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Mural Bicentenario, de Pavel Egüez, en la Plaza de la República, Quito. (Foto Raúl Vallejo, mayo 2022) |
Está
compuesto por 6 510 piezas de cerámica policromada de 30 x 30 cm,
pintadas a mano, una por una, e instaladas sobre los 600 metros cuadrados de la
fachada ciega del edificio del Consejo Provincial de Pichincha, construido en
1979. En la parte superior del mural, la Tierra, el Sol y la Luna están
representados en una figura única que alberga dos rostros humanos, metafóricamente
en la Mitad del Mundo para reafirmar el sentido universal de la gesta
libertaria, y los rayos de acero que rodean al círculo son el fuego del
espíritu de los hombres y mujeres que lucharon con heroísmo por nuestra primera
independencia. El mural del Bicentenario de la Batalla
de Pichincha, de Pavel Egüez, es una memoria que nos recordará, desde la
trascendencia del arte en el tiempo, que la patria se expresa con una amalgama
de voces que transitan historias de luchas; una monumental expresión estética
de la gesta de un pueblo que construye, permanentemente, el hogar de una nación
para que el ser humano lo habite con la felicidad cotidiana de una comunidad
socialmente justa.
Pavel Egüez (Quito, 1959) es un artista de reconocida
obra pictórica que tiene una amplia experiencia como muralista y sabe lo que es
dignificar el muro de mudez solitaria y convertirlo en un espacio identitario
que dialoga con la gente que transita la calle. «Simón Bolívar», de bellísimo
dibujo que integra el rostro de Bolívar en el mapa de América del Sur y «Somos
maíz», de luminoso simbolismo sobre la naturaleza y la cultura ancestral, ubicados
en sendas fachadas de la Universidad Andina Simón Bolívar, sede Ecuador, son
dos murales que exhiben tanto la fuerza expresiva de la concepción artística
como la calidad técnica de la instalación. Otro ejemplo de la obra de Egüez es
el «Grito de la memoria», mural instalado en la pared exterior de la actual
Secretaría Nacional de Planificación, en Quito, que, según el historiador Jorge
Núñez Sánchez, es «bello por su factura, su colorido y vigor creativo, y terrible por el
tema que rememora, en nombre de las víctimas de la crueldad humana».
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Murales «Somos maíz» y «Simón Bolívar», en la UASB, Quito (Foto Raúl Vallejo, mayo 2022) |
Un
mural es una narrativa alternativa, en lenguaje artístico, de un pasaje de la
historia y, por lo general, interpela y reinterpreta las narrativas
hegemónicas. En el mural «Bicentenario», la presencia de Manuela
Sáenz (1779-1856), que participó en la gesta libertaria; y la de Dolores
Cacuango (1881-1971) y Tránsito Amaguaña (1909-2009), luchadoras por los
derechos del pueblo indígena, construye una narrativa que interpela el
silenciamiento del que han sido objeto las mujeres en la historia de la patria.
Además, la presencia de mujeres
anónimas se instala en el mural como cuerpos que rompen el silenciamiento patriarcal
y adquieren relevancia en su tránsito histórico. Esta presencia de las mujeres
se prolonga en la lucha contra la violencia feminicida, como parte de una
segunda independencia, por lo que «…también representan
aquellas mujeres violadas, desaparecidas o asesinadas: Claudia, Esther, Teresa,
Ingrid, Fabiola, Valeria de las que nos habla Vivir Quintana en su “Canción Sin
Miedo”. Por eso, en el mural se lee la frase: “Ni una menos”».
Esta narrativa del mural «Bicentenario»
construye su crítica social en el sentido señalado por la activista y
teórica feminista Judith Butler, quien dijera hace un par de años en la sede
Villa Lynch de la Universidad Nacional de Tres de Febrero, de Argentina:
«Nuestro enemigo es el régimen patriarcal, homofóbico y capitalista».
Un mural
es también un espacio de contemplación abierta. La cromática del mural se
incorpora al paisaje quiteño como una atalaya que da la bienvenida al Centro
Histórico de la capital. La torre café oscura, de ochenta metros de alto, del
edificio del Consejo Provincial se ha transformado, por efecto del cromatismo
del mural, en una torre en diversos tonos de azul que emergen vigorosos e
irrumpen y armonizan la contemplación de un horizonte quiteño hecho con la
perspectiva de la urbe que avanza hacia el Centro Histórico y el paisaje
natural de cielo y montaña que cobijan la ciudad. La monumentalidad del mural
incorpora el goce estético de la mirada y esa mirada se consigue con la
integración de la totalidad del paisaje que se ve. Como dice la
historiadora y crítica de arte Avelina Lésper: «El gran formato es parte de
esta transformación fundamental: el muro, el lienzo extenso que abarca las
miradas de todos. Los murales están para que el espectador se involucre como
parte de la obra, se viven en espacios públicos, se integran como un elemento
social y urbano».
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Mural «Grito de la memoria», en la Secretaría Nacional de Planificación, Quito. (Foto Raúl Vallejo, mayo 2022)
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El
mural Bicentenario no ha estado exento de una crítica visceral y sectaria que tiene mucho
que ver con la coyuntura política. Coincidió con la inauguración, en días
previos, de un mural del artista español Okuda San Miguel en el boulevard de la
avenida 24 de Mayo, en el centro histórico de Quito. El mural de San Miguel,
expresión de arte callejero, es parte de un proyecto municipal llamado
CaminArte, en el marco del Bicentenario. El mural de San Miguel, donado por la
Embajada de España, rinde homenaje a las mujeres bordadoras de la comunidad de
Llano Grande y causó polémica por la inclusión de Pikachú, un elemento
figurativo de la cultura pop, y haber sido presentado, en términos
comunicacionales, como celebratorio del Bicentenario. El mural de San Miguel,
por el tipo de los materiales utilizados, es de vida corta, salvo que el
municipio haya previsto un programa de mantenimiento y restauración de murales
de arte callejero. Más allá de la polémica, el camino del arte es amplio
y en él hay espacio para múltiples formas de expresión artística por tanto este
mural de Okuda San Miguel cumple a cabalidad su función de arte decorativo
de fachadas en un paseo callejero, pero, en su simbolismo histórico, no tiene
nada que ver con el mural de Egüez, por lo tanto, no son comparables en ninguna
dirección. Insistir en ello, desde la crítica gástrica del “me gusta más tal o
cual”, es simple ignorancia en cuestiones de arte o perversa mala fe… o ambas.
Y,
como una expresión más del fanatismo del odio, también se ha criminalizado el
costo de este mural que asciende a 480 000 dólares. El fanatismo del odio es,
por supuesto, selectivo. La instalación del monumento a Guayas y Kil, de Edgar
Cevallos Rosales, un bronce de quince metros de altura sobre una base de
hormigón de diez, en el distribuidor de tráfico a la entrada del puente de la
Unidad Nacional, en Guayaquil, tuvo un costo de 2 450 000 dólares. Las «Seis Virtudes de
Guayaquil» del mismo artista, que consiste en seis estatuas en la Plaza de la Administración,
también contratadas por el municipio porteño, tuvieron un costo total de 660
000 dólares.
En ninguno de los dos casos ni la prensa ni cierto activismo tuitero y su
ejército de troles, erigidos en críticos de arte ad hoc, cuestionaron ni
el costo ni el proceso de adjudicación y menos el valor artístico de las
esculturas. Tampoco se ha informado ni observado el costo de los monumentos en
espacios públicos llevados a cabo por diferentes administraciones municipales
de la capital. En síntesis, la crítica al mural se disfrazó de criterio
estético y moralista cuando lo que yace en el fondo es una profunda odiosidad política
contra la prefecta de Pichincha, dada su militancia partidaria, y un rechazo
visceral a la definición ideológica del artista. No obstante, habría que
revisar, para el desarrollo futuro de políticas culturales sobre el uso de espacios
públicos, el proceso de adjudicación discrecional que actualmente consta en el
artículo 2 de la Ley Orgánica del Sistema de Contratación Pública y en el
artículo 93 de su Reglamento: lo óptimo es que existan
concursos de convocatoria amplia, con jurados conformados por académicos,
críticos y artistas de reconocida trayectoria, para los proyectos artísticos
que involucren espacios y dinero públicos.
Entre
1922 y 1923, por encargo de José Vasconcelos, entonces secretario de Educación,
Diego Rivera pintó el mural «La creación» en el antiguo colegio de San
Ildefonso, hoy Museo de San Ildefonso, en el Centro Histórico de Ciudad de
México. Es conocido que, mientras trabajaba en el mural en el que el hombre
mexicano emerge del árbol de la vida, Rivera pintaba con una pistola en el
cinto para protegerse de la agresión de los fanáticos religiosos conservadores. En 1988, a Guayasamín los
intelectuales orgánicos de las oligarquía y burguesía colonizadas volvieron a
insultarlo con la muletilla de “indio comunista” por causa del imponente mural «Imagen
de la Patria», instalado en el salón de sesiones del antiguo Congreso, hoy
Asamblea Nacional, por encargo de una comisión multipartidista. De aquellos fanáticos solo
queda el olvido y los murales de Rivera y Guayasamín permanecen con toda su belleza
dignificando el espacio público, convertidos en memoria simbólica del pueblo. En
el transcurrir del tiempo, con el mural «Bicentenario», de Pavel Egüez, sucederá
lo mismo: cuando ya no estemos nosotros y el fanatismo del odio sea tan solo una
nota al pie de página, la esplendorosa monumentalidad del mural continuará
incorporada al paisaje del cielo de Quito como una memoria indeleble de la
gesta independentista de nuestra patria.