La poesía es un espacio comunitario
en el que la palabra hilvana la diversidad de voces del mundo y va construyendo
una colcha de versos que arropa la desnudez interior del ser humano ante la
vida. La poesía se alimenta de poesía y la voz poética es una amalgama de voces
que, paradójicamente, nos permite aquella confrontación tan temida con nosotros
mismos y nuestra soledad. Y, la poesía es la habitación personalísima del yo y
su estremecimiento frente a sí, el otro y al mundo.
Sonia Manzano, que conoce los
placeres y sinsabores de la escritura, define su quehacer poético con imágenes sorprendentes,
sensorialmente extrañas y cargadas de sensualidad. Así, en «Escribo», la poeta define su escritura
como un salirse de sí misma para contemplar «al hombre que incendia el
horizonte / con un clavel mojado en gasolina», y para sostener entre sus brazos
«una piedra que lacta en mi pecho / el flujo lunar de la nostalgia». Definido
el quehacer poético como una tarea que se realiza en todo momento y bajo las
circunstancias más disímiles, la poeta desafía la lógica racionalista para
envolvernos con el manto sensual de lo irracional:
Escribo
guardando el equilibrio
en una sola pierna
acostada en la tapa
de un gran piano de cola
mientras un gato lame
las teclas insonoras de mi cuerpo (62)
La relación intertextual que
establece la poeta atraviesa el poemario, que se inaugura con «Tiempo, me has
vencido» en diálogo con César Dávila Andrade y su célebre poema «Espacio, me
has vencido», que da cuenta de la contundente derrota del ser humano ante la
inmensidad del universo. En el poema de Manzano, el inexorable transcurrir del
tiempo es asumido con serenidad, desprovisto de dramatismo y con pinceladas de
humor en medio de la gravedad del asunto. ¿Cuál es esa espada «fraguada en ocio
lento» (11)? El disfrute de la vida persiste y, a pesar del tiempo, sigue escuchándose,
bajo tierra, «el violín fosilizado del deseo» (13). Así, la cercanía de la
muerte que corona la victoria del tiempo no impide que la poeta confiese, con ironía,
el carácter de su máscara victoriosa, en una estrofa cuya imprecación inicial se
resuelve con un macabro sentido del humor:
Ay, Tiempo
me has tirado de bruces
sobre la imagen y semejanza
de mi creación más perfecta
esa que calza en mis zapatos
esa que usa el mismo vestido
con el que asisto al recital
que brinda cada año
la Sociedad Secreta de los Poetas
Muertos (12)
El poema concluye con la muerte del
poeta, en parte porque la vida es poesía en movimiento, en parte porque la
muerte es la clausura de ese texto finito que es la existencia del ser humano.
Así, la muerte es la que concluye el poema de la vida: «La mano de la muerte /
arrancó de la mano del poeta / la pluma que apretaba / y concluyó el poema con
un verso / de su propia autoría» (17). Pero esa muerte no es cualquier muerte,
pues en la última estancia del poema resuena, como un signo de todo poeta, la invocación
a García Lorca: «Cuando ya su inocencia había sido fusilada / llegó la orden de
suspender la ejecución / Eran las cinco en punto de la tarde». (20)
En la siguiente sección, la poeta
invoca a Walt Whitman a través del célebre verso de su poema dedicado a Abraham
Lincoln: «Oh, capitán, mi capitán». Si en el texto primero, el tiempo ha
vencido, en este poema la nostalgia de lo que fue y no volverá se acumula en un
sitio solitario en donde la poeta quiere levantar morada. La invocación no está
exenta de la ironía característica de la voz poética: «No mastico hojas de
hierba / de haberlo hecho / hace mucho hubiera escrito / un demencial canto a mí
misma» (25). Hay un anhelo de volver a la palabra original, concebida como nostalgia
inédita a través del paso del tiempo. Luego de una imagen, tan inesperada como surreal,
«una botella en llamas / con un náufrago adentro» (28), la invocación al poeta
Whitman, convertido en el capitán de su poema a Lincoln, clama por la liberación
del poema que aletea: «entre los dientes / de una rosa carnívora».
La tercera estancia del poema se
cierra con una paradoja: la imagen de la imposible perennidad del ser consuma
en su epitafio se contrapone a la perennidad de la poesía por sobre la lógica implacable
de la muerte: «escribir sobre la arena / un epitafio en verso / tan bello y
doloroso / que no habrá espuma alguna / que se atreva a borrarlo». Belleza y
dolor de la poesía que anhela escribir la poeta detenida en ese lugar solitario
al que ha llegado al final de la vida, igual que la profesora de piano, del
poema final, espera frente a su instrumento en una habitación con fragancia de
nardos.
Esa soledad es también el espacio de
la libertad definitiva que simboliza el mar. La poeta se aleja del capitán y decide
enfilarse hacia su confrontación con la muerte. En los últimos versos que invocan
a Safo, la poeta suicida, hay una tácita sororidad: la voz poética se autoimpone
la misión de encontrar el peñasco de la isla de Léucade de donde Safo se arrojó
para alimento del mar y la de cubrir con la túnica de aquella los restos que el
mar devuelve «a la playa tantas veces recorrida / por sandalias suicidas». Es
en esa soledad, en esa muerte, en ese naufragio personal, en donde la voz poética
encontrará el sitio deshabitado, según clama: «uno en el que mi sombra /
encuentre la luz que la proyecte». (25)
Las sombras carecen de cuerpos. El
poema que da título al poemario invoca a la música de jazz y sus versos crecen
con el símil musical. El vitalismo del jazz y la bohemia de sus músicos van
desgranándose en los versos. Una anciana, símbolo del paso del tiempo y de la acumulación
de vida, canta Summer Time «con el mismo dolor con que lo haría / una
mujer que acaba de parir / un pájaro sin alas» (56). Ese dolor intenso que se
nos queda grabado en la retina mientras el pájaro palpita extraño entre los versos
del poema. La anciana recibe una propina de hojas muertas: es la música que
queda atrás. ¿Qué son aquellas hojas muertas que la sombra se saca del escote? El
pasado, la vida que ya no es y, sin embargo, continúa porque «debajo de la
almohada / el vino de mi sombra / esconde una hoja muerta / aún con vida». (57)
Las sombras son también memoria del
duelo. La madre que acompaña y protege a la sombra de la voz poética es invocada
para que permita que la vida fluya con cada muerte a cuestas. Hay un
reconocimiento sereno de la finitud y, por tanto, un ruego a la madre
protectora: «no salves lo insalvable». Cada uno espera la muerte que le toca
porque es inevitable, porque la flecha que habrá de aniquilarnos no espera; la
voz poética proclama, entonces: «la que me corresponde / ya viene silbando por
los aires» (41). La madre en, que nos dio la vida, no podrá protegernos de la
muerte inexorable.
En esta esfera de duelos, dos
sombras se proyectan ya sin sus cuerpos: la de la hermana y la del hermano. Bellos
y conmovedores poemas de duelo y nostalgia. Esa tristeza por la hermana querida
que no está es el reconocimiento de que lo que fue un cuerpo vivo que ya no es
más que una ausencia definitiva. La imagen de la contemplación de esa ausencia por
parte de la sombra que regresa a la habitación en la que alguna vez fue sombra
de un cuerpo vivo es estremecedora:
La sombra de mi hermana
contempla largamente
la ausencia del cuerpo de mi
hermana
y solo se retira
después de que le dice entre
sollozos
que la extraña (43)
En similar sentido, la sombra del
hermano es evocada con la desesperada necesidad de evitar la partida de aquel
que se fue en un caracol con ruedas, «cuya cajuela guarda / los vagidos de un
mar que aún no nace» (53). Ese extrañamiento es un llamado desde el lugar de la
muerte, ahí donde habitan todas nuestras nostalgias. Cuando el hermano enciende
el coche y acelera: «Se rompe la barrera del sonido / con un silencio sordo que
revienta / los tímpanos de todo el universo / Se rompe el dique que contiene / las
aguas de todos mis océanos» (53). La voz poética nos abandona a la ausencia de
un hermano, que también es el nuestro, el de hermano difunto que todos llevamos
en nuestra tristeza.
Solo somos sombras, parece decirnos
la poeta, sombras sin cuerpos, proyecciones platónicas. Una sombra chinesca es
la metáfora sobre la brevedad de la vida: apenas somos «la sombra de un
instante» (44). La sombra es también la prolongación del cuerpo en la aventura
de estar vivo. ¿Qué es el cuerpo que se busca a sí mismo? Es cuerpo finito y la
sombra es prolongación de la memoria, símbolo de la poesía que continúa
viviendo cuando el cuerpo ya no es: «Yo soy la sombra / de mi sombra / ambas
buscamos / un cuerpo que escapó / mientras las dos dormíamos» (46). ¿Qué es
entonces una sombra sin cuerpo sino la existencia del ser prolongada en el
desierto indescriptible de la muerte?
Entre las sombras, las hay aquellas
que son perversas, violentas y que se extienden en versos tremendistas. El préstamo
del título «Catedral salvaje», de Dávila Andrade, le permite a Sonia Manzano trabajar
una reinterpretación metafórica: las resonancias telúricas del poema daviliano
son reemplazadas por la dureza criminal del asunto; así, ante la sombra del
cura que sermonea a una feligresía embelesada, «solo el niño / que canta
alabanzas a la Virgen / sabe que los ojos pederastas / están inyectados / con la
sangre blanca y pegajosa / que eyaculan en secreto / los demonios» (40). La
inocencia es la víctima de una catedral salvaje, símbolo de la institución
eclesial católica, que permite y encubre la pederastia.
En esta línea, están la desgarradora imagen
del niño hidrocefálico que se alimenta del pezón reseco de su madre y la visión
de la mujer adicta que abre la caja de Pandora con la ampolleta de droga; están
la niña afgana que es vendida por su padre a un viejo que perpetúa el poder patriarcal
sobre el cuerpo de la niña, y la agonía angustiosa de George Floyd que repetía «no
puedo respirar / no puedo respirar / no puedo respirar / hasta que su último clamor
/ fue el de un ruiseñor estrangulado / por el guante racista de la asfixia» (66).
Poesía tremendista, cargada la indignación frente a la injusticia del mundo, en
medio de un dolor inenarrable, descarnado.
Al cerrar el libro leemos «La
maestra de piano», un conmovedor texto cargado de verdad vivencial. Esa
maestra, que «sumerge su plumaje de cisne hembra / en el lago en el que flotan
/ los ojos dorados de un anfibio» (70), es la que toma el brazo que la ayuda a
caminar y acepta con estoicismo la presencia de «el pájaro senil del deterioro»
(70); es la que vive sola y repara su alma rota con la música, que es también
poesía: «El piano es su único psiquiatra / solo él conoce / la inocua intrascendencia
de sus traumas / El piano es la piedra del sol en que restriega / el curtido ropaje
de sus culpas».
La maestra de piano quiere celebrar
el final de la vida con el demente frenesí de la música hasta que queden «sus
dedos convertidos / en cenizas de sangre» (73). La maestra de piano queda a la
espera de que el primero de sus cuatro alumnos
irreales «aparezca / en su sala olorosa a nardos agrios», esa fragancia de
nardos de reminiscencias bíblicas y evangélicas. Los nardos del Cantar de los
Cantares, el bálsamo de nardo que una mujer derrama sobre la cabeza de Jesús, en
Betania; el nardo de la espera, la espera de esa sombra que va con nosotros y
que, en un día sin recuerdo, se encontrará vagando extraviada sin el cuerpo que
fuimos.
El vino de mi sombra, de Sonia Manzano, es
poesía que dialoga con otros textos poéticos y sus poetas, con una escritura que
está cargada de ironía, imágenes deslumbrantes e indignación, al tiempo que, de
forma permanente, celebra la existencia más allá de la inexorable finitud de la
vida.