José María y Corina lo habían conversado en alguna de sus tardes de té y facturas: toda muerte engendra ausencias y cada ausencia es un pedazo de muerte que se adhiere para siempre a nuestra piel de solos.
(De El perpetuo exiliado, 2016).

domingo, agosto 17, 2014

La vida es Rosa Elvira Cely



Hay libros que son necesarios para entender los abismos de la condición humana. Hay libros que recogen la realidad y la convierten en discurso literario para profundizar ciertos dramas de la vida. Hay libros que son el testimonio de la palabra comprometida. Cabalgando entre la crónica periodística y la ficción literaria, La vida es Rosa: el oscuro amanecer de Rosa Elvira Cely en el Parque Nacional, de Fernando González Santos, es un libro necesario para humanizar a la víctima de un crimen horrendo, entender el drama del feminicidio, y despertar la indignación y la solidaridad requeridas para que la sociedad enfrente la violencia que genera desde sí misma.
La madrugada del 24 de mayo de 2012, en el Parque Nacional de Bogotá, corazón verde de la capital, Rosa Elvira Cely, de 35 años, madre soltera de una niña de 12, fue víctima de una violación atroz que incluyó heridas mortales con arma blanca y empalamiento. La sevicia con la que obró el perpetrador, de nombre Javier Velasco Valenzuela, movilizó desde el horror a la ciudadanía colombiana en contra del femicidio. Velasco, que ya tenía en su haber tres crímenes contra mujeres, fue condenado a 60 años de prisión pero, debido a esos esguinces legales de último minuto que obedecen a la letra pero no al espíritu de la Ley, su condena fue reducida a 48 años.
            La novela de Fernando González Santos reconstruye estos hechos y les da voz a los protagonistas quienes, desde el monólogo interior, van mostrando sus vidas y la manera como el crimen de Rosa Elvira quiebra sus existencias. En este sentido, la novela se convierte en un libro testimonial que supera la narración de los hechos con los que se regodeó la crónica roja para mostrar el espíritu de la víctima, sus familiares y amigos cercanos. Con ese tratamiento literario, la víctima es rescatada de la situación denigrante a la que la redujo el perpetrador por medio de la violencia, para ser mostrada con la dignidad de quienes luchan por la vida.
            Al mismo tiempo, esta novela testimonial es una denuncia que pone al desnudo el horror del femicidio o feminicidio —todavía no han sido incluidos en el DRAE ninguno de los dos términos— y la incapacidad de la sociedad en su conjunto para entender su existencia. El libro se inscribe en el marco de la lucha que emprendió la hermana de la víctima, Adriana Cely, quien, junto a las abogadas Isabel Agatón y Blanca Lidia González, del Centro de Investigación en Justicia y Estudios Críticos del Derecho (Cijusticia), han propuesto a la legislatura la expedición de la Ley Rosa Elvira Cely, en la que se crea el tipo penal de feminicidio como delito autónomo. El proyecto de Ley, presentado por la senadora Gloria Inés Ramírez (Polo Democrático) aún espera la sanción legislativa.
            Fernando González ha asumido un compromiso político al denunciar la existencia de una sociedad estructuralmente feminicida. En primer lugar, su escritura se inscribe en aquello que llamamos la construcción de nuevas masculinidades pues se trata de que los hombres mismos superemos la violencia intrínseca de cierta condición masculina. En segundo, esta literatura testimonial pone al descubierto los hechos y las conductas de una sociedad que aún no se da cuenta de la violencia contra la mujer que ella mismo promueve mediante los patrones culturales que difunde. Finalmente, esta crónica confronta la conducta institucional frente a la violencia en contra de la mujer. La novela de González genera, al final, la solidaridad de quien la lee a favor de las víctimas de la violencia femicida.
            La vida es Rosa: el oscuro amanecer de Rosa Elvira Cely en el Parque Nacional, de Fernando González Santos, es una novela testimonial necesaria que contribuye con su denuncia a combatir el feminicidio y, desde la pedagogía de la solidaridad, a construir nuevas masculinidades, al mismo tiempo que humaniza a la víctima de un crimen atroz.

domingo, mayo 04, 2014

De la tierra al cielo, 100 años con Cortázar



“De la tierra al cielo: 100 años con Julio Cortázar”, propuesta de lectura artística de Rayuela, de Julio Cortázar, concebida por Rogelio Cuéllar y María Luisa Passarge.
   
     “A su manera este libro es muchos libros pero sobre todo es dos libros”. Así comienza el “Tablero de dirección” de Rayuela (1963), de Julio Cortázar (1914 – 1984), la novela emblemática del vitalismo de toda una generación. La condición lúdica de Rayuela está no solo en las posibilidades de lectura que plantea su autor, sino en la multiplicidad de significados que derivan de las disquisiciones teoréticas  incluidas en ella y, sobre todo, de los juegos intertextuales generados en y por la propia novela. Rayuela, en esta oportunidad, dialoga con la obra plástica de cincuenta y cinco artistas plásticos de México que han construido cinco rayuelas y dos artistas que fraguaron la puesta en escena.
El fotógrafo Rogelio Cuéllar y la editora María Luisa Passarge convocaron a los artistas para que, de acuerdo a su personal evocación de lo que fue para ellos la lectura de Rayuela, transmutaran en obra plástica cada una de las once casillas de las cinco rayuelas que armaron, según el modelo aparecido en la portada de la primera edición de la novela. La puesta en escena es una apuesta lúdica que interpela diversos lenguajes artísticos: el de las artes plásticas, el de la fotografía y el de la palabra. Un singular homenaje desde el arte y la literatura que celebra los cincuenta años de la novela y el centenario de su autor.
Los materiales utilizados por los artistas fueron múltiples también: óleo, acrílico, vidrio, hoja de plata, yeso, chapopote (asfalto), ceniza y aluminio. Cuéllar, además, fotografió a los artistas participantes de esta singular experiencia estética junto a su obra y a cada uno de ellos se les pidió que, en una hoja de cuaderno de dibujo, trazaran a mano alzada la rayuela que a bien tuvieran. Así, en el montaje de la exposición, tenemos las rayuelas, las fotografías de los autores que sostienen sus pedazos del juego, y el dibujo de su rayuela. Pero eso no es todo.
Además, acompañan a la exposición, once textos literarios de otros tantos escritores que, como si saltaran en los cuadros del juego, se acercan verbalmente a los intersticios de múltiples resonancias emanados de la propia Rayuela, que es una novela que resulta de la experiencia de rearmar una novela desde la escritura y la complicidad de la lectura. Como dice Rosa Beltrán, en “Once razones para seguir leyendo Rayuela y dos para pensárselo”: “Porque hace estallar el orden convencional de la novela sin dejar de ser una novela.”
El resultado ha sido deslumbrante, cortazariano: una lectura plástica de Rayuela, la novela convertida ahora en cinco libros de arte colgados en una pared, con incontables posibilidades de combinaciones para hacer de esas cinco rayuelas, como le gustaba a Cortázar: todas las rayuelas, la rayuela.
Los curadores, Cuéllar y Passarge, se preguntan, nos preguntan: ¿cuántas combinaciones podemos armar con cinco artistas por cada una de las once casillas de la rayuela? Y la pregunta queda flotando para algún matemático que quiera encontrar el resultado. Mientras tanto, los lectores volvemos sobre la interrogante inicial de Rayuela: ¿Encontraría a la Maga? Esta interrogante, cuya condición de “inicial” está en duda por el propio planteamiento de lectura de la novela, sin embargo, no alcanza la respuesta matemática: se trata de una incertidumbre vital. ¿Queremos todavía encontrar a la Maga? En el texto ya citado de Rosa Beltrán, la segunda razón para pensárselo es: “Porque si Oliveira es el ideal de pareja, la Maga, muda y expectante —amada inmóvil que deja morir a Rocamadour— levanta sospechas.”
Contemplo “La Tierra”, de Vicente Rojo (técnica mixta/tela/madera, 35 x 90 cm), de una de las rayuelas. Bermellón y variantes, y negro. Superficie rugosa; cinco líneas capaces de crear espacios terrígenos para un comienzo. Y miro “Cielito lindo”, de Jordi Boldo (mixta/tela/madera, 35 x 90 cm), juguete mexicanísimo de nubes como algodones y firmamento de tonalidades frías. Y, así, cada uno puede ir construyendo su particular rayuela, saltando de un cuadro a otro, de una rayuela a otra, de la novela a la exposición y viceversa, y en todos los juegos hallará, lo que señala Juan Villoro para Rayuela en otro de los textos que acompañan la propuesta plástica: fuerza sensual del lenguaje, sentido del humor y la juguetona disposición de los capítulos. En todo caso, al decir del mismo Villoro, cada rayuela propia es “un fetiche, un talismán del tiempo”.

La exposición estuvo en el Centro Cultural Gabriel García Márquez, del Fondo de Cultura Económica, de Bogotá, desde el 11 de marzo al 27 de abril de 2014.

La exposición “De la tierra al cielo: 100 años con Julio Cortázar” es una propuesta para leer Rayuela en clave de obra plástica. Pero también es una invitación para releer la novela y volver a sentir las resonancias de aquel orgásmico Capítulo 68: “Apenas él le amalaba el noema, a ella se le agolpaba el clémiso y caían en hidromurias, en salvajes ambonios, en sustalos exasperantes.” O sentir que se nos eriza la nuca al volver sobre las últimas líneas del Capítulo 32: “Rocamadour, bebé Rocamadour, dientecito de ajo, te quiero tanto, nariz de azúcar, arbolito, caballito de juguete...”. Y, como Sandra Lorenzano, en el texto “Mi Rayuela”, aceptar nuestro deseo inconfesable: “Quise ser Julio Cortázar y enamorarme en Paris de las palabras, y de las mujeres, y de las calles, y del jazz… Quise dejar una piedra en la tumba de Montparnasse y llorar ahí toda la vida.”


jueves, abril 17, 2014

La muerte y su ritual maravilloso


En La Cueva, en Barraquilla, 24 de julio de 2012.
           Úrsula Iguarán murió en un día similar al que murió Gabriel García Márquez: “Amaneció muerta el Jueves Santo. La última vez que la habían ayudado a sacar la cuenta de su edad, por los tiempos de la compañía bananera, la había calculado entre los ciento quince y los ciento veintidós años. La enterraron en una cajita que era apenas más grande que la canastilla en que fue llevado Aureliano, y muy poca gente asistió al entierro, en parte porque no eran muchos quienes se acordaban de ella, y en parte porque ese mediodía hubo tanto calor que los pájaros desorientados se estrellaban como perdigones contra las paredes y rompían las mallas metálicas de las ventanas para morirse en los dormitorios.” (Cien años de soledad [1967], 42da. ed., Buenos Aires, Sudamericana, 1974, p. 291) Las casualidades son más propias de la vida que de la literatura pero en este caso, como en un ceremonial de lo real maravilloso, se han combinado la vida y la literatura para la casualidad de la muerte. Y, sin embargo, García Márquez y Úrsula Iguarán vivirán como personajes de una realidad literariamente vital.
Existen, además, dos memorables momentos de muerte en Cien años de soledad. El uno, es la muerte de José Arcadio Buendía, el fundador de Macondo. Una mañana, Úrsula ve acercarse a Cataure, el hermano de Visitación que había huido de la peste del insomnio, quien le dice: “He venido al sepelio del rey”. Entonces entran a la habitación de José Arcadio, pero él ya se había quedado para siempre junto a Prudencio Aguilar, en un cuarto intermedio, creyendo que se trataba del cuarto real. “Poco después, cuando el carpintero le tomaba las medidas para el ataúd, vieron a través de la ventana que estaba cayendo una llovizna de minúsculas flores amarillas. Cayeron toda la noche sobre el pueblo en una tormenta silenciosa, y cubrieron los techos y atascaron las puertas, y sofocaron a los animales que durmieron a la intemperie. Tantas flores cayeron del cielo, que las calles amanecieron tapizadas de una colcha compacta, y tuvieron que despejarlas con palas y rastrillos para que pudiera pasar el entierro.” (p. 125)
La otra muerte, por supuesto, es la del coronel Aureliano Buendía. Cuenta García Márquez que, durante la escritura de la novela, no se atrevía a matar al personaje hasta que una tarde pensó: “Ahora sí se jodió”. Y dice que subió temblando al segundo piso, donde estaba su mujer, Mercedes Barcha: “Supo lo que había ocurrido cuando me vio la cara. ‘Ya se murió el Coronel’, dijo. Me acosté en la cama y duré llorando dos horas.” (El olor de la guayaba, conversaciones con Plinio Apuleyo Mendoza, Bogotá, La Oveja Negra, 1982, p. 34). Esa tarde había llegado el circo a Macondo y el coronel vio pasar una mujer vestido de oro sobre un elefante, un dromedario triste, un oso bailarín, payasos haciendo maromas. Cuando terminó el desfile circense, el coronel se dio cuenta de su miserable soledad. “Entonces fue al castaño, pensando en el circo, y mientras orinaba trató de seguir pensando en el circo, pero ya no encontró el recuerdo. Metió la cabeza entre los hombros, como un pollito, y se quedó inmóvil con la frente apoyada en el tronco del castaño.” (p. 229)
En Cien años de soledad la muerte está desdramatizada y es narrada como otro acontecimiento más de la vida; cuando se trata de los personajes queridos del autor, esa muerte está enmarcada en una ceremonia de lo real maravilloso que conmociona al lector.
He visto en los periódicos la foto de García Márquez en las afueras de su casa en México DF, con un ramo de rosas amarillas, el 6 de marzo de 2013, en su cumpleaños 86: es la imagen celebratoria de quien vivió durante sus últimos años atormentado por la peste del olvido que asoló a Macondo, y que será para la vida el escritor que transformó el lenguaje de nuestras letras y recuperó para la memoria de nuestra América las historias de esa realidad mágica y maravillosa de la que somos conscientes gracia a él.