José María y Corina lo habían conversado en alguna de sus tardes de té y facturas: toda muerte engendra ausencias y cada ausencia es un pedazo de muerte que se adhiere para siempre a nuestra piel de solos.
(De El perpetuo exiliado, 2016).
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domingo, octubre 22, 2017

María: influencias y diálogo intertextual


Estudio de Efraín, en la hacienda "El Paraíso", donde se desarrolla María, hoy museo en Santa Elena, Palmira, Valle del Cauca.

En la edición de María, de Garnier Hermanos, 1889, fue incluido el “Juicio crítico” que José María Vergara y Vergara escribió en junio de 1867, apenas publicada la novela.[1] Como si previera la repetición de lugares comunes respecto de la novela de Isaacs y su deuda con Atala (1801), de René de Chateaubriand, y Pablo y Virginia (1788), de Bernardin de Saint Pierre, Vergara señala las diferencias que existen entre María y dichas novelas. Remarca la autenticidad de la historia, la existencia cotidiana de los personajes y su drama, y la naturaleza verdadera de María frente a las excentricidades de las dos novelas europeas:

Hay criados, colonos, vecinos que se visitan y un perro viejo llamado Mayo; cacerías, pasiones, deudas, trabajo, pesares, esperanzas, intriga, personajes secundarios útiles; hay, en fin, todo lo que se encuentra en una cada. María y Efraín no son dos niños en una isla desierta, como Pablo y Virginia, ni dos jóvenes solos en el Desierto como Chactas y Atala; María y Efraín son dos jóvenes vestidos con telas europeas que vivieron en una hacienda del Cauca, se amaron, se fue él y… ¿para qué decir el fin de la novela? (p. 58)
           
            El exotismo de los románticos europeos es resultado de la construcción de un imaginario heredero del mito del buen salvaje de Rousseau. Lo que para Chateaubriand y Saint Pierre es la naturaleza exótica, para Isaacs es su naturaleza cotidiana y también su patria: en el capítulo II, cuando Efraín regresa, luego de seis años, desde Bogotá a su “nativo valle”, la emoción del personaje es auténtica, en términos de pertenencia a la naturaleza que admira, y no producto de una visión literaria de la naturaleza desde Europa: “Mi corazón rebosaba de amor patrio. Era ya la última jornada del viaje, y yo gozaba de la más perfumada mañana del verano. El cielo tenía un tinte azul pálido: hacia el oriente y sobre las crestas altísimas de las montañas, medio enlutadas aún, vagaban algunas nubecillas de oro, como las gasas del turbante de una bailarina esparcidas por un aliento amoroso.” (p. 5)
A contrapelo de cierta crítica que sitúa a María como una imitación de Atala y de Pablo y Virginia, cayendo en posiciones neocoloniales, hay que reafirmar que, si bien nuestros románticos se formaron en las lectura del romanticismo europeo, todo lo que en Europa era reacción frente a las formas neoclásicas, en América fue actitud estética fundacional signada por la conquista de la libertad política de las nacientes repúblicas; y todo aquello que allá fue visto como exótico aquí fue la descripción de la naturaleza en la que se inscribía la cotidianidad del habitante americano. Pablo y Virginia está signada por las preocupaciones filosóficas y políticas de los europeos ilustrados de finales del siglo dieciocho. Así, hay que leer el juicio de Vergara cuando, con el lenguaje de la crítica subjetiva del siglo diecinueve, define la autenticidad de la novela de Isaacs: “Es la prosa de la vida vista con el lente de la poesía; es la naturaleza y la sociedad traducidas por un castizo y hábil traductor.” (p. 59)
La novela de Saint Pierre está atravesada por la tesis del buen salvaje de Rousseau: la historia de los dos niños, vecinos de una pequeña aldea e hijos de madres europeas, que crecen juntos, se da en una sociedad primitiva en donde sus habitantes viven felices, en armonía con la naturaleza; ese pequeño núcleo es perturbado por los prejuicios y la ambición de los miembros de la sociedad civilizada. La narración está llena de reflexiones filosóficas en este sentido y el final trágico de Virginia y Pablo aparece cargado con las connotaciones románticas que derivan de los amores contrariados y se cierra con una moraleja.
La novela de Saint Pierre poco tiene que ver con el espacio de María, que no es idílico sino histórico, con el protagonismo de una naturaleza incorporada a la vida social, con los personajes que participan de la trama y de las distintas historias que tienen lugar en la novela; con el conflicto amoroso de Efraín y María que surge y evoluciona con la naturalidad con la que se dan estas relaciones entre primos, u otros familiares cercanos, en las sociedades rurales endogámicas; y, sobre todo, con un narrador que no construye discursos pedagógicos sobre la bondad del mundo sino que ofrece un testimonio desgarrado de su triste experiencia amorosa.
Es revelador el escrutinio al que es sometida la biblioteca de Efraín por Carlos, al final del capítulo XXII. En primer lugar, los libros religiosos que todo hogar católico debía tener. Empieza por La Biblia, Denis de Frayssinous, autor de la Défense de christianisme et des libertés gallicanes, Cristo ante el siglo que, al parecer, se trata de una obra que corresponde a M. Roselly de Lorgues, con una edición en español de 1847, con el subtítulo de o nuevos testimonios de las ciencias en favor del catolicismo. El comentario del pragmático Carlos es “aquí hay mucha cosa mística”. En seguida, aparece Don Quijote y el subsecuente comentario del mismo Carlos: “Por supuesto: jamás he podido leer dos capítulos.” (p. 100).
Luego hace mención de Chateaubriand, una Gramática inglesa, algunos libros de Shakespeare, Calderón de la Barca para terminar con la Democracia en América, de Tocqueville. Asimismo, durante el escrutinio, se menciona la condición de poeta de Efraín, cuando en brevísimo asomo de sensibilidad hacia la poesía por parte de Carlos, este le pregunta: “¿todavía haces versos? Recuerdo que hacías algunos que me entristecían haciéndome pensar en el Cauca.” El espíritu pragmático de Carlos regresa inmediatamente a él pues, luego de que Efraín le responde que ya no escribe poesía, Carlos comenta de manera lapidaria: “Me alegro de ello, porque acabarías por morirte de hambre.” (p. 101).
Ni en el escrutinio de la biblioteca de Efraín, cuyos títulos pertenecieron a la biblioteca personal de Isaacs, ni en la biblioteca del autor —que fue donada por la familia del poeta a la Biblioteca Nacional, en 1938, y que consta de 155 volúmenes—, se encuentra el libro de Saint Pierre, Pablo y Virginia.[2] Anderson Imbert, que en su estudio preliminar a la edición de María, del Fondo de Cultura Económica, de 1951, sienta las tesis básicas para nuevas lecturas de la novela, comete en él, sin embargo, dos desaciertos. El primero es interpretar que Vergara y Vergara había “emparentado ambas novelas”, cuando Vergara y Vergara señala, más bien, las clarísimas diferencias que existen entre María y Pablo y Virginia. El segundo desacierto es decir que “No hay prueba de que Isaacs leyera a Saint-Pierre; tampoco la hay de que no lo leyera” (p. XIX), pues tal afirmación carece de sentido: no se puede probar lo que no es y si no existe prueba de que Isaacs haya leído Saint-Pierre significa que, hasta donde están las investigaciones, debemos entender que, efectivamente, no conoció la obra de Saint-Pierre antes de la escritura de María. Pudo, inclusive —y entramos en el terreno de las elucubraciones pero con un mínimo de sustento—, haber leído la novela de Saint-Pierre una vez que conoció el comentario de Vergara pero ya María estaba escrita y nada de lo que corrigió hasta la tercera edición la asemeja, en más o en menos, a Pablo y Virginia. Lo que existió, al igual que ha sucedido siempre, es la presencia del espíritu de la época. En palabras del propio Anderson Imbert, quien también relativiza el tema de las influencias: “No hay una fuente única; es todo un aire histórico el que Isaacs respira” (p. XX).

En cambio, sí resulta muy significativo el diálogo intertextual que Isaacs ha construido en la novela entre los protagonistas de María y la lectura que estos hacen de Atala, de Chateaubriand. Este diálogo permite no solo identificar un libro de la formación cultural del autor sino también entender una fuente indispensable para el romanticismo sentimental que cobija a los personajes de María. La influencia de Chateaubriand, como lectura necesaria en la formación literaria de la época, está planteada en la propia María y de dicho planteamiento Isaacs saca partido puesto que, como autor, erige en el mismo texto su propia tradición literaria y, al tiempo, genera un referente significativo para el amor de sus personajes. La lectura de Atala es un instrumento pedagógico de la educación sentimental de los protagonistas de María.
En el capítulo XIII, Isaacs plantea algunas claves de su novela a partir del recurso de poner a sus personajes a leer un drama literario que se convertirá en un drama paralelo a la realidad de la ficción novelesca en la que estos habitan: “Las páginas de Chateaubriand iban lentamente dando tintas a la imaginación de María.” (p. 39) Tanto en María como en Efraín, quien está leyendo Atala en voz alta para su hermana y para aquella, se cumple la ilusión de convertirse en personaje y participar de sus cuitas: “Luego que leí aquella desgarradora despedida de Chactas sobre el sepulcro de su amada, despedida que tantas veces ha arrancado un sollozo a mi pecho […] María, dejando de oír mi voz, descubrió la faz, y por ella rodaban gruesas lágrimas.” (p. 40)
Los personajes de María, que creen en la apasionada ilusión literaria del romanticismo, buscan un modelo estético para su desventurada relación amorosa; de ahí que Efraín se estremece al comparar a María con el personaje de Chateaubriand y, al mismo tiempo, ese estremecimiento se convierte en un indicio verdadero: “Era tan bella como la creación del poeta, y yo la amaba con el amor que él imaginó. Nos dirigimos en silencio y lentamente hacia la casa. ¡Ay!, mi alma y la de María no sólo estaban conmovidas por aquella lectura, estaban abrumadas por el presentimiento.” (p. 40). Ciertamente, esta intertextualidad propositiva revela un cuidadoso esquema de composición de la novela por parte de su autor.

 
Referencias bibliográficas

Isaacs, J. [1867] (2005). María. Edición crítica de María Teresa Cristina. Bogotá, Universidad Externado de Colombia / Universidad del Valle.
Vergara y Vergara, J. M. (1885). “Juicio crítico”, en Artículos literarios. Londres, Publicado por Juan M. Fonnegra.


[1] Vergara también lo publicó en La Patria, el 10 de marzo de 1878 y lo incluyó en Artículos literarios, libro de 1885, de donde lo he tomado.
[2] María Teresa Cristina en nota al pie de página (p. 101) de la edición crítica de María, que estoy utilizando, describe los títulos de la biblioteca de Efraín que se encuentra en la biblioteca personal del poeta en el Fondo Isaacs de la Biblioteca Nacional, de Bogotá.

domingo, septiembre 06, 2015

"Somos un pequeño género humano"


La Carta de Jamaica, fechada en Kingston, el 6 de septiembre de 1815, es un documento fundamental y fundacional para entender la visión de Simón Bolívar —el héroe de formación neoclásica y espíritu romántico—, sobre la inevitable como indispensable independencia de nuestra América[1]. En ella, Bolívar analiza la coyuntura política y, al mismo tiempo, recorre el pasado histórico de la patria que habrá de liberar, y proyecta lo que habrá de ser su futuro.

Bolívar llegó a Jamaica, derrotado y empobrecido, con el ánimo de conseguir la ayuda de Inglaterra para la causa de la Independencia. Estaba empeñado en convencer a los ingleses de que la dominación española atentaba contra sus propios intereses al restringir el desarrollo económico de las colonias y prohibir el comercio con aquellos: “La Europa misma, por miras de sana política, debería haber preparado y ejecutado el proyecto de la independencia americana; no solo porque el equilibrio del mundo así lo exige; sino porque este es el medio legítimo y seguro de adquirirse establecimientos ultramarinos de comercio”.[2]
A pesar de su pertenencia a la aristocracia criolla de Caracas, Bolívar desarrolló un profundo sentimiento antiespañol que se explica en la medida en que el destino del héroe era la liberación de nuestra América. En la Carta de Jamaica, Bolívar da cuenta de una situación espiritual de un sector de la intelectualidad criolla que evidencia, ya en el ámbito de lo personal, el carácter que lo empujaría hacia la gloria, que puede ser entendida como el rechazo de un sector consciente de una clase para con el dominio de su propia clase.

El suceso coronará nuestros esfuerzos porque el destino de la América se ha fijado irrevocablemente; el lazo que unía a la España está cortado; […] más grande es el odio que nos ha inspirado la Península, que el mar que nos separa de ella; menos difícil es unir los dos continentes que reconciliar los espíritus de ambos países.[3]

Estamos, como en 1805, ante un paisaje magnificente. Bolívar hizo su famoso juramento desde una de las colinas que rodean a Roma: contemplando la ciudad desde lo alto, con la mirada atenta que lo abarcaba todo, con el pensamiento crítico sobre la historia que aquella ciudad arrastra por siglos, con la idea encendida de un destino heroico que estuvo dispuesto a asumir con la fuerza de su carácter. Similar al personaje que aparece en “El caminante ante un mar de nubes”, el famoso cuadro de Caspar David Friedrich (1774 – 1840), que se extasía ante lo sublime de la naturaleza; igual que toda alma romántica, Bolívar, sobre uno de las colinas que rodean a Roma, contempla no solo la naturaleza sino también la historia.
En la Carta de Jamaica, la montaña ha cedido su lugar al mar como expresión simbólica de la lucha inmensurable que habrá de emprender, como imagen de la tarea libertaria que el héroe se ha autoimpuesto. El odio, aquí, es un sentimiento político que enmarca la situación subjetiva de la lucha independentista en el ánimo de los criollos que la han emprendido. La Naturaleza, en la imagen del mar, se muestra grandilocuente para representar el estado del espíritu de los patriotas. Bolívar remarca con el símil de un imposible natural la situación irreversible de la lucha contra España. La expresión de odio revela la imposibilidad de la reconciliación con quien se ha definido como el opresor del espíritu libre de los americanos y ya se había expresado en el Decreto de Guerra a Muerte a los españoles y canarios, firmado por Bolívar el 13 de junio de 1813, durante la Campaña Admirable.[4] Desde el monte romano al mar de Jamaica, la naturaleza se funde con el espíritu de Bolívar, tormenta y pasión,[5] el héroe que lucha por la independencia de América como la realización plena de su destino y gloria.
Bolívar expone en la Carta de Jamaica la consciencia del instante en que está viviendo reconociendo la relación conflictiva entre la tradición política heredada de Europa y lo nuevo que ya emerge de la propia realidad americana: “Nosotros somos un pequeño género humano; poseemos un mundo aparte, cercado por dilatados mares, nuevo en casi todas las artes y ciencias aunque en cierto modo viejo en los usos de la sociedad civil”.[6]
¿De qué se trata ese pequeño género humano? Bolívar es consciente de su condición étnica y de clase; sabe, por lo tanto, que no representa a los indígenas y que, al mismo tiempo, ha roto todo vínculo con España. El pequeño género humano es, en cierta forma, un ser humano nuevo como producto del mestizaje del Nuevo Mundo. El voluntarismo del romántico otra vez se sobrepone, desde la escritura, a las contradicciones y percibe el nacimiento de lo original y novedoso en medio de los males ancestrales. Pero el voluntarismo de Bolívar está, de todas maneras, anclado a un análisis político de la realidad que lo lleva a definir la situación de su ser social con todos sus límites: “…no somos indios ni europeos, sino una especie media entre los legítimos propietarios del país y los usurpadores españoles: en suma, siendo nosotros americanos por nacimiento y nuestros derechos los de Europa, tenemos que disputar estos a los del país y mantenernos en él contra la invasión de los invasores”.[7]
Y, más allá de las vicisitudes que describe y vislumbra en la Carta de Jamaica, Bolívar tiene claridad acerca de su sueño político, cuya realización, sin la ayuda de los ingleses y el trabajo unitario de los patriotas, no considera posible en el momento, en que escribe aunque sabe que su coronación sería gloriosa. Esta manera de trabajar las dificultades desde la reflexión teórica, formada en la herencia racionalista, marcada por los ideales que parecen imposibles, bañada de espíritu romántico, que se van ajustando a los resultados de la acción política, convierten a Bolívar en el héroe que supera constantemente las dificultades en pos del destino que se ha marcado desde cuando realizó el Juramento de Roma.
            La Carta de Jamaica es respuesta a una misiva del 29 de agosto que no conocemos hasta hoy, remitida por un habitante jamaiquino llamado Henry Cullen quien, por las citas que hace el mismo Bolívar en la suya, le pide al Libertador que le comente acerca de la conducta de los españoles para con los pueblos indígenas y le requiere, además, que le haga una descripción de la situación política. De ahí que el nombre original del documento sea “Contestación de un americano meridional a un caballero de esta isla”.
La carta fue dictada por Bolívar a su secretario Pedro Briceño Méndez y en ella, el Libertador vio la oportunidad de dirigirse a un público más amplio pues, con el pretexto de responder las inquietudes de Cullen, Bolívar aprovechó para exponer ante cierto sector influyente de la isla sus ideas respecto de la independencia de los pueblos de América del Sur y, sobre todo, reclamar el apoyo de Europa a la causa. No obstante lo dicho, vale precisar que la importancia histórica de la Carta es una construcción posterior al momento de la lucha independentista: fue publicada por primera vez, en inglés, en 1818, y en español, fue parte de una recopilación de documento del Libertador, realizada en 1833.[8]
La Carta comienza señalando la crueldad de la dominación española ejercida contra los pueblos originarios y reivindicado la figura de fray Bartolomé de Las Casas, “el filantrópico obispo de Chiapas”, a quien asume como fuente confiable del testimonio de aquellos sucesos: “Barbaridades que la presente edad ha rechazado como fabulosas, porque parecen superiores a las perversidades humanas; y jamás serán creídas por los críticos modernos si constantes y repetidos documentos no testificasen estas infaustas verdades”.[9]
Más adelante, citando una parte de la carta de Cullen, Bolívar aprovecha para resaltar el trato inhumano que los conquistadores dieron a los gobernantes de los pueblos indígenas. Él hace una comparación del trato recibido por Carlos IV y Fernando VII, luego de que Bonaparte los hubo capturado: “Existe tal diferencia entre la suerte de los reyes españoles y de los reyes americanos, que no admite comparación; los primeros son tratados con dignidad, conservados, y al fin recobran su libertad y trono; mientras que los último sufren tormentos inauditos y los vilipendios más vergonzosos”.[10]
Bolívar plantea asimismo que la dominación española ha mantenido a los ciudadanos de las colonias en una especie de infancia permanente: “Los americanos, en el sistema español que está en vigor, y quizá con mayor fuerza que nunca, no ocupar otro lugar en la sociedad que el de siervos propios para el trabajo, y cuando más, el de simples consumidores”.[11] Es decir que los americanos no habían sido educados por los españoles ni en la administración ni en el gobierno del Estado, ni en el comercio con otras naciones. En este sentido, Bolívar reclama la necesidad de la independencia para salir de esa situación y erigirse con madurez cívica en medio de las naciones del mundo.    
Justamente por esa situación de ciudadanía pueril es que Bolívar se opone a la construcción de la democracia federal para los pueblos de nuestra América y prefiere la constitución de 15 o 17 países. El Libertador conoce las limitaciones del espíritu cívico de los habitantes de nuestra América: “No convengo en el sistema federal entre los populares y representativos, por ser demasiado perfecto y exigir virtudes y talentos políticos muy superiores a los nuestros; por igual razón rehúso la monarquía mixta de aristocracia y democracia, que tanta fortuna y esplendor ha procurado a la Inglaterra”.[12]
A la Carta de Jamaica se la conoce también con el nombre de profética por cuanto en ella Bolívar vislumbra lo que habrá de ser el destino de las naciones una vez independizadas. Así, si bien señala que “La Nueva Granada se unirá con Venezuela” y “esta nación se llamaría Colombia como un tributo de justicia y gratitud al creador de nuestro hemisferio” también intuye que “es muy posible que la Nueva Granada no convenga en el reconocimiento de un gobierno central, porque es en extremo adicta a la federación; y entonces formará, por sí sola, un estado que, si subsiste, podrá ser muy dichoso por sus grandes recursos de todo género”.[13]
Bolívar es consciente de las limitaciones de la realidad política pero, al mismo tiempo, está convencido de lo que anhela conseguir; no obstante, en la Carta de Jamaica, la racionalidad del análisis político supera el voluntarismo romántico y si bien es capaz de exponer su utopía integracionista a Henry Cullen, también señala con claridad las dificultades de llevarla a cabo:

Es una idea grandiosa pretender formar de todo el Mundo Nuevo una sola nación con un solo vínculo que ligue sus partes entre sí y con el todo. Ya que tiene un origen, una lengua, unas costumbres y una religión, debería por consiguiente tener un solo Gobierno que confederase los diferentes Estados que hayan de formarse; mas no es posible porque climas remotos, situaciones diversas, intereses opuestos, caracteres desemejantes, dividen a la América.[14]

            Ya al final de la carta, Bolívar apela a la unión como aquello que le falta a los pueblos de América para lograr su independencia total, en medio de las disputas entre conservadores y reformadores. Hay que recordar que, en Jamaica, Bolívar está derrotado luego de haber vencido en la Campaña Admirable, sin recursos luego de pertenecer a una familia de ricos criollos, y a la espera de un permiso para viajar a Inglaterra en pos de apoyo para la causa de la independencia. Y, sin embargo, el destino heroico está por cumplirse guiado por el carácter del patriota: “Yo diré a Vd. Lo que puede ponernos en actitud de expulsar a los españoles y de fundar un gobierno libre: es la unión, ciertamente; mas esta unión no nos vendrá por prodigios divinos sino por efectos sensibles y esfuerzos bien dirigidos”.[15]
Tanto el Juramento de Roma como la Carta de Jamaica, tienen la importancia que la historia de las ideas les ha asignado por cuanto la tarea liberadora que se impuso el héroe, fue realizada como destino. Pero no se trata del destino con sentido místico que se desprende de la tragedia sino del destino como ideal del genio. Bolívar no es el personaje trágico cuya voluntad no cuenta para los dioses que le han impuesto un destino, Bolívar es el individuo que ha señalado para sí un destino que habrá de procurarle la gloria y que sabe, en su fuero íntimo, que para alcanzarlo requiere andar un sendero poblado de dificultades. El destino, en esta acepción, es la realización plena del ideal conseguido con base en la perseverancia, como consecuencia de un carácter superior.[16] La Carta de Jamaica es un testimonio más de que para Bolívar la tarea libertaria autoimpuesta desde la cima de uno de los montes que rodea Roma, en su juramento del 15 de agosto de 1805 ante su maestro Simón Rodríguez, fue un destino por cuyo logro trabajó, desde la perseverancia de su carácter heroico. 


[1] Simón Bolívar, “Carta de Jamaica”, en Doctrina del Libertador [1976], Caracas, Biblioteca Ayacucho, 2009.
[2] Bolívar, ob. cit., p. 71 [énfasis añadido].
[3] Bolívar, ob. cit., p. 67 [énfasis añadido].
[4] Las líneas finales del Decreto, firmado en el Cuartel General de Trujillo (Venezuela), decían: “Españoles y canarios, contad con la muerte, aun siendo indiferentes, si no obráis activamente en obsequio de la libertad de la América. Americanos, contad con la vida, aun cuando seáis culpables”.
[5] El famoso Sturm und Drang, de los románticos alemanes, con Goethe como cabeza visible del movimiento en el mundo (s. XVIII y XIX).
[6] Ibídem, p. 73.
[7] Ibídem, pp. 73 – 74.
[8] La carta fue traducida al inglés el 20 de septiembre de 1815 y está fechada en Falmouth, donde residía Cullen. En 1945, el investigador colombiano Guillermo Hernández de Alba encontró este manuscrito en el Archivo Nacional de Colombia y es conocido como el Manuscrito de Bogotá. El historiador ecuatoriano Amílcar Varela descubrió en 1996 un ejemplar de la Carta en español, en el archivo histórico del Banco Central, en el Fondo Jijón, cuya autenticidad fue determinada en 2014. El Parlamento Andino y la Embajada de Ecuador en Colombia, de manera conjunta, organizaron el pasado viernes 4 de septiembre una seminario con la presencia de Jorge Núñez Sánchez e Inés Quintero, presidentes de las academias de Historia de Ecuador y Venezuela, respectivamente; así como con la participación de Juan Camilo Rodríguez, presidente de la Colombia, quien, aunque no pudo estar, envió su texto. Asimismo, participamos el historiador Amílcar Varela y yo, que soy el editor de la edición facsimilar y bilingüe de la Carta de Jamaica, del Parlamento y de la Embajada, cuya portada reproducimos en la ilustración de esta entrada del blog, que es un resumen de la presentación que hago de la Carta para esta edición. Agradezco al senador Luis Fernando Duque, presidente del Parlamento, y a Eduardo Chiliquinga, secretario general, por el entusiasmo y apoyo para la realización del seminario y el libro.
[9] Bolívar, ob. cit., p. 67.
[10] Ibídem, p. 72.
[11] Bolívar, ob. cit., p. 75.
[12] Ibídem, p. 79.
[13] Ibídem, pp. 82 y 83.
[14] Ibídem, p. 84 [énfasis añadido].
[15] Ibídem, p. 86.
[16] En su conocido artículo “Destino y carácter”, Walter Benjamin puntualiza: “Como en Nietzsche cuando dice: ‘Quien tiene carácter tiene también una experiencia que siempre vuelve.’ Ello significa: si uno tiene carácter, su destino es esencialmente constante. Lo cual a su vez significa —y esta consecuencia ha sido tomada de los estoicos— que no tiene destino” (Ensayos escogidos, Buenos Aires, Editorial Sur, 1967, p. 132).