José María y Corina lo habían conversado en alguna de sus tardes de té y facturas: toda muerte engendra ausencias y cada ausencia es un pedazo de muerte que se adhiere para siempre a nuestra piel de solos.
(De El perpetuo exiliado, 2016).
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lunes, marzo 03, 2025

«Cónclave»: drama y suspenso político-teológico en la Ciudad del Vaticano

John Lithgow, Ralph Fiennes, Isabella Rossellini y Stanley Tucci, en Cónclave, dirigida por Edward Berger, ganadora del Oscar 2025 a Mejor guion adaptado.

            El Papa ha muerto. En medio del dolor que su deceso causa entre sus más cercanos colaboradores también existe la expectativa de sus detractores por las posibilidades que se abren para, con un nuevo Papa, cambiar la línea teológica del fallecido. Los cardenales de todo el mundo acuden a Roma. El ritual para el nombramiento del nuevo Papa está por empezar y los diferentes caracteres que participarán del proceso eleccionario se van mostrando antes nosotros a su llegada al Vaticano. Basada en la novela homónima de Robert Harris, Cónclave, dirigida por Edward Berger (Sin novedad en el frente, 2022), es un drama de suspenso político-teológico en el Vaticano, con personajes caracterizados de manera brillante, una exquisita puesta en escena y un guion lleno de giros sorprendentes.

            La lucha interna por la sucesión del trono papal desnuda a la Iglesia Católica como una institución más anclada en el poder terrenal que en el ejercicio del amor evangélico. Este drama de suspenso parecería ubicarse entre El nombre de la rosa y Ángeles y demonios, pero Cónclave le apuesta a algo más que la disputa político-religiosa que implica la sucesión del Papa. Cónclave logra mostrar, de manera convincente, el interior de un proceso que, si bien está sustentado en la fe, también representa la mezquindad de quienes ostentan el poderío institucional. La homilía de apertura del cardenal Lawrence, que es el encargado de la organización del cónclave, es una buena pieza de reflexión teológica con un planteamiento al borde la heterodoxia, pero siempre enmarcados en la doctrina, que ya estaba en El nombre de la rosa: la duda es necesaria para la fe. El conflicto social exterior no llega a ser apocalíptico como en Ángeles y demonios, pero es lo suficientemente ruidoso como para señalar a lo que se tiene que enfrentar el nuevo Papa.

            Los personajes están representados con mucha fuerza actoral. La espectacular entrada del cardenal Tedesco (Sergio Castellito) a la sede del cónclave nos pone en  guardia frente a un tipo fanfarrón y reaccionario; el descenso del cardenal Adeyemi (Lucian Msamati) se concentra en el diálogo discreto que tiene lugar en su alcoba con el cardenal Lawrence; el cinismo y arrogancia del intrigante cardenal Tremblay (John Lithgow) se expresa en el desplazamiento que hace en cada escena; las disquisiciones teológicas y políticas del cardenal Bellini (Stanley Tucci) son convincentes en todo momento. Incluso, un personaje secundario como sor Agnes emerge, con la brillantez que le da Isabella Rossellini, para decir lo necesario en la trama y convertir su invisibilidad en la mirada crítica de una mujer en el interior de una institución patriarcal. Ralph Fiennes, que caracteriza de manera extraordinaria al cardenal Lawrence, lleva el peso del conflicto interior sobre la fe confrontada con la vanidad, y la consciencia de que hay que preservar una institución atravesada por una sórdida lucha de poderes.

            El guion, que ganó el Oscar al mejor guion adaptado, sostiene la intriga con una serie de giros que desatan nudos de tensión a lo largo de la película. La muerte del Papa y el misterio que la rodea, la súbita aparición de un cardenal in pectore, las reuniones de los cardenales para planificar la elección, el descubrimiento de las debilidades de los más fuertes candidatos, hasta llegar, por descarte, a un final, para mi gusto, algo forzado y débil frente al tono realista de la película. Asimismo, la recreación de la Capilla Sixtina en los estudios Cinecittà, de Roma, y la Casa Santa Marta, que se toma la libertad de mostrar los cuartos de los cardenales como celdas, así como la sacristía llamada Sala de las Lágrimas, en donde el Papa electo reza ante san Pedro y se viste con el clásico atuendo blanco, son logros maravillosos de la escenografía. En esos espacios, los rituales reproducen la magnificencia del poderío papal y nos sumergen en las luchas internas de tales poderes que atraviesan el filme.

            Cónclave es una estupenda película de suspenso que logra interesar a creyentes y ateos por el carácter de la intriga política que desarrolla. Ver esta película en estos días, en los que el delicado estado de la salud del Papa es un marco real, podría generar especulaciones muy politizadas y poco teológicas. En todo caso, Cónclave es una ficción cinematográfica que consigue adentrarse en el corazón político y teológico que envuelve a la institucionalidad católica cuando se trata de elegir al Papa.  


lunes, febrero 10, 2025

«Emilia Pérez»: un narcomusical rocambolesco



            En la edición del Festival de Cannes de 2024, Jacques Audiard, su director, ganó el Premio del Jurado; ganó el premio a la Mejor Actriz por el conjunto de sus actrices y también el de Banda sonora. En los premios del Cine Europeo, Emilia Pérez fue premiada como mejor película, Audiard el de dirección, y Karla Sofía Gascón, la protagonista, ganó el de Mejor Actriz. Ganó cuatro Globos de Oro. Los Critics Choice Award le dieron el premio a Mejor Película en Lengua Extranjera y a Mejor Actriz de Reparto (Zoe Saldaña). Tiene diez nominaciones para los BAFTA y trece para el Oscar, convirtiéndose en la película extranjera más nominada en la historia del premio. Por contraste, en México existe una ola de dicterios de diverso calibre contra la película por parte de un sector de la crítica especializada y la activista trans Camila Aurora, también directora de cine, realizó, en clave de parodia, un cortometraje musical titulado Johanne Sacrebleu, que al 25 de enero tenía ya 2,8 millones de visualizaciones en YouTube.

Emilia Pérez es un narcomusical francés que, según Marcelo Báez, en su crítica documentada y analítica, a pesar de sus defectos «representa un paso audaz para el cine contemporáneo al abordar temas controversiales como el narcotráfico y la identidad de género en un formato popular» al tiempo que señala cómo Netflix la ha convertido en un fenómeno cultural y concluye que la película «siempre será recordada como el filme que nos hizo discutir sobre lo queer, lo narco y lo trans». Asimismo, me parece que la película es entretenida justamente porque construye una historia fuera de lo común con asuntos tan conflictivos como lo queer, lo narco, lo trans, así como el drama de los desaparecidos y la corrupción de la justicia.  Sin embargo, el tratamiento de tales temas parecería encapsulado en una especie de banalización del mal, siguiendo el concepto de Hannah Arendt.

El guion es rocambolesco desde su planteamiento inicial. La transformación ética, política y espiritual del narcotraficante es inverosímil tal como está desarrollada. Juan “Manitas” del Monte, un narcotraficante mexicano —no es un narco cualquiera, es un capo—, transiciona y ya como Emilia (ambos personajes interpretados por Karla Sofía Gascón) se convierte en alguien que decide encabezar la tarea de encontrar a las víctimas desaparecidas por causa del narcotráfico. Manitas es un macho criminal y cruel; la transformación moral, si no se trabaja a profundidad en la psicología del personaje —y la película no lo hace—, es difícil de creer, no solo en términos narrativos sino en términos humanos. Además, el que ni Jessi, la mujer de Manitas (Selena Gómez) ni los hijos, no reconozcan al capo cuando lo ven como Emilia es dudoso en términos realistas, por decir lo menos.

Asimismo, el que a la policía y a la prensa no les interese averiguar de donde salió Emilia Pérez cuando ella empieza a protagonizar la búsqueda de los desaparecidos es poco creíble. Audiard ha dicho que se trata de una “ópera”, por lo que su historia no necesita ser realista. Efectivamente, no requiere ser realista, pero sí necesita que el pacto de verosimilitud, con la información que existe sobre el tema en el siglo veintiuno, sea diferente al de la ópera del siglo diecinueve. ¿A cuenta de qué un problema tan grave como el de la violencia del narcotráfico en México puede ser trivializado en un musical rocambolesco? La industria del espectáculo, con su mirada colonial, continúa interpretando a América Latina como territorio del exotismo.

En cuanto a las interpretaciones, las de Zoe Saldaña y Adriana Paz son destacables. Saldaña está metida en su papel de abogada, sabe manejar las emociones y su presencia en los números musicales es primorosa. Adriana Paz, la única mexicana en el elenco principal, está muy bien en su personaje y le pone tremenda emoción a la canción «Las damas que pasan» de la procesión final de la película, aunque es justamente la secuencia que consagra la banalización del mal pues en ella se mitifica a Emilia Pérez. Selena Gómez, en cambio, es un desastre: desde su español macarrónico y su rigidez expresiva hasta su deslucida participación en la parte musical.

Karla Sofía Gascón interpreta a Manitas y a Emilia Pérez. A pesar de que ella no es responsable del brownfacing, sí lo es de la representación del conflicto de un capo de la droga que quiere transicionar. Sale airosa en sus dos papeles, pero sin llegar a un nivel extraordinario: su representación de Manitas es un tanto estereotipada, no así la de Emilia que muestra matices en sus afectos y la contradictoria violencia que anida en el interior de su personaje. Es cierto también que la polémica desatada alrededor de sus viejas opiniones, que están cargadas de prejuicios, puede empañar, con criterios extra cinematográficos, el valor de su actuación. No obstante, en la cruel cancelación social a la que ha sido sometida, Karla Sofía Gascón, que tampoco ha ofrecido disculpas por sus dichos del pasado, carga con el repudio a la narrativa del filme que es obra del director, con la hipócrita moralina de las redes sociales que la trata como si fuera asesina serial y con esa transfobia taimada que siempre está al acecho.

Ahora bien, el planteamiento principal de la película es una ofensa para las víctimas de la violencia del narcotráfico en México: un asesino, machista y cruel como Manitas, sin verdad ni justicia ni reparación, es el encargado de “hacer justicia” a las víctimas de desapariciones forzosas de los carteles, luego de una conversión sin proceso autocrítico de ningún tipo. Un planteamiento así, embutido en un musical, banaliza el horror del narcotráfico y el dolor de las víctimas asesinadas y desparecidas. Es cruel presentar a las víctimas como personas que tanto carecen de la capacidad para representarse a sí mismas que quien las representa es su propio verdugo.

Finalmente, Emilia Pérez tiene una falencia que no es menor. Hacer hoy un filme sobre protagonistas de un problema grave de un país sin que los actores principales sean de ese lugar, sin locaciones reales y con errores gruesos de representación de la vida cotidiana de dicho país, convierte al filme en una caricatura de mal gusto. Hay muchos ejemplos de que así se lo ha hecho en el pasado, pero, justamente, eso es lo que, con los recursos y el desarrollo cinematográfico que existen hoy ya no hay que hacer en beneficio del cine. De ahí que la parodia musical Johanne Sacrebleu se plantee como un filme sobre franceses y una disputa banal, que sucede en París, pero está filmado en México, y con actores mexicanos que representan a franceses y hablan una jerga caricaturesca del francés. En su defensa, Audiard ha dicho: «Fui tres o cuatro veces a México. Ya conocía el país de antes. En un momento, me di cuenta de que la realidad de la calle mexicana era demasiado real. Sentí miedo y no lograba encajar las imágenes que tenía en mi cabeza. Fue entonces cuando decidí rodar en estudio». Sin embargo, México tiene una industria cinematográfica de primer nivel como para decir, sin inmutarse y justificando que se trata de una ópera, que no quiere ser realista, que no había ni actores ni locaciones para filmar Emilia Pérez.

Mi amiga Michelle Valencia, que es una cinéfila inteligente que no se pierde ni película ni ceremonia de premiación alguna, me recomendó que viera Emilia Pérez tratando de aislarme del ruido mediático a su alrededor. Así lo hice, y, si bien me pareció un filme entretenido, su historia es demasiado rocambolesca para mi gusto y las actuaciones me parecen medianas. Lo peor es que, por su tratamiento superficial a cuenta de presentarse como una ópera, el filme banaliza de tal forma la violencia y la muerte por causa del narcotráfico en México que ofende a sus víctimas. Por lo demás, las nominaciones y premios de la industria del espectáculo me tienen sin cuidado.