es que la amiga cambió la cerradura, pero surge la duda de si la cambió porque se dañó o porque ya no quiere que ella viva en la casa. Otra explicación, aunque suene extraño, es que la protagonista equivoca reiteradamente, como en un acto fallido, la manera de operar la llave. Toda puerta es un paso hacia alguna parte y si tras la puerta hay un lugar en donde ya se ha estado la imposibilidad de atravesar la puerta puede concordar con el deseo de auto expulsión de dicho sitio. Al final, la amiga le abre, pero la narradora ha arrojado las nueces —«pequeños cerebros animados» (23)— que compró en la mañana por el ducto de la basura. En todo caso, ella no vuelve a esa casa. La estancia «Hacia la medianoche en París» está construido como si fuera un día en la vida de una analizante: hay una historia mínima, una aventura de lo intrascendente meticulosamente descrita. Es en la descripción de esos pequeños actos cotidianos, es decir en su escritura, que los convierte en historia, reside la trascendencia del personaje ensimismado que prolonga su condición de analizante en el tiempo de su personal existencia. En ese ensimismamiento se oculta la soledad esencial de la protagonista, de tal forma que, luego de comer sola, proyecta como real la compañía virtual de dos amigas suyas que son enemigas entre sí, manipuladas por ella con inocencia perversa. Así, condensa la experiencia de lo imaginario y lo simbólico en un golpe de lo real:

 

[…] alguien que pasa a nuestro lado en dirección contraria me impulsa a hacerme un lado para que no me pase tan cerca. Esto me produce la sensación de que algo que he venido sosteniendo se me acaba de soltar. Pienso que, de no haber sido por eso, todavía hubiera podido continuar con ellas hasta al menos la próxima cuadra, o tal vez un poco más, antes de darme cuenta de estar caminando sola y que la conversación ya había terminado. (28)

 

París es una ciudad en donde quienes la caminan se detienen en cafeterías para ver y ser visto. Es una ciudad para ver a quien pasa y lo que sucede, para ver el paisaje urbano y la presencia de la historia en sus edificios, callejuelas y monumentos; para ser visto por los otros que nos ven en el acto de mirar. Pero la narradora de esta novelina no es una flâneur, no al menos en el sentido de una paseante que camina sin rumbo observando el mundo mientras permanece oculta, como lo describió Baudelaire en El pintor de la vida moderna (1863): «La multitud es su ámbito […] El paseante perfecto, el observador apasionado, halla un goce inmenso en lo numeroso, en lo ondulante, en el movimiento, en lo fugitivo y en lo infinito. Estar fuera de casa y, no obstante, sentirse en casa en todas partes; ver el mundo, ser el centro del mundo y permanecer oculto al mundo […]». La observación de la narradora no se dirige a la multitud ni al paisaje infinito, ni al mundo en el movimiento y en lo fugitivo: y si bien la narradora es el centro de todo lo que existe, en su condición de ensimismamiento, el mundo que ve es el mundo de lo quieto, lo que permanece, lo finito: esa realidad de cosas que están una tras otra, como si fueran arte de la narración aleatoria del mundo; su andar tiene un propósito práctico: «Salgo a caminar para hacer ejercicio y no desvelarme después, porque es domingo de noche y dicen que la mayoría de los desvelos ocurren en la noche de este día, pero también porque es recién ahora que puedo salir» (47). Sus disquisiciones apuntan a pensar en la nieve, el bombardeo sufrido por la rue Claude Bernard, la transformación de París a cargo de Haussmann, pero luego se le mojan los pies y decide regresar al hotel y nos cuenta que con Iliar, recepcionista del hotel, habla en italiano, recuerdos de infancia, ganas de ir al baño. París no existe para alguien que camina centrado en sí mismo.

La última estancia, que tiene el mismo título que la novelina, se separa de los siete anteriores y su escritura está hecha de anotaciones, reflexiones, menciones de personajes que no intervienen en la trama, copia de datos de Wikipedia, citas de textos de psicoanalistas, con pinceladas de ironía y humor. Escritura fragmentaria en las dos acepciones que define el diccionario de la RAE: escritura de fragmentos, escritura inacabada. Temática aleatoria, una fanesca de observaciones: la historia narrada se convierte en un cadáver exquisito que se levanta del texto y anda. La narradora protagonista ha estado en seminarios de psicoanálisis en Montevideo, Rosario, México; también en esos lugares, al parecer, ha acudido a la consulta con su analista. En esta estancia, al igual que en la segunda «Hacia la medianoche en París», la escritura se expresa en párrafos cortos, con espacios en blanco entre ellos: silencio, pausa, transición.

La escritura misma es un ejercicio de escansión, en este caso, de los párrafos. En la narración, están separados los párrafos como cuando se escanda las palabras en el verso para contar las sílabas métricas; así, la expresión es cortada, pausada y los asuntos tratados son diversos y aleatorios y toda esta acumulación se centra en la constatación de la narradora: «En el colegio yo era la solitaria del recreo […] Ahora soy la solitaria de París» (99). La divagación de la narradora, como en un flujo de consciencia, va de un tópico a otro sin que exista más hilo conductor que la perturbación de la analizante que se agudiza con el cierre de los aeropuertos, lo que la lleva a citar el problema de la virtualidad de las sesiones de psicoanálisis y a hablar de aviones hasta el final del texto y el relato se deslíe como la nieve parisina que le mojó los pies. Liliana Miraglia sabe sugerir mucho contando poco.

El Boeing 777 realizó su primer vuelo el 12 de junio de 1994.

El McDonnell Douglas MD-11 realzó su vuelo el 10 de enero de 1990.

El Lockheed Super Constellation realizó su primer vuelo el 14 de julio de 1951.

 

El psicoanalista, cuando finaliza de dictar su seminario, dice voilà. (109)

 

No hay final abierto, sino suspensión del monólogo. La analizante da por terminado su relato y la escritora su novelina. La lectura se segmenta en el tiempo y en el espacio.

La experiencia vanguardista revisitada. A mis sesenta y cinco años descubro a Hope Mirrlees y su París: un poema, publicado por primera vez en 1919 por Hogarth Press, la editorial de Leonard & Virginia Woolf:

 

Veo el Arc de Triomphe,

Rectangular y sombrío como los sueños de Julio César:

Desprecio las leyes de sólida geometría,

Paso firme hacia la sala Caillebotte

 

Y más adelante...

 

Odio L’Étoile

El Bois me aburre

 

Baudelaire atento:

«¡París cambia! Mas nada en mi melancolía / ha cambiado […]».[4]

La escritura interrumpida.

We’ll always have Paris.

Este es el momento de concluir.

Sanseacabó.



[1] Liliana Miraglia, París 5 (Guayaquil: b@aez.editor.es, 2024), 78. Los números entre paréntesis indican la página de la cita en esta edición. La fotografía del libro que ilustra esta entrada es mía.

[2] Lucía D’Angelo, «La sesión - escansión», Virtualia. Revista digital de la EOL, marzo 2004, año III, # 9, acceso 23 de agosto de 2024, https://www.revistavirtualia.com/articulos/656/la-sesion-corta/la-sesion-escansion

[3] Sigmund Freud, «Duelo y melancolía» [1915], en Obras completas, tomo II (Madrid: Editorial Biblioteca Nueva, 1981), 2091-2100. «La melancolía se caracteriza psíquicamente por un estado de ánimo profundamente doloroso, una cesación del interés por el mundo exterior, la pérdida de la capacidad de amar, la inhibición de todas las funciones y la disminución del amor propio» (2091). En este caso, el mundo exterior es nominado por la protagonista sin que ello implique que se involucra afectivamente en él.

[4] Charles Baudelaire, «El cisne», en Las flores del mal, traducción de Luis Guarner (Barcelona: Editorial Bruguera S. A., 1975), 158.


lunes, agosto 19, 2024

«Diario de un loco», de Sarao: treinta años de un Gogol en deslumbrante clave local

María Sacoto (Marva) y Lucho Mueckay (Ausencio González y Chiriboga) en Diario de un loco, de Nicolai Gogol, adaptado por Lucho Mueckay. Teatro Centro de Arte, 17 de agosto de 2024. (Foto: R. Vallejo, 2024)
            En la última entrada del Diario de un loco (1835) de Nicolai Gogol (1809-1852), la del día 34 de febrero de 343, el narrador protagonista Aksenti Ivanovich Poprishchin se quiebra en su locura y todo lo que habíamos leído como farsa se convierte en una tragedia: el destino de Poprishchin, desde un comienzo, es sumirse en la locura total, y su invocación a la madre es el llamado desesperado al único ser que le queda, aunque ella ya no puede salvarlo. En la deslumbrante adaptación de este clásico ruso, que, desde hace treinta años, Lucho Mueckay ha interpretado en clave local, esta última escena es estremecedora y condensa el dolor que el personaje sobrelleva en su mente desquiciada: el humor, a lo largo de la obra, nos prepara para este instante trágico: la locura del burócrata Ausencio González y Chiriboga es también el símbolo de la insania social en la que vivimos atrapados.

           

Estreno en el Teatro del Ángel, 1994. Foto de Joshua Degel.
En 1994, la Asociación Cultural Sarao estrenó Diario de un loco con Lucho Mueckay, como Ausencio González, y Tani Flor, bailarina y maestra de danza de Sarao, en el papel de Marva. Desde entonces, la obra ha tenido más de 200 representaciones y varias actrices han interpretado a Marva: Michelle Mena, Camila Moncada, Marina Salvarezza, en 2019, por los 30 años de Sarao, y Steff Alarcón, en 2023, por los treinta y cinco. El sábado 17 de agosto, en el Teatro Centro de Arte, de Guayaquil, en el marco de las Jornadas Culturales Theatertage, del Centro Cultural Ecuatoriano Alemán, con el auspicio del Goethe-Institut, de Alemania, Diario de un loco fue nuevamente representada. En esta oportunidad, Lucho Mueckay trabajó con María Sacoto, en el papel de Marva, un dúo actoral con mucha química en la escena.

            La adaptación de Diario de un loco hecha por Lucho Mueckay no solo le imprime actualidad al tiempo que respeta el sentido del relato original de Gogol, sino que, además, introduce un par de escenas que refuerzan el humor y el papel del arte y el artista en medio de la locura. Una de ellas, es la que muestra a Ausencio como diputado del Congreso, quien ofrece un hilarante discurso que mezcla con maestría el enredo amoroso de la obra y una fina crítica a la política local. La otra escena es aquella en la que Ausencio y Marva se involucran en un diálogo sobre la libertad del arte y los artistas, muy similar a la libertad expresiva de los locos.

Asimismo, Mueckay ha desarrollado al personaje de Marva, que en el cuento es apenas mencionada, de tal forma que fortalece el conflicto del protagonista y la tensión dramática. En la adaptación teatral, Marva es la enfermera que representa, al mismo tiempo, la represión institucional sobre la locura y también el surgimiento espontáneo del amor; el cansancio producido por un trabajo violento y la ilusión de compartir un momento de lucidez afectiva. A través del personaje de Marva asistimos a una mezcla de conflictos emotivos que contribuye a redondear el tratamiento del tema de la locura y que permite un juego escénico más complejo entre los dos personajes de la obra.

Mueckay, como Ausencio González, logra una visión crítica sobre la burocracia, el mundillo político local y la alienación de las personas que medran de él. (Foto: R. Vallejo)
            Entre el espíritu del burócrata ruso Poprishchin y el del burócrata ecuatoriano Ausencio González no existen más diferencias que la época de los sucesos. La locura parecería ser el estado natural de un sistema social y político que enajena a todos y que se reproduce con la insania que, estructuralmente, subyace en él. Las relaciones serviles del poder, los abismos de clase y el absurdo de una existencia marcada por la alienación laboral son diseccionados con el afilado bisturí del humor. Uno de los méritos de la adaptación de Lucho Mueckay es haber conseguido una versión tan nuestra y tan actual de Diario de un loco y, al mismo tiempo, tan exacta a la obra de Gogol en su visión crítica de la burocracia, del mundillo político y la alienación de los seres humanos que medran en él. Otro mérito es el de haber dotado de una presencia conmovedora a un personaje cuyo monólogo discurre entre las disparatadas elucubraciones sobre perros que se escriben cartas, la ocupación del trono de España como Fernando VIII y agudas reflexiones sobre la alienación de la política.

La función del sábado 17 de agosto de Diario de un loco, con sala llena, fue deslumbrante: Lucho Mueckay hizo de Ausencio González un loco encendido que busca la libertad en la luna llena, en los pajaritos de esponja como guirnaldas de un paraguas agujereado, en la ilusión de volar; María Sacoto hizo de Marva una enfermera que contempla a Ausencio con los ojos ilusionados del amor y la mirada violenta de la represión institucional. El público pasó riendo a carcajadas de los delirios del burócrata y estremeciéndose hasta las lágrimas con la locura irredenta de Ausencio González.

miércoles, agosto 14, 2024

«El vino de mi sombra»: celebración de la vida más allá de su inexorable finitud



            La poesía es un espacio comunitario en el que la palabra hilvana la diversidad de voces del mundo y va construyendo una colcha de versos que arropa la desnudez interior del ser humano ante la vida. La poesía se alimenta de poesía y la voz poética es una amalgama de voces que, paradójicamente, nos permite aquella confrontación tan temida con nosotros mismos y nuestra soledad. Y, la poesía es la habitación personalísima del yo y su estremecimiento frente a sí, el otro y al mundo.

Sonia Manzano, que conoce los placeres y sinsabores de la escritura, define su quehacer poético con imágenes sorprendentes, sensorialmente extrañas y cargadas de sensualidad. Así, en «Escribo»[1], la poeta define su escritura como un salirse de sí misma para contemplar «al hombre que incendia el horizonte / con un clavel mojado en gasolina», y para sostener entre sus brazos «una piedra que lacta en mi pecho / el flujo lunar de la nostalgia». Definido el quehacer poético como una tarea que se realiza en todo momento y bajo las circunstancias más disímiles, la poeta desafía la lógica racionalista para envolvernos con el manto sensual de lo irracional:

 

Escribo

guardando el equilibrio

en una sola pierna

acostada en la tapa

de un gran piano de cola

mientras un gato lame

las teclas insonoras de mi cuerpo (62)  

 

La relación intertextual que establece la poeta atraviesa el poemario, que se inaugura con «Tiempo, me has vencido» en diálogo con César Dávila Andrade y su célebre poema «Espacio, me has vencido», que da cuenta de la contundente derrota del ser humano ante la inmensidad del universo. En el poema de Manzano, el inexorable transcurrir del tiempo es asumido con serenidad, desprovisto de dramatismo y con pinceladas de humor en medio de la gravedad del asunto. ¿Cuál es esa espada «fraguada en ocio lento» (11)? El disfrute de la vida persiste y, a pesar del tiempo, sigue escuchándose, bajo tierra, «el violín fosilizado del deseo» (13). Así, la cercanía de la muerte que corona la victoria del tiempo no impide que la poeta confiese, con ironía, el carácter de su máscara victoriosa, en una estrofa cuya imprecación inicial se resuelve con un macabro sentido del humor:

 

Ay, Tiempo

me has tirado de bruces

sobre la imagen y semejanza

de mi creación más perfecta

esa que calza en mis zapatos

esa que usa el mismo vestido

con el que asisto al recital

que brinda cada año

la Sociedad Secreta de los Poetas Muertos (12)

 

            El poema concluye con la muerte del poeta, en parte porque la vida es poesía en movimiento, en parte porque la muerte es la clausura de ese texto finito que es la existencia del ser humano. Así, la muerte es la que concluye el poema de la vida: «La mano de la muerte / arrancó de la mano del poeta / la pluma que apretaba / y concluyó el poema con un verso / de su propia autoría» (17). Pero esa muerte no es cualquier muerte, pues en la última estancia del poema resuena, como un signo de todo poeta, la invocación a García Lorca: «Cuando ya su inocencia había sido fusilada / llegó la orden de suspender la ejecución / Eran las cinco en punto de la tarde». (20)

            En la siguiente sección, la poeta invoca a Walt Whitman a través del célebre verso de su poema dedicado a Abraham Lincoln: «Oh, capitán, mi capitán». Si en el texto primero, el tiempo ha vencido, en este poema la nostalgia de lo que fue y no volverá se acumula en un sitio solitario en donde la poeta quiere levantar morada. La invocación no está exenta de la ironía característica de la voz poética: «No mastico hojas de hierba / de haberlo hecho / hace mucho hubiera escrito / un demencial canto a mí misma» (25). Hay un anhelo de volver a la palabra original, concebida como nostalgia inédita a través del paso del tiempo. Luego de una imagen, tan inesperada como surreal, «una botella en llamas / con un náufrago adentro» (28), la invocación al poeta Whitman, convertido en el capitán de su poema a Lincoln, clama por la liberación del poema que aletea: «entre los dientes / de una rosa carnívora».

            La tercera estancia del poema se cierra con una paradoja: la imagen de la imposible perennidad del ser consuma en su epitafio se contrapone a la perennidad de la poesía por sobre la lógica implacable de la muerte: «escribir sobre la arena / un epitafio en verso / tan bello y doloroso / que no habrá espuma alguna / que se atreva a borrarlo». Belleza y dolor de la poesía que anhela escribir la poeta detenida en ese lugar solitario al que ha llegado al final de la vida, igual que la profesora de piano, del poema final, espera frente a su instrumento en una habitación con fragancia de nardos.

            Esa soledad es también el espacio de la libertad definitiva que simboliza el mar. La poeta se aleja del capitán y decide enfilarse hacia su confrontación con la muerte. En los últimos versos que invocan a Safo, la poeta suicida, hay una tácita sororidad: la voz poética se autoimpone la misión de encontrar el peñasco de la isla de Léucade de donde Safo se arrojó para alimento del mar y la de cubrir con la túnica de aquella los restos que el mar devuelve «a la playa tantas veces recorrida / por sandalias suicidas». Es en esa soledad, en esa muerte, en ese naufragio personal, en donde la voz poética encontrará el sitio deshabitado, según clama: «uno en el que mi sombra / encuentre la luz que la proyecte». (25)

            Las sombras carecen de cuerpos. El poema que da título al poemario invoca a la música de jazz y sus versos crecen con el símil musical. El vitalismo del jazz y la bohemia de sus músicos van desgranándose en los versos. Una anciana, símbolo del paso del tiempo y de la acumulación de vida, canta Summer Time «con el mismo dolor con que lo haría / una mujer que acaba de parir / un pájaro sin alas» (56). Ese dolor intenso que se nos queda grabado en la retina mientras el pájaro palpita extraño entre los versos del poema. La anciana recibe una propina de hojas muertas: es la música que queda atrás. ¿Qué son aquellas hojas muertas que la sombra se saca del escote? El pasado, la vida que ya no es y, sin embargo, continúa porque «debajo de la almohada / el vino de mi sombra / esconde una hoja muerta / aún con vida». (57)

            Las sombras son también memoria del duelo. La madre que acompaña y protege a la sombra de la voz poética es invocada para que permita que la vida fluya con cada muerte a cuestas. Hay un reconocimiento sereno de la finitud y, por tanto, un ruego a la madre protectora: «no salves lo insalvable». Cada uno espera la muerte que le toca porque es inevitable, porque la flecha que habrá de aniquilarnos no espera; la voz poética proclama, entonces: «la que me corresponde / ya viene silbando por los aires» (41). La madre en, que nos dio la vida, no podrá protegernos de la muerte inexorable.

            En esta esfera de duelos, dos sombras se proyectan ya sin sus cuerpos: la de la hermana y la del hermano. Bellos y conmovedores poemas de duelo y nostalgia. Esa tristeza por la hermana querida que no está es el reconocimiento de que lo que fue un cuerpo vivo que ya no es más que una ausencia definitiva. La imagen de la contemplación de esa ausencia por parte de la sombra que regresa a la habitación en la que alguna vez fue sombra de un cuerpo vivo es estremecedora:

 

La sombra de mi hermana

contempla largamente

la ausencia del cuerpo de mi hermana

y solo se retira

después de que le dice entre sollozos

que la extraña (43)

           

En similar sentido, la sombra del hermano es evocada con la desesperada necesidad de evitar la partida de aquel que se fue en un caracol con ruedas, «cuya cajuela guarda / los vagidos de un mar que aún no nace» (53). Ese extrañamiento es un llamado desde el lugar de la muerte, ahí donde habitan todas nuestras nostalgias. Cuando el hermano enciende el coche y acelera: «Se rompe la barrera del sonido / con un silencio sordo que revienta / los tímpanos de todo el universo / Se rompe el dique que contiene / las aguas de todos mis océanos» (53). La voz poética nos abandona a la ausencia de un hermano, que también es el nuestro, el de hermano difunto que todos llevamos en nuestra tristeza.

Solo somos sombras, parece decirnos la poeta, sombras sin cuerpos, proyecciones platónicas. Una sombra chinesca es la metáfora sobre la brevedad de la vida: apenas somos «la sombra de un instante» (44). La sombra es también la prolongación del cuerpo en la aventura de estar vivo. ¿Qué es el cuerpo que se busca a sí mismo? Es cuerpo finito y la sombra es prolongación de la memoria, símbolo de la poesía que continúa viviendo cuando el cuerpo ya no es: «Yo soy la sombra / de mi sombra / ambas buscamos / un cuerpo que escapó / mientras las dos dormíamos» (46). ¿Qué es entonces una sombra sin cuerpo sino la existencia del ser prolongada en el desierto indescriptible de la muerte?

Entre las sombras, las hay aquellas que son perversas, violentas y que se extienden en versos tremendistas. El préstamo del título «Catedral salvaje», de Dávila Andrade, le permite a Sonia Manzano trabajar una reinterpretación metafórica: las resonancias telúricas del poema daviliano son reemplazadas por la dureza criminal del asunto; así, ante la sombra del cura que sermonea a una feligresía embelesada, «solo el niño / que canta alabanzas a la Virgen / sabe que los ojos pederastas / están inyectados / con la sangre blanca y pegajosa / que eyaculan en secreto / los demonios» (40). La inocencia es la víctima de una catedral salvaje, símbolo de la institución eclesial católica, que permite y encubre la pederastia.

 En esta línea, están la desgarradora imagen del niño hidrocefálico que se alimenta del pezón reseco de su madre y la visión de la mujer adicta que abre la caja de Pandora con la ampolleta de droga; están la niña afgana que es vendida por su padre a un viejo que perpetúa el poder patriarcal sobre el cuerpo de la niña, y la agonía angustiosa de George Floyd que repetía «no puedo respirar / no puedo respirar / no puedo respirar / hasta que su último clamor / fue el de un ruiseñor estrangulado / por el guante racista de la asfixia» (66). Poesía tremendista, cargada la indignación frente a la injusticia del mundo, en medio de un dolor inenarrable, descarnado.  

            Al cerrar el libro leemos «La maestra de piano», un conmovedor texto cargado de verdad vivencial. Esa maestra, que «sumerge su plumaje de cisne hembra / en el lago en el que flotan / los ojos dorados de un anfibio» (70), es la que toma el brazo que la ayuda a caminar y acepta con estoicismo la presencia de «el pájaro senil del deterioro» (70); es la que vive sola y repara su alma rota con la música, que es también poesía: «El piano es su único psiquiatra / solo él conoce / la inocua intrascendencia de sus traumas / El piano es la piedra del sol en que restriega / el curtido ropaje de sus culpas».

La maestra de piano quiere celebrar el final de la vida con el demente frenesí de la música hasta que queden «sus dedos convertidos / en cenizas de sangre» (73). La maestra de piano queda a la espera de que el primero de sus cuatro alumnos           irreales «aparezca / en su sala olorosa a nardos agrios», esa fragancia de nardos de reminiscencias bíblicas y evangélicas. Los nardos del Cantar de los Cantares, el bálsamo de nardo que una mujer derrama sobre la cabeza de Jesús, en Betania; el nardo de la espera, la espera de esa sombra que va con nosotros y que, en un día sin recuerdo, se encontrará vagando extraviada sin el cuerpo que fuimos.

El vino de mi sombra, de Sonia Manzano, es poesía que dialoga con otros textos poéticos y sus poetas, con una escritura que está cargada de ironía, imágenes deslumbrantes e indignación, al tiempo que, de forma permanente, celebra la existencia más allá de la inexorable finitud de la vida.



[1] Sonia Manzano, El vino de mi sombra (Guayaquil: Cadáver Exquisito Ediciones, 2024), 61-62. Los números entre paréntesis indican el número de página en esta edición. La fotografía del libro que ilustra esta entrada es mía.